Los tanques egipcios, los
manifestantes sentados sobre ellos, las banderas, las 40 mil personas que
lloraban y alentaban a los soldados en la Plaza de la Libertad, mientras
rezaban alrededor de ellos, los Hermanos Musulmanes sentados entre los
pasajeros de los tanques. ¿Se debería comparar esto con la liberación de
Bucarest? Sentado sobre uno de los tanques fabricados en Estados Unidos, sólo
podía recordar esas maravillosas películas sobre la liberación de París.
Un par de metros más allá, la policía de seguridad de Hosni Mubarak, con
sus uniformes negros, todavía les disparaba a los manifestantes que estaban
cerca del Ministerio del Interior. Era una celebración de una victoria
salvaje e histórica: los mismos tanques de Mubarak estaban liberando la
capital de su propia dictadura.
En la pantomima del mundo de
Mubarak –y de Barack Obama y de Hillary Clinton en Washington–, el hombre
que aún se autoproclama presidente de Egipto realizó la más absurda elección
de un vicepresidente para calmar la furia de los manifestantes. El elegido fue
Omar Suleiman, el jefe de los negociadores egipcios con Israel y un antiguo
agente de Inteligencia, un hombre de 75 años y con varios años de visitas a
Tel Aviv y a Jerusalén así como con varios infartos que los prueban. Cómo
este funcionario va a ingeniárselas para hacer frente a la rabia y el deseo
de liberación de 80 millones de egipcios queda librado a la imaginación.
Cuando les conté, a quienes estaban alrededor de mí en el tanque, sobre la
designación de Suleiman comenzaron a reírse.
Las tropas, en ropa de fajina,
riéndose y hasta aplaudiendo, no hicieron ningún intento de borrar el
graffiti que la multitud había pintado sobre los tanques. “Fuera,
Mubarak” y “Tu régimen está acabado, Mubarak”, aparecía en cada una
de las tanquetas que recorrían las calles de El Cairo. En uno de los tanques
que daban vuelta alrededor de la Plaza de la Libertad estaba uno de los
Hermanos Musulmanes, Mohamed Beltagi. Más temprano, había pasado cerca de un
convoy de vehículos blindados que estaban apostados cerca del suburbio de
Garden City mientras la gente se abría paso entre las máquinas y les
llevaban naranjas a los soldados, aplaudiéndolos como patriotas egipcios. Más
allá de la alocada elección del vicepresidente de Mubarak y la designación
de amigotes en un gobierno sin poder, las calles de El Cairo demostraron que
los líderes de los Estados Unidos y de la Unión Europea (UE) no entendieron
nada. Se acabó.
Los débiles intentos de Mubarak
al declarar que se debe terminar con la violencia, cuando su propia policía
de seguridad fue responsable en los últimos cinco días de los actos más
crueles, encendió más la furia de aquellos que pasaron 30 años bajo su
sanguinaria dictadura. Prueba de ello son las sospechas de que muchos de los
saqueos están siendo llevados a cabo por policías de civil, así como el
asesinato de 11 hombres en un área rural hace 24 horas para destruir la
integridad de los manifestantes que están tratando de sacar a Mubarak del
poder. La destrucción de un importante número de centros de comunicaciones
por parte de hombres con los rostros tapados, que deben haber sido coordinados
de alguna forma, también levantó el alerta y surgió la idea de que los
responsables serían los agentes de civil que habían golpeado a los
manifestantes. Pero las quemas de comisarías en El Cairo, Alejandría y Suez
así como en otras ciudades no fueron obra de los policías de civil. A última
hora del viernes, multitudes de hombres jóvenes atizaron el fuego a lo largo
de la autopista de Alejandría.
Infinitamente más terrible fue
el vandalismo en el Museo Nacional de Egipto. Después de que la policía
abandonara el lugar, los saqueadores traspasaron la puerta del edifico pintado
de rojo y destruyeron estatuas faraónicas de cuatro mil años de antigüedad,
momias egipcias e impresionantes botes de madera que fueron originariamente
tallados para acompañar a los reyes en sus tumbas. De nuevo, debe decirse que
circularon rumores de que la policía había causado estos actos vandálicos
antes de haber abandonado el museo el viernes por la noche. Todo parece
recordar lo del museo de Bagdad en 2003. El saqueo no fue tan grave como el de
Irak pero el desastre arqueológico es peor.
Los manifestantes se reunieron
anoche, en círculo, para rezar en la Plaza de la Libertad. Y también hubo
promesas de venganza. Un equipo de la cadena televisiva Al Jazeera encontró
un depósito de 23 cadáveres en Alejandría, aparentemente asesinados por la
policía. Muchos tenían sus caras horrorosamente mutiladas. Otros once
muertos fueron descubiertos en un depósito en El Cairo. Los familias, que se
congregaron alrededor de sus restos ensangrentados, prometían represalias
contra los policías.
El Cairo ahora cambia de la
dicha a la más sombría cólera en cuestión de minutos. Ayer por la mañana,
crucé el puente del río Nilo para ver las ruinas del cuartel del partido de
Mubarak. Enfrente, seguía en pie un poster que promocionaba las bondades del
oficialista Partido Nacional Demócrata (PND), las promesas que Mubarak no
pudo cumplir en treinta años. “Todo lo que queremos es la salida de
Mubarak, nuevas elecciones y nuestra libertad y honor”, me confió un
psiquiatra de 30 años.
La denuncia de Mubarak de que
estas manifestaciones eran parte de un “plan siniestro” está en el centro
de su pedido de reconocimiento internacional. De hecho, la respuesta de Obama
fue una copia exacta de todas las mentiras que Mubarak ha estado usando
durante tres décadas para defender su régimen. El problema es el habitual:
las líneas del poder y de la moralidad no llegan a unirse cuando los
presidentes estadounidenses tienen que tratar con Medio Oriente. El liderazgo
moral de los Estados Unidos desaparece cuando tienen que confrontarse los
mundos árabe e israelí. Y el ejército egipcio es parte de esta ecuación.
Recibe 1300 millones de dólares de ayuda estadounidense. El comandante de esa
arma y un amigo personal de Mubarak, el general Mohamed Tantawi, estaba en
Washington mientras la policía trataba de aplastar a los manifestantes. El
final puede ser claro. La tragedia aún no terminó.