El conflicto libio de este último
mes mirado en su totalidad –la guerra civil en Libia, la acción militar
contra Gadafi liderada por los Estados Unidos– no tiene que ver con
cuestiones humanitarias ni tampoco con el suministro mundial de petróleo en
la actualidad. Lo que de hecho constituye es una gran maniobra de distracción
–una distracción deliberada– que tiene como objetivo dejar en la penumbra
la principal batalla política que se está llevando a cabo en el mundo árabe.
Hay algo en lo que tanto Gadafi
como los líderes occidentales, independientemente de sus puntos de vista políticos,
están totalmente de acuerdo. Todos quieren ralentizar, canalizar, cooptar,
limitar la segunda ola revolucionaria árabe y evitar que cambien las
realidades políticas fundamentales del mundo árabe y su papel actual en el
teatro geopolítico del sistema–mundo.
Para apreciar esto, se tiene que
seguir la secuencia cronológica de los acontecimientos. Aunque los rumores
políticos en los Estados árabes y los intentos por parte de diversas fuerzas
externas de apoyar a unos u otros elementos dentro de ciertos Estados han sido
una constante durante largo tiempo, el suicidio de Mohamed Bouazizi el 17 de
diciembre de 2010 marcó el inicio de un proceso bien diferente.
Para mí este proceso es la
continuación del espíritu de la revolución mundial de 1968. En 1968, al
igual que en el mundo árabe durante estos últimos meses el grupo que ha
tenido el valor y la voluntad para iniciar las protestas contra los poderes
establecidos ha sido la gente joven. Les motivaban muchas cosas: la
arbitrariedad, la crueldad, la corrupción de
los que están en el poder, su depauperada situación económica, y
sobre todo la persecución de su derecho, moral y político, a ser los actores
principales que determinen su propio destino cultural y político. Además han
protestado contra la estructura general del sistema–mundo y el modo en que
sus líderes se han plegado a las presiones exteriores de las grandes
potencias.
Estos jóvenes no estaban
organizados, al menos al principio. Y no siempre han sido completamente
conscientes de su entorno político. Pero le han echado valor. Y, como en
1968, sus acciones se han contagiado. En muy poco tiempo han amenazado el
orden establecido de casi todos los países árabes independientemente de
criterios de política exterior. Cuando mostraron su fuerza en Egipto, el
principal país árabe aun, todo el mundo empezó a tomárselos en serio. Hay
dos maneras de tomar estas revueltas en serio: Una es unirse a ellas y desde
dentro tratar de controlarlas; y la otra es tomar las medidas que sean
necesarias para aplastarlas. Se han intentado las dos.
Han habido tres grupos que se
han unido a las revueltas, tal como subraya Samir Amin en su análisis sobre
Egipto: la resucitada izquierda tradicional, los profesionales de clase media
y los islamistas. La fuerza y el carácter de estos grupos han variado
dependiendo del país. Amín considera a la izquierda y a la clase media
profesional (en tanto que son nacionalistas y no neoliberales trasnacionales)
como elementos positivos, y a los islamistas, los últimos en subirse al tren,
como elementos negativos. Y después nos encontramos con el ejército, el
bastión permanente del orden, que se unió a la revuelta en el último
momento, precisamente para limitar sus efectos.
Así, cuando el levantamiento se
inició en Libia, éste ha sido consecuencia directa del éxito de las
revueltas en los dos países vecinos, Túnez y Egipto. Gaddafi es un líder
particularmente despiadado y ha estado haciendo declaraciones terribles sobre
lo que le iba a hacer a los traidores. Si muy pronto se han dejado oír con
fuerza voces en Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos que propugnaban
una intervención militar, no era porque Gaddafi fuese un anti–imperialista
infiltrado. Ha vendido el petróleo libio a Occidente de buena gana y se
jactaba de haber ayudado a Italia a contener la marea de la inmigración
ilegal. Además ha posibilitado acuerdos lucrativos para las empresas
occidentales.
En el campo de los partidarios
de la intervención se podían ver dos tipos de actitudes: aquellos para
quienes todas y cada una de las intervenciones militares de Occidente son
irresistibles, y los que trataban el asunto como un caso de intervención
humanitaria. Hubo una fuerte oposición a la intervención por parte del ejército
estadounidense, que veía que la guerra en Libia era imposible de ganar además
de suponer una enorme tensión militar para los Estados Unidos.
El último grupo parecía que estaba ganando, cuando de repente la
resolución de la Liga Árabe cambió el equilibrio de fuerzas.
¿Cómo sucedió esto? El
gobierno saudí se movió con decisión y eficacia para obtener una resolución
favorable al establecimiento de una zona de exclusión aérea. Con el fin de
obtener la unanimidad entre los estados árabes, los saudíes hicieron dos
concesiones. La intervención se limitaría solamente al establecimiento de
una zona de exclusión aérea y en una segunda resolución se acordó la
oposición unánime a la intervención de fuerzas terrestres
occidentales.
¿Qué llevó a los saudíes a
impulsar dichas resoluciones? ¿Alguien desde Estados Unidos telefoneó a
alguien en Arabia Saudí para solicitar este movimiento? Creo que fue todo lo
contrario. Fueron los saudíes los que trataron de influir en la posición
estadounidense, en vez de al revés. Y funcionó. La balanza se inclinó.
Lo que querían, y obtuvieron,
los saudíes, ha sido una maniobra maestra que distrajera la atención de
aquello que los propios saudíes consideraban como algo prioritario, algo en
lo que ya estaban trabajando – la represión de la revuelta árabe, en
cuanto que esta afectando a Arabia Saudí en primer lugar, en segundo lugar a
los países del golfo, y por último al mundo árabe en su conjunto.
Al igual que en 1968, este tipo
de rebelión contra la autoridad crea extrañas divisiones en los países
afectados, y crea alianzas inesperadas. Particularmente los llamamientos en
pro de las intervenciones humanitarias provocan divisiones. El problema que
tengo con las intervenciones humanitarias es que nunca estoy seguro de que
sean humanitarias. Los defensores siempre señalan los casos en donde la
intervención no se produjo, como en Ruanda. Pero nunca toman en
consideración las ocasiones en que sí se produjo. Sí, a corto plazo, se
puede evitar lo que de otro modo sería una masacre. Pero a la larga, ¿es
realmente efectiva? Para evitar matanzas inminentes de Saddam Hussein, Estados
Unidos invadió Irak. ¿Se ha masacrado a menos gente en los diez años
transcurridos desde la ocupación? Parece que no.
Los defensores de la intervención
humanitaria parecen tener un criterio cuantitativo. Si un gobierno mata a diez
manifestantes, esto es "normal" o en todo caso sólo es algo digno
de una declaración de condena. Si se mata a 10.000, esto ya es criminal, y
requiere de una intervención humanitaria. ¿Cuántas personas tienen que
morir antes de que lo normal se convierte en criminal? ¿100, 1000?
Ahora las potencias occidentales
se están lanzando a una guerra en Libia cuyo resultado es incierto. Es
probable que se convierta en una ciénaga. ¿Ha tenido la intervención éxito
en distraer al mundo de la revuelta árabe en curso? Tal vez. No lo sabemos
todavía. ¿Va a tener éxito en derrocar a Gadafi? Tal vez. No lo sabemos
todavía. Si Gadafi se va, ¿que pasará después? Incluso los portavoces
estadounidenses están preocupados ante la posibilidad de sea sustituido bien
por alguno de sus viejos camaradas de armas, por al–Qaida, o por ambos.
La acción militar de Estados
Unidos en Libia es un error, incluso desde el estrecho punto de vista de los
Estados Unidos, e incluso desde el punto de vista humanitario. No va a
terminar pronto. El presidente Obama ha explicado sus acciones de una manera
complicada y sutil. Lo que ha dicho en esencia es que si el presidente de los
Estados Unidos, tras una evaluación minuciosa de la situación, considera que
la intervención sirve a los intereses de los Estados Unidos y del mundo,
puede y debe llevarla a cabo. No pongo en duda que sea una decisión dura para
él. Pero eso no es suficiente. Es una decisión terrible y ominosa, y en última
instancia, contraproducente.
Mientras tanto, la mejor
esperanza para todos es que la segunda ola de revueltas en el mundo árabe
recupere bríos –quizás ahora una posibilidad muy remota– y se lleve por
delante en primer lugar a los saudíes.
(*)
Immanuel Wallerstein, sociólogo e historiador estadounidense, continuador de
la corriente historiográfica iniciada por Fernand Braudel, es ampliamente
conocido por sus estudios acerca de la génesis y transformaciones históricas
del capitalismo. Su monumental trabajo “El moderno sistema mundial”, cuyo
primer tomo publicó en 1976, analiza el desarrollo del capitalismo como
“economía–mundo”. Actualmente es Senior Research Scholar en la Yale
University. En el 2003
publicó “The Decline of American Power: The U.S. in a Chaotic World” (New
Press).