El viento del este prevalece
sobre el viento del oeste. ¿Hasta cuándo el Occidente ocioso y crepuscular,
la “comunidad internacional” de quienes se creen todavía los amos del
mundo, va a seguir dando lecciones de buena gestión y buena conducta a todo
el planeta?
¿No es ridículo ver a algunos
intelectuales de turno, soldados derrotados del capitalismo-parlamentarismo
que sirve de paraíso apolillado, entregar su vida a los magníficos pueblos
tunecino y egipcio, con el fin de enseñar a esos pueblos salvajes el abc de
la “democracia”?
¡¿Qué preocupante
persistencia de la arrogancia colonial! En la situación de miseria política
en la que estamos desde hace tres décadas, ¿no es obvio que somos nosotros
los que tenemos todo que aprender de las sublevaciones populares de esta hora?
¿Acaso no debemos examinar
minuciosamente con toda urgencia todo lo que allá ha hecho posible, por la
acción colectiva, el derrocamiento de gobiernos oligárquicos, corruptos, y
además –y quizás sobre todo– en situación de vasallaje humillante con
respecto a los estados occidentales?
Sí, debemos ser los alumnos de
estos movimientos y no sus estúpidos profesores. Porque son ellos los que dan
vida, con el espíritu propio de sus descubrimientos, a algunos principios de
la política de cuya obsolescencia intentamos convencernos desde hace mucho.
Y, sobre todo, al principio que Marat no se cansaba de recordar: en cuestiones
de libertad, igualdad y emancipación, le debemos todo a los levantamientos
populares. Tenemos derecho a rebelarnos. Así como, en la política, nuestros
estados y aquellos que sacan provecho de ella (partidos, sindicatos e
intelectuales serviles) prefieren la administración; en la rebelión,
prefieren la reivindicación, y en toda ruptura, la “transición
ordenada”, lo que los pueblos de Túnez y Egipto nos recuerdan es que la única
acción que corresponde a un sentido compartido de ocupación escandalosa del
poder del Estado es el levantamiento en masa. Y en este caso, la única
consigna que puede unir a los elementos dispares de la multitud es: “Tú que
estás allí, vete”. En este caso, la importancia excepcional de la
revuelta, su poder decisivo, es que la consigna repetida por millones de
personas, da la medida de lo que será, indudable e irreversiblemente, la
primera victoria: la huida del hombre así señalado. Pase lo que pase después,
este triunfo de la acción popular, ilegal por naturaleza, habrá sido para
siempre victorioso.
Que una rebelión contra el
poder del Estado pueda ser absolutamente victoriosa es una enseñanza de
alcance universal. Esta victoria señala el horizonte sobre el cual se destaca
toda acción colectiva que se sustrae a la acción de la ley, aquello que Marx
denominó “la decadencia del Estado”. A saber, que un día, libremente
asociados en el despliegue de la potencia creadora que poseen, los pueblos
podrán arreglárselas sin la funesta coerción del Estado. Es por esto, por
esta idea última, que en todo el mundo un levantamiento que echa abajo una
autoridad instalada provoca un entusiasmo sin límites.
Una chispa puede incendiar la
llanura. Todo comienza con la inmolación por el fuego de un hombre reducido
al desempleo, a quien se le quiere prohibir el miserable comercio que le
permite sobrevivir y a quien una mujer policía abofetea para hacerle entender
aquello que en ese bajo mundo es real. En días, en semanas, ese gesto se
extiende a millones de personas que gritan su alegría en una plaza lejana y
reclaman la partida apresurada de poderosos potentados.
¿De dónde viene esta fabulosa
expansión? ¿Es la propagación de una epidemia de libertad? No. Como dice poéticamente
Jean-Marie Gleize, “un movimiento revolucionario no se extiende por contagio
sino por resonancia. Algo que se forma aquí resuena con la onda de choque
emitida por algo que se forma allá”. A esta resonancia llamémosla
“acontecimiento”.
El acontecimiento es la brusca
creación, no de una nueva realidad, sino de un sinnúmero de posibilidades.
Ninguna de ellas es la repetición de lo ya conocido. Por eso, es oscurantista
decir que “este movimiento reclama democracia” (se sobreentiende que es
aquella de la que gozamos en Occidente) o “este movimiento reclama mejoras
sociales” (se sobreentiende que es la prosperidad promedio del pequeño
burgués occidental). Salido prácticamente de la nada, el levantamiento
popular resuena por todos lados y crea para todo el mundo posibilidades
desconocidas. La palabra “democracia” casi no se pronuncia en Egipto. Se
habla de un “nuevo Egipto”, de un “verdadero pueblo egipcio”, de
asamblea constituyente, de cambio total de vida, de posibilidades inauditas y
antes desconocidas. Se trata de la “nueva llanura” que llegará allí
donde ya no está aquella a la que la chispa del levantamiento finalmente
prendió fuego.
Esta llanura que vendrá se
encuentra entre la declaración de una inversión de las fuerzas y la de un
hacerse cargo de nuevas tareas. Entre lo que dijo un joven tunecino:
“Nosotros, hijos de obreros y campesinos, somos más fuertes que los
criminales”; y lo que dijo un joven egipcio: “A partir de hoy, 25 de
enero, me hago cargo de los asuntos de mi país”.
El pueblo, sólo el pueblo, es
el creador de la historia universal. Es sumamente sorprendente que en nuestro
Occidente los gobiernos y los medios de comunicación consideren que los
revoltosos de una plaza de El Cairo son “el pueblo egipcio”. ¿Cómo es
esto? Para ellos, el pueblo, el único pueblo razonable y legal, ¿no se
reduce en general a la mayoría de una encuesta o a la de una elección? ¿Cómo
es que de repente cientos de miles de revoltosos son representativos de un
pueblo de ochenta millones de personas? Esta es una lección para no olvidar,
que no olvidaremos. Pasado cierto nivel de decisión, obstinación y coraje,
el pueblo puede concentrar su existencia en una plaza, una avenida, unas fábricas,
una universidad.
El mundo entero será testigo de
ese coraje, y sobre todo de las sorprendentes creaciones que lo acompañan.
Esas creaciones serán la prueba de que un pueblo se mantiene allí. Como dijo
un manifestante egipcio: “Antes yo miraba la televisión, ahora es la
televisión la que me mira a mí”.
En el arranque de un
acontecimiento, el pueblo se compone de aquellos que saben cómo resolver los
problemas que el acontecimiento les plantea. Como en la ocupación de una
plaza: alimento, lugar para dormir, vigilancia, pancartas, plegarias, combates
defensivos, de tal forma que el lugar donde sucede todo, el lugar que se
convierte en símbolo, quede reservado al pueblo a cualquier precio. Problemas
que, con centenares de miles de personas venidas de todas partes, parecen
insolubles, y tanto más cuanto que el Estado ha desaparecido.
Resolver sin ayuda del Estado
problemas insolubles es el destino de un acontecimiento. Y es esto lo que hace
que un pueblo, de repente y por un tiempo indeterminado, exista allí donde
decidió unirse. Sin movimiento comunista, no hay comunismo. El levantamiento
popular del que hablamos manifiestamente no tiene partido ni organización
hegemónica ni dirigente reconocido. Ya habrá tiempo de evaluar si esta
característica es una fortaleza o una debilidad. En cualquier caso, es esto
lo que hace que, en una forma muy pura, sin duda la más pura desde la Comuna
de París, tenga todos los rasgos de lo que es necesario denominar un
comunismo de movimiento. “Comunismo” quiere decir aquí: creación en común
del destino colectivo. Este “común” tiene dos rasgos particulares.
Primero, es genérico, porque
representa, en un lugar, a toda la humanidad. En ese lugar, están todas las
clases de personas de las que se compone un pueblo, todas las voces son
escuchadas, toda propuesta analizada, toda dificultad tratada por lo que es.
Segundo, supera todas las
grandes contradicciones que, según el Estado, él es el único capaz de
manejar, sin llegar nunca a dejarlas atrás: entre intelectuales y
trabajadores manuales, entre hombres y mujeres, entre pobres y ricos, entre
musulmanes y coptos, entre los habitantes de las provincias y los habitantes
de la capital … Miles de nuevas posibilidades, relacionadas con estas
contradicciones, surgen en todo momento, posibilidades a las que el Estado,
todo Estado, es completamente ciego. Vemos a jóvenes médicas, venidas de las
provincias para curar a los heridos, dormir en medio de un círculo de jóvenes
violentos, y están más tranquilas de lo que han estado jamás. Saben que
nadie les tocará un pelo. Vemos también una organización de ingenieros
dirigirse a los jóvenes de los suburbios para pedirles que defiendan la
plaza, que protejan el movimiento con energía en el combate. Vemos a una fila
de cristianos hacer guardia de pie para cuidar a los musulmanes inclinados
para orar. Vemos a los comerciantes alimentar a los desempleados y a los
pobres. Vemos a todos hablando con vecinos desconocidos. Leemos miles de
pancartas donde la vida de cada uno se mezcla sin fisuras con la gran historia
de todos. El conjunto de estas situaciones, de estos descubrimientos,
constituye el comunismo de movimiento. Hace dos siglos que el único problema
político es este: ¿cómo instaurar de manera duradera los descubrimientos
del comunismo de movimiento? Y el único enunciado reaccionario sigue siendo:
“Eso es imposible, incluso dañino. Confiemos en el Estado”.
Gloria a los pueblos de Túnez y
Egipto, que nos recuerdan el verdadero y único deber político: frente al
Estado, la fidelidad organizada al comunismo de movimiento. No queremos la
guerra, pero no le tenemos miedo. Se ha hablado en todas partes de la calma
pacífica de las manifestaciones gigantescas y se ha relacionado esa calma con
el ideal de democracia electiva que le atribuíamos al movimiento.
Comprobamos, sin embargo, que hubo centenares de muertos y que todavía los
hay cada día. En muchos casos, estos muertos fueron combatientes y mártires
de la iniciativa del movimiento y luego de su protección. Los lugares políticos
y simbólicos del levantamiento tuvieron que ser protegidos al precio de
feroces combates contra los milicianos y la policía de los regímenes
amenazados. ¿Y quién pagó con su vida sino los jóvenes salidos de las
poblaciones más pobres? Que las “clases medias”, de las que nuestra
inesperada Michele Alliot-Marie dijo que el resultado democrático de los
hechos en curso dependía de ellas y sólo de ellas, recuerden que en el
momento crucial la continuidad del levantamiento sólo estuvo garantizada por
el compromiso sin restricciones de los destacamentos populares. La violencia
defensiva es inevitable. Además, continúa en condiciones difíciles en Túnez,
después de que se enviara de regreso a la miseria a los jóvenes activistas
provincianos.
¿Puede alguien pensar que este
sinnúmero de iniciativas y estos sacrificios crueles sólo tienen por
objetivo fundamental conducir al pueblo a “elegir” entre Suleiman y
ElBaradei, así como en nuestro país nos resignamos lastimosamente a elegir
entre Sarkozy y Strauss-Khan? ¿Esa es la única lección de este espléndido
episodio? ¡No, mil veces no! Los pueblos de Túnez y Egipto nos dicen:
sublevarse, construir el espacio público del comunismo de movimiento,
defenderlo por todos los medios, imaginando las etapas sucesivas de la acción,
eso es lo real de la política popular de emancipación. Por cierto, los
Estados de los países árabes no son los únicos que son antipopulares y, en
el fondo, ilegítimos, con o sin elecciones. Pase lo que pase, los
levantamientos de Túnez y Egipto tienen una significación universal. Crean
posibilidades nuevas cuyo valor es internacional.
(*)
Alain Badiou (Rabat, Marruecos, 1937), uno de los más prestigiosos filosofos
de izquierda en Francia, autor entre otras obras, de “El ser y el
acontecimiento”, y el “Manifiesto por la filosofia”.