Bajo
los talibanes, las mujeres permanecían encerradas en sus
burqas y en sus hogares, excluidas de cualquier tipo de
educación. En la actualidad persiste la misma situación.
Siguen encerradas en sus burqas, en sus casas, sin educación,
pero encima de todo eso están viviendo en una zona de
guerra.
Así
pues, los incondicionales de la guerra se dedican ahora a
hacernos creer que están más interesados por el bienestar
de los civiles afganos que quienes anhelan que se ponga fin
a la ocupación estadounidense.
En
primer lugar, tenemos al secretario de Prensa de la Casa
Blanca, Robert Gibbs, implorando como un mojigato a los
editores de Wikileaks que no publiquen más información de
esa que la administración considera que puede poner en
peligro las vidas de los informantes locales afganos:
"Tenéis
ya a los portavoces talibanes en la región diciendo que están
peinando esos documentos para averiguar quiénes están
cooperando con las fuerzas internacionales y
estadounidenses", dijo Gibbs. "Están revisándolo
todo para buscar esos nombres, han dicho que saben cómo
castigar a esa gente".
A
continuación, tenemos a la revista Time con una portada
reciente en la que aparecía el rostro mutilado de una joven
bajo el título: "Lo que ocurrirá si nos vamos de
Afganistán" (no como pregunta, sino como declaración).
Como si la llamada implícita a continuar la guerra como
solución a la violencia contra las mujeres no representara
suficiente disonancia cognitiva, la mujer retratada había
sido desfigurada el año pasado por unos familiares que seguían
las órdenes de un oficial talibán: ocho años después de
que las fuerzas estadounidenses entraran en Afganistán.
En
realidad el artículo de Time encaja con toda nitidez con
algo que se encontró en uno de los documentos filtrados que
tan preocupada tiene a la Casa Blanca. Titulado "CIA
Red Cell Special Memorandum: Afghanistan: Sustaining West
European Support for the NATO–led Mission–Why Counting
on Apathy Might Not Be Enough" , el documento "...
esboza posibles estrategias de relaciones públicas para
apuntalar el apoyo de la opinión pública en Alemania y
Francia a que continúe la guerra en Afganistán".
El
memorandum prosigue:
"Las
estrategias propuestas de relaciones públicas se centran en
puntos álgidos identificados dentro de esos países. En
Francia se echa mano de la simpatía del pueblo por los
refugiados afganos por las mujeres... Iniciativas de gran
alcance que crean oportunidades en los medios para que las
mujeres afganas compartan sus historias con mujeres
francesas, alemanas y de otros países europeos podrían
ayudar a vencer el escepticismo dominante hacia la misión
de la ISAF entre las mujeres en Europa Occidental ... Los
eventos en los medios mostrando testimonios de mujeres
afganas podrían ser más eficaces si se emitieran en
programas que tengan grandes y desproporcionadas audiencias
femeninas."
Dice
Lucinda Marshall en CommonDreams.org: "...Sospecho
mucho que hay escondidos más memoranda e informaciones que
documentarán la utilización de la vida de las mujeres como
estrategia oficial para batir los tambores de guerra. Esto
proporciona, de forma muy clara, un contexto adicional y muy
inquietante al artículo de Time . Desde el primer momento
de esta guerra, los periodistas han ido 'empotrados' con el
ejército. Parece ser que todavía siguen empotrados y no sólo
en zonas de guerra".
Quizá
de forma mucho más extraña, Bret Stephens, del The Wall
Street Journal, compara una retirada de las tropas
estadounidenses con una invitación para un reino del terror
y genocidio estilo jemeres rojos:
"Después
de todo –dice Stephens– la retirada estadounidense del
sudeste asiático tuvo como consecuencia la matanza de
alrededor de 165.000 survietnamitas en los denominados
campos de reeducación; el éxodo masivo de un millón de
balseros, la cuarta parte de los cuales murió en el mar; el
asesinato masivo, estimado en 100.000 víctimas, del pueblo
Hmong de Laos; y el asesinato de entre uno y dos millones de
camboyanos."
"Es
un hecho peculiar del liberalismo moderno que sus mejores
principios hayan sido a menudo traicionado por quienes se
autodenominan liberales. Como en Camboya, puede que sólo se
enteren cuando sea –en cuanto a los afganos, al menos–
demasiado tarde."
Stephens
tiene razón cuando piensa que hay que hacer un paralelismo
entre Afganistán en 2010 y Camboya en la década de 1970.
Pero no el paralelismo en el que él está pensando.
De
la misma forma que la ocupación militar estadounidense en
Oriente Medio ha supuesto un boom de reclutamiento entre los
grupos extremistas islámicos, el bombardeo estadounidense
de la neutral Camboya durante la Guerra de Vietnam llevó a
que muchos apoyaran en ese país a los comunistas radicales
de los jemeres rojos, dándoles el apoyo necesario para que
asumieran el control del país y finalmente perpetraran los
horrores que Stephens condena.
Entre
el 4 de octubre de 1965 y el 15 de agosto de 1973 el ejército
estadounidense arrojó alrededor de 2.756.941 de toneladas
de explosivos sobre 100.000 lugares de Camboya. Para poner
esto en perspectiva, según el historiador Taylor Owen:
"... los aliados arrojaron más de dos millones de
toneladas de bombas durante toda la II Guerra Mundial,
incluidas las bombas que destruyeron Hiroshima y Nagasaki:
de 15.000 y 20.000 toneladas, respectivamente. Camboya puede
bien ser el país más duramente bombardeado de la
historia".
En
un artículo de 2006 escrito junto con el historiador Ben
Kiernan, Owen presenta un caso convincente de lo que han
asegurado muchos observadores: Sin el indiscriminado
bombardeo en alfombra de lo que en principio era un país
neutral y más tarde un aliado estadounidense, probablemente
los jemeres rojos habrían seguido siendo una organización
marginal radical con pocas posibilidades de llegar al poder.
Fue el ataque del ejército estadounidense contra pueblos y
aldeas, que ocasionó 600.000 víctimas, lo que lanzó a los
camboyanos supervivientes en los brazos del grupo radical
comunista, permitiéndoles que llegaran al poder en 1975.
Como
el periodista John Pilger señala: "Archivos sin
clasificar de la CIA dejan pocas dudas de que el bombardeo
fue el catalizador de los fanáticos de Pol Pot, quienes,
antes del infierno, contaban tan sólo con un apoyo
minoritario. Ahora, un pueblo masacrado se ha unido a
ellos".
Ignorando
el papel del intervencionismo militar estadounidense al
ayudar a provocar la misma atrocidad contra la que advierte,
Stephens escribe:
"...
Puede que alguien quiera pensar seriamente en las
consecuencias de la retirada estadounidense. ¿Qué les
pasará a las mujeres afganas que se quitaron sus burqas a
finales del otoño de 2001, o a las niñas que se
matricularon en las escuelas del gobierno?"
Por
desgracia, es muy probable que tengan que seguir enfrentándose
a malos tratos, a ataques que tratan de desfigurarles el
rostro e incluso a la muerte por actos de simple coraje, al
igual que les sucede hoy bajo la ocupación estadounidense.
En efecto, hay buenas razones para creer que ese tipo de
ataques y la calidad de vida en sentido global de las
mujeres afganas han aumentado para peor con la presencia
estadounidense.
La
Comisión Independiente Afgana por los Derechos Humanos
informó en marzo de 2008 que la violencia contra las
mujeres se había casi duplicado desde el año anterior, y
un informe de 2009 del Observatorio de los Derechos Humanos
concluye que "Mientras que la tendencia fue claramente
positiva para los derechos humanos de las mujeres de 2001 a
2005, la tendencia es ahora negativa en muchas zonas".
Otros informes (incluyendo el deAmnistía Internacional de
mayo de 2005) cuestionan la primera parte de esa afirmación.
Dice
Ann Jones, periodista y autora de Kabul in Winter:
"Para la mayoría de las mujeres afganas, la vida ha
continuado igual. Y para un gran número de ellas, la vida
ha empeorado mucho".
Sonali
Kolhatkar, co–directora de Afghan Women's Mission, dice:
"Los ataques contra las mujeres, tanto desde fuera como
desde dentro de la familia, han aumentado. La violencia doméstica
se ha incrementado. La judicatura actual está encarcelando
en Afganistán a muchas más mujeres que antes. Y lo están
haciendo por escapar de sus hogares, por negarse a casarse
con el hombre que la familia ha elegido para ellas, incluso
por haber sido víctimas de violación".
Anand
Gopal, corresponsal en Afganistán del Wall Street Journal,
dice: "La situación de las mujeres en las zonas
pashtunes es actualmente peor que en la época de los
talibanes... Bajo los talibanes, las mujeres permanecían
encerradas en sus burqas y en sus hogares, excluidas de
cualquier tipo de educación. En la actualidad persiste la
misma situación. Siguen encerradas en sus burqas, en sus
casas, sin educación, pero encima de todo eso están
viviendo en una zona de guerra".
"Cinco
años después de la caída de los talibanes y de la
liberación de la mujer jaleada por Laura Bush y Cherie
Blair, gracias a la invasión estadounidense y británica",
escribía Kim Sengupta en The Independent en noviembre de
2006: "La alarmante tasa de suicidios es tan grave que
se ha celebrado una conferencia hace unos días en Kabul
para tratar del problema."
El
ejército de EEUU ha empeorado la vida para las mujeres en
Afganistán, no la ha mejorado en nada. ¿Es posible que la
salida de EEUU haga que sus vidas empeoren aún más, como
dicen temer Bret Stephens y Time? Podría ser. Pero lo que sí
es cierto es que la ocupación ha tenido un efecto dañino
en las vidas de la inmensa mayoría de los civiles afganos,
en absoluto un efecto positivo como pretenden los promotores
de la guerra como vehículo para el cambio social. También
es indiscutible que los talibanes han incrementado su
presencia y potencia desde que empezó la ocupación y van a
más. Esto no debería ser una sorpresa para cualquiera que
haya analizado con detenimiento las motivaciones del
terrorismo. Incluso las agencias de la inteligencia de EEUU
han comprendido que la ocupación estadounidense de Iraq ha
fortalecido el fundamentalismo islámico y "... ha
empeorado el problema global del terrorismo".
Seguir
pidiendo más muertes y destrucción seguras como defensa
contra un posible e imaginado peor baño de sangre revela un
curioso tipo de razonamiento moral. No nos permitamos
olvidar qué es lo que la revista Time (a pesar de sus
protestas en sentido contrario) y Stephens están
defendiendo: La matanza indiscriminada de hombres, mujeres y
niños inocentes, en búsqueda de lo que ellos creen que es
un bien mayor.
Cuando
Stephens denuncia la " matanza de alrededor de 165.000
survietnamitas en los llamados campos de reeducación; el éxodo
masivo de un millón de balseros, la cuarta parte de los
cuales murió en el mar...", ignora convenientemente
las cifras de los que murieron debido a la intervención
estadounidense en el Sureste Asiático. Esto incluiría a
una buena porción de más de dos millones de vietnamitas
(un millón de los cuales eran civiles); decenas de miles de
laosianos y hasta 600.000 camboyanos, además de los miles
asesinados por las minas terrestres y el Agente Naranja, que
continúan matando y lesionando treinta y cinco años después
de la partida de los estadounidenses. Pero, al parecer, según
el relato de Stephens, esas muertes y muchas otras más
hubieran estado justificadas si el ejército estadounidense
se hubiera quedado en el Sureste Asiático y así salvado a
415.000 vietnamitas, 100.000 laosianos y de 1 a 2 millones
de camboyanos. Una se siente obligada a preguntar: ¿En qué
punto deja de tener sentido este tipo de cálculo moral? ¿Hay
algún punto en el que la cifra de los que podrían salvarse
ya no justifica el número de inocentes masacrados?
Olviden
de momento que el gobierno de EEUU no entró en Camboya con
el objetivo de salvar a sus ciudadanos de los estragos de
los jemeres rojos; olviden que sus acciones facilitaron de
hecho que un régimen criminal llegara al poder; olviden
incluso que, tras su salida de Vietnam, el mismo gobierno
estadounidense se alió con Pol Pot, con el Secretario de
Estado Henry Kissinger diciéndole de forma infame al
ministro de asuntos exteriores tailandés en noviembre de
1975: "Deberéis decirle también a los camboyanos que
nos mostraremos amistosos con ellos. Son unos matones
asesinos pero no dejaremos que se interpongan en nuestro
camino. Estamos preparados para mejorar nuestras relaciones
con ellos".
Olviden
también la suspensión de incredulidad que es necesaria
para poder aceptar la proposición de que los gobiernos
emprenden guerras con el objetivo de proteger a las
poblaciones civiles. Especialmente a las poblaciones civiles
extranjeras.
Olvídense de todo eso porque realmente es algo irrelevante. Lo
importante aquí no es la hipocresía, deshonestidad o
incluso ingenuidad de quienes puedan llegar a apoyar una
guerra como medio para "proteger a inocentes". Es
la decrepitud moral de atreverse a calcular el valor de la
vida de una persona contra el de otra, o incluso declarar
que cierta cifra de muertes (siempre las de otros) son
"aceptables" en aras a impedir más muertes.
La
realidad es que este tipo de ejercicio no debe ser nunca
algo más que un juego de salón intelectual. En la práctica,
no puede haber certeza alguna acerca de cuántos seres
pueden o no morir si se adopta una determinada forma de
actuar. Desde luego, nadie podría haber sabido con
seguridad cuánta gente iba a morir tras la retirada
estadounidense de Vietnam, ni nadie hubiera podido saber con
certeza que la campaña de bombardeos estadounidense en
Camboya provocaría finalmente la muerte de entre 1 y 2
millones de camboyanos a manos de los jemeres rojos. No
importa cuán buena sea la información, uno se mueve
realmente en el terreno de la especulación.
Pero
hay más, si un asesinato puede justificarse de esa manera,
entonces de la misma forma podrían justificarse mil
asesinatos. Y después un millón. Pronto se convierte en un
demente juego sangriento de contabilidad donde, llegado un
punto, las cifras dejan de tener significado y sólo hay un
grupo de salvajes enfrentados contra otro sin nada que les
distinga salvo quizá un recuento de víctimas ligeramente
inferior, o métodos de tortura que revuelven un poco menos
los estómagos.
A
principios de año, un hombre llamado Mohammad Qayoumi
publicó un ensayo fotográfico en la revista Foreign Policy.
En él aparecían las fotos de un viejo libro que el
ministerio de planificación de Afganistán editó en las décadas
de 1950 y 1960, acompañadas de los comentarios de Qayoumi
recordando el Afganistán que él había conocido cuando era
joven. Las imágenes muestran hombres y mujeres vestidos a
la occidental que viven sus vidas diarias en lo que parece
ser una sociedad funcional bastante bien desarrollada.
Qayoumi relata:
"Hace
medio siglo, las mujeres afganas estudiaban medicina; los
hombres y las mujeres se mezclaban casualmente en el cine,
en el teatro y en los campus de las universidades de Kabul;
las fábricas de los suburbios producían textiles y otros
artículos. Había una tradición de ley y orden, y un
gobierno capaz de emprender grandes proyectos nacionales de
infraestructuras, como la construcción de centrales hidroeléctricas
y carreteras, aunque fuera con ayuda exterior. La gente
normal y corriente tenía un sentimiento de esperanza, creía
que la educación abriría oportunidades para todos, tenían
la convicción de un futuro brillante ante ellos. Tres décadas
de guerra han destruido todo eso, pero fueron situaciones y
sentimientos reales."
Las
imágenes contrastan de forma muy aguda con casi todas las
fotos del Afganistán actual, y constituyen un doloroso
recordatorio de cuánto ha perdido ese país. También
ofrecen un mentís a las opiniones de personajes tales como
el ex director ejecutivo de Blackwater, Erik Prince, quien
recientemente manifestó:
"Ya
saben, la gente me pregunta todo el tiempo, ¿no le preocupa
el hecho de que sus chicos no actúen respetando los
Convenios de Ginebra en Iraq o Afganistán o Pakistán? Y yo
les digo: 'En absoluto', porque esas gentes han salido de
las alcantarillas y tienen una mentalidad medieval. Son bárbaros.
No saben dónde está Ginebra, y menos que allí se firmó
un convenio."
Como
el ensayo de Qayoumi demuestra muy claramente, Afganistán
no es una nación devastada porque su pueblo "tenga una
mentalidad medieval". Está devastada porque ha sido
invadida y ocupada por potencias extranjeras hostiles
durante años. Cualquiera que realmente se preocupe por el
bienestar del pueblo afgano no debería olvidar este hecho
antes de proponer como solución más de lo mismo, más
guerra, causa y origen de tantos problemas en ese país.
(*)
Bretigne Shaffer es una escritora y cineasta norteamericana.
Fue
editora del The Asian Wall Street Journal de Hong Kong y The
Asian Wall Street Journal, The Wall Street Journal, The Wall
Street Journal Europe y la revista Reason.