“Le
tiran a los rusos”, me dijo un joven paracaidista. Hacía
frío. Nos acabábamos de topar con su unidad, la División
Soviética 105 aerotransportada, cerca de Charikar, al norte
de Kabul, y me mostraba su mano vendada. La sangre aún le
chorreaba y manchaba la manga de su uniforme. Era un
adolescente de cabello rubio y ojos azules. Junto a nosotros
estaba un camión de carga soviético cuya parte posterior
había sido volada en pedazos por una mina, sí, esas que se
llaman “artefactos explosivos improvisados”.
No
era así como nosotros las conocíamos, pero aún así el
vehículo quedó con las llantas hacia arriba en una zanja.
Con dolor evidente, el joven levantó la mano hacia las
cimas de las montañas que eran patrulladas por un helicóptero
soviético. ¿Podía haberme imaginado entonces que los señores
Bush y Blair nos iban a llevar al mismo sepulcro de ejércitos,
casi tres décadas más tarde? ¿O que un joven presidente
estadounidense haría exactamente lo que los rusos
intentaron tantos años antes?
En
el transcurso de las semanas veríamos a Kabul siendo tomada
por el ejército soviético y las más grandes áreas de
Afganistán abandonar las vastas áreas montañosas y desérticas
para dejárselas a los “terroristas”, al tiempo que
insistían en que podían erigir un gobierno laico sin
corrupción en la capital y dar seguridad a sus habitantes.
En la primavera de 1980 presencié el “incremento”
militar enviado por los soviéticos. ¿Suena familiar? Los
rusos anunciaron que darían entrenamiento al ejército
afgano. ¿Les suena familiar? Sólo 60 por ciento de las
fuerzas afganas acataban órdenes en ese momento. Sí, suena
familiar.
Victor
Sebestyen, quien ha investigado exhaustivamente para un
libro sobre la caída del imperio soviético, ha escrito
ampliamente sobre esos días congelados en que los rusos
atacaron Afganistán justo después de la Navidad de 1979.
Cita al general Sergei Akhromeyev, comandante de las fuerzas
armadas soviéticas quien reportaba el Politburo soviético,
en 1986. “No existe porción de la tierra de Afganistán
que no esté siendo ocupada, en un momento u otro, por
nuestros soldados. Sin embargo, mucho del territorio está
en manos de terroristas. Controlamos los centros
provinciales, pero no logramos conservar el poder político
sobre el terreno que logramos conquistar”.
Como
señala Sebestyen, el general Akhromeyev aseguró que si no
le enviaban tropas adicionales, la guerra en Afganistán
continuaría “por un muy, muy largo tiempo”. ¿Qué tal
si ahora citamos, no sé... por ejemplo a algún comandante
británico o estadounidense en el Helmand de hoy?
“Nuestros soldados no tienen la culpa. Han luchado con
increíble valentía en condiciones adversas. Pero ocupar
localidades y poblados durante un corto tiempo no vale nada
en una tierra tan vasta en la que los insurgentes se ocultan
con facilidad por las montañas”. Esto, claro, lo dijo
Akhromeyev, en 1986.
Yo
vi esa tragedia desenvolverse en los lúgubres primeros
meses de 1980. En Kandahar la gente exclamaba desde los
tejados “Alá Akbar” y en los caminos en las afueras de
la ciudad. Conocí a los insurgentes, equivalentes a los
actuales talibán, que bombardeaban formaciones militares
soviéticas.
Al
norte de Jalalabad detuvieron el autobús en que yo viajaba
y llevaban rosas rojas metidas en los cañones de sus rifles
Kalashnikov. Bajaron del vehículo a los estudiantes
comunistas que había a bordo del vehículo y no me ocupé
por saber qué les pasó. Supongo que no fue nada distinto
de lo que le ocurre actualmente a estudiantes que apoyan al
gobierno afgano y que caen en manos del talibán.
En
las afueras de Jalalabad me entré que los mujaidin, los
“luchadores por la libertad” favoritos del presidente
Ronald Reagan, habían destruido una escuela porque aceptaba
a niñas como alumnas. Muy cierto. Tanto, que el director
del colegio y su esposa fueron quemados y colgados de un árbol.
Los
afganos nos contaban historias extrañas sobre prisioneros
políticos que eran sacados del país y torturados dentro de
la Unión Soviética, en secreto.
En
Kandahar, el propietario de una tienda, un hombre de más de
50 años, usaba al mismo tiempo un suéter europeo y un
turbante, y se me acercó un día en la calle. Aún tengo
las notas de mi entrevista.
“A
diario el gobierno dice que los precios de los alimentos
bajarán”, dijo. “A diario nos dicen que las cosas
mejoran gracias a la cooperación de la Unión Soviética.
Pero no es verdad. ¿Se da usted cuenta de que el gobierno
no controla ni siquiera los caminos? Al diablo con ellos. Se
limitan a aferrarse a las ciudades”.
Los
mujaidin infestaban la provincia de Helmand y cruzaban una y
otra vez la frontera paquistaní, tal como hoy lo hacen los
talibanes. Un avión bombardero soviético Mig incluso cruzó
la frontera a principios de 1980 para atacar a los
guerrilleros.
El
gobierno de Pakistán y el de Estados Unidos, por supuesto,
han condenado la flagrante violación de la soberanía
paquistaní. Bueno, díganle eso a los jóvenes
estadounidenses que controlan los aviones sin piloto
Predator que con tanta frecuencia cruzan la frontera Pakistán–Afganistán
para atacar al talibán.
En
Moscú, casi un cuarto de siglo más tarde, me reuní con
algunos de los antiguos ocupantes rusos de Afganistán.
Algunos son ahora adictos a las drogas, otros padecen de lo
que se conoce como desorden de estrés postraumático.
Pero
en este día histórico en que Barack Obama se hunde a plomo
en el caos, recordemos también la retirada británica de
Kabul y la destrucción que sufrió esta ciudad, en 1842.