El mundo árabe está
experimentando una transformación de dimensiones potencialmente históricas e
internacionales. Muhammad Bouazizi, el vendedor ambulante de Túnez que se
auto inmoló por los malos tratos de las autoridades estatales a finales de
2010, provocó un diluvio de ira y activismo popular que ha derrocado a los
regímenes de Ben Ali y Mubarak en Túnez y Egipto respectivamente, para
continuar seguidamente con manifestaciones callejeras y batallas en toda la
región.
En el momento de escribir estas
líneas, los rebeldes libios, en alianza con una coalición de la OTAN, luchan
contra Gadafi y sus partidarios. Bahreiníes, omaníes, yemeníes y, más
recientemente, sirios, han salido a las calles en masa y han sido alcanzados
por balas y matones de seguridad —y en el caso de Bahréin, por las tropas
de Arabia Saudí— al servicio de regímenes que tratan desesperadamente de
mantenerse adheridos al poder de unos atrincherados Estados–familia.
Se ha sugerido la analogía
entre estos acontecimientos y la Primavera de Praga de 1968, ambos con sus
esperanzas de retar popularmente al poder ilegítimo del Estado, y sus
advertencias sobre la malicia y la brutalidad de ese poder organizado contra
los movimientos populares.
Sin embargo, antes de estas
rebeliones otras tuvieron lugar, podría decirse que más modestas en sus
objetivos y sin lugar a dudas con menos eco en los medios de comunicación
internacionales. Durante años, los trabajadores principalmente del sur de
Asia se han lanzado a las calles en Emiratos Árabes Unidos. ¿De qué iban
esas protestas y por qué se han ignorado? ¿Qué podrían aportar a la
formación futura del Golfo?
Los Estados de la región del
Golfo arábigo han permanecido extraordinariamente envueltos en la bruma del
mito y la ideología incluso en relación con otros Estados de la región.
Para los observadores ocasionales, se trata de los Estados “populares” del
mundo árabe. Muchos creen que las familias que los gobiernan no han tenido
dificultad en ganarse a sus pueblos con el regalo del bienestar financiado con
petrodólares y exitosas campañas de construcción de una hegemonía de
persuasión cultural (como puede verse, por ejemplo, en los alardes
desplegados sobre que su arabidad es la auténtica). Y en cualquier caso, (según
reza el mito) estas familias gobernantes fueron las únicas capaces de llevar
la modernidad a sus “tribales” y “atrasados” pueblos.
De hecho, como muestran los
ejemplos en toda la región, el ascenso del Estado–familia en el Golfo nunca
ha sido impugnado. La historia del gran juego de poder británico con los títeres
hachemíes del Hiyaz y los de al–Saud en Nayd es bien conocida. Como también
lo son las líneas generales de la alianza entre las empresas petroleras de
Estados Unidos y los al–Saud poco después de que se fundara Arabia Saudí.
Pero las historias acerca de las revueltas locales contra la familia al–Saud
y otras similares contra las dinastías de los al–Sabah de Kuwait, los al–Maktum
de Dubai, y los al–Bu Said, de Omán se desconocen casi absolutamente.
Es importante señalar que esas
revueltas, aunque a menudo estuvieron dirigidas por comerciantes, tecnócratas,
o estudiantes, implicaron también con frecuencia, de manera instrumental, la
participación de los trabajadores. Los trabajadores saudíes, por ejemplo, se
sublevaron contra las políticas de ARAMCO al estilo Jim Crow durante la década
de 1940 y 1950. En los últimos meses, según informes de Pepe Escobar, los
trabajadores omaníes de Salalah, Sohar y Sur se rebelaron masivamente contra
el estancamiento de los salarios, la inflación galopante, y la exclusión de
trabajos, acusando al régimen de Qabus bin Sultán de repartirlos a muscatíes
[de la capital, Muscat] favorecidos y a extranjeros. El régimen, debe decirse
(ya que ha sido ignorado tanto por los observadores inclinados a creerse los
mitos acerca del supuesto respeto del Estado de Omán por los derechos
humanos) hizo frente a tales protestas con balas y gases lacrimógenos,
matando a un muchacho de quince años de edad. Huelga mencionar los recientes
acontecimientos en Bahréin, cuando la fuerza de las armas de Arabia Saudí
dio alas a los al–Jalifa para ejercer una siniestra campaña de eliminación
de cualquier supuesta amenaza a su hegemonía.
Las recientes manifestaciones en
Omán y Bahréin, sin embargo, arrojan luz sobre lo escasas que han sido las
agitaciones de los pueblos oriundos del Golfo en las últimas décadas. De
1930 a 1970 fueron años de frecuentes y activos movimientos de oposición en
el Golfo: desde los movimientos reformistas majlis dirigidos por los
comerciantes en Kuwait y Dubái, en la década de 1930, a los movimientos
contra las corporaciones del petróleo en Arabia Saudí, Bahréin; del Frente
Nacional de Dubai, en los años 1940 y 1950, a los frentes de Liberación
Nacionalista Árabe y Frente Marxista de Bahréin y Omán en los años 1960 y
1970. Desde la década de 1970, por el contrario, Qatar, Kuwait, Emiratos Árabes
Unidos (EAU), así como en cierta medida, Arabia Saudí, han conseguido evitar
levantamientos de masas y aplastar totalmente a las organizaciones populares,
en gran parte debido a la demografía y al petróleo (la excepción aquí es
Bahréin, relativamente pobre en crudo, donde se han producido frecuentes
levantamientos durante este período de tiempo). Una vez que se descubrió el
petróleo, los Estados del Golfo pudieron crear nuevas clases dependientes de
ciudadanos que fueron sobornados con dádivas relativamente generosas. En
algunas partes del Golfo, la hegemonía del Estado–familia cimentado en la
seguridad y abastecido por el petróleo no era del todo completa, como en Bahréin,
con su sectarismo institucionalizado y una mayoría chií marginada, y en Omán,
con su historia particularmente tensa de resistencia nacionalista árabe y
marxista a la autocracia real. En general, sin embargo, con el petróleo, los
trabajos más desagradables de los que cualquier sociedad depende —desde la
construcción a las labores de vigilancia para el mantenimiento de las
infraestructuras urbanas— los llevaban a cabo, cada vez más, los
extranjeros.
Los trabajadores extranjeros en
el Golfo, aunque sin duda marginados y explotados, están lejos de ser los
silenciosos, pasivos y asalariados esclavos del imaginario popular. En el
periodo en que llevé a cabo mi propia investigación en Dubái, estallaron al
menos nueve protestas de trabajadores en un solo mes, de septiembre a octubre
de 2005. Esas protestas oscilaron en su tamaño desde cerca de diez
trabajadores a casi 1.000. La protesta de Dubái de1.500 “trabajadores asiáticos
con salarios precarios” de la que informó en marzo de 2008 la Agencia
France Presse, estaba lejos de ser atípica por su amplitud. En el mismo año,
Epoch Times on line informó de una huelga de 3.000 trabajadores en el emirato
de Ras al–Jaimah, directamente al este de Dubái.
No obstante, de vez en cuando,
las huelgas son mucho más importantes. Por ejemplo, a finales de 2007 (según
informaba el diario de Emiratos Árabes Al–Watan) aproximadamente 30.000
trabajadores se declararon en huelga durante 10 días contra Arabtec, la gran
empresa de construcción de Dubái.
EAU constituye, de hecho, un
caso útil para el estudio porque de todos los Estados del Golfo, es al que se
le considera como más estable, un estereotipo que parece haber salido
reforzado sólo por la relativa falta de dramas recientes dentro de sus
fronteras. En realidad, sin embargo, el malestar de los trabajadores en EÁU
es rutinario, y devela una imagen más compleja sobre la llamada estabilidad
de los Emiratos. Consideremos tan sólo un mes (una vez más, no atípico para
EÁU): el pasado diciembre y enero, el mismo período de tiempo de las
revoluciones de Túnez y Egipto. En diciembre, escribe el periodista Stephen
Smith en Epoch Times, casi un millar de trabajadores bloquearon una rotonda
populosa en una zona industrial de Dubái (Smith no informa acerca de contra
qué se organizó la huelga ni en qué zona específica de Dubái se desarrolló).
La web de Risk and Forecast (una
firma de consultoría que analiza los riesgos políticos para la inversión
global que está lejos de ser radical políticamente) informó de otra huelga
contra Arabtec a mediados de enero: cerca de 5.000 trabajadores en su mayoría
surasiáticos, estuvieron en huelga casi dos semanas para pedir un aumento de
sueldo de 200 a 250 dólares al mes. La web describe la respuesta del gobierno
de EAU —la deportación de 50 trabajadores— como “alarmante” y añade
que “socava las iniciativas que el país estaba pergeñando para modernizar
su legislación laboral. Ésta ha sido definida por organizaciones
internacionales de derechos humanos como una forma moderna de esclavitud”.
Esas huelgas no fueron tampoco meros acontecimientos fugaces. Fue la respuesta
común de trabajadores hartos de que se les expropie el bienestar material y
la dignidad de manera sistemática y tácitamente autorizada. Según lo
detallado por Human Rights Watch en un mordaz informe de 2006 sobre el sector
de la construcción en EAU, las quejas de los trabajadores extranjeros no sólo
tienen que ver con los salarios, sino que son el resultado de la intersección
de la vulnerabilidad estructural de los trabajadores en la economía política
global y local, de las prácticas sobre el terreno de actores tanto de EAU
como de los países de origen de los trabajadores. Se trata de una situación
que suma a la falta de pago de los salarios, prácticas tales como la
contratación engañosa por parte de los empresarios, la modificación de
contratos por los patronos, campos de trabajo inhabitables y remotos, y la
confiscación de pasaportes.
Quizá, como cabía esperar, los
medios de comunicación, ya sea en EÁU o en el exterior, han ignorado a los
trabajadores tanto surasiáticos como árabes (estos últimos integran
asimismo una parte importante de la fuerza laboral de EÁU). Aunque la prensa
en lengua inglesa de EAU tiende a dar más cobertura a los trabajadores
migrantes que la prensa en lengua árabe, en ambos casos, las perspectivas que
ofrecen de los trabajadores son en la mayoría genéricas y siempre muy
breves. La mayoría de la copiosa prensa que leí en papel y en internet desde
2003 hasta 2007 (el período de mi investigación en Dubái), de hecho, nunca
se molestó en hablar con los trabajadores vinculados con las huelgas. Esos
periodistas, inevitablemente, eligieron en cambio a responsables del Estado o
municipales —por ejemplo, al jefe de la división de “derechos humanos”
del Departamento de Policía, a un académico “experto”, o a un
funcionario del Ministerio de Trabajo— a quienes de alguna manera se había
designado para hablar por los trabajadores. A excepción de la labor de Human
Rights Watch y de unos pocos bloggers dispersos, a los trabajadores se les
representa siempre como una masa homogénea y casi siempre como una amenaza o
una molestia pública.
¿Por qué existe este aparente
consenso de que los trabajadores no pueden o no deben hablar por sí mismos?
¿Por qué el recurso aparentemente inevitable de homogeneizarlos en las
representaciones periodísticas? En mis reflexiones finales, sugiero a la vez
una explicación y una vía para que en el futuro se tome a los trabajadores
del Golfo —vengan de donde vengan— y a sus perspectivas en serio.
Es cierto: mientras que la acción
popular en Egipto, Túnez, y en los demás países de la Primavera árabe es
una protesta política, las acciones en EAU son las huelgas. No debemos
confundir ambas: lo que está en juego en cada tipo de manifestación es
diferente. Los trabajadores extranjeros de EAU son ciudadanos de otro país
que eventualmente regresarán a sus países de origen. Sin embargo, aunque los
extranjeros en EAU—sean trabajadores o de clase media— no se imaginan que
forman parte de la comunidad, sus protestas, sin embargo, resuenan en algunos
aspectos importantes en las de la Primavera árabe (mucho más con las de los
árabes autóctonos del Golfo, cuyas propias voces y protestas han sido
brutalmente reprimidas por los Estados–familia del CCG en respuesta a las
revueltas árabes). Tanto la Primavera árabe como las acciones de los
trabajadores del Golfo tienen que ver, en general, con la dignidad y la
justicia; ambas retan al status quo de Estados–familia basados en la
seguridad que no rinden cuentas, y ambos se encuentran con la feroz respuesta
de tales Estados. Sin embargo, las acciones de los trabajadores del Golfo se
ignoran, ¿por qué?
En el mundo que vivimos —donde
los Estados–nación son los creadores “naturales” y los garantes de los
derechos individuales— la norma es la relación entre el ciudadano y el
Estado–nación. Las reivindicaciones de los que no son ciudadanos de los
Estados–nación no existen como tales: aunque realmente exista gente que
hace reclamaciones al Estado–nación sin ser ciudadanos de ese Estado, el
proceso sigue siendo a menudo una proposición complicada, incierta, tensa. No
hay duda, al menos, de que en cualquier Estado los derechos jurídicos de los
que no son sus ciudadanos son siempre más limitados que los que sí lo son,
otro signo de la normalización de la ciudadanía a través de la nacionalidad
en el mundo moderno. Aunque ciertamente no le reste nada a la oleada democrática
de los países árabes, hay que reconocer que esta lógica del Estado–nación
tiene mucho que explicar acerca de por qué se celebran las protestas árabes
en los países árabes mientras que se ignoran las de los surasiáticos en
esos mismos países.
Por otra parte, el caso de los
trabajadores extranjeros en EÁU arroja luz sobre los actuales procesos de
gobernabilidad, tanto en el Golfo como en otros lugares. Además de atribuir a
los inmigrantes un carácter poco fiable y de potencial amenaza para la
sociedad —como se puede apreciar en los discursos hegemónicos de Emiratos
sobre la inmigración ilegal, similares a los de Estados Unidos y Europa— se
da por supuesto que los extranjeros suponen una amenaza para la cultura y la
pureza local (en sentido literal y figurado). Como Anh Nga Longva y yo mismo
descubrimos en nuestras respectivas investigaciones de Kuwait y Dubái, el
servicio doméstico extranjero, por ejemplo, es especialmente vulnerable a
acusaciones de inmoralidad sexual y prostitución. Desde este punto de vista,
se realiza una conexión entre la supuesta pérdida de la moral sexual del
extranjero y la infiltración de influencias culturalmente corrosivas a través
del espacio doméstico de la familia. Lo que me sorprendió durante mi
investigación, por otra parte, fue la forma en que los discursos de la
amenaza extranjera se vinculaban con lo que el filósofo Giorgio Agamben podría
denominar (en la reciente adaptación de Hal Foster) “la administración de
la vida humana como cuestión vital”, o “la gestión absoluta de la vida
biológica”. Por ejemplo, las descripciones de la inmigración ilegal en los
medios de comunicación de EAU durante mi periodo de investigación evocaban
una movilidad casi ingobernable, una frontera caótica contra la cual el
Estado luchaba para imponer el orden y contra las enfermedades potenciales que
podían invadir al país si el gobierno quebrara. Los extranjeros de la clase
trabajadora eran representados como si expusieran a EAU a cualquier cosa,
desde el sida a la tuberculosis, a la hepatitis B y a la lepra. El éxito de
la gobernabilidad, como lo expresaba un responsable político, consiste en
“mantener limpio el país de inmigrantes ilegales”.
Por lo tanto, la relación entre
los trabajadores extranjeros y los actores locales de EÁU tiene que ver con
algo más que con derechos. Supera o desborda nuestro encuadre habitual en el
que los problemas surgen simplemente porque los no–ciudadanos exigen
derechos que los ciudadanos consideran que pertenecen únicamente a los
miembros del Estado–nación (o etnocracia, como Longva ha denominado a los
Estados del Golfo). Se sitúa al trabajador extranjero en una relación biopolítica
entre el Estado y los ciudadanos.
Según Agamben, la soberanía
biopolítica se establece sobre una exclusión fundamental, la del homo sacer
u “hombre sagrado”. El atributo de ser “sagrado” no está traído aquí
en su sentido contemporáneo, sino en un sentido más familiar el mundo romano
(la fuente de la genealogía de Agamben del concepto de homo sacer): la de ser
“maldito”. De acuerdo con una reciente lectura de Hal Foster, homo sacer
era “lo más bajo de lo bajo... se le podía matar pero no sacrificar”. El
orden social romano se definía en sus límites por el soberano y por el homo
sacer, figuras complementarias que constituyen el orden estatal y social. El
soberano exigía un derecho excepcional para hacer de cualquiera de sus súbditos
un homo sacer, mientras que todos los súbditos del soberano podían
comportarse como soberanos en relación con los homines sacri en las escalas más
bajas del orden social. Agamben sostiene además que la condición de homo
sacer y su “vida desnuda” —su animalidad como condición de ser— se
están convirtiendo en norma en un mundo de campos de detención y de Estados
que suspenden las leyes “en nombre de preservar la ley” (Foster). Agamben
toma la experiencia de judíos durante el Holocausto nazi como emblemática de
la vida desnuda, pero Foster trae a la mente ejemplos más prosaicos, como el
del “musulmán terrorista” o el prisionero encapuchado de Abu Ghraib. Se
podría añadir otro ejemplo, quizá incluso más prosaico, el del maldito
trabajador extranjero en los Estados árabes contemporáneos del Golfo.
En cierto modo, la teoría de
Agamben se aplica literalmente a los trabajadores extranjeros en los EÁU. En
Dubái, por ejemplo, viven, ya sea en un vasto sistema de campos de trabajo en
la periferia de la ciudad o dentro de la esfera doméstica de la casa, en
perpetuo estado de informalidad y temporalidad y sujetos a las privaciones ya
mencionadas de no ser ciudadanos–nacionales o no tener derechos económicos,
actos arbitrarios que les privan de la plena humanidad y que les resitúan
durante su estancia en el Golfo como seres despojados de vida. Es
significativo que los trabajadores domésticos sean la única categoría de
extranjeros a los que se les permite el acceso a los espacios privados de las
casas del Golfo (dormitorios, baños, lugares de la vida privada más que de
la pública): como seres despojados de vida, se les considera carentes de una
moral subjetiva que pudiera poner en peligro la privacidad de la esfera doméstica.
Ya sea en los espacios íntimos de la familia o en los márgenes lejanos de la
ciudad, estos trabajadores se convierten, en efecto, en invisibles.
Tanto desde el punto de vista
cognoscitivo como espacial, parece que el trabajador extranjero en la
sociedades contemporáneas del Golfo constituye el límite de la soberanía,
la figura en relación con la cual los ciudadanos y, en algunos casos, los
extranjeros más privilegiados, asumen el papel del soberano. De ese modo,
resulta también interesante que haya dos maneras de que los trabajadores
extranjeros se hagan visibles: los debates sobre las amenazas a la cultura
nacional (ya mencionados) y los incidentes en los que se exhorta a las
autoridades para que reafirmen la soberanía del Estado. Un ejemplo de esto último
son los “escándalos” periódicos que revela la prensa local en los que se
descubre que una empresa abusa de los trabajadores. Las autoridades del Estado
intervienen y prometen castigar a las empresas infractoras. Pocas veces, en
todo caso, se autoriza a los trabajadores a hablar sobre sus experiencias. El
incidente rápidamente se desvanece en el debate público. Tales incidentes
permiten que las autoridades estatales muestren periódicamente su legitimidad
y equidad, y por ende, que hagan valer el derecho del Estado a constituir a
cualquier individuo que le plazca como homo sacer.
Un ejemplo más claro de este
aclamado derecho a la arbitrariedad, por supuesto, es la forma en que todos
los Estados del CCG han reaccionado ante los acontecimientos de la Primavera
árabe. Desde Arabia Saudí a Bahréin, Omán y EAU, las dinastías
gobernantes del Golfo han intensificado su represión contra los activistas
oriundos y contra cualquier otro sospechoso de no estar conforme con la
hegemonía del Estado–familia que corresponda en cada caso. La Primavera árabe
ha resultado un frío invierno para los ciudadanos del Golfo. Dada la conexión
entre las muestras de soberanía y la represión de los trabajadores
extranjeros —que he estudiado en mi monografía sobre Dubái— junto con la
crisis económica mundial en curso, podemos esperar igualmente un tratamiento
similar y quizás más sumario contra los trabajadores extranjeros en un
futuro próximo.
Es importante tener en cuenta
que la biopolítica que he esbozado aquí no se da exclusivamente en el Golfo
contemporáneo. De hecho, las sociedades del Golfo se asemejan mucho a otras
etnocracias, como Israel, y comparten mucho también con los Estados del norte
global en su construcción biopolítica de ciudadanos y no ciudadanos. La
biopolítica, después de todo, es la clave esencial para la incertidumbre: el
soberano utiliza la incertidumbre —la amenaza de ataques terroristas o las
amenazas culturales que supuestamente plantean los inconformistas o los
individuos totalmente excluidos— como pretexto para hacer afirmaciones más
dogmáticas que les eximen del cumplimiento de la ley, y que, a su vez,
subjetivan a una población conformista.
Esta parece ser la situación
común tanto en el norte como en el sur. Lo que hace falta es trasladar esta
comprensión al Golfo para que podamos analizar de un modo más teóricamente
informado los procesos y los vectores de subjetivación en el que los
trabajadores extranjeros se encuentran atrapados cuando sortean la intersección
contemporánea entre economía política globalizada, guerra global contra el
terrorismo, y la etnocracia del Golfo. Aunque las rebeliones de la Primavera
árabe y las huelgas del Golfo sean muy diferentes en muchas cosas, en última
instancia ambas rechazan la auto–exención del poder soberano de las
obligaciones de la ley.
Tanto en los levantamientos árabes
como en las huelgas de los surasiáticos lo que ha destacado es la afirmación
de que el individuo no es el mero sujeto del poder soberano, una mera
existencia sin vida. Ambas formas de acción de masas deben situarse en la
evolución del Estado–familia basado en la seguridad del mundo árabe
moderno y poscolonial, como fenómenos distintos que, no obstante aspiran,
cada uno a su manera, a ampliar los derechos de los ciudadanos y de los
trabajadores de la región.
(*)
Ahmed Kanna enseña antropología en la University of the Pacific, San
Francisco, California. Es autor de “Dubai, The City as Corporation” (2011,
University of Minnesota Press) y editor, con Xiangming Chen, de “Rethinking
Global Cities” (Forthcoming, Routledge).
Nota:
Estoy en deuda con Beena Ahmad, Fahad
Bishara, y Nélida Fuccaro por su lectura crítica de este ensayo. Mis
referencias a Agamben se han extraído del ensayo de Hal Foster: “I am the
Decider”, London Review of Books, 17 de marzo de 2011.