"Es el día más feliz de
mi vida", gritaba un hombre encaramado a un tanque. El de ayer amaneció,
sin duda, como un día feliz para millones de egipcios. La victoria de la
revolución parecía al alcance de la mano. La multitud de la plaza Tahrir
seguía exigiendo la dimisión del presidente Hosni Mubarak y el fin de la
dictadura. Pero Mubarak no se iba. Al contrario, luchaba por su supervivencia
política. Nombró un vicepresidente, Omar Suleimán, hasta ahora jefe de los
servicios secretos y presunto hombre de transición, y un nuevo Gobierno.
Mientras el desorden se extendía por un país sin policía y se acumulaban
los muertos, decenas, tal vez un centenar, y menudeaban los saqueos, la
felicidad de la mañana se combinaba al anochecer con la incertidumbre y el
miedo al caos. El Ejército se mantiene mudo, pero los jefes de Estado de
Reino Unido, Francia y Alemania piden a Mubarak que evite la violencia.
El destino de Egipto dependía
del Ejército, la única institución respetada. Y la imagen del Ejército que
contemplaban los ciudadanos estaba compuesta por soldados que se abrazaban a
los manifestantes, camiones militares en cuyo lateral alguien había pintado
frases como "Mubarak, dictador" o "Mubarak y familia,
ilegales", blindados cargados de gente exultante. "En ningún caso
dispararemos contra el pueblo; si nos dieran esa orden, la desobedeceríamos",
aseguraba, a las diez de la mañana, el comandante de las fuerzas desplegadas
en la plaza Tahrir y sus alrededores.
En un proceso revolucionario
abundante en contradicciones, esa era la más flagrante. ¿Podía el Ejército
desobedecer las órdenes de su jefe supremo, Hosni Mubarak, presidente de la
república y general de aviación? ¿Mantenía realmente Mubarak el control de
la situación? ¿Intentaba solo ganar tiempo? ¿Era el descenso hacia el caos
una táctica premeditada para que los egipcios pidieran la vuelta de la policía
y el orden, aunque hubiera que soportar también la vuelta de la represión y
la tortura? Ningún general se pronunció sobre la situación. Los tres
presidentes egipcios (Nasser, Sadat, Mubarak) desde la caída de la monarquía,
60 años atrás, han salido del Ejército, lo cual da una idea de la
influencia militar.
El vacío de poder, real o
aparente, resultaba clamoroso. Tras su alocución televisiva del viernes por
la noche, en la que advirtió de que la línea que separaba la libertad del
caos era muy fina, Mubarak volvió al silencio de su palacio. Solo reapareció
brevemente en televisión para mostrarse nombrando a Omar Suleimán como
vicepresidente, una novedad en un régimen en el que durante 30 años solo había
existido el faraónMubarak y, por debajo de él, súbditos. Suleimán se
perfilaba como el hombre de recambio, el hombre encargado de pilotar una hipotética
transición. A algunos ciudadanos les parecía bien, aunque se hubiera
encargado de los servicios secretos y, en último extremo, de la represión.
El odio popular se concentraba en Mubarak, el Ministerio del Interior y la
policía.
En la calle no existía otro
poder que el de la multitud revolucionaria, que gritaba y gritaba y gritaba
contra Mubarak, y el de los grupos, crecientes, que aprovechaban el vacío
para incendiar y saquear. El viernes, los asaltos se dirigieron a la sede del
Partido Nacional Democrático y las comisarías de policía, donde los
manifestantes liberaron a los detenidos y prendieron fuego. Esa noche, algunos
grupos violentos se dirigieron hacia el Museo Egipcio (que sufrió daños,
pero no fue saqueado gracias a la reacción de otros ciudadanos) y hacia
centenares de comercios y negocios. Bares y clubes nocturnos quedaron
arrasados, acaso por grupos de orientación islamista. En general, los robos
afectaron a negocios comunes: zapaterías, restaurantes, joyerías, farmacias.
Lo mismo ocurrió en Alejandría y otras ciudades.
El único signo de normalidad
fue el retorno de la telefonía móvil, las líneas, sobrecargadas, solo
funcionaban a veces, pero funcionaban. Internet, en cambio, permaneció
cerrado.
La euforia y la tragedia solo se
distanciaban unos metros. En la plaza Tahrir se gritaba, se reía, se
compadreaba con los soldados; hombres, mujeres y niños disfrutaban del
momento. En esa misma plaza se registraban ocasionales disparos de
francotiradores desde el Ministerio del Interior. Y en el patio de una
mezquita que casi se asomaba a la plaza se acumulaban los heridos, varios de
ellos de balas. La plaza Tahrir era un microcosmos de una ciudad de 20
millones de habitantes y de un país de 80 millones de habitantes, balanceándose
entre la sensación de libertad y el horror del caos, entre la esperanza y el
temor, zarandeados por los rumores más diversos.
Era imposible conocer el número
de muertos y heridos. La televisión oficial habló de unos 40 muertos y de más
de un millar de heridos. Fuentes médicas elevaban la cifra hasta el centenar
de fallecidos. Ante la ausencia de Gobierno (el antiguo había sido
destituido, el nuevo aún no se había incorporado y, de todas formas, a nadie
le importaba), ningún organismo ni institución oficial llevaba recuentos ni
ofrecía datos.
"Da igual el precio que
haya que pagar porque ya nos han golpeado mucho y han muerto muchos, no
abandonaremos la calle hasta que Mubarak se vaya, no es posible dar marcha atrás",
aseguraban dos hombres de mediana edad, farmacéutico uno, ingeniero el otro.
¿Daba igual el precio? Horas después, al anochecer y al comenzar un nuevo
toque de queda que, como el del viernes, nadie se preocupó por respetar,
afloraban síntomas de que el precio, al final, sí podía ser importante.
La muchedumbre empezaba a
degenerar en horas. Jóvenes que el día antes se habían enfrentado con la
policía se adueñaban de la situación, provistos de palos, navajas y armas
de fuego. Según la televisión Al Yazira, podían ser provocadores
relacionados con las fuerzas de seguridad. Surgían grupos más o menos
armados que decían estar dispuestos a defender sus familias y sus propiedades
ante la amenaza de los otros grupos más o menos armados que se dedicaban al
saqueo. Un 20% de la población egipcia vive con dos dólares al día. Eso da
una idea de que el robo impune puede resultar tentador para muchos.
El desenlace de la revolución
todavía era impredecible. ¿Ahora, qué? Esa era la gran pregunta sin
respuesta. La de ayer fue una jornada peculiar, porque los sábados son
semifestivos: el sector público trabaja, pero no el privado. Los funcionarios
se quedaron en casa o en la calle. "Nos ha llamado el director y nos ha
dicho que no fuéramos", explicó un maestro que tomaba té y fumaba una
pipa de agua en uno de los raros cafés abiertos. El domingo, sin embargo, es
laborable. La televisión oficial anunció que la Bolsa, que no dejó de caer
en los últimos días, los bancos y las universidades permanecerían hoy
cerrados.
La paralización del país por
un tiempo indefinido entrañaba una cierta ambivalencia: podía favorecer el
ímpetu revolucionario y quebrar por completo la aparentemente frágil conexión
de Mubarak con el poder real, pero también podía agravar el desorden y el
miedo de las clases altas y medias y favorecer una contrarrevolución aún más
rápida que la revolución misma.
Una cosa aparecía clara: a
Mubarak no le habían abandonado sus aliados. EE UU, primero. El presidente
Barak Obama reclamó reformas, no la caída del régimen, y fue significativo
que Mubarak nombrara a Suleimán como vicepresidente tras conferenciar por teléfono
con el inquilino de la Casa Blanca. Israel no dijo nada, pero no cabía dudar
de que seguía prefiriendo a Mubarak (o a Suleimán) antes que cualquier otra
opción. El presidente palestino, Mahmud Abbas, envió un mensaje de respaldo
a "la estabilidad y el orden en Egipto".