“Lo hemos hecho temblar, pero
no caer”, decía el viernes por la mañana un amigo tunecino, director de
cine y profesor, convencido de que la estrategia de Ben Alí había dado sus
frutos. Estábamos delante del ministerio del Interior, en la calle Bourguiba,
rodeados de una multitud que se había ido reuniendo desde las 9 de la mañana,
en una jornada de huelga general convocada por la UGTT, pero que ningún
partido ni organización secundaba o dirigía. El propio sindicato parecía
haber abandonado a la gente a su suerte, ocupado más en negociar con palacio
que en atender las demandas de sus afiliados. Ni comunicados ni instrucciones
ni discursos. Gente, sólo gente de toda condición, dispuesta a desmentir las
previsiones de mi amigo a fuerza de insistencia.
El día anterior, tras las
nuevas promesas del dictador, mientras coches de alquiler escenificaban a
bocinazos un inverosímil apoyo a las medidas, los blogueros en Internet resumían
un sentimiento común: “66 muertos son un precio muy alto para tener sólo
youtube”. No era eso lo que querían y para demostrarlo habían acudido a la
avenida principal de la capital tunecina, donde se encuentra el Hotel Africa,
símbolo del Túnez turístico y barnizado, y el infame ministerio del
Interior, símbolo de la dictadura: “Ministerio del Interior, ministerio del
terror”, gritaban subiéndose a las rejas de la planta baja mientras desde
arriba esbirros de la policía grababan a la muchedumbre.
Se miraba mucho a las terrazas,
temiendo a los francotiradores que el jueves habían causado dos víctimas
mortales en el barrio de Lafayette, pero se tenía al mismo tiempo la
tranquilidad de que la intervención de la policía era más improbable que
nunca: el discurso del presidente y la presencia de periodistas extranjeros
excluía, al menos de entrada, una matanza. Había muchos jóvenes
–estudiantes, empleados y parados– pero también profesores,
intelectuales, administrativos, informáticos, hombres y mujeres, y también
niños y ancianos. Un hombre maduro de aspecto muy formal, envuelto en un
abrigo de contable, discutía con dos chicas sobre la conveniencia de que Ben
Alí dejara inmediatamente el poder, convencido de que no había ningún
recambio que impidiese el caos. Detrás, un setentón tocado con una chachia y
vestido con burnus, con manos de hierro de trabajador, con mucha menos cultura
que su interlocutor, le corta sin embargo con autoridad: “No estamos en la
escuela”, dice, “que se vaya y nosotros decidiremos”.
Eso es, en efecto, lo que piden
a gritos acompasados los manifestantes, mediante consignas repetidas una y
otra vez entre un ondear de manos. Han perdido el miedo y no están dispuestos
a recular: “Pan y agua, Ben Alí no” (hubz wa me, Ben Ali le), “Túnez
libre, Ben Alí fuera” (Tunis khurra khurra, Ben Ali barra barra), “Ben Alí
asesino”, “Trabelsi, ladrones del estado”, “No pararemos hasta
derrocar al dictador”. Las consignas se interrumpen a menudo para dar paso
al himno nacional, reciclado o recuperado como canto subversivo: “moriremos
moriremos para que la patria viva”. Ninguna consigna religiosa ni bandera
partidista. Y cuando un barbudo invoca una vez el nombre de Alá, es sepultado
bajo un alud de silbidos y abucheos.
A las dos de la tarde nadie se
ha ido. Se busca un poco de agua y cigarrillos y se vuelve a la multitud, que
recupera dos elementos por cada uno que pierde. Los mismos que por la mañana
creían la partida perdida ahora empiezan a recuperar la fe, cambio que
coincide y se solapa con un aumento de la tensión. La paciencia, el
empecinamiento, la obstinación de los gritones comienzan a poner nerviosos a
los policías, que por primera vez forman en escuadra en las calles adyacentes
a la avenida Bourguiba, cerrando los accesos. A través de los teléfonos móviles
se reciben noticias desde otros barrios de la ciudad y los rumores contagian
una excitación nueva: la policía reprime a los habitantes de la periferia
que quieren acceder al centro, muertos en Hay el–Khadra y Le Kram, asaltos a
las casas de los Trabelsi en La Marsa. ¿Será cierto? Es la policía quien
nos lo confirma con su barbarie.
Un minuto después de que el cadáver
de un joven asesinado el día anterior cerca de la Medina desfile por encima
de la multitud del boulevard, comienza el asalto. Detonan las bombas lacrimógenas
y en medio del humo blanco la multitud empuja hacia las estrechas callejas
adyacentes. Pero lo hace con una disciplina, con una prudencia, con una buena
educación que nadie habría sospechado tampoco hace tan solo veinte días:
wahda, wahda, shuaia, shuaia, imponen orden jóvenes passolinianos de una
belleza inesperada, tratando de evitar una avalancha. Consiguen incluso hacer
recular la primera estampida. El segundo asalto, en medio de las explosiones,
provoca la desbandada. Salimos ya un poco a ciegas, tosiendo y frotándonos
los ojos, entre dos cortinas de humo, delante y detrás, y algunos preferimos
no pararnos, cruzar la nube que nos cierra el camino y huir del centro del
avispero. Los desafortunados que no lo consiguen, los valientes que no quieren
ceder, se verán a partir de ese momento encerrados durante dos horas en medio
de una balacera.
Miles de personas corren por las
calles alejándose de la avenida Bourguiba. Son miles, son muchos más de los
que había en la concentración. ¿De dónde han salido? Las calles hasta
entonces fantasmales, con todas los cierres metálicos de las tiendas bajados,
burbujean ahora de una vida extraña, mitad excitada mitad amenazada, con una
agudísima conciencia colectiva. Es muy emocionante. De pronto dos, tres,
cuatro jóvenes se paran, se dan la vuelta y levantan las manos para detener a
los fugitivos. “Hay que volver y luchar”, gritan. Y rompen a cantar de
nuevo el himno nacional: namutu namutu wa yahi al–watan, moriremos moriremos
para que viva la patria. Seis de cada diez vuelven sobre sus pasos para
continuar la pelea a cuerpo desnudo. En ese momento no lo sabemos, pero este
gesto cobra retrospectivamente todo su sentido: Ben Alí ha sido vencido por
un pueblo que ha descubierto el valor de las matemáticas.
Diez es más que uno; cien es más
que diez. Y el del relato: hay un momento en el que es necesario marcar el
climax, introducir un poco de retórica, respetar las convenciones. Los jóvenes
cantan, arengan y el pueblo se gira, combate y vence.
A partir de las 16 h. los
acontecimientos se precipitan. Un vandalismo certero saquea y destruye en
Gammarth las casas y muebles de la familia Trabelsi, dueña del país; se
incendian comisarías en la Goulette; se lucha en Le Kram y en otros puntos de
la ciudad. A media tarde se anuncia el estado de excepción con un toque de
queda a partir de las 18 h. El ejército ocupa el aeropuerto y cierra el
espacio aéreo. Miembros de la familia Trabelsi son arrestados. El dictador
Ben Alí abandona Túnez en un avión con destino desconocido. A las 18.50 en
el canal 7, el hasta entonces primer ministro, Mohamed Ghanouchi, asume la
presidencia interina del país comprometiéndose a convocar elecciones. En
algunas calles, soldados y ciudadanos se abrazan. El primer acto, la derrota
del dictador a manos de su pueblo, se ha consumado.
No es fácil saber qué pasará
ahora. El nuevo gobierno es en realidad el viejo decapitado y su presidente
pertenece al mismo partido; y ni siquiera tiene legitimidad constitucional
para ocupar el cargo. EEUU y la UE han dirigido sin duda las operaciones en la
sombra. Y quedan rescoldos encendidos –una policía refractaria y quizás
saqueadora.
Pero el viernes –cosa rarísima–
hubo una victoria del pueblo y la menos previsible. El pueblo en el que menos
se confiaba –un pueblo censado entre los vencidos y entregados– derrocó
al dictador que más seguro se sentía. Podemos describir la lógica de las
cosas, y es bueno hacerlo; pero jamás podremos saber en qué momento y por qué
motivo suspende su dominio sobre el mundo. Los mismos que se rebelaban
dignamente contra la oferta de Ben Alí, que quería venderles Youtube a
cambio de 66 muertos (finalmente más de cien), celebran hoy la victoria, pero
desconfían y vigilan. Es que la conciencia de su dignidad, sus derechos y su
fuerza es una felicidad siempre despierta.
El segundo día
en Túnez: el pueblo organiza su defensa
El segundo día del pueblo
tunecino se levanta con un cielo ancho y puro que aboveda aún más el
silencio tenso que se ha apoderado de las calles. Mis amigos Ainara y Amín,
después de una noche de terror refugiados en la casa de un obrero cerca de la
Avenida Bourguiba, donde quedaron atrapados tras la manifestación del día
anterior, vienen a refugiarse a casa. Traen los periódicos y no podemos dejar
de echarnos a reír con pueril entusiasmo. De la noche a la mañana los
diarios en árabe del régimen de Ben Ali han acusado la revolución.
As–Sabah titula: “El pueblo ha dicho su palabra”. As–shuruq, más
popular, es aún más rotundo: “La voluntad del pueblo ha triunfado”. Por
primera vez en su historia, en la cinta donde figura el equipo de redacción
se ha añadido una frase: “diario independiente de la mañana”. Es como si
el ABC encabezase su edición con un “¡viva Fidel!”.
Cuando salimos a la calle
salimos ya a otro país. Son los mismos árboles, las mismas casas, las mismas
gentes, pero en un mundo paralelo, en otra dimensión clónica en la que todo
es exactamente distinto de su gemelo. Todo está mudo y muy pocas personas
circulan por las calles de Mutuelleville. Las tiendas están cerradas; también,
por supuesto, el Magazin General, que en cualquier caso, y al contrario que
otros supermercados, no ha sido ni saqueado ni quemado. Encontramos finalmente
una tiendecita abierta en la espalda de un edificio, junto a Charles Nicole.
Una veintena de personas se agolpan frente al mostrador. Algo ha cambiado: no
hay leche ni harina ni pan. Pero no es esto lo importante. La gente está –cómo
decirlo– mejor educada; es más delicada, más respetuosa. No hay golpes ni
empujones, no obstante el desabastecimiento y la necesidad de llevar alguna
vianda a casa. Todos esperan su turno, preguntan con serenidad, se
intercambian informaciones. En diez minutos hacemos una profunda amistad con
una familia que expresa su alivio por la partida del dictador. Nos abrazamos.
En una bolsa llevamos una botella de schweps, dos de zumo de naranja, un
botecito de dentífrico, dos chocolatinas y una lata de sardinas.
En Place Pasteur, la poca gente
que pasa saluda al retén militar, rodeado de alambrada de espino, que hace
guardia en la entrada del Belvedere. Todos estamos tensos, tenemos miedo, pero
al cruzarnos nos intercambiamos un saludo. En cada desconocido, de algún
modo, reconocemos algo común, una amistad de otro tiempo que queremos
verificar con este “aslema” tímido y sonriente.
Luego, hacia las dos de la
tarde, la jornada se vira. Empiezan a llegar noticias de grupos armados que,
en coches sin matrícula, entran en los barrios de la capital y disparan
indiscriminadamente, asaltan las casas y las saquean. Los vecinos se
organizan, armados de palos, para defender sus zonas. En nuestra propia calle
una pandilla que esgrime cuchillos es rechazada por los habitantes de las
casas contiguas, que me dicen que han pedido ayuda a la policía. Munquid, que
vive en el garaje de al lado y que se ocupa de regarnos las plantas en verano,
me asegura, palo en ristre, que defenderá también nuestra casa.
Tras el toque de queda, que
entra en vigor a las 17 h., la situación se vuelve angustiosa. El helicóptero
militar que vuela desde la noche anterior por encima del barrio, con su luz
roja giratoria y su sirena, rozando los tejados, pasa y pasa una y otra vez.
Ayer me irritaba su rugido insistente; hoy me irrita más no oírlo. Los
barrios de Túnez han organizado comités de autodefensa coordinados con el ejército
para neutralizar a los “tonton macute” de Ben Ali: 3000 policías, se
dice, que el día anterior habrían causado la muerte de cien personas y que
horas antes han disparado sobre el Café Saf–Saf, en La Marsa, centro
populoso de esparcimiento de nativos y turistas.
En casa, a partir de las 10 de
la noche, mientras se escuchan a lo lejos, en Montfleury y Hay el–Khadra, ráfagas
aisladas de metralleta, Amín organiza en casa un centro de información; una
especie de teleoperador de guerra que se comunica con los distintos frentes a
través de internet. Meher, Heyfel y Tarek están en Mourouj, Sofien en el
Bardo, Taha en el Menzah, Mehdi en Cité el–Khadra, Amine y Radhouan en
Kabaria, Amir en Ariana. Todos reportan minuto a minuto las evoluciones de la
lucha sobre el terreno. Entre los barrios se ha organizado una especie de
competencia para ver cuál de ellos detiene más coches de asesinos. La
victoria por el momento es de Mourouj, donde se han arrestado diez. Es verdad
que el pueblo unido jamás será vencido y si a veces parece una exageración
lírica o retórica es por que no hay suficiente pueblo o no está
suficientemente unido.
Hay tensión, miedo, angustia,
pero también determinación en la victoria. Lo que parecía una revolución
cabalgada por un golpe de Estado se está convirtiendo poco a poco en una
guerra. Inquieta un poco leer los periódicos occidentales –los de España,
pero también Le Monde o Liberation en Francia– y descubrir que no describen
la situación en sus justos términos. Hablan de disturbios, de motines,
algunos insinúan la presencia de elementos salvajes del benalismo, pero no
dicen lo que verdaderamente está ocurriendo: grupos de policías del dictador
–y de las milicias de su partido– acompañados de mercenarios están
tratando de doblegar al pueblo por el terror.
Pero el pueblo tunecino resiste.
Una mujer exiliada en Francia decía que “el 14 de enero es nuestro 14 de
julio”. Tiene razón. Lo que ha ocurrido en estos días en Túnez marca un
viraje histórico que saca al mundo árabe en su conjunto de la sumisión a la
que parecía condenado. Argelia, Egipto, Jordania, temen el contagio. Ya nada
será igual: un clavo ha sido sacado no por otro clavo sino por una flor. Y
nos hemos instalado ya en otra dimensión.
El segundo día del pueblo
tunecino acaba lleno de incertidumbres y angustias, con batallas en las
calles, rumores interesados difundidos por los mismos medios con los que los
que el pueblo se informa y se defiende, con la conciencia de que esto no ha
acabado y que aún hay que pelear.
Pero Mourouj 10, La Marsa 6, Cité
Al–Khadra 5.
¡Túnez
no se rinde!
Túnez.– Una semana después
de la caída del dictador Zine al–Abidine ben Ali, Túnez vivió ayer el
primero de los tres días de duelo nacional decretados por el Gobierno
interino, que instó a los imanes a dedicar sus oraciones del viernes a las víctimas
del levantamiento popular en un intento de acallar las protestas. Cientos de
personas salieron de nuevo a las calles para exigir la salida del Ejecutivo de
los ministros del anterior régimen.
Las banderas tunecinas ondeaban
ayer a media hasta en los edificios gubernamentales y la televisión estatal
difundía de forma intermitente versículos del Corán mientras medio millar
de manifestantes protestaban, como todos los días en el centro de Túnez,
para exigir la renuncia del Gobierno de «unidad nacional».
«¡Han robado la riqueza del país,
pero no van a robar la revolución! ¡Dimisión del Gobierno! Siempre seremos
fieles a la sangre de los mártires», gritaban los manifestantes, que se
oponen a la presencia en el Ejecutivo provisional de ministros del antiguo régimen.
Coreando «¡Fuera RCD!», en
referencia al partido Reagrupación Constitucional Democrática de Ben Ali,
presente en todos los estamentos del poder y símbolo de la represión y la
corrupción, los manifestantes recorrieron las principales avenidas llamando a
continuar la lucha «hasta la disolución del Gobierno».
Mientras tanto, la Policía
sigue cercando contra la familia de Zine al–Abidine ben Ali y su esposa,
Leila Trabelsi. Ayer se informó del descubrimiento de un arsenal en la casa
de un cuñado del derrocado presidente. Fusiles con mira telescópica,
pistolas, fusiles de caza y municiones se hallaban enterrados en el patio de
la residencia.
El Gobierno interino decretó el
jueves tres días de duelo nacional en homenaje a las víctimas mortales del
levantamiento popular –al menos un centenar, según la ONU– e instó ayer
a los imanes, sometidos a una estrecha vigilancia policial por Ben Ali, a
rezar en las mezquitas «en memoria de los mártires de la revolución del
pueblo tunecino», la primera revolución del mundo árabe que puso fin el 14
de enero a 23 años de régimen autoritario y corrupto con la huida del
dictador a Arabia Saudí.
Mientras, durante una semana,
cada noche, los habitantes de la capital se han erigido en «guardianes de la
ciudad» para impedir el acceso a sus barrios de los saqueadores y las
milicias de Ben Ali. «No estamos aquí sólo para defender nuestro barrio,
protegemos Túnez. La libertad que hemos conseguido, tenemos que protegerla»,
aseguraron a AFP en el barrio de Bardo.
Pasan la noche alrededor del
fuego, mientras los residentes les avituallan con café, té y dulces. «No
dejamos pasar a nadie salvo la gente del barrio. Ni a los policías», dice
uno de ellos, detrás de la barricada .
La desconfianza hacia la Policía,
que reprimió violentamente las protestas, es generalizada, no así respecto
al Ejército, en el que la población confía al cien por cien. «La Policía
siempre ha tenido mano dura bajo el régimen de Ben Ali, no confiamos en ella.
El régimen ha caído, pero con nuestro esfuerzo queremos asegurarnos de que
no habrá vuelta atrás. Ahora es el pueblo el que decide», sostiene Moncef,
funcionario de 50 años.
La familia del «mártir»
Buazizi, dolida pero orgullosa de su héroe
«Extraño mucho a mi hermano,
pero su martirio permitió liberar Túnez». Samiya Buazizi se enorgullece de
su hermano Mohamed, que el 17 de diciembre se inmoló en un gesto de
desesperación que fue el detonante del levantamiento que derribó a Zine
al–Abidine ben Ali.
El joven de 26 años se subió a
su puesto de frutas y verduras, se roció de gasolina y se prendió fuego.
«Mi hijo se inmoló y me llevó
con él. Nada puede reemplazarlo. Era el pilar de nuestro hogar», se lamenta
llorando su madre, Mannubia. Sus cuatro hermanas recuerdan a un chico
trabajador y bromista, que les daba dinero comprar libros de texto y dulces.
Tras años de humillación,
estalló. Mientras moría en el hospital, su trágico destino empujó al
pueblo tunecino a la revuelta, tras de años de rabia contenida y
humillaciones.
Su muerte, el 4 de enero, acentuó
las protestas. En Argelia, Egipto y Mauritania se multiplicaron las
inmolaciones como reflejo del profundo malestar social y político. «Mohamed
ha liberado al pueblo tunecino y espero que también libere al pueblo árabe»,
señala Salem Buazizi.
Los Buazizi están hundidos,
pero muy orgullosos de Mohamed, que se levantó para defender sus derechos
después de años de abusos sufridos por la familia, como el embargo de sus
tierras por un poderoso hombre de negocios local o la muerte del padre de
familia extenuado por su trabajo en la construcción. Su madre, que trabaja en
una granja, y su padrastro, también obrero de la construcción, no ganan
cuatro euros al día entre ambos.
En
Sidi Buzid, Mohamed Buazizi se ha convertido en un héroe. «Todos le tenemos
un gran respeto. Es el verdadero líder de nuestra revolución, el héroe de
la juventud. Se sacrificó por sus derechos y por los de los demás», afirma
Ziad al–Gharbi, de 27 años, uno de sus amigos.