Washington.– El lunes por la
noche, en un hotel de París, la secretaria de Estado norteamericana, Hillary
Clinton, tuvo que hacer malabares con las inconsistencias de la política
exterior norteamericana en Medio Oriente. Criticó al canciller de los
Emiratos Arabes Unidos por enviar tropas para sofocar los levantamientos en
Bahrein, mientras al mismo tiempo lo presionaba para que enviara aviones para
intervenir en Libia.
Apenas un día antes, Clinton y
el presidente Obama se habían mostrado escépticos acerca de una intervención
militar de Estados Unidos en Libia. Pero esa misma noche, con la noticia de
que las milicias de Muammar Gadafi avanzaban sobre las fuerzas rebeldes,
Clinton cambió de opinión y formó una impensada alianza con un puñado de
altos colaboradores del gobierno que apoyaban desde antes la idea de una
intervención.
En pocas horas, Clinton y su
grupo habían convencido a Obama de que Estados Unidos debía actuar, y el
presidente ordenó que se planeara el operativo militar. El jueves, Obama firmó
la autorización para que los pilotos norteamericanos se unieran a los
europeos y árabes en ataques militares contra el gobierno libio.
El presidente, sin embargo,
planteó una objeción: la participación norteamericana en Libia debía ser
acotada, sin tropas terrestres y por "días, no semanas", según
Obama.
El giro de la Casa Blanca, que
pasó de las palabras fuertes a la acción directa, se debió en gran medida a
eventos que estaban fuera de su control: la derrota del levantamiento abría
la perspectiva de que Gadafi permaneciera en el poder y asesinara "a
miles de personas", según dijo Obama el viernes en la Casa Blanca.
Ese cambio de postura sólo fue
posible después de que Clinton se uniera a Samantha Power, del Consejo de
Seguridad Nacional, y a Susan Rice, embajadora ante las Naciones Unidas,
quienes presionaban desde hacía semanas por una intervención militar. La
semana pasada, las tres mujeres se aliaron para impulsar una intervención en
Libia.
El apoyo de Hillary a Rice y
Power implica una inusual ruptura con el secretario de Defensa, Robert M.
Gates, que había recomendado cautela. Libia no es un país crucial para la
seguridad norteamericana, argumentaba Gates, y a John Brennan, asesor sobre
contraterrorismo, lo preocupaba el hecho de que Estados Unidos no conocía a
los rebeldes libios, que podrían tener vínculos con Al–Qaeda.
El giro del gobierno también
fue posible después de que Estados Unidos se asegurara no sólo el apoyo de
los países árabes, sino también su activa participación en operaciones
militares contra uno de los suyos.
"Hillary y Susan Rice son
las piezas clave de esta historia, porque Hillary consiguió el apoyo de los
árabes y Susan operó en las Naciones Unidas para obtener el resultado de
diez a cinco en la votación, lo que no es nada fácil", dijo Brian
Katulis, un experto en seguridad nacional que trabaja para el Centro para el
Progreso Norteamericano, un grupo progresista que mantiene estrechos vínculos
con la administración Obama.
"Esto coloca a Estados
Unidos en una posición de mayor fortaleza, porque al contar con apoyo
internacional, la situación se parece más a la Guerra del Golfo de 1991 que
a la Guerra de Irak de 2003."
Desde que comenzaron las
revueltas árabes, en enero, la administración Obama ha tenido que hacer
equilibrio entre los intereses de seguridad nacional de Estados Unidos y el
apoyo a los principios democráticos, una acrobacia que dejó expuesto a Obama
a críticas de todos los sectores del espectro político.
Al abordar el tema caso por caso
–apoyó rápidamente las protestas en Túnez, pero respalda a los
gobernantes de Bahrein, Arabia Saudita y Yemen–, la posición del gobierno
muchas veces pareció inconsistente. Si bien reclamaba la renuncia de Gadafi,
el presidente Obama, según funcionarios norteamericanos, está más
preocupado por el desarrollo de los acontecimientos en Yemen, Bahrein y Egipto
que por la salida del presidente libio.
Así fue que aun después de
obtener el apoyo del Consejo de Seguridad, el presidente Obama se ocupó de
dejar en claro que la acción militar sería un esfuerzo internacional.
"Los cambios en la región
no pueden ser impuestos por Estados Unidos ni por ninguna potencia
extranjera", declaró el presidente anteayer, antes de partir para
Brasil. "Ese proceso, en definitiva, será llevado adelante por los
pueblos del mundo árabe."