Un don nadie de mediana edad, un
fracasado político sobrepasado por la historia, por esos
millones de árabes que reclaman libertad y democracia en
Oriente Medio, murió ayer en Pakistán. Y entonces el mundo
se volvió loco.
Poco después de presentarnos una copia
de su partida de nacimiento, el presidente de EEUU compareció
de nuevo en la mitad de la noche para ofrecernos un
certificado de defunción de Osama bin Laden, asesinado en
una ciudad cuyo nombre nos remite a un coronel del ejército
del antiguo Imperio Británico. Un único disparo en la
cabeza, nos han dicho. Pero ¿y el vuelo secreto del cadáver
a Afganistán y su sepultura igualmente secreta en el mar?
El extraño y espeluznante destino del cadáver —nada de féretros,
por favor— resulta casi tan escalofriante como el hombre
mismo y su violenta organización.
Los estadounidenses se emborracharon de
alegría. David Cameron calificó los hechos de “gran
paso adelante”. India habló de “hito
victorioso”. “Un triunfo sonado”, alardeó el
primer ministro israelí Netanyahu. Pero después de 3.000
estadounidenses muertos el 11 de Septiembre, muchos más en
Oriente Medio, hasta medio millón de musulmanes muertos en
Iraq y Afganistán y diez años intentando encontrar a Bin
Laden, ojalá no tengamos más “triunfos sonados”. ¿Atentados
de venganza? Tal vez se produzcan, cometidos por pequeños
grupúsculos en Occidente que no tienen contacto directo con
Al Qaeda. Seguro que alguno ya está soñando con una
“Brigada del mártir Osama bin Laden”. Puede que en
Afganistán, entre los talibán.
Sin embargo, las revoluciones masivas
del mundo árabe en los últimos cuatro meses ya habían
dado muerte políticamente a Al Qaeda. Bin Laden dijo al
mundo —de hecho, me lo dijo personalmente— que quería
destruir los regímenes prooccidentales en el mundo árabe,
las dictaduras de los Mubarak y los Ben Alí. Quería crear
un nuevo califato islámico. Pero en los últimos meses,
millones de árabes se alzaron y se mostraron dispuestos al
sacrificio, no por el islam, sino por la libertad y la
democracia. No fue Bin Laden quien acabó con los tiranos.
Fue el pueblo. Y el pueblo no quiere un califa.
Entrevisté al hombre tres veces y solo
tengo una pregunta no formulada: ¿qué pensaba mientras veía
cómo se desarrollaban esas revoluciones este año, que
enarbolaban banderas de naciones y no del islam,
protagonizadas por cristianos y musulmanes juntos, esa gente
que sus propios hombres de Al Qaeda masacraban alegremente?
Desde su punto de vista, su logro fue
la creación de Al Qaeda, una organización que no tiene
miembros de carnet. Uno se despertaba por la mañana, tenía
ganas de formar parte de Al Quaeda, y ¡zas!, ya era
miembro. Bin Laden la fundó, pero nunca fue un guerrero de
primera línea. En su cueva no había ordenador, él no hacía
llamadas por teléfono para detonar bombas. Mientras que los
dictadores árabes gobernaban sin contestación con nuestro
apoyo, evitaron en gran medida condenar la política
estadounidense; el único que lo hacía era Bin Laden. Los
árabes nunca estuvieron por la labor de estrellar aviones
contra edificios altos, pero admiraban a un hombre que decía
lo que ellos querían decir. Pero ahora, y cada vez más, ya
pueden decir esas cosas. No necesitan a Bin Laden. Este se
había convertido en un don nadie.
Delatado
Pero hablando de cuevas, la muerte de
Bin Laden pone a Pakistán en un aprieto. Durante meses, el
presidente Ali Zardari ha estado contando que Bin Laden
estaba viviendo en una cueva en Afganistán. Ahora resulta
que se hallaba en una mansión en Pakistán. ¿Le han
delatado? Desde luego que sí. ¿Ha sido el ejército
pakistaní o el servicio secreto? Es muy posible que ambos.
Pakistán conocía su paradero.
Abbottabad no sólo alberga la escuela
militar del país —la ciudad la fundó el coronel James
Abbott del ejército británico en 1853—, sino que también
acoge el cuartel general de la 2ª División del Cuerpo de
Ejército del Norte de Pakistán. Apenas hace un año traté
de entrevistar a otro “enemigo público nº 1”, el líder
del grupo que se considera responsable de la masacre de
Mumbai. Le encontré en la ciudad pakistaní de Lahore,
custodiado por policías pakistaníes en uniforme y armados
con metralletas.
Por supuesto, hay otra pregunta más
que no se ha formulado: ¿no podían haber detenido a Bin
Laden? ¿No contaba la CIA —o los comandos de élite de la
Marina o las fuerzas especiales de EEUU o cualquiera que
haya sido la fuerza estadounidense que ha acabado con él—
con medios suficientes para arrojar la red sobre el tigre? “Justicia”,
así ha calificado Barack Obama su muerte. En otros tiempos,
“justicia” implicaba, desde luego, un
procedimiento, un tribunal, una vista oral, una defensa
letrada, un juicio justo. Como los hijos de Sadam, Bin Laden
ha sido abatido a tiros. Claro que él nunca quiso que le
cogieran vivo, y había cubos de sangre en la habitación en
que murió.
Pero un juicio habría inquietado a más
personas que a Bin Laden. Después de todo, este podría
haber hablado de sus contactos con la CIA durante la ocupación
soviética de Afganistán, o de sus reuniones a cuatro ojos
con el príncipe Turki, el jefe de los servicios secretos de
Arabia Saudí, en Islamabad. Sadam —que fue juzgado por el
asesinato de 153 personas y no de los millares de kurdos que
hizo gasear— murió en la horca antes de que tuviera
tiempo para hablar de los componentes del gas letal que había
recibido de EEUU, o de su amistad con Donald Rumsfeld, o de
la ayuda militar que obtuvo de EEUU cuando invadió Irán en
1980.
Curiosamente, no lo declararon
“enemigo público nº 1” por los crímenes contra la
humanidad del 11 de septiembre de 2001, sino por los
atentados anteriores de Al Qaeda contra las embajadas de
EEUU en África y contra el cuartel estadounidense en Dahran.
En todo momento esperaba que le cayera encima un misil de
crucero, igual que yo cuando le entrevisté. Se había
preparado para morir antes, en las cuevas de Tora Bora, en
2001, cuando sus guardaespaldas le impidieron resistir y
luchar y le obligaron a cruzar las montañas para huir a
Pakistán. Tal vez pasó un tiempo en Karachi, estaba
obsesionado con Karachi; aunque parezca increíble, incluso
me dio fotografías de pintadas a favor de Bin Laden en las
paredes de esta antigua capital de Pakistán y alabó a los
imanes de la ciudad.
Sus relaciones con otros musulmanes
eran un misterio; cuando me reuní con él en Afganistán,
al principio desconfiaba de los talibán, negándose a
dejarme ir a Jalalabad por la noche desde su campo de
entrenamiento y poniéndome en manos de sus lugartenientes
de Al Qaeda para que me protegieran durante el viaje al día
siguiente. Sus seguidores odiaban a todos los musulmanes chiíes
por herejes y a todos los dictadores por infieles, aunque se
declaró dispuesto a cooperar con los exbaasistas iraquíes
contra la ocupación estadounidense de Iraq, como dijo en
una cinta grabada a la que la CIA, como es costumbre, no
prestó atención. Nunca tuvo una palabra de alabanza para
Hamás y apenas era digno de su calificativo de “guerrero
sagrado” que esta organización le dedicó ayer y
que, como siempre, hizo directamente el juego a Israel.
En los años posteriores a 2001 tuve
una breve comunicación indirecta con Bin Laden, reuniéndome
una vez con miembros de Al Qaeda de su confianza en un lugar
secreto de Pakistán. Escribí una lista de 12 preguntas, en
primer lugar una que resultaba obvia: ¿qué clase de
victoria podía cantar si sus acciones habían provocado la
ocupación de dos países musulmanes por EEUU? No hubo
respuesta durante semanas. Después, un fin de semana,
cuando estaba yo a punto de dar una conferencia en Saint
Louis, en EEUU, me dijeron que Al Jasira había reproducido
una nueva cinta grabada de Bin Laden. En ella contestó, sin
mencionarme, a cada una de mis 12 preguntas. Y
efectivamente, lo que quería es que los norteamericanos
fueran al mundo árabe: así podía destruirlos.
Cuando fue secuestrado el periodista
Daniel Pearl, del Wall Street Journal, escribí un
largo artículo en The Independent, en el que
supliqué a Bin Laden que tratara de salvarle la vida. Pearl
y su mujer se habían hecho cargo de mí cuando fui golpeado
en la frontera afgana en 2001; incluso me dio acceso a su
agenda de contactos. Mucho después me dijeron que Bin Laden
había leído mi artículo con tristeza, pero Pearl ya había
sido asesinado. O eso dijo.
Las obsesiones de Bin Laden afectaron
también a su familia. Una mujer le abandonó, dos más han
muerto por lo visto en el ataque estadounidense del domingo.
En 1994 conocí en Afganistán a uno de sus hijos, Omar, que
acompañaba a su padre. Era un niño educado y cuando le
pregunté si estaba contento, me contesto “yes”,
en inglés. El año pasado publicó, sin embargo, un libro
titulado Living Bin Laden, donde —después de
recordar cómo su padre mató a sus queridos perros en un
experimento de guerra química— lo calificó de “mala
persona”. En su libro también rememora nuestro
encuentro, concluyendo que tendría que haberme dicho que
no, que no era un niño feliz.
A mediodía de ayer recibí tres
llamadas telefónicas de árabes que estaban todos seguros
de que los norteamericanos habían matado al doble de Bin
Laden; conozco a muchos iraquíes que todavía creen que los
hijos de Sadam no murieron en 2003 ni Sadam fue ahorcado
realmente. En su momento, Al Qaeda nos lo dirá. Desde
luego, si estamos todos equivocados y se trataba de un
doble, recibiremos un nuevo vídeo del Bin Laden real, y el
presidente Barack Obama perderá la próxima elección.