Entre interpretaciones que
glorifican a las redes sociales, pasó desapercibido un factor tradicional y
tajante: los alimentos subieron un 32 por ciento en el segundo semestre de
2010. Un viejo problema que sólo va a agravarse en el futuro.
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Yemen:
manifestantes llevando panes con la palabra “vida” escrita en
ellos. |
La revolución avanza. Mientras
Khadafi suelta a sus matones y mercenarios para la pelea final en las calles
de Trípoli, hay varias muertes en Irak a medida que las protestas se hacen más
duras. El rey Abdulá de Arabia Saudita intenta sobornar a sus súbditos con
una coima de 35.000 millones de dólares en viviendas, servicios sociales y
becas. Ahí nomás en Bahrein sueltan presos políticos pero la situación no
se calma. En Irán, el presidente Ahmadinejad no para de hablar, encantado,
sobre el caos en el mundo árabe, sin mencionar el creciente odio en su propio
país. La oposición en Yemen gana fuerza cada día.
Y no es cosa del Medio Oriente
nada más. Es una crisis africana: Túnez, donde todo empezó, es un país
africano y esta semana un desesperado veterano de guerra se quemó vivo frente
al palacio presidencial de Senegal, imitando a Mohamed Bouazizi, el vendedor
ambulante cuyo suicidio disparó la revolución tunecina. El espíritu de la
revuelta se extiende como un incendio a media docena de naciones africanas
desgobernadas, con serios disturbios en Mauritania, Gabón, Camerún y
Zimbabwe.
Nadie está a salvo. Docenas de
activistas chinos siguen detenidos o bajo vigilancia, y el gobierno cerró la
red LindedIn para evitar protestas al estilo árabe. En lo que debe ser el régimen
más represivo del planeta, Corea del Norte, el ejército reprimió una
protesta en Sinuiji matando a cinco personas. Y no fue la única ciudad en
manifestarse. Los generales que gobiernan Burma detrás de un fino barniz
institucional no sacan el ojo de Medio Oriente, listos para volver a
encarcelar a Aung San Suu Kyi a la primera señal de manifestaciones.
Nadie es inmune a esta ola de
rebelión porque la globalización es un hecho. Los mercados están conectados
de un modo íntimo y los problemas de uno enseguida se transforman en la furia
del otro. Hace veinte años, las cosas eran más manejables. Cuando la
producción de granos de la Unión Soviética se cayó en los años ochenta y
un país que había sido exportador de granos tuvo que importarlos, el
resultado fue la caída del sistema en unos pocos años. Pero eso fue todo.
Hoy no hay esos diques y, gracias a las comunicaciones digitales, las cosas se
aceleraron.
¿Por qué ahora? Hay varias
explicaciones en oferta: nuevas poblaciones urbanas con educación y sin
empleo, décadas de resentimiento acumulado contra lo que Peter Bergen, de la
New American Foundation, define como “cleptocracias autoritarias y endogámicas
que no saben gobernar”, Facebook y Twitter subvirtiendo el control de la
población.
Lo que no aparece en la lista,
para el asombro y alivio de EE.UU. y Europa son las cosas que se suponía eran
la base del populismo árabe: el fundamentalismo islámico combinado con
antisionismo y antiamericanismo. Como destacó un egipcio tras la caída de
Mubarak, en ningún momento en las semanas de disturbios se le ocurrió a
alguien atacar las embajadas de Israel o de Estados Unidos, aunque están a
unas cuadras de la plaza Tahrir. “Ni siquiera les tiraron una botella de
Coca”, dijo.
Claro que esto no significa que
los aliados de Al Qaida no vayan a tratar de aprovechar el caos en Libia,
tratando de que sea una Somalia en el Mediterráneo. Y nada garantiza que
estas revueltas resulten en democracias. Es que la raíz verdadera de estos
eventos, más allá de las discusiones sobre redes sociales, es un problema
que va a empeorar en los años próximos, un problema que nadie puede
realmente controlar.
La primera advertencia fue un
documento publicado en diciembre en la página de la FAO, la organización
dedicada a la alimentación y la agricultura de la ONU. “Los recientes
episodios de extrema volatilidad de precios en los mercados agropecuarios
internacionales anuncian riesgos crecientes y más frecuentes para la
seguridad alimentaria del mundo. Hay un creciente consenso sobre que el
sistema global de producción de alimentos es más vulnerable y susceptible a
episodios de extrema volatilidad de precios. A medida que los mercados se
integran en la economía mundial, los cambios en la arena internacional pueden
ahora trasladarse y propagarse a los mercados locales de un modo más rápido.”
Estos cambios ocurrieron lejos
de El Cairo y de Trípoli. Incluyeron incendios en Rusia que destruyeron
cientos de miles de hectáreas de granos, fuertes lluvias en Canadá que
arruinaron la cosecha de trigo, un verano caluroso y seco en Argentina que
disminuyó la cosecha de soja, inundaciones en Australia que arrasaron el
trigo. Medio Oriente, con su superpoblación y sus desiertos, importa la
tercera parte del trigo del mundo. El efecto combinado de estos problemas en
los países productores le creó una inflación en la canasta alimentaria del
32 por ciento en el segundo semestre de 2010.
La FAO atribuye esta volatilidad
extrema de los precios a los desastres naturales como los terremotos, tsunamis
y ciclones. “Históricamente, los episodios de extrema volatilidad son
raros. Como los desastres naturales, tienen una baja posibilidad de ocurrir
pero crean grandes riesgos y costos a las sociedades que los sufren.”
A comienzos de 2008 ocurrió
otra cadena de problemas similar que causó disturbios por el precio de los
alimentos en cuarenta países, de Haití a Bangladesh, pasando por México,
Uzbekistán y Eritrea, además de otros que volvieron ahora a las primeras
planas, como Yemen, Egipto, Marruecos, Mauritania, Senegal y Zimbabwe. Estos
son parte de la lista de 80 países que combinan bajos ingresos con poca
producción de alimentos, lo que los deja particularmente expuestos a las
fluctuaciones de precios. En esos países, importar alimentos puede llevarse
el 70 por ciento de los ingresos. Cuando el precio de las harinas y los granos
sube un 30 por ciento, el resultado es extremadamente duro, tan duro que la
gente sale a la calle.
El jefe del equipo económico de
la FAO, Abdolreza Abbassian, anunció a su manera seca y académica el
desorden que venía. “Se está poniendo incómodo”, dijo en diciembre.
“Varios países, especialmente países pobres, dependen demasiado de los
mercados internacionales y tienen que importar alimentos a precios mayores. No
es posible predecir si esto producirá disturbios como los que vimos en
2008.”
Para los pobres de Medio
Oriente, la suba de precios de comienzos de este año fue como un segundo
terremoto en tres años. Pero al contrario de con un terremoto, esta vez había
a quién echarle la culpa. Tan central era el problema, tan grande la furia,
que cuando las marchas desbordaron las calles de Túnez el presidente Zine el
Abidine Ben Ali declaró el estado de emergencia y al mismo tiempo prometió
reducir el precio de la canasta alimentaria. Fue poco y fue tarde; para
mediados de diciembre era historia.
Cuando el derrocado presidente
partía al exilio, The Washington Post se preocupó con la posibilidad de que
“estemos viendo el comienzo de una segunda ola de protestas mundiales por
los precios de los alimentos”. Ya sabemos que las cosas resultaron algo
diferentes: disturbios en 2008, revoluciones en 2011. La pregunta es dónde
ocurrirán los próximos eventos y qué serán.