Christopher Hill es el ex
secretario de Estado estadounidense adjunto para el este asiático que fungió
de embajador en Irak. Era un diplomático muy obediente y poco elocuente. Pues
el otro día escribió que la noción de un dictador que reclama para sí el
derecho soberano de abusar de su pueblo se ha vuelto inaceptable”. Así es,
pero Hill no mencionó lo que ocurre si es que se vive en Bahrein. En esta
pequeña isla, una monarquía sunita formada por califas gobierna a la mayoría
chiíta, que ha respondido a las protestas democráticas con sentencias a
muerte, arrestos masivos, castigos de prisión a médicos que permitieron que
pacientes murieran después de las protestas y una “invitación” a las
fuerzas sauditas a entrar al país.
Los gobernantes también han
destruido decenas de mezquitas chiítas con todo el celo de un secuestrador
del 9/11. Al mismo tiempo, recordemos que la mayor parte de los asesinos del
11 de septiembre eran, ciertamente, sauditas.
¿Qué reacción tenemos ante
esto? Silencio. Silencio en los medios estadounidenses, silencio en la mayor
parte de la prensa europea, silencio de nuestro amados CamerClegg [en alusión
al primer ministro y ministro del Exterior británicos, respectivamente David
Cameron y Nick Clegg, N de la T.] así como de la Casa Blanca.
Y lo que es todavía más
vergonzoso, silencio de los árabes que saben con quién deben quedar bien, y
esto significa también silencio por parte de Al Jazeera. Con frecuencia
aparezco en su programación en inglés y árabe, que por lo demás es
excelente, pero que omitan mencionar a Bahrein es vergonzoso, como una mancha
de excremento en la dignidad que han aportado al quehacer periodístico en
Medio Oriente. El emir de Qatar –a quien conozco y encuentro muy
agradable– no debería humillar de esta forma a su imperio de televisión.
CamerClegg guarda silencio,
desde luego, porque Bahrein es uno de nuestros “amigos” en la región del
golfo Pérsico, un insaciable comprador de armas, hogar de miles de
expatriados británicos quienes, durante la mini revolución de los chiítas
del país, pasaron su tiempo escribiendo cartas ofensivas a la prensa local
leal al califato para acusar a los periodistas occidentales. En cuanto a los
manifestantes, recuerdo a una joven chiíta, quien me dijo que si tan sólo el
príncipe heredero hubiera hecho acto de presencia en la Plaza de la Perla
para hablar con quienes protestaban, lo hubieran llevado en hombros a recorrer
todo el lugar. Yo le creí. Pero él no se apareció. En vez de eso destruyó
las mezquitas chiítas y afirmó que las protestas eran un complot de Irán
–que nunca fue el caso– y destruyó la estatua de la perla en el centro de
la plaza, con lo que destruyó parte de la historia de su propio país.
Ni para qué decir que el
presidente estadounidense, Barack Obama, tiene sus propios motivos para
guardar silencio. Bahrein es el cuartel de la quinta flota estadounidense y
los estadounidenses no quieren tener que marcharse de su cómodo puerto
(aunque sin dificultad alguna bien podrían marcharase a los Emiratos Árabes
Unidos o a Qatar en el momento que lo deseen). Además, tienen toda la intención
de defender a Bahrein de la mítica agresión iraní.
Por lo tanto, no veremos a
Hillary Clinton, siempre tan impaciente por insultar a la familia Assad, quien
no tiene nada malo que decir de los califas. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿No
estamos todos en deuda con los árabes del golfo? Son gente honorable y cuando
los critica, lo hace de buena fe. Pero en el caso de Bahrein, ni eso.
Guardamos silencio. Incluso nos quedamos callados cuando los estudiantes
bahraníes en Gran Bretaña fueron privados de sus becas concedidas por el
gobierno porque protestaron afuera de la embajada de su país en Londres. Qué
vergüenza, CamerClegg.
Bahrein nunca tuvo fama de ser
“amigo” de Occidente, pero así le gusta que se le presente. Hace más de
20 años, cualquiera que protestara contra el dominio de la familia real corría
el riesgo de ser torturado en los cuarteles de las fuerzas de seguridad
policial. El capitán de este cuerpo era un ex policía británico de la Sección
Especial, cuyo torturador experto era un pernicioso mayor del ejército de
Jordania.
Cuando publiqué sus nombres, se
me recompensó con una caricatura en el periódico gubernamental Al Jaleej, en
que se me dibujó como perro rabioso. Los perros rabiosos, como todos saben,
deben ser exterminados. No fue chiste; fue una amenaza.
Sin embargo, la familia Al
Kalifa no tiene problema con el periódico de la oposición, Al Wasat.
Arrestaron a uno de sus fundadores, Karim Fajrawi, el pasado 5 de abril. Murió
bajo custodia policial una semana más tarde. Pasaron 10 días y arrestaron al
columnista Haidar Naimi, de quien no se sabe nada desde entonces.
Nuevamente, silencio de
CamerClegg, Obama, Clinton y el resto. El arresto de doctores chiítas
musulmanes por dejar que sus pacientes murieran, pacientes que fueron heridos
por las “fuerzas de seguridad”, es todavía más vil.
Yo estaba en el hospital cuando
ingresaron estos pacientes. La reacción de los médicos fue de horror
mezclado con temor. Nunca antes habían visto heridas de bala disparadas a
quemarropa. Ahora han sido arrestados, tanto los doctores como los pacientes
que fueron sacados de sus camas del hospital. Si esto ocurriera en Damasco,
Homs, Hama o Aleppo, las voces de CamerClegg, Obama y Clinton nos estarían
retumbando en los oídos. Pero tratándose de Bahrein no es así. Silencio.
Cuatro hombres han sido
condenados a muerte en una corte marcial a puerta cerrada por matar a dos
policías bahraníes. Sus “confesiones” fueron transmitidas por televisión,
al estilo soviético. Ni una palabra de CamerClegg, Obama o Clinton.
¿Qué es este absurdo? Se los
diré. No tiene nada que ver con los habitantes de Bahrein ni con los Kalifa.
Tiene que ver con nuestro temor de Arabia Saudita, es decir, que el asunto
gira en torno a nuestro petróleo. Es nuestra absoluta negativa a recordar que
el 9/11 fue cometido por una mayoría de atacantes sauditas apoyados por el
talibán, que Bin Laden era saudita y que la versión más cruel del Islam
proviene de Arabia Saudita, la tierra de las decapitaciones y las manos
cercenadas.
Tiene
que ver con una conversación que tuve con un funcionario bahraní –un
hombre honesto y decente–, en la que le pregunté por qué el primer
ministro de Bahrein no podía ser electo por la población chiíta
mayoritaria. “Los sauditas nunca lo permitirían”, me respondió. Sí,
hablaba de nuestros otros amigos: los sauditas.