El
29 de octubre de 2001, mientras el régimen talibán en
Afganistán estaba bajo ataque, su embajador en Islamabad
dio una caótica conferencia de prensa frente a varias
docenas de periodistas sentados en el césped. A la derecha
del diplomático talibán estaba sentado su intérprete,
Ahmad Rateb Popal, un hombre de impresionante presencia.
Como el embajador, Popal llevaba un turbante negro y tenía
una inmensa barba tupida. Tenía un parche negro sobre su
ojo derecho, una prótesis en su brazo izquierdo y lA mano
derecha deformada, resultado de heridas recibidas durante un
accidente con explosivos durante una antigua operación
contra los soviéticos en Kabul.
Pero
Popal era más que un antiguo muyahidín. En 1988, un año
antes de que los soviéticos huyeran de Afganistán, Popal
había sido acusado en EE.UU. de conspiración por importar
más de un kilo de heroína. Los expedientes legales
muestran que fue liberado de la prisión en 1997.
Pasemos
rápidamente a 2009, y Afganistán está gobernado por el
primo de Popal, el presidente Hamid Karzai. En lugar de su
inmensa barba, Popal lleva ahora una cuidadosamente
recortada y se ha convertido en un empresario inmensamente
acaudalado, junto a su hermano Rashid Popal, quien en otro
caso distinto se declaró culpable de una acusación
relacionada con heroína en 1996 en Brooklyn. Los hermanos
Popal controlan el inmenso Grupo Watan en Afganistán, un
consorcio involucrado en telecomunicaciones, logística y,
lo más importante, seguridad. Watan Risk Management, el
brazo militar privado de los Popal, es una de las docenas de
compañías privadas de seguridad en Afganistán. Una de las
empresas de Watan, crucial para el esfuerzo bélico, protege
convoyes de camiones afganos que van de Kabul a Kandahar,
transportando suministros estadounidenses.
Bienvenidos
al bazar de contratación de tiempos de guerra en Afganistán.
Es un carnaval virtual de personajes dudosos y de conexiones
tenebrosas, con ex funcionarios de la CIA y ex oficiales
militares que se unen con antiguos talibanes y muyahidines
para cobrar fondos del gobierno de EE.UU. en nombre del
esfuerzo de la guerra.
En
este grotesco carnaval, los contratistas militares de EE.UU.
son obligados a pagar a presuntos insurgentes para proteger
rutas de abastecimiento estadounidenses. Es un hecho
aceptado en la operación de logística militar en Afganistán
que el gobierno de EE.UU. financia a las mismas fuerzas a
las que combaten los soldados estadounidenses. Y es una ironía
letal, porque esos fondos representan una cantidad inmensa
de dinero para los talibanes. “Es una gran parte de sus
ingresos,” dijo a The Nation en una entrevista uno de los
altos funcionarios de seguridad del gobierno afgano. En la
práctica, funcionarios militares de EE.UU. en Kabul
calculan que un mínimo del 10% de los contratos de logística
del Pentágono –cientos de millones de dólares– se
utiliza para pagar a insurgentes.
Para
comprender cómo se llegó a esta situación hay que
desenredar dos hilos. El primero es el uso de información
privilegiada que determina quién gana y quién pierde en
los negocios afganos, y el segundo es el mecanismo
inquietante mediante el cual la “seguridad privada”
garantiza que los convoyes de suministro de EE.UU. que
viajan por esas antiguas rutas comerciales no caigan en las
trampas de los insurgentes.
Un
buen sitio para tomar el primer hilo es con una pequeña
firma que recibió un contrato de logística de EE.UU. por
cientos de millones de dólares: NCL Holdings. Como Watan
Risk de los Popal, NCL es una compañía licenciada de
seguridad en Afganistán.
NCL
es notoria, sin embargo, en los círculos de contratación
de Kabul, por la identidad de su jefe principal, Hamed
Wardak. Es el joven hijo estadounidense del actual ministro
de defensa de Afganistán, general Abdul Rahim Wardak, quien
fue un dirigente de los muyahidín contra los soviéticos.
Hamed Wardak se ha lanzado a los negocios, así como a la
política. Fue criado y educado en EE.UU., y se graduó en
la Universidad de Georgetown en 1997. Obtuvo una beca Rhodes
y trabajó como pasante en el think tank neoconservador,
American
Enterprise Institute. Esa pasantía llegó a tener un papel
importante en su vida. En el AEI forjó alianzas con algunos
de los personajes de primera línea en los círculos
conservadores de la política exterior estadounidense, como
la difunta embajadora Jeane Kirkpatrick.
Wardak
constituyó NCL en EE.UU. a comienzos de 2007, aunque la
firma puede haber operado antes en Afganistán. Tenía
sentido establecerla en Washington, por las conexiones
locales de Wardak. En el consejo consultor de NCL, por
ejemplo, está Milton Bearden, un conocido ex agente de la
CIA. Bearden es una voz importante en temas relacionados con
Afganistán; en octubre fue testigo ante el Comité de
Relaciones Exteriores del Senado, donde el senador John
Kerry, el presidente, lo presentó como “legendario ex
agente de la CIA, pensador y escritor de mente clara.”
Pocas compañías contratadas para la defensa tienen un
asesor tan influyente.
Pero
el mayor negocio que obtuvo NCL –el contrato que la colocó
en las mayores ligas de Afganistán– fue Host Nation
Trucking. A principios de este año la firma, sin una
experiencia evidente en el transporte rutero, fue nombrada
como una de las seis compañías que operarían la masa del
transporte de EE.UU. en Afganistán, llevando suministros a
la red de bases y puestos avanzados remotos repartidos por
todo el país.
Primero
el contrato fue grande pero no enorme. Y luego todo eso
cambió repentinamente, como un inmenso jardín floreciente.
Durante el verano, citando la próxima ‘oleada’ y una
nueva doctrina, “Dinero como sistema de armas,” los
militares de EE.UU. expandieron el contrato en un 600% para
NCL y las otras cinco compañías. La documentación del
contrato advierte de terribles consecuencias si no se gasta
más: “los soldados no recibirán los alimentos, el agua,
equipos y munición que necesitan.” Cada uno de los seis
contratos de transporte militar se aumentó a 360 millones
de dólares, o sea un total de casi 2.200 millones de dólares.
Hay que verlo en la siguiente perspectiva: sólo este
esfuerzo de dos años por contratar camiones y camioneros
afganos equivalía a un 10% del producto interno bruto
afgano. NCL, la firma dirigida por el bien relacionado hijo
del ministro de Defensa, había dado con una mina de puro
oro.
Por
cierto, Host Nation Trucking mantiene vivos los esfuerzos
militares de EE.UU. en Afganistán. “Suministramos todo lo
que el ejército necesita para sobrevivir en este país,”
me dijo un ejecutivo de transporte estadounidense, “Les
llevamos su papel higiénico, su agua, su carburante, sus
armas, sus vehículos.” El epicentro es la Base Aérea
Bagram, a sólo una hora al norte de Kabul, de donde se
transporta virtualmente todo en Afganistán hacia lo que el
ejercito llama “el espacio de batalla” –es decir, todo
el país. Aparcados cerca del Punto de Control 3 de Ingreso,
los camiones forman fila, cambiando de velocidad y
levantando nubes de polvo mientras se preparan para sus
diversas misiones a través del país.
El
verdadero secreto del transporte en Afganistán es
garantizar la seguridad en carreteras peligrosas,
controladas por señores de la guerra, milicias tribales,
insurgentes y comandantes talibanes. El ejecutivo
estadounidense con quien hablé fue bastante específico al
respecto: “Básicamente, el ejército paga a los talibanes
para que no les dispare. Es dinero del Departamento de
Defensa.” Es algo en lo que todos parecen estar de
acuerdo.
Mike
Hanna es el jefe de proyecto de una compañía de transporte
llamada Afghan American Army Services. La compañía, que
sigue operando en Afganistán, había estado transportando
para EE.UU. durante años pero perdió en el contrato de
Host Nation Trucking que obtuvo NCL. Hanna explicó las
realidades de la seguridad de un modo bastante simple:
“Pagas a la gente en las áreas locales –algunos son señores
de la guerra, algunos son políticos en la policía– para
que pasen tus camiones.”
Hanna
explicó que los precios cobrados son diferentes, según la
ruta: “Básicamente nos están extorsionando. Donde no
pagas, te atacan. Tenemos a nuestra gente en el terreno que
va allá, y paga al que sea necesario.” A veces, dice, el
coste de la extorsión es elevado, a veces es bajo.” Para
mover diez camiones, es probablemente 800 dólares por camión
para pasar por un área. Se basa en la cantidad de camiones
y lo que se transporta. Si son camiones cisterna, cobran más.
Si son camiones secos, no cobran tanto. Si se transportan
MRAP [Vehículos resistentes a las minas y protegidos contra
emboscadas] o Humvees, cobran más.
Hanna
dice que es sólo un mal necesario. “Si me dicen que no
pague a esos insurgentes en un área, las probabilidades de
que mis camiones sean atacados aumentan exponencialmente.”
Mientras
en Iraq la industria privada de la seguridad ha sido
dominada por firmas estadounidenses y globales como
Blackwater, que operan como brazos de facto del gobierno de
EE.UU., en Afganistán también hay numerosos protagonistas
locales. Como resultado, la competencia en la industria en
Kabul es más implacable. “Cada señor de la guerra tiene
su compañía de seguridad,” es cómo me lo explicó un
ejecutivo.
En
teoría, las compañías privadas de seguridad en Kabul son
fuertemente reguladas, aunque la realidad es diferente.
Treinta y nueve compañías tenían licencias hasta
septiembre, cuando otra docena recibió licencias. Muchas
compañías licenciadas tienen conexiones políticas: tal
como NCL es de propiedad del hijo del ministro de defensa y
Watan Risk Management está dirigida por primos del
presidente Karzai, Asia Security Group está controlada por
Hashmat Karzai, otro pariente del presidente. La compañía
ha bloqueado toda una calle en el costoso Distrito Sherpur.
Otra firma de seguridad está controlada por el hijo del
presidente del parlamento, dicen las fuentes. Y suma y
sigue.
De
la misma manera, la industria del transporte afgana, clave
para las operaciones logísticas, está frecuentemente
vinculada a importantes personalidades y líderes tribales.
Un importante transportista en Afganistán, Afghan
International Trucking (AIT), pagó 20.000 dólares al mes
en sobornos a un funcionario de contratación del ejército
de EE.UU., según el acuerdo con el fiscal en un tribunal
estadounidense en agosto. AIT es una firma muy bien
conectada: está dirigida por un sobrino de 25 años del
general Baba Jan, ex comandante de la Alianza del Norte y
después jefe de policía de Kabul. En una entrevista, Baba
Jan, un dirigente alegre y carismático, insistió en que no
tenía nada que ver con la empresa corporativa de su
sobrino.
Pero
el punto principal es que se está pagando a los insurgentes
para conseguir libre paso porque no hay apenas otras maneras
de llevar bienes a los puestos avanzados de combate y a las
bases operativas adelantadas donde los soldados los
necesitan. Por definición, muchos puestos avanzados están
situados en terreno hostil, en partes del sur de Afganistán.
Las firmas de seguridad no protegen realmente a los convoyes
de bienes militares estadounidenses, simplemente porque no
pueden hacerlo; necesitan la cooperación de los talibanes.
Uno
de los grandes problemas de las compañías que transportan
suministros militares estadounidenses por el país es que
les está prohibido armarse con armas más pesadas que un
rifle. Eso las hace inefectivas para rechazar ataques de los
talibanes contra un convoy. “Disparan a los conductores
desde 900 metros con Kalashnikov modernizados,” me dijo un
ejecutivo de una compañía de transporte en Kabul.
“Utilizan granadas impulsadas por cohetes que hacen volar
un vehículo desarmado. De modo que las compañías de
seguridad se ven limitadas. Debido a las reglas, las compañías
de seguridad sólo pueden llevar AK–47, y eso es un
chiste. Yo llevo un AK – ¡y eso es sólo para pegarme un
tiro si es necesario!”
Las
reglas existen por un buen motivo: para proteger contra
devastadores daños colaterales por fuerzas privadas de
seguridad. A pesar de todo, como señala Hanna de Afghan
American Army Services: “Un AK–47 contra una granada
impulsada por cohete –¡sales perdiendo!” Habiéndolo
dicho, por lo menos una de las compañías de Host Nation
Trucking ha tratado de combatir en lugar de sobornar a
insurgentes y señores de la guerra. Es una firma
estadounidense llamada Four Horsemen International. En lugar
de hacer pagos, ha tratado de rechazar a los atacantes. Y ha
pagado el precio en vidas. FHI, como muchas otras firmas, se
negó a hablar en público; pero conocedores de la materia
en la industria de la seguridad me han dicho que los
convoyes de FHI son atacados en casi cada misión.
En
su mayor parte, las firmas hacen lo necesario para
sobrevivir. Un veterano gerente estadounidense en Afganistán
que ha trabajado en el país como soldado y como contratista
privado de seguridad en el terreno me dijo: “Lo que
hacemos es pagar a señores de la guerra asociados con los
talibanes, porque ninguno de nuestros elementos de seguridad
es capaz de encarar la amenaza.” Es un veterano del ejército
con años de experiencia en las Fuerzas Especiales, y no le
gusta lo que se está haciendo. Dice que por lo menos las
fuerzas militares estadounidenses deberían tratar de saber
más sobre quién está recibiendo los pagos.
“La
mayor parte de las escoltas las hacen los talibanes,” me
dijo un funcionario afgano de seguridad privada. Es pastún,
ex comandante muyahidín, que conoce a fondo la situación
militar y la industria de la seguridad. Y trabaja con una de
las compañías de transporte que llevan suministros de
EE.UU. “Ahora el gobierno es tan débil,” agregó,
“que todos están pagando a los talibanes.”
Para
los funcionarios afganos de transporte, esto es apenas
motivo preocupación. Una mujer que encontré era una
extraordinaria emprendedora que había creado un negocio de
transporte en ese terreno dominando por hombres. Me contó
que la compañía de seguridad que había contratado trataba
directamente con dirigentes talibanes en el sur. Pagar a los
dirigentes talibanes significaba que ellos enviarían una
escolta para asegurar que ningún otro insurgente los atacaría.
De hecho, dijo, sólo necesitaban dos vehículos talibanes
armados. “Dos talibanes bastan,” me dijo. “Uno al
frente y otro atrás.” Se encogió de hombros. “No se
puede trabajar de otra manera. De otra manera no es
posible.”
Lo
que nos hace volver al caso de Watan Risk, la firma dirigida
por Ahmad Rateb Popal y Rashid Popal, los parientes de la
familia Karzai y antiguos narcotraficantes. Se sabe que
Watan controla un trecho clave de ruta utilizado por todos
los camioneros: la ruta estratégica a Kandahar llamada
Highway 1. Hay que pensar en ella como la carretera a la
guerra –al sur y al oeste. Si el ejército quiere llevar
suministros a Helmand, por ejemplo, los camiones tienen que
pasar por Kandahar.
Watan
Risk, según siete funcionarios diferentes de seguridad y
transporte, es el único proveedor de seguridad a lo largo
de esa ruta. La razón es simple: Watan está aliada con el
señor de la guerra local que controla la carretera. El
sitio en la Red de Watan es bastante impresionante, y afirma
que su personal “es cuidadosamente seleccionado para
eliminar a todos los ex miembros de milicias, partidarios de
los talibanes, o individuos con lealtad a señores de la
guerra, barones de la droga, o cualquier otro grupo opuesto
al apoyo internacional al proceso democrático.” Sean
cuales sean los métodos de selección que utiliza, el arma
secreta de Watan para proteger suministros estadounidenses
que pasan por Kandahar es un hombre llamado Comandante
Ruhullah. Según dicen es un hombre apuesto de unos 40 años,
con una voz de un tono extrañamente agudo. Lleva salwar
kameez tradicional y un reloj Rolex. Pocas veces, cuando
alguna, se asocia con occidentales. Comanda un gran grupo de
combatientes irregulares sin afiliación gubernamental
conocida, y su nombre, me dicen funcionarios de seguridad,
inspira obediencia o temor en las aldeas a lo largo de la
ruta.
Evidentemente
es un negocio peligroso: hasta la primavera pasada Ruhullah
tenía competencia –un señor de la guerra de una sola
pierna llamado Comandante Abdul Khaliq. Murió en una
emboscada.
De
modo que Ruhullah es el guerrero rutero superviviente para
ese trecho de carretera. Según testigos, trabaja como
sigue: espera hasta que hay cientos de camiones listos para
formar un convoy hacia el sur. Entonces reúne a sus
hombres, distribuyéndolos en todo terrenos y camionetas.
Los testigos dicen que no limita su arsenal a AK–47 sino
que usa cualquier arma que pueda conseguir. Su principal
arma es su reputación. Y por eso, Watan recibe una magnífica
remuneración y cobra un arancel por cada camión que pasa
por su corredor. El funcionario de transporte estadounidense
me dijo que Ruhullah “cobra 1.500 dólares por camión que
va a Kandahar. Sólo 300 kilómetros.”
Es
difícil determinar exactamente de qué se trata
–seguridad, extorsión o una forma de “seguro”. Y
luego existe la pregunta ¿tiene Ruhullah lazos con los
talibanes? Es algo imposible de saber. Como dijo un veterano
de la seguridad privada estadounidense familiarizado con la
ruta: “Trabaja los dos lados… el que sea más
beneficioso. Es el comandante principal. Tiene que estar
involucrado con los talibanes. Cuánto, nadie lo sabe.”
Hasta
NCL paga, la compañía de propiedad de Hamed Wardak. Dos
fuentes con conocimiento directo me dicen que NCL envía su
porción de bienes logísticos de EE.UU. en convoyes de
Watan y Ruhullah. Según fuentes, NCL factura 500.000 dólares
por mes por servicios de Watan. Para subrayar el punto: NCL,
que opera con un contrato por 360 millones de dólares de
los militares de EE.UU., y es de propiedad del hijo del
ministro de defensa afgano, paga millones por año de esos
fondos a una compañía de propiedad de los primos del
presidente Karzai, por protección.
Hamed
Wardak no devolvió mis llamados telefónicos. Milt Bearden,
el ex agente de la CIA asociado con la compañía, tampoco
quiso hablar conmigo. No hay nada malo en que Bearden
participe en negocios en Afganistán, pero se podría haber
esperado que revelara sus intereses de negocios cuando
testificó sobre la política de EE.UU. en Afganistán y
Pakistán. Después de todo, NCL puede ganar o perder
cientos de millones de dólares como resultado de los
caprichos de los responsables políticos estadounidenses.
Ciertamente
vale la pena preguntar por qué NCL, una compañía sin
experiencia conocida en transportes, y con poca experiencia
en seguridad de la que valga la pena hablar, puede obtener
un contrato por 360 millones de dólares. Muchos conocedores
de Afganistán hacen preguntas: “¿Por qué el gobierno de
EE.UU. le dio un contrato si es hijo del ministro de
Defensa?” Es lo que me preguntó Mahmoud Karzai. Es
hermano del presidente Karzai, y él mismo ha sido tratado
por la prensa como un ejemplo de acceso a funcionarios del
gobierno. El New York Times incluso lo describió en un artículo
extremadamente crítico. En su defensa, Karzai subrayó que
él, por lo menos, se ha abstenido de contratos con el
gobierno de EE.UU. o el gobierno afgano. Señaló, como
otros han hecho, que Hamed Wardak tenía pocos antecedentes
de seguridad o en los transportes antes de que su compañía
recibiera contratos de seguridad y de transporte del
Departamento de Defensa. “Es una práctica empresarial
cuestionable,” dijo. “No deberían dárselos. ¿Cómo es
posible que eso no se cuestione?”
Tuve
la oportunidad de preguntar al respecto al general Wardak,
padre de Hamed. Es bastante atildado, aunque ya no es el
garboso “comandante Gucci” descrito una vez por Bearden.
Pregunté a Wardak sobre su hijo y NCL. “He tratado de ser
directo y correcto y de combatir la corrupción toda mi
vida,” dijo el ministro de Defensa.” Es algo que la
gente ha tratado de usar contra mí, de modo que ha sido
doloroso.”
Wardak
quiso hablar sólo brevemente sobre NCL. El tema parece
haber producido una desavenencia con su hijo. “Estuve en
contra desde el comienzo, y por eso no hemos hablado durante
mucho tiempo. Nunca he tratado de apoyarlo o de utilizar mi
poder o influencia en su beneficio.”
Cuando
dije a Wardak que la compañía de su hijo tiene un contrato
con EE.UU. por un valor de hasta 360 millones de dólares,
la reacción fue tardía. “Es imposible,” dijo. “No lo
creo.”
Le
creí cuando dijo que realmente no sabía lo que se proponía
su hijo. Pero la limpieza de lo que parecen ser negocios
entre conocedores podría ser más fácil que el paso
siguiente: el cierre del canal de dinero que lleva de los
contratos del Departamento de Defensa a posibles
insurgentes.
Hace
dos años, un alto funcionario de seguridad afgano me dijo
que el servicio de inteligencia de Afganistán, la Dirección
Nacional de Seguridad, había advertido a los militares
estadounidenses sobre el problema. El DNS entregó a los
estadounidenses lo que, por lo que me dicen, son informes
“muy detallados” que explican cómo los talibanes se
benefician de la protección de convoyes de suministros de
EE.UU.
El
servicio de inteligencia afgano incluso ofreció una solución:
¿y si EE.UU. tomara las decenas de millones de dólares
pagados a contratistas de seguridad y en su lugar
estableciera una unidad de apoyo a los convoyes, dedicada y
profesional, para proteger sus líneas logísticas? La
sugerencia no llegó a ninguna parte.
Lo
extraño es que la práctica de comprar la protección de
los talibanes no sea un secreto. Pregunté al respecto al
coronel David Haight, quien comanda la 3ª Brigada de la 10ª
División de Montaña. Después de todo, parte de la
Carretera 1 pasa por su área de operaciones. ¿Qué pensaba
de que las compañías de seguridad pagaran a los
insurgentes? “El soldado estadounidense en mí se siente
asqueado por ello,” dijo en una entrevista en su oficina
en FOB Shank en la provincia Logar. “Pero sé de qué se
trata: esencialmente de que se paga al enemigo, diciendo:
‘Oye, no me fastidies.’ No me gusta, pero de eso se
trata.”
Como
un funcionario militar de Kabul explicó la contratación en
Afganistán en general: “Sabemos que en general entre un
10 y un 20 por ciento va a los insurgentes. Mi encargado de
inteligencia dice que es más bien un 10%. Generalmente
sucede en logística.”
En
una declaración a The Nation sobre Host Nation Trucking, el
coronel Wayne Shanks, oficial jefe de asuntos públicos de
las fuerzas internacionales en Afganistán, dijo que los
funcionarios militares “saben de las afirmaciones de que
fondos de adquisición pueden llegar a manos de grupos
insurgentes, pero no apoyamos o condonamos directamente esa
actividad, si tiene lugar.” Agregó que, a pesar de la
supervisión: “las relaciones entre contratistas y sus
subcontratistas, así como entre subcontratistas y otros en
sus comunidades operaciones, no son enteramente
transparentes.”
En
todo caso, el tema principal no es que los militares de
EE.UU. estén haciendo la vista gorda ante el problema.
Muchos funcionarios reconocen lo que está sucediendo y
también expresan una profunda inquietud al respecto. El
problema es que –como tantas cosas en Afganistán–
EE.UU. no parece saber cómo resolverlo.
(*)
Aram Roston, autor de “The Man Who Pushed America to War:
The Extraordinary Life, Adventures and Obsessions of Ahmad
Chalabi.” Aram
es periodista investigativo de NBC News. Ha
escrito para New York Times Magazine, Mother Jones y The
Nation.