Las
concentraciones en Siria no empezaron en una de las plazas
de Damasco, sino que su levantamiento comenzó en la ciudad
de Deraa, capital de la provincia de Haurán, para después
tomar forma de un movimiento que se iba trasladando, desde
Latakia, Homs, Qamishli, hasta Banyas, Damasco y Duma.
El
panorama sirio es diferente a aquellos de Túnez, Egipto,
Bahréin, Yemen o Libia. Cada país está descubriendo por sí
mismo, a través de su propia experiencia, cuál es la mejor
forma para su revolución contra un gobierno autoritario. No
estamos ante una revolución árabe unida que vuelve al
discurso nacionalista de Abdel Nasser, sino que somos
testigos de un fenómeno contemporáneo que tienen un
objetivo único y necesario en todo el mundo árabe.
De
nuevo, los árabes están descubriendo lo que les une y lo
que les diferencia a un tiempo. Así como los árabes se
unieron en el pasado para luchar contra el colonialismo, se
vuelven a unir ahora para luchar en pos de la democracia.
Igual que en los años 50 la lucha en contra la dominación
colonial tenía unos objetivos claros, esta nueva empresa
necesita de una conciencia básica de lo que significa la
democracia y sus lazos con la justicia social. Ésta es una
batalla abierta en muchos frentes.
Los
árabes se sorprenden a sí mismos
Tenemos
que reconocer que las revoluciones que se prendieron por la
chispa que saltó en una pequeña ciudad tunecina y que
terminaron agarrando en todos los países árabes no sólo
sorprendieron al resto del mundo, sino que dejaron atónitos
a los mismo árabes. De repente, cae la negra dictadura de
Ben Alí, se le une el régimen de Hosni Mubarak, y mientras
las manifestaciones populares van surgiendo en otros
lugares.
Si
bien no podemos hablar de un actor principal y causa directa
de las revoluciones, podemos señalar hacia los modestos
movimientos de oposición que florecieron aquí y allá,
desde la corta Primavera de Damasco a principio del tercer
milenio, hasta el movimiento Kifaya en Egipto, de las
voces que elevaron muchos pensadores de la oposición en
contra de la opresión y la dictadura en Túnez y que se
conformaron como algo parecido a una modesta alternativa
ante la ausencia de una oposición árabe.
Sin
embargo, la revolución llegó desde donde nadie la
esperaba. En medio de una especie de erial político
general, estallaron las manifestaciones en las que tunecinos
inventaron el llamamiento que se generalizaría en los demás
países: «El pueblo quiere acabar con el régimen». De
esta forma, el objetivo se definía desde el primer momento:
la caída del sistema dictatorial.
Estallido
es la palabra apropiada para describir lo que pasó. Una
bola que la gente guardaba muy dentro de sí, un dolor
latente, quiso salir para afuera producto de la falta de
dignidad de sus ciudadanos, como individuos y como
colectividad. Por ello, los cánticos que desgarraban las
gargantas de los manifestantes en Deraa eran la mejor
expresión de lo que forma el imaginario popular: «El
pueblo sirio no se agacha»**.
Es
una revolución en contra de los sentimientos de humillación
y degradación. Las dictaduras árabes se saltaron las
convenciones, violaron las prohibiciones y destruyeron
cualquier posibilidad de aliviar la presión que ejercía el
sentimiento de humillación sobre los ciudadanos, usando
para ello la represión y la corrupción, dos factores
entrelazados.
El
gobierno eterno y la herencia
Durante
el gobierno del ya fallecido presidente de Siria, Hafez al
Asad, colocaron carteles en calles y plazas en los que se
podía leer: «Hafez al Asad, nuestro presidente ahora y
siempre». Así mismo, colocaron fotografías con el trío
compuesto por al Asad padre y sus dos hijos: Basel, que fue
declarado heredero y murió en un accidente de tráfico en
la carretera hacia el aeropuerto de Damasco; y Bashar, que
heredó de su padre y hermano. Así fue cómo se estableció
el modelo de la república hereditaria, el cual ha venido
dominando los sistemas republicanos árabes desde Egipto
hasta Túnez o Yemen.
Al
Asad consiguió hacer realidad su proyecto hereditario con
éxito, cuando le cedió a Bashar el poder con fluidez y sin
que hubiera objeciones de importancia. Sin embargo, la
generalización del proyecto hereditario chocó con la
oposición en el resto de los países árabes, especialmente
en Egipto, donde la legitimidad de la revolución del 23 de
Julio, en pie desde el año 1952, emana de la tradición de
que el presidente pertenezca a la clase militar.
No
hay duda de que el fantasma de la herencia jugó un papel
muy importante al comienzo de las protestas que llevaron a
la caída de los regímenes de Ben Alí y Hosni Mubarak, así
como al terremoto que hace tambalear el régimen de Abdalá
Saleh en Yemen. El proyecto hereditario ha aparecido en los
regimenes que perdieron su lustro después de la derrota del
cinco de junio de 1967, cuando los ejércitos árabes fueron
aplastados por las fuerzas armadas israelíes en seis días.
Así
mismo, la política de apertura económica iniciada por el
presidente egipcio Anuar el Sadat no condujo hacia una
economía de mercado, sino hacia un sistema económico híbrido
que coparon las mafias del poder gobernante, a través de su
alianza con el capital rentable e improductivo. Esto llevó
a que la clase media se fuera empobreciendo cada vez más y
que las clases pobres quedaran marginadas, incluso por
debajo del umbral de la pobreza. Así, los sistemas que
surgieron por un golpe de estado se quedaron sin las fuentes
en las que basaban su legitimidad: la fuerza militar para
hacer frente a la arrogancia israelí y el proyecto de
justicia social.
En
una de las entradas de Trípoli, al norte del Líbano, una
vez leí un cartel que se destacaba de todos los demás por
su rareza: «Hafez al Asad, nuestro presidente para siempre
y más allá». Somos incapaces de entender la expresión «más
allá» a no ser que la pongamos en el contexto de la
lisonjería de la que presumen algunos libaneses para
protegerse de los sirios. A su vez, este eslogan apunta al
atisbo de locura que aflige a todos los dictadores, rodeados
siempre de espejos, cuya mayor preocupación se convierte en
su inmortalidad, en cómo gobernar sus países desde la
tumba.
Una
nueva generación de revolucionarios
Mucho
se escribe ahora sobre una nueva generación de
revolucionarios que nacieron en medio del fenómeno de las
redes sociales, Facebook, Twiter, Youtube, lo cual es
cierto. Sin embargo, también es cierto que la chispa
incendiaria que prendió las calles de Túnez fue el
suicidio de Bu Azizi en Sidi Bouzid, que prendió fuego a su
cuerpo.
Podemos
decir de Facebook que ha ocupado una posición
importante en el estallido de la revolución egipcia a través
de la página «Todos somos Khaled Said». Las redes
sociales fueron un instrumento de comunicación frente a los
medios de comunicación gubernamentales, que carecían de
las condiciones mínimas de objetividad y no eran más que
un vocero de la propaganda del régimen.
Los
jóvenes del Facebook no han formado un frente
revolucionario en el sentido tradicional de la palabra
frente, sino que fueron las brillantes chispas del principio
de la revolución popular. La «democracia en internet» era
una señal de que la operación revolucionaria no tiene un
liderazgo en el sentido clásico de la palabra, ya que no
cuenta con un referente que pueda tomar decisiones en los
momentos clave.
Esta
nueva situación viene de una prolongada opresión, que hizo
que la formación de organizaciones políticas civiles
pareciera prácticamente imposible. La revolución ha
adoptado la forma de una serie de grupos revolucionarios
independientes que confluyen en las plazas donde se lleva a
cabo la manifestación.
Aquí
es cuando entró un referente válido para la construcción
de estos dos Estados, Egipto y Túnez: el ejército. En
ambos casos intervino para resolver la cuestión de la
autoridad, así como para hacer que el dictador cesara o
huyera respectivamente. Sin embargo, cuando no existe una
estructura de confianza en los nobles hijos y hermanos del
ejército, la revolución se solapa con la insurrección
armada. Ésta puede amenazar con una extensa guerra civil
(Libia), con la lucha por el poder político (Yemen), o con
una intervención militar que se aprovecha de la polarización
entre chiíes y suníes para alejar los vientos de cambio
del Golfo Pérsico (Bahréin).
Una
revolución lanzada por el pueblo, sin un frente único, en
la que se entremezclan distintas ideologías, liberales, de
izquierdas, islamistas, significa que la caída de los regímenes
es el principio de la operación revolucionaria, no su fin.
También, indica que las élites árabes tienen que cumplir
con sus obligaciones a la hora de construir un marco democrático
en el que desarrollar su sociedad, mermada por la pobreza,
el paro y el analfabetismo.
El
intelectual contemporáneo: ausente
Los
intelectuales y activistas en el mundo árabe deben
reconocer que esta enorme ola revolucionaria les ha pillado
por sorpresa. A pesar de que la élite de las diferentes
sociedades árabes ha sufrido la encarcelación, el exilio y
el asesinato, el sentimiento general de aislamiento había
campado a sus anchas entre los círculos culturales de la
oposición, lo que les hacía tambalearse entre la frustración
y la voluntad.
Las
dictaduras árabes basaron su legitimidad en dos factores,
el interior y el exterior. El exterior representaba su
posición regional y sus alianzas internacionales. El
presidente sirio, Bashar al Asad, expresó esta cuestión de
manera muy clara en una conversación con el periódico Wall
Street Journal, cuando desligó a Siria de las tormentas que
barren el mundo árabe arguyendo que Siria apoya a las
resistencias palestina y libanesa.
La
legitimidad en el extranjero (Europa, Estados Unidos, e
Israel en el caso de Egipto) implica que se permite que el
dictador se quede siempre que pueda asegurar la
predominancia de Occidente. Quizás el modelo libio sea el más
obvio.
Por
su parte, el factor interno está muchas veces representado
por la elección que presentan a la sociedad entre el
dictador y fundamentalismo islámico, en la que esta última
opción conlleva la posibilidad de una guerra civil o
sectaria.
Puede
que los sistemas dictatoriales árabes hayan sido los
mayores beneficiados de la islamofobia, que se extendió por
todo el mundo después del sangriento atentado del 11 de
septiembre en Nueva York. Así, a costa de la islamofobia,
se asienta esta alianza entre el dictador árabe y
Occidente. Este fenómeno se ha venido alimentando de la
restauración del pensamiento orientalista, de la mano de
Bernard Lewis y alguno de sus compañeros árabes (Fuad
Ajami y Kanan Makiya), la posición de Estados Unidos en la
toma de decisiones políticas en un momento de predominancia
neo–conservadora, así como el miserable proyecto que
condujo George Bush hijo a imponer la dictadura en el mundo
árabe a través de la invasión de Iraq.
Por
su parte, los dictadores árabes ha jugado con éxito su
doble juego, haciéndoles concesiones a los islamistas a
nivel cultural, satisfaciendo sus demandas, al mismo tiempo
que amenazan con ellos a su pueblo, bajo la sombra de una
guerra civil.
En
esta situación, la cultura árabe democrática se vio fuera
de la ecuación. Con la caída de los partidos comunistas y
de la izquierda árabe (como parte de un fenómenos mundial
que resultó de la caída del imperio soviético, no sólo
producto de la brutal represión a la que estuvieron
expuestos) quedó un espacio vacío en la escena política,
la cual se convirtió en una obra de dos autoridades rivales
y de la misma calaña: el dictador y su oposición
fundamentalista.
Sin
embargo, la sorpresa vino de otro sitio. La cultura árabe,
agotada por la represión y ocupada por las plataformas
financieras del Golfo, tuvo que reencontrarse consigo misma
en medio del mar de gente que se abrió paso por ciudades y
plazas, levantando sus proclamas por la caída del régimen.
Nasr
Hamid Abu Zayd, Abdul Rahman Munif y Edward Said pueden
sentir hoy desde la profundidad de sus tumbas que su trabajo
y el de sus colegas, los intelectuales, no ha sido en vano,
y que sus llamamientos al nacimiento de una clase
intelectual libre, a la racionalización del pensamiento árabe
e islámico y al rechazo a la cultura de opresión y condena
han hecho mella en la vida árabe. Sin embargo, la cuestión
que pueden formular muchos escritores, poetas y novelistas a
nivel literario es que todavía la situación de vacío político
puede permitir a los ejércitos o a las mafias de la
dictadura la explotación en nombre de la realización de
los sueños de cambio.
El
cambio hacia la democracia requiere la construcción de
organizaciones populares democráticas, y eso no se hace de
la noche a la mañana, sino que es un proyecto ambicioso
cuyas puertas ya abrió la revolución.
La
historia como escuela
Las
revoluciones árabes llegaron para conciliar a los árabes
con ellos mismos, con la historia y con el mundo. De
repente, el lenguaje dominante se diluye y da comienzo la época
de liberación del mundo árabe de las dictaduras. La
batalla se centra hoy en las repúblicas a las que el
activista sirio Riyad al Turk le dio el nombre de repúblicas
hereditarias. Sin embargo, las monarquías absolutas y los
cacicazgos petroleros que han derrochado la fortuna
petrolera árabe no están en ningún caso asilados de los
vientos de cambio. El soborno en el que se basa el régimen
saudí, con sus miles de dólares de concesiones, no es el
remedio contra la libertad, como piensan ellos, así como el
que las fuerzas armadas saudíes hayan aplastado el
levantamiento bahreiní no significa que estos mismos reinos
no sufran también esta pérdida de legitimidad.
La
batalla se centra hoy en el corazón del mundo árabe y se
extiende como un arco, de Siria a Túnez. Aquí será donde
se formen los rasgos del nuevo mundo árabe, y aquí será
donde la revolución democrática se enfrente con su tarea más
difícil: la creación de una nueva estrategia para hacer
frente a la ocupación israelí y la arrogancia sionista.
La
revolución nos devolvió a la escuela de la historia, otra
vez al teorema de que el pueblo puede recuperar su libertad
y su dignidad incluso en las condiciones más adversas.
Por último,
a los intelectuales no les queda otra que aprender dos cosas
de esta gran lección: por un lado, la virtud de la
humildad, y por otro, que es necesario que desempeñen sus
papel como parte del pueblo, como grupo que tiene que
devolverle su papel a la cultura en un marco crítico, libre
e independiente.