Nueva
York, 7 de octubre.– En el octavo aniversario de la invasión
estadounidense a Afganistán, el presidente Barack Obama está
ante una decisión que podría marcar el resto de su mandato
–y, advierten algunos, hasta hundirlo– al evaluar si
enviará otros 40 mil soldados para reforzar a los 68 mil
que se encuentran allá, en una misión poco clara de
reconstrucción de nación y de contrainsurgencia.
Ante
una cada vez más amplia oposición pública, incluso de
figuras políticas clave en su propio partido –senadores,
ex generales, analistas– que advierten sobre un
empantanamiento estadounidense en Afganistán, los asesores
militares del presidente proponen incrementar la presencia
estadounidense. El general Stanley McChrystal, comandante de
esa campaña bélica, afirmó en su recomendación al
gobernante demócrata que el éxito aún se puede alcanzar,
pero sólo si hay un incremento de tropas.
La
guerra de Estados Unidos en Afganistán es la tercera más
larga en la historia en este país (96 meses) –la más
larga fue Vietnam (102 meses) y la segunda la Revolución
Americana (100 meses)– y ya lleva más del doble de duración
de la participación estadounidense en la Segunda Guerra
Mundial (45 meses).
Obama
convocó hoy a su gabinete de seguridad nacional para
evaluar qué hacer, mientras se desata un intenso debate
entre la cúpula política sobre cómo proceder en un país
que ha sido llamado el cementerio de los imperios.
El
martes, el presidente se reunió con unos 30 legisladores de
alto rango de ambos partidos para abordar el tema, donde señaló
–según fuentes en la reunión citadas de manera anónima
por algunos medios aquí– que no considera ningún retiro
de tropas de Afganistán. Pero a la vez, algunos comentaron
que tampoco considera un incremento masivo de tropas, y se
especula que buscará alguna fórmula intermedia.
Pero
se intensifica la preocupación –incluidos líderes demócratas
de ambas cámaras– sobre incrementar la presencia
estadounidense sin definir antes el plan de salida de ese
conflicto. Por ahora, la mezcla de ocupación, contracción
de nación y operaciones contrainsurgentes en ese país, no
ofrecen resultados claros, y algunos advierten que justo las
recomendaciones de McChrystal y otros promotores de una
mayor presencia estadounidense, son muy parecidas a las que
se presentaron al presidente Lyndon Johnson sobre Vietnam.
Se
debate lo logrado en Afganistán desde la invasión en 2001,
donde el entonces presidente, el republicano George W. Bush
proclamó la victoria al derrocar el régimen talibán. Sin
embargo, algunos expertos señalan que el talibán no fue
destruido, sino simplemente se desplazó a diversas
regiones. Aunque el gobierno de Obama afirma que el otro
objetivo, la destrucción de la capacidad operativa de Al
Qaeda, se ha logrado en gran medida, y que la presencia de
ese grupo ha disminuido de manera significativa, el hecho es
que su líder Osama bin Laden aún está libre, y que hay
nuevas células de este grupo que, en combinación con
otros, mantienen la tensión en toda la zona, especialmente
en la fronteriza y dentro del país vecino, Pakistán.
Mientras
tanto, las recientes elecciones en Afganistán demostraron
la debilidad extrema de las instituciones políticas de ese
país, con serias dudas sobre la efectividad del gobierno de
Hamid Karzai, apoyado por Washington. Otro saldo de la
guerra es que la producción de opio y el tráfico de heroína
se han multiplicado desde la invasión estadounidense.
Obama,
crítico de las políticas bélicas de su antecesor durante
la campaña electoral, ha buscado una nueva estrategia para
ese conflicto que heredó al llegar a la Casa Blanca. Pero
enfrenta una decisión compleja ante una situación en
deterioro –según sus analistas– en el terreno
operativo, el cual ya ha costado casi 800 vidas de
estadounidenses. A la vez, el apoyo de la opinión pública
también se erosiona. Una encuesta de Ap–GfK divulgada hoy
muestra sólo 40 por ciento de apoyo (reducción de cuatro
puntos desde julio).
En
tanto, se recuerda el dicho de los comandantes del talibán
en Afganistán: ellos tienen los relojes, pero nosotros
tenemos el tiempo.
Como
dijo hace meses el cineasta Michael Moore en entrevista para
televisión aquí, al comentar sobre la intención de Obama
de ampliar la guerra en Afganistán: si quiere, le puedo
pasar el teléfono de Mijail Gorbachov para que le platique
qué le sucedió con Afganistán. Y si eso no lo convence,
también le puedo pasar el de Gengis Khan, para lo mismo.
Vale
recordar que fue justo durante la invasión soviética a
Afganistán que Estados Unidos, vía la Agencia Central de
Inteligencia (CIA), financió a la oposición armada,
incluidos varios de los líderes que hoy día son
calificados de terroristas antiestadounidenses. Las
instalaciones construidas con esos fondos fueron las mismas
que utilizó años después Bin Laden. En ese tiempo, el
presidente Ronald Reagan, en una reunión con los mujaidines
en la Casa Blanca, los definió como luchadores por la
libertad, y dijo que eran el equivalente moral a los padres
fundadores de Estados Unidos.
También
vale recordar que hasta donde se sabe, ningún ciudadano de
Afganistán, ni los del talibán, han sido acusados de
participar en la planeación o la ejecución de los
atentados del 11–S, justificación de la invasión a
Afganistán, recuerda el periodista inglés Gwynne Dyer.
A la
vez, es cada vez menos convincente argumentar que en
Afganistán existe una causa noble y necesaria para Estados
Unidos. A pesar del incesante reporte de muertos y heridos
en Irak y Afganistán que pasa ya casi inadvertido por su
rutina de años, esas guerras parecen distantes, y el
deterioro en el apoyo público para la aventura en Afganistán
no se traduce aún en protestas masivas en las calles. Hoy,
varias agrupaciones antiguerra envían mensajes a Washington
para exigir el fin de esa ocupación, mientras otros
realizan plantones y vigilias en decenas de ciudades del país.
Por
ahora, la decisión de Obama, sea cual sea, resultará en más
sangre de afganos y estadounidenses. Para el periodista Dyer,
todos los que mueren en este conflicto, mueren por nada,
porque nada cambiará cuando las tropas extranjeras regresen
a casa, como eventualmente harán.
“Odio
cuando dicen: ‘él dio la vida por su país’. Nadie da
su vida por algo. Nosotros les robamos la vida a estos jóvenes.
Ellos no mueren por el honor y la gloria de su país.
Nosotros los matamos”, afirmó hace años el almirante
retirado Gene LaRocque en entrevista con Studs Terkel sobre
las declaraciones de los políticos al promover las guerras.