A
la
perpetuación de la ocupación militar estadounidense en
Irak y al recrudecimiento de la guerra en Afganistán se
suma ahora el creciente descontrol en Pakistán, en cuya
capital, Islamabad, se cometió ayer un atentado terrorista
que mató a cinco empleados del Programa Mundial de
Alimentos (PMA) de Naciones Unidas y dejó un número
indeterminado de heridos. El ataque fue perpetrado en una
zona urbana estrechamente vigilada, en la que tienen su sede
varios organismos internacionales y que hasta ayer se
consideraba segura.
El
hecho se inscribe en una cadena de acciones similares que ha
causado, en casi un mes, unas 70 víctimas mortales, civiles
en su mayoría. En el ámbito regional, el ataque en
Islamabad ocurre pocos días después de que, en el vecino
Afganistán ocho soldados estadounidenses y dos afganos
murieron en combate durante un ataque talibán en la
provincia de Nuristán, lo que obligó a los mandos de la
ocupación militar extranjera a pedir 40 mil efectivos
adicionales y reformuló su estrategia para concentrar su
fuerza bélica en las ciudades.
Según
un informe del Consejo Internacional sobre la Seguridad y el
Desarrollo, la insurgencia talibán –en lucha desde hace
ocho años contra las fuerzas estadounidenses y occidentales
que invadieron el país asiático tras los atentados contra
las Torres Gemelas de Nueva York– dispone de presencia
permanente en casi 80 por ciento del territorio afgano y ha
obligado a los invasores a colocarse a la defensiva. No sólo
eso: la presión militar inicial de Washington y sus aliados
llevó a los talibanes a expandirse por Pakistán, donde
poseen una capacidad ofensiva claramente expresada en los
atentados de los días recientes.
En
estas circunstancias, los gobernantes occidentales parecen
haber perdido el rumbo y la iniciativa. La propuesta
original del presidente estadounidense, Barack Obama, de
proceder a un retiro gradual de las tropas de ocupación en
Irak y concentrar los esfuerzos del Pentágono en Afganistán
está inexorablemente rebasada por la realidad: sin haber
logrado una real estabilización en la antigua Mesopotamia,
la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)
debe enfrentar ahora, y no por elección sino por obligación,
la disyuntiva de aumentar sus fuerzas de ocupación en el
segundo de esos países o sacarlas de ahí, con la
complicación adicional de la desestabilización en el
fronterizo Pakistán.
Asesinada
Benazir Bhutto, que era la principal figura del panorama político
paquistaní, y defenestrado el dictador Pervez Musharraf, la
institucionalidad de Islamabad parece disolverse mientras
los talibanes y las células afines a Al Qaeda expanden su
capacidad operativa por todo el país.
Un
dato estremecedor, a la luz de la descomposición política
paquistaní, es el arsenal nuclear que posee esa nación
centroasiática, desarrollado en el contexto de la carrera
armamentista sostenida con India, su vecino y rival
sempiterno. Si el país cae en la ingobernabilidad, ese
armamento, desarrollado bajo la permisividad y el doble
rasero occidentales, podría quedar fuera de control. En una
región caracterizada por las corrientes integristas islámicas,
tal perspectiva constituye una de las peores pesadillas
imaginables para Occidente.
La
crisis paquistaní no podrá ser contrarrestada mediante
soluciones fáciles y obvias, pero muy probablemente obligará
a las potencias occidentales a trasladar el foco principal
de su atención de Afganistán a Pakistán. Lo que no es
seguro, ni mucho menos, es que consigan estabilizar
cualquiera de esos países ni contrarrestar los efectos
generados por el propio Washington: en un caso, mediante el
financiamiento y el apoyo a los grupos más radicales del
fundamentalismo, en tiempos en que Afganistán se encontraba
invadido por la extinta Unión Soviética, y en el otro, por
el respaldo estadounidense a las dictaduras militares
reaccionarias que culminaron con el régimen de Pervez
Musharraf.
Sea
como fuere, es claro que hoy por hoy Pakistán se ha
convertido, junto con Afganistán e Irak, en un tercer
laberinto para el injerencismo militar de Estados Unidos en
la zona.