Desde que se inició la sublevación de
Egipto el 25 de enero, los medios de comunicación (locales
e internacionales), académicos, políticos y la elite local
[1] están elaborando una nueva narrativa sobre la
denominada aquí —y por extensión en el mundo árabe—
“revolución”.
Esta narrativa parece reemplazar la
“excepcionalidad árabe” de aquella otra que dominó
durante décadas y que sostenía que los árabes, debido a
razones sociológicas y culturales, son “inmunes” a la
democracia y a la democratización. Aunque muchos han
criticado en el pasado este discurso por orientalista [*] y
carente de rigor analítico, el denominado “despertar árabe”
lo está sustituyendo y construyéndose sobre idénticas
bases de representación.
Los pilares fundamentales de esa
comprensión orientalista de las sociedades y de los
individuos árabes se basan en: 1) “el otro”:
“ellos” (los árabes o musulmanes) son diferentes de
“nosotros” (occidentales, especialmente europeos) que
son el estándar normativo y, 2) hacer romántico y
convertir en exótico al “otro”; “el otro” oriental
es místico y mítico.
Como Edward Said explicó hace años,
el orientalismo no se limita a las representaciones
“occidentales” de Oriente Próximo —particularmente de
árabes y musulmanes— sino que se internaliza y se propaga
igualmente por las élites “locales”. Así, en la nueva
narrativa sobre el “despertar árabe”, tanto académicos
como medios de comunicación (locales e internacionales) se
están apropiando, interpretando y representando los
recientes acontecimientos mediante los mismos pilares de la
idealización y la otredad, mientras proyectan juicios eurocéntricos
universalistas.
En el caso de Egipto, la sublevación
se ha construido como una revolución de jóvenes no
violenta en la que destacan los medios de comunicación
social (especialmente Facebook y Twitter). El mensaje
subyacente aquí es que estos jóvenes educados de “clase
media” (léase: modernos) no son “terroristas” y
poseen los mismos valores que “nosotros” (el Occidente
democrático) y, finalmente, utilizan las mismas
herramientas (Facebook y Twitter) que “nosotros”
inventamos y usamos en nuestra vida diaria.
Simplemente son como “nosotros” y
por lo tanto se merecen boato. Estas construcciones se
desprenden echando un vistazo a las representaciones que
CNN, Time, Vanity Fair y otras hacen de los llamados líderes
o iconos de esta revolución. Se trata en todo caso de
egipcios de clase media (o superior) por debajo de los 30 años.
La mayoría de ellos tienen una o más
conexiones con Occidente, ya sea por educación (Time
presenta en portada a siete “jóvenes”, incluidos tres
estudiantes de la Universidad Americana de El Cairo); por
trabajo (por ejemplo, Wael Ghoneim, gerente de ventas de
Google), o por formación.
Según la BBC, el Dr. Gene Sharp, autor
de El reglamento de la revolución no violenta es
“el hombre al que ahora se atribuye la estrategia
subyacente en la caída del gobierno de Egipto” a través
de activistas “entrenados en el trabajo de Sharp”.
Este mismo perfil de jóvenes
monopoliza igualmente los programas de tertulias en la
televisión egipcia. Y si bien muchas de estas personas han
participado en el levantamiento en diferentes capacidades,
el hecho de que se hayan convertido en iconos de la
“revolución” cuando la mayoría de la población
egipcia y quienes participaron en el levantamiento
pertenecen a las clases populares es a la vez inquietante y
revelador.
Esta mayoría popular que nunca ha oído
hablar del Dr. Sharp o de Freedom House [2], no se ha
formado jamás en la Universidad Americana de El Cairo ni ha
trabajado para Google. Más profundamente, se opone a la
influencia y a la presencia “occidental” en Egipto. Así,
la composición de clase de la disidencia ha sido encubierta
por una nueva construcción imaginaria y homogénea llamada
“juventud”.
En esta construcción, los medios de
comunicación y analistas académicos mezclan los intereses
contradictorios y a menudo conflictivos de los “yuppies”
(jóvenes, urbanos, profesionales con las mencionadas
conexiones y formaciones) con aquellos de los desempleados
que viven por debajo del umbral de la pobreza en zonas
rurales y en barrios marginales. Bajo esta bandera de la
“juventud”, los “yuppies” y los jóvenes de clase
media y alta se presentan como la quintaesencia de la
sublevación.
Junto al icono de lo homogéneo y lo
aceptable para consumo de los jóvenes occidentales, se
encuentra la adaptación y la reducción de los valores, las
herramientas y las tácticas de la sublevación a fin de
adaptarlos a una audiencia “local” y “occidental” de
clase media–alta. En este sentido, se da primordial atención
a dos características de la sublevación: la no violencia y
el uso de los medios de comunicación social.
El discurso de Obama tras el
derrocamiento de Mubarak hizo hincapié en la no–violencia
de la insurrección citando el término [árabe] salmiya
(pacífica). Las cámaras de los medios de comunicación
enfocaron igualmente las pancartas que llevaban la misma
palabra.
Este enfoque selectivo constituye una táctica
de dar forma a los hechos. Más aún, funciona como imagen
inversa del estereotipo del “terrorista”, lo que da a
entender una fetichización y exotización perniciosas. No
hay duda de que las manifestaciones contra el régimen no
fueron violentas si las comparamos con la munición
utilizada por parte de las fuerzas de seguridad del Estado.
Sin embargo, el 28 de enero todas las
sedes del PND (Partido Nacional Democrático) y la mayoría
de las comisarías de policía fueron incendiadas. Ello fue
una clara reacción contra la violencia sistemática del
Estado contra las clases bajas, quienes se han llevado la
peor parte del régimen diario de tortura y humillación
precisamente por su posición dentro del clasismo neoliberal
matriz de Egipto.
A diferencia de la juventud
“facebook” de clase media, esas clases no eran inmunes a
la violencia del Estado fuera del ámbito del activismo político.
La exclusión de esta parte de la historia favorece aún más
la descripción de este levantamiento como una “revolución”
de clase media “facebook”.
Esta narrativa se basa también en los
binomios orientalistas de “tradicional” frente a
“moderno” y “Oriente” frente a “Occidente” en el
que las categorías en segundo término se consideran
superiores. Por lo tanto, no se puede asociar el uso de cócteles
molotov —que representan la “violencia tradicional” (léase:
oriental)— a facebook, que es “pacífico y moderno” (léase
occidental). Los cosmopolitas egipcios “educados”,
“occidentales” y “expuestos” que se presentan como
los únicos agentes de esta “revolución” no incendian
comisarías de policía y quienes lo hicieron —los de
clase baja— deben ser y son excluidos de la imagen.
Los agentes activos de este modo de
contar las cosas no sólo son los medios de comunicación y
los políticos sino los académicos y los organismos
internacionales donantes de fondos. En las últimas semanas
casi no hay día que pase sin una visita a El Cairo de un
representante oficial de Estado, de una agencia de donantes,
o de un académico internacional —desde la secretaria de
Estado Hillary Clinton, al politólogo Alfred Stepan y toda
una gama entre medio. Después de peregrinar a la Plaza
Tahrir y programar un par de reuniones con los activistas
cosmopolitas de El Cairo, se sienten reafirmados y con
derecho a propagar la misma historia acerca de esta llamada
“revolución” y sus agentes.
Por otro lado, ese derecho da un paso más
para pregonar la “transición democrática” en Egipto.
Desgraciadamente, esos sectores diversos cuentan con el
poder financiero, moral y político para que prevalezca tal
narrativa. Una vez más estamos viendo como el “imperio”
pinta el cuadro de la “periferia” y dentro de esta
periferia las clases populares —la periferia de la
periferia— quedan excluidas del cuadro.
Notas:
1.– Para un análisis excelente sobre
por qué el 25 de enero no marcó una revolución, véase,
de Asif Bayat: “Paradoxes of Arab Refo–lutions” en:
http://www.jadaliyya.com/pages/index/1214/orientalising–the–egyptian–uprising#_ftn1
2.– Freedom House (1941) es una
institución estadounidense dedicada supuestamente a
promover la democracia y la libertad en el mundo. Recibe el
80% de su financiación del gobierno estadounidense y en
numerosas ocasiones ha sido criticada por representar y
favorecer los intereses de la política exterior
estadounidense (http:/www.freedomhouse.org/) [N. de la
T.]
Nota de SoB:
(*) Con las palabras “orientalista”
y “orientalizar” el autor alude aquí a la concepciones
“esencialistas” acerca de los pueblos árabes (y de
Oriente en general) elaboradas por los intelectuales de las
potencias colonizadoras. La historia y la crítica a estas
ideologías justificativas del dominio imperialista fueron
desarrolladas en el clásico texto de Edwar W. Said
(1935–2003), “Orientalismo”, publicado en 1978.
There
is little recourse for realizing a meaningful change without
turning
refo–lutions into revolutions
Paradoxes
of Arab Refo–lutions
Serious
concerns are expressed currently in Tunisia and Egypt about
the sabotage of the defeated elites. Many in the
revolutionary and pro–democracy circles speak of a
creeping counter–revolution. This is not surprising. If
revolutions are about intense struggle for a profound change,
then any revolution should expect a counterrevolution of
subtle or blatant forms.
The
French, Russian, Chinese, Iranian, and Nicaraguan
revolutions all faced protracted civil or international wars.
The question is not if the threat of counter–revolution is
to be expected; the question rather is if the
‘revolutions’ are revolutionary enough to offset the
perils of restoration. It seems that the Arab revolutions
remain particularly vulnerable precisely because of their
distinct peculiarity—their structural anomaly expressed in
the paradoxical trajectory of political change.
Historically,
three types of bottom–up regime/political change stand
out. The first is the ‘reformist change’. Here, social
and political movements mobilize in a usually sustained
campaign to exert concerted pressure on the incumbent
regimes to undertake reforms through the institutions of the
existing states.
Resting
on their social power—the mobilization of the grassroots—
the opposition movements compel the political elites to
reform themselves, their laws and institutions often through
some of kind of social pacts. So, change happens within the
framework of the existing political arrangements. The
transition to democracy in countries like Mexico and Brazil
in the 1980s was of this nature.
The
leadership of Iran’s Green movement currently pursues
similar reformist trajectory. In this trajectory, the depth
and extend of reforms vary. Change may remain superficial;
but it can also be profound if it materialized cumulatively
by legal, institutional and politico–cultural reforms.
The
second mode of political change is the ‘insurrectionary
model’, where a revolutionary movement builds up in a
fairly extended span of time during which a recognized
leadership and organization emerge along with some blueprint
of future political structure. At the same time that the
incumbent regime continues to resist through police or
military apparatus, a gradual erosion and defection begin to
crack the governing body.
The
revolutionary camp pushes forward, attracts defectors, forms
a shadow government, and builds some organs of alternative
power. In the meantime, the regime’s governmentality gets
paralyzed, leading to a state of ‘dual power’ between
the incumbent and the opposition.
The
state of ‘dual power’ ends by an insurrectionary battle
in which the revolutionary camp takes over the state power
via force; it dislodges the old organs of authority and
establishes new ones. Here we have a comprehensive overhaul
of the state, with new functionaries, ideology, and mode of
governance. The Iranian revolution of 1979, the Sandinista
Revolution in Nicaragua, or the Cuban revolution of 1952
exemplifies such insurrectionary course.
The
third possibility pertains to ‘regime implosion’, when
the revolutionary movement builds up through general strikes
and broad practices of civil disobedience, or through a
revolutionary warfare progressively encircling the regime,
so that in the end the regime implodes. It collapses in
disruption, defection, and total disorder. In its place come
the alternative elites and institutions.
Ceausescu’s
regime in Romania imploded in a dramatic political chaos and
violence in 1989, but gave rise eventually to very different
political and economic systems under the newly established
political structure, the National Salvation Front.
Qaddafi’s
Libya may experience such an implosion if the revolutionary
insurgency continues to strangle Tripoli. In both
‘insurrection’ and ‘implosion’, and unlike the
reformist mode, attempts to reform the political structure
take place not through the existing institutions of the
state, but overwhelmingly outside of them.
Now,
Egypt’s revolution, just like that of Tunisia, does not
resemble any of these experiences. In Egypt and Tunisia, the
rise of powerful political uprisings augmented the fastest
revolutions of our time. Tunisians in the course of one
month and Egyptians in just 18 days succeeded in dislodging
long–serving authoritarian rulers, dismantling a number of
institutions associated with them, including the ruling
parties, the legislative bodies, and a number of ministries,
in the meantime establishing a promise of constitutional and
political reform. And all these have been achieved in
manners that were remarkably civil, peaceful, and fast.
But
these astonishing rapid triumphs did not leave much
opportunity for the opposition to build parallel organs of
authority capable of taking control of the new state.
Instead, the opposition wants the institutions of the
incumbent regimes, for instance the Military in Egypt, to
carry out substantial reforms on behalf of the revolution—that
is, to modify the constitution, ensure free elections,
guarantee free political parties, and in the long run
institutionalize democratic governance.
Here
again lies a key anomaly of these revolutions–– they
enjoy enormous social power, but lack administrative
authority; they garner remarkable hegemony, but do not
actually rule. Thus, the incumbent regimes continue to
stand; there are no new states or governing bodies, nor
novel means and modes of governance that altogether embody
the will of the revolution.
It
is true that, like their Arab counterparts, the Eastern
European revolutions of the late 1990s were also non–violent,
civil, and remarkably rapid (East Germany’s revolution
took only ten days); but they managed, unlike in Tunisia and
Egypt, to completely transform the political and economic
systems. This was possible because the imploded East German
communist state could simply dissipate and dissolve into the
already existing West German governing body. And broadly,
since the difference between what East European people had (one
party, communist state) and what they wanted (liberal
democracy and market economy) was so distinctly radical that
the trajectory of change had to be revolutionary.
Half–way,
superficial, and reformist change would have been easily
detected and resisted—something different from the Arab
revolutions in which the demands of ‘change, freedom,
social justice’ are broad enough to be claimed even by the
counter–revolution. Consequently, the Arab revolutions
resemble perhaps more Georgia’s Rose Revolution of 2003
and Ukraine’s Orange Revolution of November 2004–January
2005 where in both cases a massive and sustained popular
protest brought down incumbent fraudulent rulers. In these
instances, the trajectory of change looks more reformist
than revolutionary, strictly speaking.
But
there is a more promising side to the Arab political
upheavals. One cannot deny the operation of a powerful
revolutionary mode in these political episodes, which make
them more profound than those in Georgia or Ukraine. In
Tunisia and Egypt, the departure of despotic rulers and
their apparatus of coercion have opened up an unprecedented
free space for citizens, notably the subaltern subjects, to
reclaim their societies.
As
is the case in most revolutionary turning points, an
enormous energy has been released in the society’s body
politics. Banned political parties have come to surface and
new ones are getting established. Societal organizations
have become more vocal and extraordinary grassroots
initiatives are under way.
In
Egypt, working people, free from fear of persecution,
aggressively follow their violated claims. Laborers are
pushing for new independent unions; some of them have
already formed the ‘Coalition of the 25 January Revolution
Workers’ to assert the revolutionary principles of
“change, freedom, and social justice”. Small farmers (with
less than ten feddans) in rural areas are organizing
themselves in independent syndicates; others continue
fighting for betters wages and conditions. The first
Organization of the Residents of Cairo’s Ashwa’iyyat (slums),
established recently, has called for the removal of corrupt
governors, and for the abolition of regime–sponsored
‘local councils’. Youth groups organize to clean up slum
areas, engage in civil works and reclaim their civil pride.
Students pour into the streets to demand Ministry of
Education to revise the curricula. The stories of Coptic and
Muslim cooperation to fight sectarian rumors and
provocations are already known and need not be repeated here.
And of course the Tahrir Revolutionary Front continues to
exert pressure on the military to speed up reforms.
These
all represent popular engagement of exceptional times. But
the extraordinary sense of liberation, urge for self–realization,
the dream of a new and just order—in short the desire for
‘all that is new’ are what define the very spirit of
these revolutions. In these turning points, these societies
have moved far ahead of their political elites, exposing
albeit the major anomaly of these revolutions—the
discrepancy between a revolutionary desire for the ‘new’,
and a reformist trajectory that may lead to harboring the
‘old’.
How
do we then make sense of the Arab revolutions? These may be
characterized neither as ‘revolutions’ per se nor simply
‘reform’ measures.
Instead
we may speak of ‘refo–lutions’–– revolutions that
want to push for reforms in, and through the institutions of
the incumbent states. As such, refo–lutions express
paradoxical processes—something to be cherished and yet
vulnerable.
Refo–lutions
do possess the advantage of ensuring orderly transitions,
avoiding violence, destruction, and chaos—the evils that
dramatically raise the cost of change. In addition,
revolutionary excess, the ‘reign of terror’, exclusion,
revenge, summary trials and guillotines can be avoided. And
there are the possibilities of genuine transformation
through social pacts, but only if the society—the
grassroots, civil society associations, labor unions, and
social movements—continue to remain vigilant, mobilized
and exert pressure.
Otherwise
refo–lutions carry with them the perils of counter–revolutionary
restoration precisely because the revolution has not made it
into the key institutions of the state power.
One
can readily imagine powerful stakeholders, wounded by the
ferocity of popular upheavals, would desperately seek
regrouping, initiate sabotage, and instigate
counter–propaganda. Ex–high state officials, old party
apparatchiks, key editor–in–chiefs, big businesses,
members of aggrieved intelligent services and not to mention
military men could penetrate the apparatus of power and
propaganda to turn things into their advantage.
The
danger can especially be more pronounced when the
revolutionary fervor subsides, normal life resumes, hard
realities of reconstruction seep in, and the populace gets
disenchanted. There is little recourse for realizing a
meaningful change without turning refo–lutions into
revolutions.