¿Qué, si no, puede decirse de una
guerra en que los dos bandos se alimentan el uno al otro
como si se propusieran eternizarla? Ocurre en Afganistán.
Los camiones cargados con víveres, medicinas, municiones,
armamentos et al para las tropas de EE.UU. llegan a sus
bases custodiados por los talibán. Los talibán reciben
fondos del Pentágono. No es una cortesía recíproca, es
una necesidad y se resuelve gracias a la corrupción
imperante.
“¿Qué
se puede esperar de un sistema en que el gobierno de Kabul sólo
paga a los señores de la guerra y a ellos les confía el
reparto del dinero entre sus hombres? A veces no les dan
nada.” Es el capitán británico Doug Beattie Mc quien
formula esta preocupación (www.dailymail.co.uk, 6/11/09).
Fue condecorado por su valor en el campo de batalla y conoce
bien los entresijos de esa guerra. Otras comprobaciones de
Beattie: los policías afganos carecen de preparación,
tienen sueldos miserables, el 70 por ciento de ellos vive
drogado y son de compra fácil para los talibán. El que
ametralló a cinco soldados ingleses a comienzos de
noviembre tenía contactos con aquéllos. La policía está
infiltrada en todas partes y en todos los niveles.
Los
talibán compran armas con el dinero de lo que venden, es
decir, seguridad para los camiones con abastecimientos
destinados a las tropas invasoras contra las que combaten.
Los vehículos deben atravesar rutas escarpadas y, sobre
todo, controladas por una guerrilla que, de hecho, domina
casi todas las carreteras del país. Grupos de talibán
emboscados atacan a los conductores y mercenarios que los
escoltan con armas largas y lanzagranadas, impidiendo que
las caravanas de camiones lleguen a destino sin daño. Los
mandos militares estadounidenses han optado por cerrar los
ojos y encargan a las empresas de seguridad que negocien el
libre paso con los insurgentes a los que deben combatir.
Como paradoja, nada deja que desear.
Una
investigación del enviado especial Aram Roston, del
matutino londinense The Guardian, revela que los talibán
fijan sus tarifas según las rutas y según las cargas. Una
caravana de diez camiones se paga a razón de 800 dólares
por unidad y el paso sin dificultades está asegurado. El
precio aumenta si transportan petróleo y/o vehículos
resistentes a las minas que los talibán plantan en las
carreteras, su arma más mortífera. Las agencias de
seguridad son privadas y cada señor de la guerra es dueño
de la propia: contactan y negocian con la guerrilla y a
saber cuánto dinero del presupuesto de EE.UU. queda en sus
bolsillos. Hecho el trato, los insurgentes brindan una
escolta al convoy –una camioneta adelante, una atrás–
para evitar que lo ataquen otros insurgentes, una indudable
prueba de lealtad.
Roston
indagó asimismo los casos de corrupción al más alto
nivel. Ahmad Rateb Popal peleó contra la ocupación soviética
y en 1988, un año antes de que las tropas de la URSS se
retiraran, fue detenido en EE.UU. por gestionar la importación
de heroína. Salió de prisión, volvió a Afganistán y
estableció con su hermano Rashid el Grupo Watan, un gran
consorcio de telecomunicaciones y logística que, sobre
todo, proporciona seguridad al transporte de pertrechos para
el ejército norteamericano. Rashid Popal fue a su vez
juzgado en EE.UU. por posesión de heroína en 1996. Los
hermanos se enriquecieron fabulosamente. Un pequeño
detalle: son primos del presidente Karzai. El grupo controla
un tramo estratégico de la carretera a Kandahar por el que
deben pasar todos los camiones, tiene arreglos con el señor
de la guerra de la zona y recoge dólares a cuatro manos.
Hamed
Wardak es el ejecutivo principal de NCL, otra empresa
autorizada a prestar servicios de seguridad. Joven y
norteamericano de nacimiento, su padre casualmente es el
general Rahim Wardak, actual ministro de Defensa. La NCL no
tenía experiencia en la materia, pero a comienzos de este año
fue elegida como una de las seis compañías encargadas de
manejar la seguridad de los convoyes que transportan
suministros a todas las bases estadounidenses, incluidos los
puestos de vigilancia de las zonas más remotas del país.
El Pentágono multiplicó por seis el valor de su contrato
con la NCL, y el de los contratos con las otras cinco saltó
abruptamente a 360 millones de dólares. La suma total de
este negocio asciende a 2200 millones de dólares, un 5 por
ciento del PBI anual de Afganistán.
Hay
ejemplos históricos de ejércitos a los que el enemigo arma
a su pesar. En la etapa final de su lucha contra Chiang Kai-Shek,
el Ejército Rojo de Mao se apoderaba fácilmente de los
arsenales de los nacionalistas en fuga y sus dirigentes
declaraban que Harry Truman, el presidente norteamericano
entonces, tenía la gentileza de pertrecharlos. Lo de
Afganistán es otra cosa.