El Cairo.– Irán se equivoca
con intención cuando reivindica esta rebelión hoy en Egipto o antes en Túnez
como un movimiento islámico. Lo hace para curarse en salud, porque el
gobierno autoritario persa ya tuvo su ración de protesta civil hace menos de
dos años y sabe que este levantamiento libertario puede ser el combustible
para que se encienda nuevamente.
Pero también se equivoca el
establishment egipcio, y en general el liderazgo de Occidente, por no
aprovechar el profundo sentido laico de este movimiento democrático que
estalló en la estela del alzamiento que derrocó a la tiranía tunecina de
Ben Alí.
Ni allí ni aquí estos
movimientos sociales espontáneos enarbolaron la jihad, la guerra santa
ultraislámica o se exhortó a construir una nación regida por la sharía. Ni
siquiera han proliferado slogans antinorteamericanos o antiisraelíes.
Egipto es un país
mayoritariamente musulmán y es común en la Plaza de la Liberación, centro
de esta protesta histórica, que la gente rece según el rito de esa religión
varias veces al día. Pero es notable observar que cuando culmina la oración,
vuelven a la pelea demandando principios laicos.
Ayer hubo un encuentro entre
musulmanes y cristianos durante una misa en la plaza en la que los creyentes
de ambas religiones defendieron la necesidad de construir una república real
con diferentes tipos de fe en su sociedad y sin restricción a la libertad de
nadie.
Es probable también que eso sea
lo que más preocupe a los factores de poder, que ven que en este temblor político
que se esparce por la región, lo que se quiere cuestionar es la distribución
de la renta y el lugar de la población en la discusión de los asuntos públicos.
El fundamentalismo suele atascar en un callejón esos debates, por eso se lo
combate muchas veces sólo desde la retórica. Este cambio incluso golpea la
geopolítica regional. ¿Qué se podría discutir eventualmente sobre el
destino del pendiente Estado Palestino si Israel tiene a su alrededor un puñado
de legítimas democracias que demanden que se respete el derecho de ese
pueblo? Una definición de revolución, es cuando la gente, las masas,
efectivamente inciden en el curso de la historia. Y eso es lo que está
sucediendo en Egipto. A esa fuerza, se le opone otra que intenta dirigir la
energía a una vía que no termine afectando los enormes intereses estratégicos
y económicos en juego. Las negociaciones de estas horas, con la participación
del gobierno y de la oposición tenue de Egipto, incluido los Hermanos
Musulmanes, tiene claramente ese propósito. Por eso no renuncia Hosni Mubarak.
El dictador es el palo en la rueda de una locomotora que pretenden quitar
cuando haya acuerdo en la superestructura sobre dónde poner los rieles.
Los Hermanos Musulmanes son una
organización que Mubarak prohibió, aunque dejó actuar para exhibir lo malo
que sobrevendría si él no estuviera. Pero, además de esa ingenuidad, ese
partido islámico oportunista, que representa a 20% del electorado, ha acompañado
por años las políticas del régimen de represión de la población. Estuvo
primero decididamente contra este movimiento, pero luego se sumó cuando
advirtió que podría ser imparable.
El desprestigio, justamente, del
ulstraislamismo que generó gobiernos de características reaccionarias como
en Irán; movimientos represivos de la libertad individual como en Afganistán
o Pakistán; o se asoció con monarquías oscurantistas como en Arabia
Saudita, está en la base del reflujo que se advierte en su fuerza política.
Es un dato nuevo y de enorme riqueza porque demuele la idea de que existe una
tercera posición benevolente entre democracia y dictadura, entre libertad o
tiranía.
Pero hay además un aspecto que
sobrevuela estas discusiones. En Egipto, desde hace más de una década, pero
muy claramente en el último lustro, se amplificó la brecha entre ricos y
pobres.
The New York Times marcó la
importancia de esa desigualdad como razón de la furia en la calle. Es un
proceso que se ha venido agravando por el modelo de privatizaciones que puso
en marcha el régimen y que permitió que naciera una nueva élite de
multimillonarios que dejaron las ciudades muy descuidadas para vivir en
barrios cerrados, seguros y de estilo europeo. En Egipto 60% de sus 80
millones de habitantes son jóvenes que tienen en su mayoría el futuro
cancelado. Quieren votar para rescatarlo. Si esa demanda se traiciona, ahí sí,
cualquier cosa puede suceder.
Relatos de
batalla y resistencia en El Cairo,
el corazón de la rebelión
Jóvenes egipcios nos contaron cómo
viven su gesta contra el régimen de Mubarak. Pasaron días y noches
defendiendo la Plaza Liberación. Patotas del gobierno los atacaron. Aquí
narran sus deseos de cambios y sus esperanzas.
“Ellos comenzaron a tirar
piedras y molotov. Y nosotros les gritábamos paz paz, no violencia. No sabíamos
qué hacer”. Tarek Shalaby es un grandote de 26 años, diseñador de webs
que ríe al recordar ese absurdo mientras se acomoda en cuclillas en la puerta
de la carpa, bautizada “Freedom motel”, en la que se instaló hace siete días
en la plaza de la Liberación, en El Cairo.
La anécdota viene del miércoles,
del primer ataque de la ofensiva de casi tres días lanzada por los hombres
enviados por el gobierno para intentar conquistar el lugar. “ Matamos dos o
tres, no sé, era gente que se había infiltrado aquí”, dirá luego bajando
compungido la voz del español que usa aprendido en Valencia.
La rebelión de casi 12 días
que Tarek llama revolución tuvo esos extremos de ingenuidad y horror . Esa
gente que murió adentro eran individuos, posiblemente policías, quienes al
ser reconocidos eran tomados por la gente y en el mejor de los casos
entregados al ejército. “Pero sucedía que más de una vez venían muchos,
los rodeaban enfurecidos y los comenzaban a trompear y patear. Y eran diez o
doce pateando al mismo tiempo. Y claro, eso los mataba”.
Tarek llegó allí dos días
después de que el gobierno lanzó la policía contra los militantes en una
acción que dejó una montaña de 125 muertos. Se solidarizó y armó su carpa
en uno de los laterales de la plaza, donde funciona un campamento apiñado en
el que se ven pocas barbas y gorros islámicos y muchas mujeres sin velo y con
jeans apretados.
Ahí están los socialistas, los
cristianos, los que no creen o no creen tanto.
Los musulmanes más firmes, la
religión mayoritaria en Egipto, armaron su propio camping del otro lado. Allá
no se ven mujeres ni siquiera muy cubiertas. Los hombres oran y viven
compartiendo el mismo objetivo; que caiga el gobierno.
“Aquí todos odiamos a Hosni
Mubarak” , aclara Tarek que está en su carpa acompañado por una hermosa
morocha de cabello corto y ojos como faros.
Aquí y allá se ven unas postas
sanitarias muy improvisados con cantidad de medicamentos para heridas,
vendajes y desinfectantes, todo para curar a los artilleros que van al frente
a lanzar las piedras y sufren el contraataque. Cada uno de esos puestos es
atendido por dos médicos.
En la mañana del sábado, después
de la gigantesca movilización del viernes, el lugar está muy poblado y tiene
el aspecto de un Woodstock trasplantado a ese páramo árabe y parecería como
si la gente descansara en ese instante luego de un espectacular concierto. En
esa clave, los relatos de las batallas y la resistencia ahí adentro que
cuenta Tarek y otros de los habitantes de la Plaza como Ahmed, o Silvine o
Ahman a este enviado, parecen, a su vez, parte de un libro de leyendas.
“Se nos venían encima, y nos
organizamos rápidamente, pusimos chapas, las alzamos como una barrera, con
eso nos escudábamos y armamos un frente de combate”, relató. “Un chico
árabe inglés al lado mío esquivaba piedras y escribía desde el celular en
twitter lo que iba ocurriendo. Ni yo lo podía creer”, comenta.
“Nos dividimos, una parte rompía
las veredas y hacía cascotes chicos. Otros los ponían en cestos y otros los
llevaban a la línea del frente. Por ahí se pusieron los médicos también
para recoger a los heridos”.
La peor batalla fue en la
madrugada entre el miércoles y el jueves. “Tardamos cinco horas esa noche
en empujar a los invasores hasta más allá del museo de El Cairo y los
puentes, porque había tipos de ellos en los techos de los edificios tirándonos
desde las alturas. El ejército estaba pero siempre deja que nos matemos hasta
que comenzamos a ganar nosotros y entonces ahí si interviene para parar la
lucha”.
Tarek tiene un brazo quemado .
Le estalló una molotov que le lanzó la tropa enemiga. “Me caí, quede
atontado, alguien que no conozco me alzó y me salvó la vida, el fantástico
cabrón”.
Esa organización en la batalla
es en el momento, después nadie dirige nada en ninguna parte y así lo
confirman también los militantes del partido de los Hermanos Musulmanes en
sus carpas levantadas al otro lado.
“Cada uno está haciendo algo
y funciona. Es una forma de anarquía”, explica Tarek y luego le buscará
comparaciones a este momento con la primavera democrática de los ‘80 en América
latina y hasta suponerle algún parecido, dice, con los inicios de la Revolución
Cubana.
En la plaza es fácil advertir
quiénes son los guerreros. En uno de los caminos, protegiéndose de la
llovizna caminan Omara Rasidi y su amigo Mortaz. Hablan poco, pero tienen el
cuerpo forrado de heridas, Mortaz, con un ojo cubierto. El otro, la cabeza
dominada por una venda. “ El régimen no nos quiere” , dice uno. Y sus
cuerpos no los desmienten. Tienen marcas de los golpes de piedras, de balines
de la policía del primer día de represión y cortes en los choque a
trompadas con los oficialistas.
Abel Fatah Sahn tiene diez hijos
y su amigo Amai Awari, once. Los dos son miembros de los Hermanos Musulmanes y
acampan en su sector en la otra parte de la plaza. “Vivimos a cien kilómetros
de aquí”, dicen en árabe traducido por un compañero que habla un poco de
inglés. Abel lleva una larga casaca blanca y un turbante del mismo color
alrededor de la cabeza. Tanto ha rezado que se le ven dos callos en la frente
que los musulmanes apoyan en el piso en el momento de hincarse en la oración.
Su amigo tiene ropas comunes. Han dejado a sus hijos con sus mujeres y se
vinieron con lo puesto. “Estamos aquí por nuestro Dios”, exclaman.
“Aquí es un lugar para la
mezquita y la iglesia. Queremos todos los que hemos venido a pedir, un
gobierno honesto y un gobierno honesto no tiene que ser solo islamita, tiene
que ser honesto”, dice uno y otro apoya.
Cerca de ahí camina Ahmed.
Tiene 23 años, es bajito y acaba de terminar la carrera de publicidad en la
universidad de El Cairo. En su nariz lleva unas cicatrices y granos de una
infección que le produjo una herida mal curada de una pedrada en la cabeza.
Ha cumplido una semana viviendo
en esa plaza y afirma que no se irá hasta que caiga Mubarak.
“Esto empezó en Facebook.
Hace seis meses que veníamos intercambiando, hablando del régimen de lo que
no queremos y de lo que queremos”. “Era todo clandestino.
En Egipto no se puede hablar ,
es como vivir en una prisión. Por eso se usan mucho las redes sociales”,
relata.
Ahmed nos habla en inglés
caminando por una calle interna del parque, que tiene pequeñas montañas de
piedras acumuladas por si es necesario repeler un ataque. Hay una cada 20
metros. El está con un compañero de la facultad y se los ve a ambos
agotados. Vienen de beber agua en un vertedero que armaron todos con los caños
del servicio público. Por eso ahí hay un enorme lodazal debido a que el
chorro no puede cerrarse.
“Hablábamos pero no nos animábamos.
Salíamos de la Universidad con estas ideas hasta que estalló Túnez”, dice
y abre los brazos como señalando algo enorme. “ Túnez nos lanzó, ahí
salimos a la plaza . Queremos igualdad, justicia y ley”, recita con fuerza
al igual que todos los otros aquí, como si hasta se atrevieran a renombrar el
lema clásico de la Revolución Francesa.