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Mama Diédhiou |
Desde hace varias semanas, el
mundo entero tiene los ojos puestos en las revueltas que se
están sucediendo en el Maghreb y en los países árabes en
general, asistiendo con asombro y admiración al despertar
de una juventud harta de vivir sin perspectivas de futuro,
sin libertad, frustrados sus anhelos más básicos de
desarrollo personal.
En estos momentos, Libia centra toda
nuestra atención por la contundente y violenta respuesta de
Gadafi a las manifestaciones. Respuesta que ha originado una
huída masiva de decenas de miles personas extranjeras que
vivían y trabajaban en el país. A los pocos días de
iniciarse las revueltas presenciamos, a través de los
medios de comunicación, el éxodo masivo de los extranjeros
a través del aeropuerto de Trípoli y de las fronteras con
Túnez y Egipto. Vimos cómo las poderosas naciones del
norte se movilizaban para sacar a sus conciudadanos de
Libia, algunas, como Inglaterra, hicieron aterrizar sus
aviones dentro del territorio libio para sacarlos de allí.
Enseguida me llamó la atención la ausencia de negros entre
los que llegaban a las fronteras, porque sé que hay miles
de ellos viviendo en Libia pero, sobre todo, porque sé que
vivían peligrosamente en este país, sin protección de
ningún tipo, al capricho de cualquier libio al que se le
antojara divertirse a su costa o descargar sobre ellos toda
su mala leche. Así que empecé a buscar información,
preguntando a todo el mundo si había leído o visto algo
sobre los negros en Libia.
Estos días se han publicado artículos
donde la ONU, la Iglesia o alguna ONG manifiestan su
inquietud por lo que les pueda pasar, también escuchamos
llamamientos pidiendo que no se les impida cruzar las
fronteras de Túnez y de Egipto. Les vimos del lado libio de
la frontera, separados por una valla del resto de
refugiados, sin poder tener acceso a la ayuda humanitaria y
ponerse a salvo de la violencia. Cuando su grito se hizo
clamor, los militares de Gadafi desplazaron la valla unos
metros más atrás, ocultándolos del alcance de las cámaras,
silenciando sus voces. Sabemos, siempre por testimonios
recogidos por los medios de comunicación, que algunos han
sido asesinados, y sabemos también que muchos no se atreven
a salir a la calle por miedo a ser acusados de mercenarios.
Hace unos días la APS (Agencia de Prensa de Senegal)
publicaba una noticia según la cual se había recibido una
llamada de una persona informando que formaba parte de un
grupo de 24 senegaleses encerrados en una habitación, ya
sin provisiones y casi sin agua pero temerosos de salir a la
calle a por más. Hemos visto a un hombre negro explicar
que, en su huida de Libia, ha enterrado en el desierto a su
hija de 6 meses, muerta de frío.
Nunca he estado en Libia, pero un primo
hermano mío lleva viviendo allí más de 20 años y, sobre
todo, tengo un hermano que vivió allí algo más de dos años.
Afortunadamente, pudo abandonar el país hace tiempo. Después
ha vivido en España, ahora en Suiza, pero no se ha quitado
de la cabeza su estancia en aquel país.
Mi hermano, junto con centenares de jóvenes,
tuvo que ser rescatado de Libia por “en un avión
tripulado por asiáticos” en el año 2000, a raíz de unos
ataques racistas de grupos libios hacia los africanos. Digo
africanos porque a pesar de que Libia está en África, según
mi hermano, a los negros les llamaban “africanos”. No me
sorprendió mucho esta revelación porque, años atrás,
siendo yo estudiante de Letras en la Universidad de Dakar,
participé en un festival de teatro estudiantil en
Casablanca, junto con estudiantes de muchos otros países de
Europa y América Latina. Los estudiantes marroquíes con
los que establecimos amistad nos preguntaban con toda
amabilidad: qué tal África. A lo cual, no sin cierta
perplejidad, respondíamos que bien, gracias. Cuando, a la
vuelta de aquel viaje maravilloso –si obviamos el racismo
que sufrimos, por ejemplo, en las ocasiones que no nos
dejaban entrar en alguna tienda; o cuando en algún autobús,
cualquiera hacía comentarios despectivos en árabe sobre
nosotros, comentarios que, indefectiblemente, otra persona
le reprochaba enérgicamente—, le comenté a un primo mío
la experiencia de aquellos estudiantes que preguntaban
genuinamente por África, comentó: No me extraña que en
algunas revistas afroamericanas dibujen el mapa de África
sin los países del Maghreb ni Mauritania.
Cuando mi hermano regresó a Senegal
después de su estancia en Libia, él y un amigo nos
contaron tal cantidad de aberraciones que al principio me
costaba creerlos. No me entraba en la cabeza que aquellas
cosas estuvieran ocurriendo tan cerca y que nadie lo
difundiera en ningún medio de comunicación. Algo que
reiteraban era que, en Libia, siendo un africano, nunca podías
saber por dónde y por qué te llovían los golpes. Había
policías y milicias por todos lados. Decía mi hermano que
de tres personas charlando en una esquina, al menos dos, lo
eran. Y no importaba lo que hicieras, te podían pegar por
todo, desde hacer footing por la calle, llevar un gorro de
baseball, usar los cascos del discman o hablar con un
occidental. Y, por supuesto, te podían matar si hablabas
con una mujer Libia. Había que evitarlas a toda costa. Y
eso que a veces, mientras caminabas por la calle, te
llamaban desde detrás de la cortina de la ventana de sus
casas. De pronto oías una voz susurrando: Africano,
africano, ven. Y una mano insinuante intentaba atraerte al
interior de la casa.
También podía sucederte, por negro,
que un grupo de hombres con uniforme apareciese en tu casa,
a cualquier hora del día o de la noche, la registraran en
busca de cualquiera sabía qué, y se llevaran lo que
quisieran después de propinarte golpes y patadas. Lo peor
es cuando irrumpen en casa de una familia, decía mi
hermano, un hombre solo puede aguantar muchas cosas, pero
delante de tus hijos… Él no podía entender que un negro
formase una familia en Libia.
Contaba también mi hermano que de las
docenas de africanos que conocía, se podía contar con los
dedos de las manos los que tenían algún tipo de permiso de
trabajo. Los demás circulaban con su pasaporte y un
documento que el jefe del barrio, normalmente alguien de la
etnia de Gadafi, te firmaba. En el barrio donde vivía mi
hermano, el que firmaba el documento, el que daba permisos
para todo (es decir, para absolutamente todo), era un señor
al que llamaban El general. Y como no tenían papeles, no
podían abrir una cuenta bancaria, o coger un avión para
salir del país. No sabe si tenían o no derecho a
asistencia sanitaria pero, por si acaso, tenían un chico
africano, estudiante de medicina, que les servía de médico.
Cuando cobraban su salario guardaban el dinero en el forro
de la ropa o en cualquier otro escondite que se les
ocurriera. No podían faltar al trabajo por muy enfermos que
estuvieran, porque el jefe libio, o un enviado suyo, podía
irrumpir en tu casa con una kalachnikov. Allí todo el mundo
tenía una kalach, me decía mi hermano.
Una vez estuvo durante una semana
intentando coger un vuelo desde Sabha a Trípoli. Tenía que
huir de Sabha: trabajaba en un taller, reparó el coche del
único amigo libio que tenía, tiempo después le pidió el
pago del arreglo y su amigo libio amenazó con matarlo; se
presentó en su casa con el kalachnikov. Afortunadamente, ya
no se encontraba allí, había huido al aeropuerto y
comprado un billete para Trípoli. Pero cada vez que se
encontraba dentro del avión, a punto de abandonar Sabha,
venía alguien y le ordenaba bajar y ceder su asiento a un
libio que acababa de llegar. ¡Una semana intentando
abandonar Sabha! Al final tuvo que viajar por carretera,
minada de controles. Sabía que haciendo el trayecto en
coche le podía pasar cualquier cosa, que le castigaran, que
le quitaran el dinero, que se quedaran con su pasaporte o
que le metieran en la cárcel sin motivo, con cualquier
excusa, como le había pasado a otros muchos negros, pero
tenía que huir como fuera.
A pesar de ser, también, inmigrante,
de entender perfectamente a los que arriesgan sus vidas para
encontrar un futuro mejor, yo no podía evitar preguntarles
por qué, por qué habían permanecido en aquel país.
Encontraban trabajo nada más llegar, me decían. Enseguida
podían empezar a ahorrar para intentar seguir hacia Europa
y se quedaban esperando la oportunidad de embarcar hacia
Italia. Por cierto, un arma de presión y chantaje habitual
de Gadafi en cualquier conflicto con los gobiernos europeos,
a quienes ha llegado a amenazar con soltar “este flujo de
africanos hambrientos y analfabetos” (para que lleguen a
sus costas, se entiende). Pero lo más duro, según mi
hermano, era no poder enviar dinero a sus familias. Eso
también estaba prohibido. Y sin embargo se las ingeniaban
para hacerlo, aunque tuvieran que llevarlo en persona. Si se
trataba de alguien con papeles, normalmente se arriesgaba a
salir del país a través de Túnez, con el dinero bien
escondido; si, por el contrario, se trataba de alguien sin
papeles, cogía un camión que salía por la frontera con Níger,
ilegalmente –un par de semanas de viaje—; es decir, salía
ilegalmente para, más tarde, tener que regresar, de nuevo,
ilegalmente. Una vez en Níger comían algo decente, se
duchaban, se cambiaban de ropa e iniciaban oficialmente el
camino a casa. Eso si no caían en manos de los rebeldes
Tuareg; entonces lo perdían todo y regresaban a Libia con
las manos vacías. Mi hermano lo resumía así: ¿Alguien se
va y al cabo de un mes está de vuelta? Ni siquiera hacía
falta preguntarle qué había ocurrido.
Mi hermano emigró a Libia a través de
la frontera con Níger. En su caso, los Tuareg lo atraparon
a la ida. Se quedaron con su pasaporte y le obligaron a
construir, junto con otros jóvenes, una vivienda. No los
soltaron hasta que terminaron. Llegó a Libia enfermo, sin
zapatos y casi sin ropa. No podía ni ponerse en pie.
Alguien llamó a casa de mis padres para informarles de que
había llegado, que estaba enfermo pero que estaba
mejorando.
Sin embargo, ha habido muchos africanos
que no han continuado hacia Europa ni han regresado a casa,
sino que han permanecido en Libia. A menudo esto se debe a
que han podido ahorrar algún dinero y no han querido
arriesgarse a perderlo después de haber aguantado tanto.
Pero permanecer en el país significa, para los negros,
cierto confinamiento. Una de las pocas cosas que mi hermano
me contaba con una sonrisa estaba referida a las mujeres
africanas en Libia. Apenas salían a la calle por miedo a
los abusos. Se arreglaban, se ponían todas sus joyas encima
–a mis paisanas les puede el oro– y se quedaban en casa
a ver la tele. Mi hermano nunca había visto mujeres que
supieran tantísimo de fútbol. Podías hablar con ellas de
cualquier jugador. Daba igual qué campeonato de liga, el
italiano, el inglés, el español, el francés, la
Champions, el Europeo, el Mundial… ¡Estaban al tanto de
todo!
Estos días, en España, los africanos
estamos muy preocupados por lo que pueda estar ocurriendo en
Libia. Pero, mi hermano, un poco más que todos nosotros: ¿Qué
no les va a pasar ahora si en tiempos de paz ya les pasaba
de todo?, dice.
Como africanos, muchos de nosotros
hemos vibrado, y nos hemos emocionado, al ver cómo miles de
personas han salido a la calle a sacudirse el yugo de la
opresión, jugándoselo todo y venciendo el miedo, por fin.
Todos les hemos tenido admiración y envidia, soñando con
ver estas revueltas contagiarse a nuestros países. Pero, de
pronto, el Magreb nos ha despertado de mala manera de
nuestros sueños, nos ha vuelto a colocar y a redefinir con
respecto a los revolucionarios árabes. Nos ha recordado que
no estamos invitados al banquete de la libertad, de la
dignidad y de los Derechos Humanos, al aprovechar la ocasión
para asesinarnos en Libia, reclutarnos como mercenarios,
discriminarnos en las fronteras, y un largo etcétera.
Muchos analistas indican que la razón
por la que a los africanos se les está tratando de manera
tan cruel en estas revueltas tiene que ver con la contratación
de mercenarios africanos por parte de Gadafi, pero no.
Decididamente, no. Me temo que ese análisis es parcial. La
presencia de mercenarios en suelo libio y las barbaridades
que puedan estar haciendo no deja de ser la excusa que
legitima y razona la sin razón de estos ataques racistas
hacia los negros. El racismo no se ha desatado, como
escriben algunos; el racismo, hace mucho, campa a sus anchas
en el Magreb. Basta con hablar con cualquier africano que
haya emigrado a Europa pasando por Argelia o Marruecos.
Escucharíamos historias espeluznantes, que quizás no
estamos ni preparados para escuchar.
¿Qué decir de los gobiernos
africanos? Nada nuevo, ellos no rinden cuentas a sus
ciudadanos. Además, sus prioridades siguen siendo otras,
por ejemplo, preparar al hijo predilecto para la sucesión o
ver la mejor manera de seguir escondiendo en Occidente el
dinero robado. Tampoco hay que olvidar que Gadafi, desde
hace unos años, se ha autoproclamado africano, viste con
trajes africanos de los que se usan en el oste de África,
se pone el mapa de África en la solapa, “invierte”
dinero en los países de sus nuevos amigos, y ninguno está
dispuesto a enemistarse con él, no vaya a ser que salga de
esta. Él dice que todo va bien en Libia y ellos fingen
creerlo.
Lo de mirar para otro lado cuando se
trata de Gadafi no es nuevo, en el año 2000, durante los
ataques racistas a los africanos, cuando les perseguían,
entraban en sus casas y quemaban sus cosas amontonadas en la
calle, el único político africano con suficiente decencia
para alzar la voz entonces fue el Sr. Jerry Rawlings, el ex
presidente de Ghana.
Una vez en Senegal, a los repatriados
que se quejaban de los abusos a través de sus
representantes, se les aconsejó lo siguiente: primero,
mejor no armar tanto ruido como los cameruneses, para poder
cobrar la indemnización de 1.000.000 de francos (1500
Euros) prometida por Gadafi; segundo, se enviará un
emisario a Libia para que recabe información sobre lo que
pasó. Cuando volvió el emisario dijo que todo lo que habían
contado los repatriados era mentira, que en Libia le habían
contado que estos chicos eran unos vagos y que se dedicaban
a la delincuencia. Allí se acabó la historia, ni disculpas
ni indemnización por los daños físicos, síquicos y
materiales sufridos, y encima la humillación de verte
tratado como mentiroso por el gobierno de tu propio país.
En plenos ataques contra los africanos, el presidente envió
a Libia a su hijo, pero no a rescatarlos, sino a abrir una
embajada. Había que priorizar, supongo.
Lo he querido ocultar pero confieso: yo
era pro–Gadafi, en 1987 o 1988 realizó una visita a
Senegal. Eso ocurría pocos años después del bombardeo de
EE.UU sobre Trípoli que mató a su hija pequeña, creo que
tenía 4 años. Para mí y para miles de jóvenes africanos,
Gadafi era el presidente con más dignidad de África, con
permiso de Thomas Sankara. Nos parecería que tenía agallas
y que no se dejaba doblegar por Occidente. Íbamos al
instituto, pero de manera espontánea –o eso creo— miles
de nosotros dejamos las aulas vacías y nos encaminamos
hacia el aeropuerto a dar la bienvenida a Gadafi. Fue
grandioso. Todos o casi todos los institutos de Dakar
cerrados. Todavía le recuerdo pasando a mi lado, saludando,
erguido y orgulloso. Nos pareció una buena manera de
afrentar a todos aquellos presidentes africanos que nos
inspiraban vergüenza por su sumisión a Occidente. Pensábamos
que Gadafi era el redentor. Teníamos 17 años e internet no
existía.
(*) Soy de Dakar, Senegal, donde he
estudiado Filología Hispánica, estudios que he retomado
este año. He venido a España hace 16 años por una beca de
la Agencia Española de Cooperación Internacional
Desarrollo (AECID). Llevo 16 años viviendo en Madrid, donde
he sido profesora de francés y traductora.
Durante varios años mi actividad
laboral, y también como voluntaria, ha sido en el ámbito
de la inmigración, concretamente desde la Asociación de
Inmigrantes Senegaleses en España (AISE) y la Asamblea de
Cooperación por la Paz. He representado a AISE en el Foro
Nacional para la Integración Social de los Inmigrantes
durante 4 años.
También he trabajado durante
algunos años en producción de cine después de haber
realizado una diplomatura en esta materia. Desde hace 4 años
trabajo como secretaria, primero en OMEL, la operadora del
mercado ibérico de energía y ahora en un organismo
internacional. He participado, como ponente, en muchos
eventos relativos a la inmigración en general y desde la
perspectiva o en la relación a las mujeres en particular.