Una tranquila noche de invierno del pasado año en la ciudad afgana de Khost,
un joven empleado del gobierno de nombre Ismatullah se esfumó,
sencillamente. Se le había visto en el bazar de la ciudad
con un grupo de amigos. Sus familiares estuvieron
registrando durante días las polvorientas calles de Khost.
Los patriarcas de la ciudad contactaron con los comandantes
talibanes en la zona que solían secuestrar a trabajadores
del gobierno, pero nunca habían oído hablar del joven.
Hasta el gobernador se implicó en la búsqueda, ordenando a
su policía que investigara entre las peligrosas bandas
criminales que en ocasiones acosaban y cazaban a jóvenes
asiduos al bazar para pedir luego un rescate.
Pero la búsqueda no dio fruto alguno. La primavera y el verano llegaron y
se fueron y no hubo señal alguna de Ismatullah. Un día,
mucho después de que la policía y los patriarcas de la
aldea hubieran abandonado su búsqueda, un correo entregó
una pulcra nota escrita a mano en el puesto de la Cruz Roja
que estaba cerca de la vivienda de su familia. En ella,
Ismatullah informaba de que se encontraba en Bagram, una
prisión estadounidense situada a más de 320 kilómetros de
distancia. Las fuerzas estadounidenses le habían capturado
cuando iba desde el bazar camino de su casa, afirmaba la
tersa carta y no sabía cuando le liberarían.
En algún momento de los últimos años, los aldeanos pastunes de la
escarpada zona central de Afganistán empezaron a perder la
fe en el proyecto de EEUU. Y muchos de ellos pueden señalar
el momento preciso de esa transformación, que normalmente
se produjo a altas horas de la noche, cuando la mayor parte
del país se encontraba dormido. En el hermético proceso de
detenciones implementado por EEUU, habitualmente se arresta
a los sospechosos en la oscuridad, enviándoles después a
una de las áreas de detención establecidas en las bases
militares, a menudo por la más ligera sospecha y sin
conocimiento de sus familias.
Este proceso ha conseguido crear incluso más miedo y odio en Afganistán
que los ataques aéreos de la coalición. Los asaltos y
detenciones nocturnos, poco conocidos fuera de esas aldeas
pastunes, han ido poniendo poco a poco a los afganos contra
las mismas fuerzas que saludaron como liberadoras hace tan sólo
unos años.
Una
oscura noche de noviembre
Era el 19 de noviembre de 2009, a las 03,15 horas de la madrugada. Una
fuerte explosión despertó a los aldeanos de una arbolada
zona de las afueras de la ciudad de Ghazni, una ciudad de
antiguos orígenes del sur del país. Un equipo de soldados
estadounidenses dinamitó la puerta principal de la casa de
Majidullah Qarar, el portavoz del ministro de agricultura.
Qarar se encontraba en Kabul en aquellos momentos, pero sus
parientes estaban en casa, cuatro de ellos dormían en la
habitación para invitados de la familia. Uno de ellos,
Hamidullah, que vende zanahorias en el bazar local, corrió
hacia la puerta de la zona de invitados. Inmediatamente le
dispararon, pero se las arregló para arrastrarse hacia
adentro, dejando un reguero de sangre tras él. Después,
Azim, panadero, se lanzó corriendo hacia su primo herido.
También le dispararon y se dobló contra el suelo. Los dos
hombres atacados le gritaron a los dos familiares que
quedaban en la habitación que se quedaran allí, pero ellos
–niños ambos– no se atrevieron ni a moverse y se
quedaron paralizados y callados en sus camas muertos de
miedo.
Los soldados extranjeros, la mayoría de ellos con barba y tatuajes, se
dirigieron a la zona principal. Tiraron las ropas por el
suelo, haciendo añicos la vajilla y forzando los armarios.
Finalmente, encontraron al hombre que buscaban: Habib–ur–Rahman,
programador de ordenadores y empleado del gobierno. Rahman
era el responsable de convertir Microsoft Windows en inglés
al lenguaje pastún local para que las oficinas del gobierno
pudieran utilizar el software. Había pasado un tiempo en
Kuwait, y el traductor afgano que acompañaba a los soldados
declaró que habían actuado a partir del chivatazo de que
Rahman era miembro de al–Qaida.
Se llevaron descalzo a Rahman y a un primo suyo a un helicóptero que
esperaba a una cierta distancia y les transportaron hasta
una pequeña base estadounidense situada en una provincia
vecina para interrogarles. Después de dos días, las
fuerzas estadounidenses liberaron al primo de Rahman. Pero,
desde entonces, a Rahman ni se le ha visto ni se sabe nada
de él.
“Hemos llamado a su móvil pero no responde”, dice su primo Qarar, el
portavoz del ministro de agricultura. Utilizando sus
poderosos contactos, Qarar consiguió la ayuda de la policía
local, de los parlamentarios, del gobernador e incluso del
mismo ministro de agricultura en la búsqueda de su primo,
pero no lograron que les dijeran nada. Los funcionarios del
gobierno que investigaron de forma independiente el
escenario tras el asalto y que corroboraron las afirmaciones
de la familia, presionaron también exigiendo una respuesta
de por qué se había asesinado a dos miembros de la familia
Qarar. Las fuerzas estadounidenses emitieron un comunicado
diciendo que los muertos eran “combatientes enemigos que
habían mostrado una intención hostil”.
Semanas después del asalto, la familia siente una gran amargura. “Todo el
mundo en la zona sabía que éramos una familia que trabaja
para el gobierno”, dice Qarar. “Rahman ni siquiera podía
salir de la ciudad porque si los talibanes le pillaban en el
campo le hubieran matado”.
Sin embargo, más allá de la pregunta de si Rahman era inocente o culpable,
la forma en que fue capturado ha dejado un residuo de odio y
rabia en su familia. “¿Por qué tenían que matar a mis
primos? ¿Por qué tenían que destruir nuestra casa?”,
pregunta Qarar. “Sabían donde trabajaba Rahman. ¿Es que
no podían venir con una orden judicial durante el día?
Habríamos obligado a Rahman a cumplirla”.
“Yo solía aparecer en televisión diciendo que la gente debía apoyar a
este gobierno y a los extranjeros”, añade. “Pero estaba
equivocado. ¿Por qué van a apoyarles? No me importa que me
disparen por decir esto, porque sólo estoy diciendo la
verdad”.
Los
perros de la guerra
Los asaltos nocturnos son sólo el primer paso en el proceso de detención
que EEUU lleva a cabo en Afganistán. Normalmente se envía
a los sospechosos a una de entre las series de prisiones
habilitadas en las bases militares estadounidenses por todo
el país. Oficialmente hay nueve cárceles de ese tipo,
denominadas en la jerga militar Campos de Detención. Son
zonas pequeñas, a menudo tan sólo un puñado de celdas
divididas por paneles de contrachapado, y se utilizan
fundamentalmente para interrogar a los prisioneros.
En los primeros años de la guerra, esas áreas no eran sino lugares de paso
para quienes enviaban a la prisión de Bagram, una instalación
con una reputación infame de malos tratos y torturas. Como
en los últimos años, el foco de la atención internacional
cayó sobre Bagram, los guardianes empezaron a comportarse
mejor y el maltrato de prisioneros empezó a perpetrarse en
los menos conocidos Campos de Detención.
De los 24 ex prisioneros entrevistados para esta historia, 17 afirman haber
sido torturados en esos lugares o en el camino hacia los
mismos. Doctores, funcionarios del gobierno y la Comisión
Independiente Afgana por los Derechos Humanos, una institución
encargada de investigar las denuncias por abusos, corroboran
doce de esas afirmaciones.
Uno de esos ex detenidos es Nur Agha Sher Khan, que era oficial de policía
en Gardez, una ciudad de casas de adobe situada en la parte
oriental del país. Según Sher Khan, fuerzas
estadounidenses le detuvieron en un asalto nocturno en 2003
y le llevaron a un Campo de Detención en una base cercana
de EEUU. “Me interrogaron toda la noche”, recuerda,
“pero no tenía nada que decirles”. Sher Khan trabajó
para un comandante de policía al que las fuerzas
estadounidenses habían detenido por sospechar que tenía vínculos
con la insurgencia. De forma ocasional, había sido
conductor de ese comandante, lo cual le convirtió en
sospechoso a los ojos de los estadounidenses.
Los interrogadores le taparon los ojos, le taparon la boca y le encadenaron
al techo, acusa. Ocasionalmente soltaban a un perro, que le
mordía una y otra vez. En un determinado momento, le
quitaron la venda de los ojos y le obligaron a arrodillarse
sobre una larga barra de madera. Me ataron las manos a una
polea por encima de mí y me empujaban adelante y atrás
mientras la barra rodaba a través de mis espinillas. Yo no
paraba de dar alaridos”. Entonces le empujaban al suelo y
le obligaban a tragar doce botellas de agua. “Dos tipos me
abrían la boca y derramaban el agua por mi garganta hasta
que el estómago se me llenaba y perdía el conocimiento.
Era como si alguien me inflara”, dice. Cuando volvía en
si tras el desmayo, no paraba de vomitar agua.
Esto continuó así toda una serie de días, algunas veces le colgaban boca
abajo del techo, y otras veces le vendaban los ojos durante
amplios períodos. Finalmente, le enviaron a Bagram, donde
cesaron las torturas. Cuatro meses después, fue liberado
silenciosamente con una carta de disculpa de las autoridades
estadounidenses por haber encarcelado por error.
Una investigación del caso de Sher Khan por la Comisión Afgana
Independiente por los Derechos Humanos y un doctor
independiente hallaron que tenía heridas que se correspondían
con el maltrato y torturas que afirma haber padecido. Las
fuerzas estadounidenses han declinado comentar nada de su
caso, pero un portavoz dijo que algunos de los soldados
implicados en las detenciones en esa parte del país habían
recibido “castigos administrativos” no especificados. Añadió
que “todos los detenidos son tratados humanamente”,
excepto casos aislados.
Los
desaparecidos
Algunos de los que llevan a los Campos de Detención nunca llegan a Bagram,
sino que son sencillamente liberados después de que las
autoridades consideran que son inofensivos. Aún así,
algunos afirman haber sido torturados. Como fue el caso de
Hajji Ehsanullah, secuestrado en una noche de invierno de
2008 de su hogar en la provincia sureña de Kabul. Fue
conducido a un sitio de detención en la provincia de Khost,
a unos 320 kilómetros de distancia. Volvió a su hogar
trece días después, con la piel llena de cicatrices de las
mordeduras de los perros y con dificultades de memoria que,
según su doctor, eran consecuencia de un golpe en la
cabeza. Las fuerzas estadounidenses le arrojaron en una
gasolinera de Khost después de tres días de
interrogatorio. Le llevó más de diez días encontrar la
forma de volver a su casa.
Otros de los que llegan a esos sitios no acaban en Bagram por razones muy
diferentes. En los escarpados pueblos del sur pastún, donde
los rumores crecen con mayor abundancia que la más
abundante de las cosechas, las gentes del lugar susurran
historias de personas que fueron capturadas y ejecutadas.
Muchas veces no hay pruebas. Pero de vez en cuando, aparece
algún cuerpo. Tal fue el caso en el campo de detención de
una base del ejército estadounidense en la provincia de
Helmand, donde en 2003 un coronel del ejército
estadounidense escribió en el informe de la autopsia de un
detenido que murió bajo custodia estadounidense (del que más
tarde se pudo disponer a través del Acta de Libertad de
Información): “La muerte sobrevino por múltiples heridas
causadas por un objeto contundente en el torso inferior y en
las piernas, complicadas con rabdomiliósis (La rabdomiólisis
es una destrucción de las fibras musculares estriadas con
liberación de sustancias a la circulación, entre ellas la
mioglobina. La mioglobina es la responsable del daño renal
por obstrucción de estructuras renales o liberación de
sustancias tóxicas. La rabdomiólisis se produce en casos
de accidente por aplastamiento, convulsiones o necrosis
musculares, entre otros). Forma de morir: homicidio”.
En la polvorienta provincia de Khost, un día del pasado mes de diciembre,
las fuerzas estadounidenses lanzaron un asalto nocturno
contra el pueblo de Motai, matando a seis personas y
capturando a nueve, según casi una docena de autoridades
del gobierno local y de testigos oculares. Dos días después,
los cuerpos de dos de los detenidos –con esposas de plástico
en las manos– fueron hallados a más de un kilómetro de
distancia de la mayor base de EEUU en la zona. Un portavoz
del ejército de EEUU rechaza cualquier implicación en las
muertes y se niega a comentar los detalles del asalto. Sin
embargo, los oficiales afganos y los patriarcas locales,
mantienen con toda firmeza que los dos fueron asesinados
cuando estaban bajo vigilancia estadounidense. Las
autoridades estadounidenses liberaron a cuatro de los otros
aldeanos en los días siguientes. Se desconoce el destino de
los tres restantes cautivos.
El asunto podría aclararse si el ejército estadounidense fuera menos hermético
acerca de su proceso de detención. Pero el secretismo ha
estado al orden del día. Los nueve Campos de Detención están
envueltos en secretismo oficial, pero al menos la Cruz Roja
y otras organizaciones humanitarias saben que existen. Sin
embargo, puede haber otros de cuya existencia, en las
decenas de bases militares que salpican todo el país, no se
sabe nada. Un ejemplo, según antiguos detenidos, es la
instalación de detención en Rish Khor, una base del ejército
afgano que se alza en lo alto de una montaña con vistas a
la capital, Kabul.
Una noche del pasado año, las fuerzas estadounidenses asaltaron Zaiwalat,
una diminuta aldea encajada entre las montañas de la
provincia de Wardak, a unas cuantas docenas de millas al
oeste de Kabul, y capturaron a nueve vecinos. Llevaron a los
cautivos a Rish Khor y les interrogaron durante tres días.
“Nos tuvieron en un contenedor”, recuerda Rehmatullah
Muhammad, uno de los nueve. “Estaba hecho de acero. Nos
tuvieron esposados los tres días. Apenas dormimos esos días”.
Los interrogadores, vestidos de paisano, acusaron a
Rehmatullah y a los otros de proporcionar refugio y comida a
los talibanes. Los sospechosos fueron después enviados a
Bagram y liberados después de cuatro meses. (Un número de
ex detenidos dijeron que fueron interrogados por
funcionarios de paisano pero no sabían si esos funcionarios
pertenecían al ejército, a la CIA, o eran contratistas
privados).
Los activistas afganos por los derechos humanos están preocupados de que
las fuerzas estadounidenses puedan estar utilizando sitios
secretos de detención como Rish Khor para llevar a cabo
interrogatorios fuera de cualquier control. Sin embargo, el
ejército estadounidense niega incluso tener conocimiento de
la instalación.
La Cárcel
Negra
Mucho menos secreta es la parada final para la mayoría de los cautivos: las
Instalaciones de Internamiento de Bagram. Aunque se la
denomina con el inquietante nombre del “Guantánamo de
Obama”, sin embargo, Bagram ofrece, ahora, las mejores
condiciones de todo el proceso de detención para los
cautivos.
Su vida moderna como prisión empezó en 2001, cuando pequeños cifras de
detenidos de toda Asia eran encarcelados allí en la primera
parte de una odisea que les arrojaría finalmente en las
instalaciones estadounidenses de detención de la Bahía de
Guantánamo, en Cuba. Sin embargo, se ha convertido en el
principal destino para los capturados dentro de Afganistán
como parte de la creciente guerra que el país padece. En
2009, la población de presos había aumentado hasta más de
700. Construida en un viejo hangar sin ventanas de la época
soviética, la prisión consiste en dos filas de atestadas
celdas que parecen jaulas bañadas de forma continua con luz
blanca. Los guardias caminan a lo largo de una plataforma
que va pasando a través de la parte superior de las
alambradas, una posición fácil desde la que vigilar a los
prisioneros abajo.
Infames y habituales torturas, al estilo de la prisión de Abu Ghraib en
Iraq, marcaron los primeros años de Bagram. Por ejemplo,
Abdullah Mujahed, fue capturado en el pueblo de Kar Marchi
en la provincia oriental de Paktia en 2003. Mujahed era un
comandante de la milicia tayica que había dirigido un
levantamiento armado contra los talibanes en sus días de
decadencia, pero las fuerzas estadounidenses le acusaron de
tener conexiones con la insurgencia. “En Bagram, estuvimos
esposados, con los ojos vendados y con los pies encadenados
durante días”, recuerda. “No nos permitieron dormir ni
un momento durante trece días y trece noches”. Un guardia
le golpeaba las piernas cada vez que se quedaba dormido. A
diario podía oír los alaridos de los presos torturados y
el inconfundible sonido de los grilletes arrastrándose por
el suelo.
Después, llegó un día en que un grupo de soldados le arrastró hasta un
avión, negándose a decirle adónde le llevaban.
Finalmente, aterrizó en otra prisión, donde pudo sentir
que el aire era denso y húmedo. Cuando caminaba a través
de la fila de jaulas, los presos empezaron a gritar: “¡Esto
es Guantánamo! ¡Estás en Guantánamo!”. Allí se enteró
que le acusaban de dirigir el grupo islamista pakistaní
Lashkar–e–Taiba (que en realidad dirigía otra persona
que tenía el mismo nombre y que había muerto en 2006).
Finalmente, EEUU le liberó y le devolvió a Afganistán.
Los ex detenidos de Bagram afirman que eran golpeados con regularidad,
sometidos a música estridente durante 24 horas al día, que
se les impedía dormir, que se les desnudaba y que se les
forzaba a adoptar lo que los interrogadores denominaban
“posiciones de estrés”. El peor momento llegó a
finales de 2002, cuando los interrogadores golpearon a dos
presos hasta matarles.
Las Fuerzas Especiales de EEUU también dirigían una segunda y secreta
prisión en la Base Aérea de Bagram, a la que la Cruz Roja
no tiene aún acceso. Utilizada sobre todo para
interrogatorios, es tan temida por los prisioneros que la
han denominado la “Cárcel Negra”.
Un día de hace dos años, las fuerzas estadounidenses fueron a por Noor
Muhammad, en las afueras de la ciudad de Kajaki, en la
provincia sureña de Helmand. Muhammad, que es médico,
dirigía una clínica que atendía a todo el que llegaba
hasta ella en búsqueda de cuidados, incluidos los talibanes.
Los soldados asaltaron su clínica y su casa, matando a
cinco personas (incluidos dos pacientes) y deteniendo tanto
a su padre como a él. Al día siguiente, los vecinos
encontraron el cadáver esposado del padre de Muhammad,
muerto, al parecer, de un disparo.
Los soldados se llevaron a Muhammad a la Cárcel Negra. “Había un pasillo
muy estrecho con montones de celdas a ambos lados y una gran
puerta de acero y luces brillantes. No sabíamos cuándo era
de noche y cuándo de día”. Le mantuvieron en una
habitación de hormigón sin ventanas, totalmente confinado
en solitario. Los soldados le arrastraban siempre por el
cuello y le negaban el alimento y el agua. Le acusaron de
proporcionar cuidados médicos a los insurgentes, a lo cual
él les contestaba: “Soy médico. Mi deber es proporcionar
cuidados a cualquier ser humano que llegue a mi clínica, ya
sea talibán o del gobierno”.
Finalmente, Muhammad fue liberado, pero cerró su clínica y dejó su ciudad
natal. “Me aterran tanto los estadounidenses como los
talibanes”, dice. “Me alegro de que mi padre haya
muerto, de que no tenga que vivir en este infierno”.
Miedo
a la oscuridad
A diferencia de la Cárcel Negra, los oficiales estadounidenses, en los últimos
dos años, han tratado de reformar la principal prisión en
Bagram. Las torturas se han acabado allí, y ahora los
oficiales de la prisión alardean de que los presos suelen
engordar unos siete kilos mientras están detenidos. En algún
momento de los primeros meses de este año, los oficiales
planean abrir una deslumbrante nueva prisión –que
finalmente sustituirá a la de Bagram– con celdas grandes
y ventiladas, el último equipamiento médico y salas para
formación vocacional. La prisión de Bagram se traspasará
el año que viene a los afganos aunque el resto del proceso
de detención permanecerá en manos estadounidenses.
Pero los defensores de los derechos humanos dicen que continúan estando
preocupados por el proceso de detención. El Tribunal
Supremo de EEUU dictaminó en 2008 que no se les puede negar
a los presos de Guantánamo su derecho al habeas corpus,
pero no decidió la misma resolución en relación a los
detenidos en Bagram. (Los oficiales estadounidenses dicen
que Bagram está en medio de una zona de guerra y por tanto
no se aplica allí la legislación relativa a los derechos
civiles que se establece dentro de EEUU). A diferencia de
Guantánamo, los presos no tienen derecho allí a acceder a
un abogado. La mayoría dice que no tiene ni idea de por qué
están detenidos. Los presos aparecen ahora ante un panel de
revisión cada seis meses, que intenta volver a considerar
su detención, pero su capacidad para plantear preguntas
sobre su situación es limitada. “Sólo se me permitió
decir sí o no y no pude explicar nada durante mi vista”,
dice Rehmatullah Muhammad.
Sin embargo, la mejoría en las condiciones de Bagram plantea la pregunta de
si EEUU es capaz de combatir una guerra más limpia. Eso es
lo que el comandante de guerra en Afganistán, el General
Stanley McChrystal prometió este verano: menos bajas
civiles, menos temidos asaltos de las casas y un proceso de
detención más transparente.
Las tropas estadounidenses que operan bajo el mando de la OTAN han empezado
a cumplir normas de comportamiento más estrictas: ahora sólo
pueden mantener oficialmente a los detenidos 96 horas antes
de transferirles a las autoridades afganas o liberarles, y
las fuerzas afganas deben tomar el mando en el registro de
las casas. Cuando se les pregunta a los soldados
estadounidenses, se indignan por esas restricciones, y
tienen diversos métodos para sortearlas. “Algunas veces
detenemos a gente y después cuando pasan las 96 horas, les
transferimos a los afganos”, dice un marine
estadounidense, que habla bajo anonimato. “Ellos les dan
unas cuantas palizas por nosotros y nos los devuelven para
otras 96 horas. Esto puede prolongarse hasta que obtengamos
lo que queremos”.
Una forma más sencilla de pasarse por alto las normas es llamar a las
Fuerzas de Operaciones Especiales de EEUU –los Focas de la
Marina, los Boinas Verdes y otros– que no están bajo el
mando de la OTAN y por tanto no están obligados por las
normas más estrictas de comportamiento. Esas tropas de
elite son las que están detrás de la mayoría de los
asaltos nocturnos y de las detenciones en la búsqueda de
“sospechosos de alto valor”. Los oficiales del ejército
estadounidense dicen en las entrevistas que las nuevas
restricciones no han afectado en absoluto al número de
asaltos y detenciones. No obstante, el actual cambio es más
sutil: el proceso de detención se ha trasladado casi
enteramente a las zonas y actores que mejor pueden evitar el
escrutinio público: las Fuerzas de Operaciones Especiales y
las pequeñas prisiones de campo.
El cambio señala hacia una realidad profunda de la guerra, los soldados
estadounidenses dicen: no puedes combatir a las guerrillas
sin asaltos y detenciones invasivos, sería como combatir
sin balas. A los ojos de un soldado estadounidense, Afganistán
es un lugar tenebroso. Los hombres llevan barba y turbante.
Rezan incesantemente. En la mayor parte del país, a las
mujeres se les prohíbe salir de casa. Muchos afganos poseen
un Kalashnikov. “No puedes confiar en nadie”, dice
Rodrigo Arias, un marine que se encuentra en una base en la
provincia nororiental de Kunar. “Estuvieron a punto de
matarme en varias emboscadas, pero los aldeanos no nos dicen
nada. Aunque normalmente saben algo”.
Un oficial que ha trabajado en los Campos de Detención dice que son
necesarios docenas de asaltos para que aparezca un
sospechoso útil. “Algunas veces tienes que reventar las
puertas. Algunas veces tienes que retorcer brazos. Tienes
que utilizar toda una amplia red, pero cuando atrapas a la
persona correcta, eso es lo que marca la diferencia”.
Para Arias, es una cuestión de supervivencia. “Quiero volver a casa de
una pieza. Si eso significa que tengo que acorralar a la
gente, la acorralaré”. Cuestionar esto, dice, es
cuestionar si merece la pena luchar la guerra misma. “Ese
no es mi trabajo. La gente de Washington es la que tiene que
encargarse de eso”.
Si los asaltos nocturnos y las detenciones son una parte inevitable de la
guerra moderna de contrainsurgencia, entonces, lo mismo
sucede con el resentimiento que engendran. “Nos alegramos
cuando llegaron los estadounidenses. Pensábamos que traerían
paz y estabilidad”, dice el ex detenido Rehmatullah.
“Pero ahora casi todo el mundo en mi pueblo quiere que se
larguen. Un año después de que soltaran a Rehmatullah,
capturaron a su sobrino. Dos meses después, se llevaron
también a otros vecinos.
Se ha convertido en una pauta de conducta predecible: Las fuerzas talibanes
lanzan emboscadas sobre los convoyes estadounidenses cuando
pasan por el pueblo, y después se retiran a los densos
huertos de frutales que cubren la zona. Después, los
estadounidenses vuelven por la noche para llevarse
sospechosos. Según los aldeanos, en los dos últimos años,
se han llevado a dieciséis personas y han asesinado a otras
diez en este pequeño pueblo de unos 300 habitantes. En el
mismo período, dicen, los insurgentes mataron a un vecino y
no se llevaron a ningún rehén.
Por lo tanto, las gentes de ese pueblo temen más los asaltos nocturnos que
a los talibanes. Ahora las noches en que los niños de
Rehmatullah oyen el lejano zumbido de un helicóptero,
corren a su dormitorio. Él les consuela, pero admite que
también necesita que le tranquilicen. “Sé que ya soy
demasiado mayor para eso”, dice, “pero esta guerra me ha
hecho tener miedo de la oscuridad”.
(*)
Anand Gopal ha informado desde Afganistán para el Christian
Science Monitor y el Wall Street Journal. Pueden leerse sus
trabajos en: www.anandgopal.com. Actualmente está
trabajando en un libro sobre la guerra afgana. Este artículo
se ha publicado en el último número de la revista Nation.
El Fondo para el Periodismo de Investigación ha
subvencionado la investigación para escribir esta historia.