El
imperialismo se apoya en agentes como Noriega, Saddam
Hussein, Mubarak
o
Gadafi y después los abandonan: defenderlos en nombre de
una
“izquierda”
antiimperialista es aberrante
La
rebelión libia y “la paz” de los colonialistas
Por
Guillermo Almeyra (*)
La Jornada, 28/08/11
La rebelión
general que está transformando a los países árabes tiene,
en cada nación, formas y componentes diferentes que
responden a las distintas historias religiosas y sociales y
a las diversas tradiciones y estructuras sociales. Túnez,
desde siempre mucho más homogéneo e influenciado por las
tradiciones políticas del colonialismo francés, no es lo
mismo que el poblado y desarrollado Egipto, y en Yemen la
lucha entre las tribus y la división entre el norte y el
sur (ocupado militarmente por la dictadura de Sanaa)
introduce factores que no existen, por ejemplo, en
Marruecos, donde, como en Argelia, las divisiones entre árabes
y bereberes acompañan la lucha popular por los derechos
democráticos y por un estado de derecho, por no hablar de
los países del Golfo, donde la rebelión democrática de
los trabajadores extranjeros se une también con la oposición
de los chiítas a los despóticos y riquísimos príncipes
sunnitas, o de Siria, donde se entremezclan las luchas
religiosas islámicas (los minoritarios alauitas contra la
mayoría sunnita) con las tensiones entre los diversos
clanes políticos existente en el partido gobernante.
Libia era la
colonia europea más atrasada y los italianos la gobernaban
con la horca, con deportaciones y corrompiendo a los líderes
tribales. Actualmente existen 850 tribus, pero sólo siete
son importantes. Gadafi se apoya en la suya (la Gadhafa) y
en otra pequeña, ambas en Sirte y cerca de Trípoli, y
tiene en contra las mayores tribus, los comerciantes y
exportadores, la secta Senoussi en la Cirenaica, que siempre
dominó Bengasi, los nacionalistas de izquierda que reprimió
y marginó, grupos importantes de militares furiosos porque
el gobierno se apoyaba sobre todo en mercenarios africanos y
sectores democráticos. Los obreros en su inmensa mayoría
son extranjeros y carecen de todos los derechos.
De ahí que,
como dijo su hijo Saif al comienzo de la rebelión, “Libia
no es Túnez: aquí habrá guerra civil”, porque Gadafi
tiene el apoyo de una parte minoritaria aunque numerosa de
la población (y su tribu, sobre todo), y del ejército,
armado hasta hace poco particularmente por Nicolas Sarkozy y
porque el principal empleador era el Estado Gadafista y
clientelista.
Sólo el
gobierno de Israel y los despistados de siempre de una
izquierda ma non troppo, habituados a adorar gobiernos que
bautizan como “progresistas”, pueden lamentar la rebelión
democrática de las masas árabes que han eliminado a los
Ben Ali y Mubarak, obligado al sultán marroquí a hacer
concesiones constitucionales, colocado en la cuerda floja a
las dictaduras de Yemen y Siria y dado un golpe de muerte al
régimen de Gadafi. Éste era un enemigo de la causa
palestina, un socio de los imperialistas europeos, un factor
de estabilidad para los colonialistas y racistas antiárabes
israelíes. Fue Gadafi mismo quien creó las condiciones
para la actual intervención colonialista de la OTAN y el
culpable del vacío político que permitió juntar en un
solo haz un montón heterogéneo de agentes del imperialismo
inglés, francés o estadounidense capaces de aceptar el
bombardeo de la OTAN a su propio pueblo, de líderes
fundamentalistas maniobrables, de ex Gadafistas oportunistas
que saltan a última hora al bando triunfante para conservar
sus privilegios, unidos quién sabe por cuántos días a un
puñado de nacionalistas antiimperialistas y demócratas.
Los imperialistas no habrían podido jamás lograr el apoyo
de más de media población libia si Gadafi no fuese odiado
por ella.
Francia,
Italia y el Reino Unido se apoderarán ahora directamente de
las refinerías que ya tenían como concesión de Gadafi, y
del control del petróleo libio, reduciendo, por
consiguiente, el precio del combustible para esos países y,
para lograrlo, maniobrarán sus piezas en el gobierno de
Bengasi entrando en roces con Estados Unidos que quiere,
sobre todo, hacer de Libia un centro para sostener a Israel
y para frenar la rebelión democrática árabe.
La principal
fuerza de este colonialismo europeo-estadounidense es la
heterogeneidad del Consejo Nacional de Transición (CNT) y
la despolitización y falta de dirección, así como de
proyectos revolucionarios democráticos en el sector más
avanzado del mismo, así como la total ausencia de
instituciones estatales mediadoras debido a la concentración
del poder en manos de Gadafi y de sus hijos y presuntos
herederos. De modo que la caída del gobernante –dada la
imposibilidad actual de los colonialistas de enviar tropas y
de poner gobernadores propios– llevará a una guerra de
bandas entre los agentes de las diversas potencias, los
diferentes grupos presentes en el CNT y las tribus (que
controlan diferentes unidades militares). Se cruzarán las
vendettas y será difícil formar un gobierno que convoque a
elecciones parlamentarias, dada la carencia de partidos y de
vida democrática. Además, con respecto a la OTAN, una cosa
es el CNT y otra muy diferente la voluntad de sus seguidores
en la oposición a Gadafi.
Mientras
tanto, la alianza imperialista convertirá a Libia en una
base para tratar de controlar la rebelión en los países
vecinos y para impulsar a la baja los precios del petróleo,
aliviando la factura energética de sus industrias en
crisis. Todos los que se proclaman antiimperialistas deberían
concentrarse ahora en defender la absoluta soberanía del
pueblo libio, en impedir el desembarco militar de la OTAN en
esa nación norafricana, en expulsar de ahí a los
representantes de aquélla y en exigir que la democratización
del país la hagan sus ciudadanos mediante una asamblea
constituyente, donde determinen el carácter del futuro régimen
y quién será dueño de los recursos naturales del país.
El imperialismo e Israel se apoyan en agentes como Noriega,
Saddam Hussein, Mubarak o Gadafi y después los abandonan.
Defenderlos en nombre de una “izquierda”
antiimperialista es aberrante.
(*) Guillermo Almeyra, historiador, nacido en Buenos Aires en 1928 y radicado en México, doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de París, es columnista del diario mexicano La Jornada y ha sido profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México y de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco. Entre otras obras ha publicado “Polonia: obreros, burócratas, socialismo” (1981), “Ética y Rebelión” (1998), “El Istmo de Tehuantepec en el Plan Puebla Panamá” (2004), “La protesta social en la Argentina” (1990–2004) (Ediciones Continente, 2004) y “Zapatistas–Un mundo en construcción” (2006).
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