Egipto

La revolución, puesta a prueba por la trampa electoral

Por Ale Kur
Socialismo o Barbarie, periódico, 07/12/11

Los días 28 y 29 de noviembre se realizaron las primeras elecciones parlamentarias desde la caída de Mubarak. Estas se dieron en el marco de un creciente proceso de movilización y de ruptura política entre amplios sectores de la juventud y los trabajadores con la Junta Militar (SCAF) que gobierna el país, y luego de cinco días de enfrentamientos masivos en la plaza Tahrir que dejaron un saldo de más de 40 muertos.[[1]]

Las elecciones fueron concebidas por la Junta Militar con el objetivo deliberado de descomprimir el descontento popular, sin tener que ceder el poder ni poner en cuestión ninguna de las instituciones que actualmente gobiernan el país.

Por esta razón, las elecciones se realizarían en varias fases, que se prolongarían (en el mejor de los casos) hasta mediados de 2012. Esta primera ronda electoral sólo llamó a las urnas a una tercera parte de los distritos egipcios, para conformar la cámara baja del parlamento.

El carácter tramposo de estas elecciones se vuelve evidente por múltiples razones. La división en más de cinco fases de las elecciones parlamentarias, el complejísimo sistema electoral,[[2]] su separación con respecto a las elecciones presidenciales, son sólo un aspecto del problema. A esto hay que agregar que la Junta Militar pretende reservarse para sí el derecho a manejar su propio presupuesto, a poseer derecho a veto sobre la nueva constitución, etc.

Sin embargo, este es solamente el aspecto formal de la trampa electoral. Su contenido político está determinado por otro elemento: el pacto realizado entre la Junta Militar y los Hermanos Musulmanes (que viene ya de tiempos de Mubarak), respaldado por Estados Unidos (que aporta anualmente 1.300 millones de dólares anuales al ejército egipcio a condición de mantener la paz con Israel).

Este pacto llevó a que los Hermanos Musulmanes boicotearan activamente las movilizaciones contra el régimen militar, y a que –en el punto álgido de los enfrentamientos– contribuyeran a sacar a las masas de las calles para trasladarlas al cuarto oscuro.

De esta forma, pese a los gestos de desagrado del imperialismo frente a las “barbas” de los islamistas, se apoyan en ellos para combatir contra su verdadera pesadilla: la posibilidad de que la clase obrera y la juventud egipcia derriben hasta los cimientos al régimen mubarakista y a todos los parásitos que se enriquecieron con él.

Alta participación electoral y resultados contradictorios

La convocatoria a elecciones parlamentarias fue recibida con desconfianza por los sectores más activistas y combativos de la plaza Tahrir, que llamaron al boicot. Sin embargo, este llamado tuvo un eco escaso: la participación electoral fue superior al 60 por ciento, generando importantes expectativas entre amplísimos sectores de la población, que se amontonaron en largas colas frente a los centros de votación.

La posibilidad de participar en elecciones relativamente libres por primera vez en sus vidas generó un gran entusiasmo, especialmente porque aún estas elecciones tramposas fueron el producto de 11 meses de lucha, siendo inimaginables antes de la caída de Mubarak.

Las amplias masas tomaron como un triunfo la posibilidad de votar, e inclusive un importante sector de los activistas de plaza Tahrir terminaron yendo a las urnas. Otro aspecto muy diferente (y contradictorio) son los resultados obtenidos.

Los resultados que arroja esta primera ronda electoral, dan por ganadora a la Hermandad Musulmana (islamistas pretendidamente moderados y “modernizadores”) con casi el 40 por ciento de los votos. En segundo lugar vienen los salafistas (islamistas fundamentalistas) con el 25 por ciento, y recién en tercer lugar los partidos laicos, liberales y progresistas.

Es imposible, ante estos resultados, no preguntarse: ¿cuál es su relación con el proceso revolucionario, con las luchas juveniles y obreras que vienen llevándose a cabo hace casi un año entero?

Efectivamente, la amplísima vanguardia que viene resistiendo en plaza Tahrir no se ve reflejada por estos resultados: los manifestantes sostienen posturas mayoritariamente laicas, rechazando cualquier posibilidad de reemplazar la dictadura militar por una dictadura religiosa, o de retroceder en los derechos civiles conquistados por las mujeres y la sociedad en general.

Para entender esta contradicción hay que tener en cuenta varios factores: en primer lugar, esa amplia vanguardia se ve diluida numéricamente ante la participación de los millones y millones de personas que conforman el padrón electoral. El voto del activista, del obrero sindicalizado, del estudiante revolucionario y de la mujer emancipada, vale lo mismo que el de los sectores más atrasados de la sociedad. Este es un mecanismo típico de la democracia burguesa, que actúa como un enorme contrapeso conservador frente a los sectores más politizados, organizados y combativos.

En el caso de específico de Egipto, el voto islamista, en segundo lugar, se apoya socialmente en los amplios sectores populares campesinos y suburbanos menos integrados a la modernidad capitalista.

En contraste con eso, en la clase obrera y trabajadora de los sectores industriales y de servicios modernos, hoy en buena parte organizados en nuevos sindicatos después del derrumbe de la burocracia sindical afín a la dictadura de Mubarak, la influencia islamista es mucho más reducida. Y, por supuesto, en la nueva vanguardia obrera, el islamismo –que considera a la huelgas un pecado y sostiene al neoliberalismo– no goza de simpatías. 

Lo mismo sucede en los amplios sectores de juventud estudiantil moderna y laica que junto con la vanguardia obrera han sido los dos principales actores de las dos rebeliones, la iniciada en enero que tumbó a Mubarak, y la actual. 

Un tercer elemento está dado por el amplio peso político–social que tienen los islamistas a través de las mezquitas: estas son el centro de actividades de tipo comunitario y asistencial, que llegan hasta lo más profundo de la sociedad (en las zonas rurales, en los suburbios más pobres de la ciudades, etc.). Las mezquitas manejadas por los Hermanos Musulmanes y otros sectores islamistas, con los aportes de sectores de las burguesías egipcia y de los estados petroleros, desarrollan un “asistencialismo de la miseria”, que se destaca frente al desastre monumental del Estado egipcio en ese terreno. 

Por último, está el hecho de que, hasta el momento, los islamistas nunca habían sido parte del gobierno en Egipto, por lo cual no es muy claro para muchos qué tipo de programas económicos y sociales llevarían adelante. Hay fuertes expectativas puestas en un partido (la Hermandad Musulmana) que lleva 80 años jugando un importante rol político pero siempre desde las segundas líneas. Por su parte, la Hermandad ha tenido el cuidado de presentarse como “moderada” y “democrática”.

Un escenario abierto

Pese a estos resultados, que en primera instancia aparecen como un golpe contra lo más avanzando del proceso revolucionario egipcio, los futuros desarrollos están abiertos.

Una primera cuestión a resolver por el nuevo parlamento es cuál es su actitud frente a la Junta Militar y su esquema de “transición democrática”. La Hermandad Musulmana exigió el derecho a conformar un gobierno propio, desafiando a los militares que  pretenden conservar esta prerrogativa para sí mismos hasta la elección presidencial. No está claro cuan consecuentes pretenden ser con ese planteo, que podría abrir una importante grieta entre unos y otros.

Por su parte, pese al vaciamiento de la plaza Tahrir ocurrido tras las elecciones, amplísimos sectores son conscientes de que muy probablemente deban volver a ella tarde o temprano para completar la revolución y garantizar el cumplimiento de sus demandas. Se abre un nuevo período de experiencias entre amplios sectores de masas, el activismo revolucionario, el nuevo parlamento (con los islamistas –tanto moderados como extremistas– a la cabeza) y la Junta Militar.


[1].– Desarrollamos esto en el artículo “La revolución vuelve a las calles de Egipto” en SoB Nº 214

[2].– Este sistema electoral incluye “candidaturas abiertas” –es decir, sin partidos– para toda una porción del parlamento (que luego deben participar en una especie de ballotage), y la posibilidad del SCAF de designar a dedo a varios parlamentarios.