Ha
sido un mal otoño para la OTAN en Afganistán, con
desastres parecidos tanto en el frente político como en el
militar. Primero, Kai Eide, el director de la oficina de
Naciones Unidas en Kabul, un noruego bienintencionado,
aunque no muy brillante, se peleó con su adjunto, Peter
Galbraith, quien, como representante de facto del
Departamento de Estado de EEUU, había decretado que la
elección del Presidente Karzai estuvo amañada y así lo
proclamó a los cuatro vientos. Su superior continuó
defendiendo la legitimidad de Hamid Karzai.
Sorprendentemente,
Naciones Unidas despidió después a Galbraith. Esto hizo
que Hillary Clinton corriera a meter la primera y el órgano
de control electoral, con el apoyo de Naciones Unidas,
dictaminó que las elecciones habían sido en efecto
fraudulentas y ordenó una segunda vuelta. Karzai se negó a
sustituir a los funcionarios electorales que habían hecho
tan buen trabajo para él en la primera vuelta y su oponente
se retiró. Karzai logró el puesto.
La
legitimidad de Karzai no ha dependido nunca de las
elecciones (que, en cualquier caso, se falsean siempre) sino
de la fuerza expedicionaria estadounidense y de la OTAN. Así
pues, ¿qué fue todo ese pugilato con un contrincante
imaginario de la primera vuelta? Parece que todo se había
diseñado para proporcionar cierta tapadera al incremento
militar que el General Stanley Mcchrystal estaba tramando,
la nueva esperanza blanca de una asediada Casa Blanca.
McChrystal
parece haber invertido la vieja máxima de Clausewitz: cree
sinceramente que la política es una continuación, por
otros medios, de la guerra. Se pensó que si se eliminaba a
Karzai sin muchas dificultades y se le sustituía por su
antiguo colega Abdullah Abdullah, un tayico del norte, se
podría dar la impresión de que se había eliminado pacíficamente
un intolerable régimen corrupto, lo cual ayudaría a
impulsar la propaganda bélica en casa y a relanzar la
guerra de verdad en Afganistán.
Por
su parte, Abdullah quería la parte del botín que llega con
el poder y que hasta ahora estaba monopolizado por los
hermanos Karzai y sus parásitos, ayudándoles a crear una
diminuta base local de apoyo a la familia. ¿Ha supuesto una
sorpresa real para alguien la revelación de que Ahmed Wali
Karzai no sólo era el hombre más rico del país, como
resultado de la corrupción a gran escala y el comercio de
armas/drogas, sino también un agente de la CIA?
Me
contaron que los comisarios de la OTAN, en medio de su
desesperación, habían llegado incluso a considerar la
posibilidad de nombrar un Alto Representante, copiando el
modelo balcánico, para dirigir el país, convirtiendo la
presidencia en un cargo aún más nominal de lo que ya es
hoy. Si eso hubiera sucedido, Galbraith o Tony Blair
hubieran sido los obvios favoritos.
Los
ciudadanos del mundo trasatlántico se sienten cada vez más
y más inquietos ante un escenario en el que no se vislumbra
final alguno. En Afganistán, las filas de la resistencia no
paran de crecer. La guerra sobre el terreno está llegando a
ninguna parte: los convoyes de la OTAN que llevan fuel y
equipamiento son atacados repetidamente por los insurgentes;
que los neo–talibanes controlan el 80% de las zonas más
populosas del país es algo que todo el mundo reconoce.
Recientemente, el Mullah Omar criticó fuertemente a la rama
pakistaní de los talibanes: “Deberían”, dijo, “estar
combatiendo a la OTAN, no al ejército pakistaní”.
Mientras
tanto, el comandante del ejército británico, el General
Sir David Richards, haciéndose eco de McChrystal, habla de
entrenar a las fuerzas de seguridad afganas “de forma
mucho más agresiva”, para que la OTAN pueda pasar a
asumir un papel de apoyo. Nada nuevo ahí. EUPOL (la Misión
de la Policía de la Unión Europea en Afganistán) declaró
hace varios años que su objetivo era “contribuir al
establecimiento, bajo responsabilidad afgana, de una serie
de acuerdos sostenibles y efectivos de policía civil”.
Esto
sonó siempre disparatado: el tiroteo de un policía afgano
contra cinco soldados británicos que se produjo a primeros
de mes cuando le entrenaban confirma la anterior impresión.
Deberían ignorarse las teorías sobre la “manzana
podrida” de las que los británicos están tan enamorados.
El hecho es que los insurgentes decidieron hace algunos años
solicitar entrenamiento militar y policial –una táctica
empleada por las guerrillas en Sudamérica, el Sudeste Asiático
y el Magreb a lo largo del pasado siglo– y han conseguido
infiltrarse en sus filas con total éxito.
Ahora,
es obvio para todo el mundo que ésta no es una “buena”
guerra diseñada para eliminar el narcotráfico, la
discriminación contra la mujer y todas las cosas malas,
además de la pobreza, por supuesto. Así pues, ¿qué es lo
que ha estado haciendo la OTAN en Afganistán? ¿Se ha
convertido en una guerra para salvar a la OTAN como
institución? ¿O se trata más bien de una cuestión estratégica,
como se sugería en el número de la primavera de 2005 de la
NATO Review?:
El
centro de gravedad del poder en este planeta se está
trasladando inexorablemente hacia el este… La región de
Asia/Pacífico aporta a este mundo muchas cosas dinámicas y
positivas, pero el veloz cambio registrado en esa zona no es
aún estable ni se ha integrado en instituciones estables.
Hasta que esto se consiga, es responsabilidad de europeos y
norteamericanos, y de las instituciones que han construido,
dirigir el camino… la seguridad y la eficacia en ese mundo
es imposible sin legitimidad y capacidad.
Cualquiera
que sea la razón, la operación ha fracasado. La mayoría
de los amigos de Obama en los medios estadounidenses lo
reconocen y apoyan una retirada planificada, a la vez que
les preocupa el hecho de que sacar las tropas tanto de Iraq
como de Afganistán pueda hacer que Obama pierda las
siguientes elecciones, especialmente si McChrystal o el
General Petraeus, el supuesto héroe del incremento en Iraq,
se presentan por los republicanos. Aunque no parece probable
que EEUU se retire de Iraq. La única retirada contemplada
es la de las principales ciudades, restringiendo la
presencia estadounidense a las inmensas bases militares
dotadas de aire condicionado que ya están construidas por
el interior del país, imitando los bastiones del Imperio
Británico (a excepción del aire acondicionado) de las
primeras décadas del siglo pasado.
Mientras
Washington decide qué hacer, Af–Pak arde por los cuatro
costados. Cumplir el diktat imperial ha puesto al ejército
pakistaní bajo una tensión inmensa. Su reciente y muy
publicitada ofensiva en el Sur de Waziristan ha dado pocos
resultados. Sus presuntos blancos han desparecido de la
escena y han dejado el combate para otro momento. En una
exhibición de "buena fe", el ejército se puso a
asaltar el campo de refugiados de Shamshatoo en Peshawar. El
4 de noviembre recibí un correo desde Peshawar:
“Quiero
que sepas que acabo de recibir la llamada de un ex
prisionero de Gitmo que vive en el campo de Shamshatoo y me
ha contado que esta mañana, alrededor de las 10:00 h., uno
grupo de polis y soldados llegaron y asaltaron varios
hogares y tiendas y arrestaron a mucha gente. También
mataron a tres inocentes escolares. Su yinaza
(funeral) es esta noche. Varias personas grabaron el ataque
con sus teléfonos celulares y estoy tratando de conseguir
una copia. El funeral de los tres niños se está celebrando
mientras estoy tecleando estas líneas.”
¿Cómo
puede acabar bien todo esto?
(*)
Tariq Ali, nacido en Lahore (Pakistán) en 1943, es
escritor, director de cine, historiador y activista político.
Escribe habitualmente para The
Guardian, Counterpunch, London Review of Books, Monthly
Review, Z Magazine. Ali
es, además, editor y asiduo colaborador de la revista New
Left Review y de Sin Permiso, y es asesor del canal de
televisión sudamericano Telesur. Su libro más reciente es
“The Protocols of the Elders of Sodom and other Essays”,
publicado por Verso.