Las guerras de Obama

El Diccionario del Idioma del Imperio Norteamericano: caras afganas, predators, reapers, estrellas terroristas, conquistadores romanos, cementerios imperiales y otras rarezas del truncado siglo estadounidense

El inconsciente imperial

Por Tom Engelhardt (*)
Tomdispatch, 01/03/09
Traducido por Germán Leyens
Rebelión 10/03/09

A veces lo que importa son las cosas de todos los días, las que pasan desapercibidas.

Lo que sigue, según Bloomberg News, forma parte del reciente testimonio del Secretario de Defensa de EE.UU., Robert Gates sobre la Guerra Afgana ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado.

“Los objetivos de EE.UU. en Afganistán deben ser ‘modestos, realistas,’ y ‘sobre todo, debe haber una cara afgana en esta guerra,’ dijo Gates. ‘El pueblo afgano debe creer que esta es su guerra y que estamos allí para ayudarle. Si piensa que estamos allí por nuestro propio interés, nos irá como a todos los demás ejércitos extranjeros que han estado en Afganistán.’”

Ahora, en nuestro mundo, una declaración semejante parece tan obvia, tan razonable, como para no requerir comentario alguno. Y sin embargo, esperemos un momento y pensemos sobre esta parte: “debe haber una cara afgana en esta guerra.” Los funcionarios militares y civiles de EE.UU. utilizaron una frase equivalente en 2005–2006 cuando las cosas iban realmente, realmente mal en Iraq. Entonces era un lugar común – y no menos inadvertido entonces – que sugirieran con urgencia que se pusiera una “cara iraquí” a los eventos en ese país.

La frase es reveladora, evidentemente volvió a estar en moda para una guerra diferente – y es extrañamente directa. Como en el caso de una imagen, hay realmente una sola manera de comprenderla (lo que no significa que aquí haya alguien que lo haga). Después de todo, ¿qué significa “poner una cara” a algo que supuestamente ya la tiene? En este caso, tiene que significar que se ponga una cara afgana a lo que sabemos es la “cara” real de la guerra afgana – la nuestra – una cara extranjera que individuos como Gates reconocen, de modo bastante correcto, no es la que quisiera ver la mayoría de los afganos. Es poco sorprendente que el Secretario de Defensa escoja una frase semejante, parte del arsenal de palabras e imágenes de todos los días de Washington cuando se trata de geopolítica, poder y guerra.

Y sin embargo, sin duda, es habla del Imperio, al estilo estadounidense. Es el lenguaje – detrás del cual yace una estructura más profunda de argumento y pensamiento – que es esencial para la visión de sí mismo de Washington como Goliat montado sobre el planeta. Hay que pensar en esa “cara/máscara afgana”, de hecho, como parte de los desechos que borbotean regularmente del inconsciente imperial estadounidense.

Por cierto, las palabras crean realidad incluso si un lenguaje semejante, en toda su peculiaridad, pasa esencialmente desapercibido. Sin que sea comentado en general, ayuda a normalizar las prácticas estadounidenses en el mundo, protegiéndonos confortablemente de ciertas realidades globales, pero también tiene el potencial de enceguecernos ante esas realidades que, en tiempos arriesgados, pueden ser ciertamente peligrosas. Así que consideremos algunas entradas en lo que podría ser considerado el Diccionario del Habla Imperial de EE.UU.

Guerra Oculta a Simple Vista: Recientemente se ha informado mucho sobre la eficacia de la decisión del gobierno de Obama de aumentar la intensidad de los ataques con misiles de la CIA desde aviones teledirigidos en lo que Washington, en un neologismo recientemente acuñado que refleja una guerra que se amplía, ahora llama “Af–Pak” – las guerras tribales fronterizas pastunes de Afganistán y Pakistán, e incluso ha habido un cierto debate en este sitio al respecto. Desde agosto de 2008, se han lanzado más de 30 ataques semejantes con misiles desde el lado paquistaní de la frontera contra presuntos objetivos de al–Qaeda y de los talibanes. En realidad, el ritmo de los ataques ha aumentado desde que Barack Obama entró al Despacho Oval, así como la cantidad de víctimas de los bombardeos con misiles, y la indignación popular en Pakistán.

Gracias a la senadora Diane Feinstein, también sabemos que, a pesar de fuertes protestas oficiales del gobierno paquistaní, alguien en ese país está haciendo más que mirar para otro lado mientras ocurren los ataques. Como reveló recientemente la senadora, por lo menos algunos de los vehículos aéreos sin tripulación de la CIA (UAV, por sus siglas en inglés) que cruzan los cielos de Af–Pak están evidentemente estacionados en bases paquistaníes. Recientemente también se nos dijo que unidades de Operaciones Especiales de EE.UU. ahora realizan regularmente incursiones dentro de Pakistán “primordialmente para obtener inteligencia”; que una unidad de 70 consejeros de las Fuerzas Especiales de EE.UU., “una fuerza de tareas secreta, supervisada por el Comando Central de EE.UU. y el Comando de Operaciones Especiales,” ayudan y entrena a las fuerzas militares el ejército paquistaní y del Cuerpo Fronterizo, de nuevo dentro de Pakistán; y que, a pesar de (o tal vez, en parte debido a) esos esfuerzos estadounidenses, la influencia de los talibanes se está expandiendo realmente, incluso mientras Pakistán amenaza con desintegrarse.

De modo bastante desconcertante, sin embargo, todavía se habla de esta parte paquistaní de la guerra estadounidense en Afganistán en los principales periódicos de EE.UU., como una “guerra clandestina.” Cuando aparecen las noticias al respecto, uno de los temas por lo que nadie se preocupa por preguntar es de quién está siendo ocultada,

El 20 de febrero, Mark Mazzetti y David E. Sanger del New York Times escribieron de la manera acostumbrada:

“Con dos ataques de misiles durante la semana pasada, el gobierno de Obama ha expandido la guerra oculta dirigida por la Agencia Central de Inteligencia dentro de Pakistán, al atacar una red militante que trata de derrocar el gobierno paquistaní… Bajo la política estándar para operaciones clandestinas, los ataques de la CIA dentro de Pakistán no han sido públicamente reconocidos por el gobierno de Obama o el gobierno de Bush.”

El 25 de febrero Mazzetti y Helene Cooper informaron que el nuevo jefe de la CIA, Leon Panetta, se jactó en esencia ante periodistas de que “la campaña de la agencia contra militantes en las áreas tribales de Pakistán era ‘el arma más efectiva’ que tenía el gobierno de Bush para combatir a la máxima dirigencia de al Qaeda… El señor Panetta no llegó a reconocer directamente los ataques con misiles, pero dijo que ‘los esfuerzos operativos’ que se concentran en líderes de Qaeda han sido exitosos.” Siobhan Gorman del Wall Street Journal informó el día siguiente que Panetta dijo que los ataques son “probablemente el arma más efectiva que tenemos para tratar de hacer estragos en al Qaeda ahora mismo.” Agregó que: [Panetta] dijo que: “El señor Obama y el Consejero de Seguridad Nacional James Jones han apoyado enérgicamente su uso.”

¡Uf!, ¿guerra oculta? Esos “esfuerzos operacionales” “ocultos” han sido noticias de primera plana en la prensa paquistaní durante meses, formaron parte de los debates de la campaña presidencial de EE.UU., y ciertamente no pueden constituir un secreto para los pastunes en esa áreas fronterizas que deben ver aviones teledirigidos con bastante frecuencia y regularidad, o ver misiles que caen en sus vecindarios.

En EE.UU., “guerra oculta” ha sido desde hace tiempo un término para guerras como la Guerra de la Contra respaldada por EE.UU. contra los sandinistas en Nicaragua, en los años ochenta, que fueron abiertamente discutidas, debatidas, y a menudo elogiadas en este país. En gran medida, cuando aspectos de esas guerras han sido realmente “ocultos” – es decir, intencionalmente ocultados a alguien – ha sido ante el público estadounidense, no de los enemigos contra los que tienen lugar. Por lo menos, sin embargo, un lenguaje semejante, por trillado que sea, ofrece a Washington una especie de “negación plausible” cuando se trata de pensar qué clase de “cara estadounidense” presentamos al mundo.

Prácticas de denominación imperiales: En nuestra prensa, funcionarios anónimos de EE.UU. ahora apuntan orgullosamente a la creciente “precisión” y “exactitud” con la que esos ataques con misiles de los aviones teledirigidos eliminan personalidades talibanes o de al Qaeda sin (supuestamente) eliminar a los miembros de las tribus que viven en las mismas aldeas o complejos habitacionales vecinos. Artículos semejantes prestan a nuestra guerra una calidad casi estéril. Tienden a subrayar los esfuerzos extraordinarios hechos por los planificadores para evitar “daño colateral.” Para muchos estadounidenses, debe parecer extraño, incluso irracional, que paquistaníes perfectamente no–fundamentalistas puedan indignarse tanto por ataques que apuntan a los peores terroristas del mundo.

Por otra parte, consideremos por un momento los nombres de los aviones teledirigidos que ahora vuelan regularmente sobre “Pastunistán.” Son regularmente publicados en nuestra prensa sin comentario alguno. El más básico de los aviones sin tripulación armados tiene el nombre de Predator, un mote que perfectamente podría haber llegado directamente de películas de ciencia ficción de pesadilla sobre un extraterrestre que se alimenta de humanos. Indudablemente, sin embargo, fue utilizado del modo como lo quería decir el coronel Michael Steele de la 101 División Aerotransportada cuando exhortó a su brigada desplegada hacia Iraq (según el nuevo libro “The Gamble de Thomas E. Ricks) a que recuerde: "Sois el depredador."

El avión radioguiado Predator va armado de “sólo” dos misiles. El más avanzado, llamado originalmente Predator B, que ahora es desplegado por los aires sobre Af–Pak, ha sido apodado Reaper (segador) – como en “Grim Reaper” [Venganza infernal – Reaper = la muerte, la parca. N. del T.]. Ahora bien, hay una sola cosa que podría estar segando un “avión sin tripulación cazador–asesino,” y sabéis exactamente qué es: vidas humanas. Puede ir armado con hasta 14 misiles (o cuatro misiles y dos bombas de 500 libras), lo que significa que lleva un golpazo mortífero.

Oh, a propósito, esos misiles también tienen nombre. Son misiles Hellfire [fuego del infierno]. De modo que si queréis considerar la naturaleza de esta guerra oculta sólo en términos de nombres: Depredadores y Segadores desencadenan el fuego de algún infierno satánico sobre campesinos, guerrilleros fundamentalistas, y terroristas de las regiones fronterizas de Af–Pak.

En Washington, la Guerra Af–Pak se discute en el lenguaje incruento, burocrático, de la “contrainsurgencia global” o “guerra irregular” (IW), de “poder suave,” “poder duro” y “poder inteligente.” Pero el vuelo sobre los páramos pastunes es la cara brutal de la depredación y de la muerte, lista a todo instante para lanzar el fuego del infierno sobre los que están abajo.

Argumentos imperiales: Sigamos un poco más con lo mismo. Enfrentados al número creciente de víctimas civiles causadas por los ataques aéreos de EE.UU. y de la OTAN en Afganistán y un público afgano cada vez más indignado, los funcionarios estadounidenses tienden a culpar directamente a los talibanes por la mayoría del “daño colateral” desde el aire. Como explicó rotundamente hace poco el jefe del Estado Mayor Conjunto, Michael Mullen: “El enemigo se oculta tras civiles.” Por ello, dice el argumento en habla–imperial, los civiles muertos son en realidad obra de los talibanes.

Portavoces civiles y militares de EE.UU. han culpado desde hace tiempo a los guerrilleros talibanes de utilizar a civiles como “escudos,” o incluso de atraer intencionalmente devastadores ataques aéreos contra fiestas de matrimonio afganas para crear víctimas civiles e inflamar así la sensibilidad del Afganistán rural. Este vulgar argumento tiene dos características esenciales: la afirmación de que ellos nos llevan a hacerlo (matar civiles) y la implicación de que los combatientes talibanes “se ocultan” entre inocentes aldeanos o participantes en fiestas matrimoniales, que son unos cobardes, que están dispuestos a poner en peligro a sus compatriotas pastunes en lugar de salir y batirse como hombres – y, por supuesto, morir en vista del poder de fuego que enfrentan.

Los medios de EE.UU. registran regularmente este argumento sin reflexionar al respecto. En este país, de hecho, la maldad de que combatientes “se oculten” entre civiles parece ser tan evidente, especialmente considerando el mal mayor de los talibanes y de al–Qaeda, que nadie piensa dos veces sobre el tema.

Y sin embargo, como tanto en el habla del Imperio, en un planeta unidireccional, este argumento es claramente unidireccional. Lo que es bueno para el ganso guerrillero, por así decir, es inaplicable a la oca imperial. Como ilustración, considerad a los “pilotos” estadounidenses que dirigen esos Predator y Reaper sin tripulación. No sabemos dónde se encuentran todos ellos (salvo que no están en los aviones radiodirigidos), pero es seguro que algunos están en la Base Nellis de la Fuerza Aérea en las afueras de Las Vegas.

En otras palabras, si los guerrilleros talibanes abandonaran la protección de esos civiles y salieran al descubierto, no habría un enemigo que combatir en el sentido usual, ni siquiera en el sentido depredador. El piloto que dispara ese misil Hellfire contra alguna aldea o complejo fronterizo paquistaní utiliza, después de todo, las cámaras del avión radioguiado, y el próximo año será un nuevo sistema bautizado de modo espeluznante "Gorgon Stare" [Mirada de Gorgona], para ubicar su objetivo y entonces, a través de la consola, como en un vídeo–juego de un solo tirador, dispara el misil, posiblemente desde muchos miles de kilómetros de distancia.

Y, sin embargo, no encontraréis en ninguna parte en nuestro mundo a alguien que argumente que esos pilotos se “ocultan” como si todos fueran cobardes. Un pensamiento semejante nos parece absurdo, como lo sería si fuera aplicado a los pilotos de F–16 que despegan de portaaviones frente a la costa afgana o los pilotos de B–1 que parten de bases anónimas en Oriente Próximo o de la base en la isla Diego García en el Océano Índico. Y sin embargo, hagan lo que hagan esos pilotos en los cielos afganos, a menos que tengan una avería mecánica, no están en más peligro que si ellos también estuvieran en algún sitio en las afueras de Las Vegas. En los últimos siete años, unos pocos helicópteros, pero ningún avión, han sido derribados en Afganistán.

Cuando los muyahidín afganos combatieron a los soviéticos en los años ochenta, la CIA les suministró misiles Stinger portátiles, el misil tierra–aire más avanzado del arsenal de EE.UU., y ciertamente comenzaron a derribar helicópteros y aviones soviéticos (lo que resultó ser el comienzo del fin para los rusos). Los talibanes afganos o paquistaníes o los terroristas de al Qaeda no tienen actualmente una capacidad semejante, lo que significa, si se piensa en el asunto, que lo que aquí imaginamos como una ‘guerra aérea’ no involucra ninguno de los peligros que asociaríamos normalmente con la guerra. Mirado desde otro ángulo, esos ataques con misiles y bombardeos son realmente actos unilaterales de matanza.

Las tácticas de los talibanes son, claro está, la esencia de la guerra de guerrillas, que siempre involucra una batalla asimétrica contra ejércitos y armamento más poderosos, y que, si tiene éxito, siempre depende de la capacidad de la guerrilla de integrarse al entorno, natural y humano, o, como lo dijo genialmente el líder comunista chino Mao Zedong, “nadar” en el “mar del pueblo.”

Si alguien imagina que sus enemigos simplemente utilizan a los aldeanos como “escudos” o que se “ocultan” como si fueran cobardes, entre ellos, habla el lenguaje del poder imperial pero se está cegando (o al público) ante las verdaderas realidades de la guerra que se está librando.

Chistes imperiales: En octubre de 2008, Rafael Correa, presidente de Ecuador, se negó a renovar el convenio para el uso de la Base Aérea Manta, una de por lo menos 761 bases en el extranjero, de macro a micro, que ocupa EE.UU. en el mundo. Según informaciones, Correa dijo: “Renovaremos la base con una condición: que nos dejen poner una base en Miami – una base ecuatoriana. Si no hay ningún problema en tener soldados extranjeros en suelo patrio, seguramente nos dejarán tener una base ecuatoriana en Estados Unidos.”

Esto satisface las condiciones de un chiste anti–imperial. El presidente “izquierdista” de Ecuador no hacía otra cosa que pellizcar la nariz de Goliat. ¿Una base ecuatoriana en Miami? Absurdo. Nadie en el planeta tomaría en serio una sugerencia semejante.

Por otra parte, cuando se trata de que EE.UU. tenga una base importante en Kirguistán, un país de Asia Central del que ni un solo estadounidense en un millón ha oído hablar, no es cosa de risa. Después de todo, Washington ha estado pagando 20 millones de dólares al año en alquiler directo por el uso de la Base Aérea Manas de ese país (y, como alquiler indirecto, otros 80 millones de dólares para diversos programas kirguistaníes). Recién en octubre pasado, el Pentágono planificaba invertir otros 100 millones de dólares en construcción en Manas “para expandir áreas de aparcamiento de aviones en la base y proveer un “bloc de carga peligrosa” – un área suficientemente segura para cargar y descargar carga peligrosa y explosiva – ubicada lejos de instalaciones habitadas.” Eso, sin embargo, fue cuando las cosas comenzaron a ir mal. Ahora, el parlamento de Kirguistán ha votado por expulsar a EE.UU. de Manas dentro de seis meses, un golpe serio a sus esfuerzos de reaprovisionamiento para la Guerra Afgana. Más ultrajante aún para Washington es que los kirguistaníes parecen haberlo hecho a pedido del presidente ruso Vladimir Putin, quien tiene el descaro de querer restablecer una esfera de influencia rusa en lo que solían ser las tierras fronterizas de la antigua Unión Soviética.

En resumidas cuentas, a pesar de la situación económica en pleno colapso de EE.UU. y los crecientes costes de la Guerra Afgana, EE.UU. sigue actuando como si viviera en un planeta unidireccional. ¿Un país pide una base en EE.UU.? Es un chiste o un insulto, mientras que el que EE.UU. gane o pierda potencialmente una base casi en cualquier parte del planeta puede ser un insulto, pero nunca es motivo de risa.

Pensamientos imperiales: Recientemente, para justificar esos ataques con misiles en Pakistán, funcionarios de EE.UU. han estado filtrando detalles de los “éxitos” del programa a periodistas. Funcionarios anónimos han brindado “el cálculo posiblemente optimista” de que la “guerra oculta” de la CIA ha llevado a las muertes (o captura) de 11 de los 20 máximos comandantes de al Qaeda, incluido, según un reciente informe del Wall Street Journal "Abu Layth al–Libi, a quien los funcionarios de EE.UU. describieron como ‘estrella ascendente’ en el grupo.”

“Estrella ascendente” es una frase tan estadounidense, que combina, como lo hace, jerarquías del terror con la jerga de los tabloides de celebridades. En los hechos, un problema del habla imperial, y del pensamiento imperial de modo más general, es la manera como impide que los funcionarios imperiales imaginen un mundo que no sea según su propia imagen. De modo que no sorprende que, a pesar de todos sus esfuerzos, evoquen regularmente a sus enemigos como una versión distorsionada de ellos mismos – jerárquicos, demasiados dependientes de líderes, y demasiado pesados en la parte de arriba.

En la era de Vietnam, por ejemplo, los funcionarios estadounidenses invirtieron un esfuerzo notable en el envío de soldados para buscar, y bombardear, los refugios fronterizos de Camboya y Laos en una caza estéril de la COSVN (la así llamada Oficina Central para Vietnam del Sur), supuesto centro nervioso del enemigo comunista, alias “el Pentágono de bambú.” Por cierto, no pudo ser encontrado en ninguna parte, fuera de la imaginación imperial de Washington.

En el “teatro” Af–Pak ", podríamos estar ante un fenómeno similar. Al programa de aviones radioguiados asesinos de la CIA lo subyace una creencia en el que la clave para combatir a al Qaeda (y posiblemente a los talibanes) es destruir a su dirigencia, uno a uno. Como han tratado de explicar importantes funcionarios paquistaníes, los ataques con misiles, que ciertamente han matado a algunas personalidades de al Qaeda y del talibán paquistaní (así como a cualquiera que estuviera cerca), son claramente contraproducentes. Las muertes de esas personalidades de ninguna manera compensan la indignación, la desestabilización, la radicalización que los ataques engendran en la región. Podrían, en los hechos, estar fortaleciendo funcionalmente a cada uno de esos movimientos.

Lo que le cuesta entender a Washington es lo siguiente: “decapitación,” para utilizar otro término imperial estadounidense, no es una estrategia particularmente efectiva con una guerrilla u organización terrorista descentralizada. La realidad es que un movimiento guerrillero acéfalo no es ni de cerca tan atontado o impotente cómo sería un Washington acéfalo.

Sólo hace poco, Eric Schmitt y Jane Perlez del New York Times informaron que, mientras funcionarios de EE.UU. exhibían su optimismo sobre la efectividad de los ataques con misiles, funcionarios paquistaníes señalaban “signos de mal agüero de resistencia de al Qaeda” y sugerían “que al Qaeda ha reemplazado a combatientes y dirigentes de mediano nivel muertos con militantes menos experimentados pero más duros, quienes son considerados como más peligrosos porque son menos fieles a tribus locales paquistaníes… La evaluación de los servicios de inteligencia paquistaníes estableció que al Qaeda se había adaptado a los golpes a su estructura de comando mediante el cambio ‘a la realización de operaciones descentralizadas bajo grupos regionales pequeños pero bien organizados dentro de Pakistán y Afganistán.”

Sueños y pesadillas imperiales: Los estadounidenses han pensado pocas veces en sí mismos como “imperiales,” así que ¿qué pasa con Roma en estos últimos años? Primero, los neoconservadores, en el sofoco de la aparente victoria de 2002–2003 comenzaron a imaginar que EE.UU. era una “nueva Roma” (o nuevo Imperio Británico), o como escribió Charles Krauthammer ya en febrero de 2001 en la revista Time: “EE.UU. no es un simple ciudadano internacional. Es la potencia dominante en el mundo, más dominante que ninguna desde Roma.”

Todos los caminos en este planeta, estaban convencidos, conducían ineluctablemente a Washington. Ahora, por cierto, es obvio que no lo hacen, y el alardeo imperial de sobrepasar a los imperios romano o británico se ha evaporado hace tiempo. Cuando se habla de la Guerra Afgana, en los hechos, esos “caminos” (de reabastecimiento) parecen conducir, de modo bastante embarazoso, a través de Pakistán, Kirguistán, Uzbekistán, Rusia, e Irán. Pero la comparación con la conquistadora Roma evidentemente sigue presente en los cerebros.

Cuando, por ejemplo, el jefe del Estado Mayor Conjunto, Mike Mullen, escribió recientemente una opinión editorial para el Washington Post, promocionando apoyo para la misión estadounidense en Afganistán, revisada, de la era Obama, simplemente no pudo dejar de comenzar con un inspirador cuento sobre los romanos y una pequeña ciudad–Estado italiana, Locri, que conquistaron. Según su relato, el gobernante que los romanos instalaron en Locri, un tipo rapaz llamado Pleminio, resultó ser un saqueador y tirano. Y sin embargo, nos asegura Mullen, los locrianos creían tanto en “la reputación de ecuanimidad y justicia que Roma había edificado” que enviaron una delegación al Senado en Roma, sabiendo que se les escucharía, y exigieron restitución; y, por cierto, el tirano fue removido.

Hay que reconocer que parece ser una analogía traída del pelo con EE.UU. en Afganistán (y no confundáis ni por un segundo a Pleminio, ese canalla, con el presidente afgano Hamid Karzai, a pesar de que evidentemente los obamitas creen ahora que es corrupto y reemplazable). Pero, como lo ve Mullen, el punto es: “No siempre lo hacemos bien. Pero como los antiguos romanos, terminamos por esforzamos por hacerlo bien. Nos esforzamos por conquistar confianza. Y eso marca toda la diferencia.”

Mullen es, parece, el Esopo del Estado Mayor Conjunto y, en su cerebro ligeramente sobrecalentado, evidentemente seguimos siendo los “antiguos” romanos, conquistadores (pero apenas) – antes, claro está, de que comenzara la podredumbre fatal.

Y luego tenemos a Thomas Ricks, del Washington Post, un periodista de primera quien, en su último libro, da la oportunidad de opinar al Comandante de Centcom, David Petraeus. Reflexionando sobre Iraq, donde (como el general) cree que todavía podríamos estar combatiendo en “2015,” Ricks comienza un reciente artículo en el Post, como sigue:

“En octubre de 2008, cuando estaba terminando mi último libro sobre la guerra de Iraq, visité el Foro Romano durante una escala en Italia. Me senté en un muro de roca al lado sur del Monte del Capitolio y estudié los dos arcos triunfales a los dos lados del Foro, ambos conmemorativos de guerras romanas en Oriente Próximo… Las estructuras hicieron patente una triste toma de conciencia: Es simplemente poco realista creer que las fuerzas armadas de EE.UU. podrán irse de Oriente Próximo… Fue una semana en las que fuerzas de EE.UU. habían se habían enzarzado en combates en Siria, Iraq, Afganistán y Pakistán – una cadena de países que va del Mar Mediterráneo al Océano Índico – siguiendo los pasos de Alejandro Magno, los romanos y los británicos.”

Con la desaparición del poder británico, sigue diciendo Ricks, “ha sido la hora de EE.UU. de tomar la iniciativa allí.” Y nuestra hora, por casualidad, todavía no pasa. Evidentemente es, por lo menos, el punto de vista desde nuestra capital imperial y de nuestros virreyes militares en las periferias.

Francamente, a Freud le hubieran encantado estos tipos. Parecen canalizar el inconsciente imperial. Tomemos a David Petraeus, por ejemplo. Es obvio que también en su caso, los deberes y peligros del imperio pesan fuertemente en los cerebros. Como en el caso de una serie de personajes clave, civiles y militares, que ha comenzado recientemente a hacer advertencias sobre los peligros de Afganistán. Como informó el Washington Post: [Petraeus] sugirió que las probabilidades de éxito son pocas, ya que poderes militares extranjeros han sido históricamente derrotados en Afganistán. ‘Afganistán ha sido conocido durante años como cementerio de imperios,’ dijo. ‘No podemos tomar esa historia a la ligera’”

Evidentemente se preocupa por el aspecto funeral de esto, pero lo que considero curioso – exactamente porque nadie lo encuentra suficientemente curioso para comentar – es la admisión funcional en el uso de este viejo adagio sobre Afganistán de que pertenecemos a la categoría de imperios, estemos o no a la busca de un cementerio en el cual morir.

Y no está solo al respecto. El Secretario de Defensa Gates describió el asunto de modo similar recientemente: “Sin el apoyo del pueblo afgano, dijo Gates, EE.UU. simplemente ‘iría por el camino de todos los demás ejércitos extranjeros que han estado en Afganistán.”

Ceguera imperial: Hay que pensar en lo anterior como sólo unas pocas entradas en el Diccionario del Habla Imperial Estadounidense que, claro está, nunca será compilado. Estamos tan acostumbrados a un lenguaje semejante, tan fogueados con él y con los motivos de su origen, tan acostumbrados, en los hechos, a vivir en un planeta unidireccional en el que todos los caminos llevan a y desde Washington, que no parece para nada un lenguaje. Sólo forma parte del fundamento no examinado de la vida de todos los días en un país que todavía cree que sea normal que tenga sus tropas en todo el planeta, que regularmente libre guerras a mitad de camino hacia el otro lado del globo, a que encuentre triunfo o tragedia en la obtención o pérdida de una base aérea en un país que pocos estadounidenses podrían ubicar en un mapa, y que produzca manuales militares sobre la guerra de contrainsurgencia como si fuera un fabricante de muebles do–it–yourself que incluye instrucciones para construir un gabinete con una caja de componentes.

No consideramos extraño que tengamos 16 agencias de inteligencia, algunas dedicadas a escuchas, y espionaje, en el planeta, o capaz de conducir “guerras encubiertas” en tierras fronterizas tribales a miles de kilómetros de distancia, o de hacer volar aviones teledirigidos sobre esas mismas tierras destruyendo a los que llegan a aparecer en la cámara. Estamos fogueados con lo extraño de todo esto y del lenguaje (y las pretensiones) que van con ello.

Si el Diccionario de Habla Imperial Estadounidense fuera publicado un día, ¿quién lo compraría en este país? ¿Quién sentiría la necesidad de analizar lo que parece ser el único lenguaje razonable y claro como el agua para describir el mundo? ¿De qué otra manera, después de todo, podríamos operar? ¿De qué otra manera estaría cualquier estadounidense en la posición de parlotear con autoridad en Washington, o Bagdad, o Islamabad, o Roma?

Así les pareció también indudablemente a los romanos. Y sabemos lo que sucedió finalmente con su imperio y el lenguaje que lo acompañaba. Un tal lenguaje juega su papel en la normalización de la dirección de un imperio. Permite que los funcionarios (y en nuestro caso también los medios) no vean lo que sería inconveniente para el funcionamiento sin problemas de una empresa tan enorme. Incrustado en sus palabras y frases está un modo feroz de pensar (incluso si no lo vemos de esa manera), así como la negación plausible. Y en los buenos tiempos, sus aplicaciones son obvias.

Por otra parte, cuando las modalidades normales del imperio dejan de funcionar, el mismo lenguaje puede servir repentinamente para cegar a los custodios imperiales – lo que, después de todo, es lo que es el “equipo” de política exterior de la era de Obama – ante realidades necesarias. En un momento en el que podría ser importante comprender cómo se ve realmente la “cara estadounidense” en el espejo, no la pueden ver.

Y a veces lo que uno no es capaz de ver, como ahora, lo perjudica.


(*) Tom Engelhardt dirige Tomdispatch.com del Nation Institute. Es cofundador del American Empire Project. Es autor de “The End of Victory Culture (University of Massachussetts Press). Editó “The World According to Tomdispatch: America in the New Age of Empire,” (Verso, 2008) una colección de algunos de los mejores artículos de su sitio y una historia alternativa de los demenciales años de Bush.