El
nacionalismo palestino frente al Estado de Israel
El
sufrimiento como identidad
Por
Andrés Criscaut
Le
Monde Diplomatique, mayo 2008
(Periodista
especializado en política internacional. Colaborador en
Israel y Palestina de “Amnesty International”, “Rabbis
for Human Rights” y “Machsom Watch” durante el año
2007. SoB agradece el envío que nos ha hecho el autor para
su publicación)
A
sesenta años del nacimiento del Estado de Israel, el
sionismo ha sido bien estudiado. No es el caso de la
identidad palestina, construida, a pesar de otros
nacionalismos árabes, en base a sucesivos fracasos. El éxito
de Israel contrasta con la irresolución de la “cuestión
palestina”, sometida a los avatares de la descolonización
del siglo XX.
En
términos generales, los nacionalismos israelí y palestino
tienen varias similitudes: fueron ideados por elites
alejadas de la zona anhelada; se formaron en un contexto
colonial; cristalizaron en ausencia de una estructura
estatal y vieron como potenciales ciudadanos a poblaciones
diseminadas en diásporas y muy disímiles entre sí. En su
gran mayoría, israelíes y palestinos fueron –y son–
refugiados, desplazados, migrantes y/o sobrevivientes;
personas que han padecido o ejercido de alguna manera la
violencia o la discriminación a la largo de sus vidas.
El
sionismo, una de las variantes del nacionalismo judío que
homologó a las diversas judeidades en la idea de un ser
israelí, es un caso bien estudiado. Pero recién ahora se
está comenzando a investigar y a entender desde un punto de
vista académico la otra cara de la misma moneda: ¿quiénes
son, qué creen ser, y cómo son vistas esas personas que se
denominan “palestinos”? Este retraso se debió en primer
lugar a la dificultad de Occidente por entender las múltiples
identidades y superposiciones de lealtades que se presentan
en casi todos los nacionalismos de los países árabes. Para
los ciudadanos occidentales, con una larga tradición de
sistemas estatales que fomentan y sostiene identidades
(escuelas, museos, fechas patrias, etc.) es difícil
entender que para un palestino su identidad es mucho más
compleja, móvil y simultánea (árabe en algún contexto,
musulmán o cristiano en otro, de Naplús o de Jaffa, y
finalmente palestina). A su vez, hasta fines de los años
’60, cuando se diluyó la idea del pan–arabismo, el
concepto de un Estado–Nación en el mundo árabe también
había sido visto con temor y sospecha, como una más de las
imposiciones del colonialismo europeo. El auge relativamente
reciente de un nuevo pan–islamismo (otra fuente poderosa
de representación), mucho más radical y anti–occidental,
aún se encuentra en plena evolución en el mundo árabe.
Otro
factor importante es haber entendido la historia del
nacionalismo palestino como un subproducto o una simple
reacción –y por lo tanto, menos legítima– de una de
las más poderosas y efectivas narrativas nacionales: el
sionismo–israelismo. La primera ministra israelí, Golda
Meir, supo decir: “no hay nada que pueda entenderse como
palestinos… ellos nunca han existido”.
Por
ejemplo, en un kibutz del norte de Israel,
adolescentes judíos de todo el mundo juegan a ver quién
sabe más de “israelidad”. Cuál es el nombre del nuevo
ministro de Defensa, cuántos escaños tiene la Knesset, qué
equipo de Tel Aviv ganó la última final de básquet, y cuántos
y cuáles son los países que limitan con Israel. Alguien
responde “cuatro: Líbano, Siria, Jordania y Egipto”, y
todos aplauden esta respuesta. Pero otros no, y menos aun
los palestinos, quienes han padecido una de las mayores políticas
de “no existencia” o de “obliteración” de la
historia.
Lo
fascinante de la narrativa palestina fue que logró
afianzarse casi exclusivamente en hacer del fracaso una
fuente constante de identidad, haciendo de la derrota una
victoria. En ese sentido, el nacionalismo palestino no es
menos real o más ficticio que cualquier otro tipo de
nacionalismo, pero sí podría decirse que pudo
desarrollarse “a pesar” de los otros nacionalismos de la
región, especialmente del israelí y del jordano.
Política
de la negación
Al
igual que todos los nacionalismos que se generaron en Medio
Oriente durante el siglo XX, el palestino fue un producto de
la injerencia extranjera. Paradójicamente, casi todos los
procesos de descolonización estuvieron basados en las ideas
de independencia, libertad y autodeterminación, influidas
por el proceso de modernización al que se vieron
arrastrados los pueblos colonizados. Así, el Mandato británico
sobre Palestina significó un arma de doble filo, ya que a
la par del control y la explotación, también representó
una unificación política y administrativa sin precedentes.
El sistema secular y centralizado del Mandato desarticuló
ciertas lealtades religiosas y sectarias tradicionales,
modelando y asentando las bases para el posterior desarrollo
de un pensamiento nacional moderno. Al mismo tiempo que los
británicos acentuaban y perpetuaban el antiguo sistema de
patronazgo, clientelismo y favoritismo entre los árabes, la
administración moderna generaba nuevos actores, necesidades
y marginalidades que constituían un desafío para las
nuevas elites palestinas.
Como
todas las sociedades de estructura tradicional de Medio
Oriente, los árabes de Palestina se vieron sumergidos en el
gran vendaval de cambios que produjeron las fuerzas políticas
y económicas de la modernidad de principios del siglo XIX,
y la consolidación del mercado mundial y del capitalismo.
Los profundos procesos de politización y control
administrativo articularon una suerte de islam secularizado,
que también involucraba en forma muy activa a los árabes
cristianos, los primeros en entrar en contacto con las
nociones europeas de nacionalismo y patriotismo en las
escuelas misioneras o a través de otros contactos con
europeos (1). Esto comenzó bajo el Imperio Otomano y se
profundizó con las administraciones de Inglaterra y Francia
en la zona.
Pero
al caso palestino se le sumó un factor ausente en todos los
otros procesos de construcción nacional del mundo árabe:
una doble amenaza. El proceso “natural” de explotación,
saqueo y dominio imperial se vio acompañado por una
colonización judía, altamente modernizada en los cánones
europeos, que competía por el mismo espacio geográfico y
por los mismos factores de producción.
El
nacionalismo palestino no es una simple reacción al proceso
de construcción sionista de un Estado judío, pero sin él
su evolución hubiera sido sumamente diferente. Los
sionistas hicieron de la política de negación de la
población autóctona uno de sus lineamientos ideológicos.
La consigna “un pueblo sin tierra para una tierra sin
pueblo”, así como una política económica que excluía
la mano de obra árabe a favor de un “trabajo judío”
redentor, son tan sólo algunos ejemplos.
Por
otro lado, Inglaterra mantuvo durante todo su mandato sobre
Palestina una evidente política de favoritismo hacia los
judíos, ya que dentro de la lógica de “civilización o
barbarie” que guiaba al Imperio no había dudas cuál de
estas dos comunidades debía ser civilizada y cual no. Un
claro ejemplo de esto fue cuando Inglaterra tomó posesión
del Mandato sobre Palestina tras el desmembramiento del
Imperio Otomano, luego de la Primera Guerra Mundial. Una
modificación de su Estatuto incluyó la aprobación de
permitir un asentamiento judío en la zona (declaración de
Balfour), pero aclarando que esto no debía perjudicar a las
otras poblaciones “no judías”. La población autóctona
era definida por la negativa, pese a que los árabes
representaban casi el 90% de la población del Mandato. El
historiador israelí Ilan Pappé explica así esta falsa
paridad: “Si los británicos hubieran llevado a cabo
elecciones democráticas para representantes y autoridades
locales, como hicieron en Egipto o en Irak, el carácter árabe
de Palestina jamás hubiese sido puesto en duda” (2).
Durante
ese período, la idea de una identidad particular palestina
era compartida por una elite muy reducida de profesionales
árabes urbanos, muchos de ellos cristianos, educados en
escuelas de carácter europeo y favorecidos por la
prosperidad del dominio del Mandato. Pero la gran mayoría
de la población palestina se encontraba en el macizo
central montañoso, conocido hoy como Cisjordania, y veía
su tradicional vida campesina de fellaheen cada día
más complicada por la colonización judía.
Esta
pauperización persistente del interior montañoso del país
contrastaba con el auge de la planicie costera, cuya pujante
economía se orientaba al voraz mercado europeo, y donde
comenzaba a delinearse asimismo una clase social de jóvenes
trabajadores árabes marginados, desclasados y desempleados,
los shabab. El conflicto comenzaba a perfilarse en
sus múltiples facetas: autóctonos contra foráneos, ricos
contra pobres, campo y ciudad, modernidad versus tradición...
árabes contra árabes.
Esta
segmentación dentro de la misma sociedad palestina era
fomentada por los británicos en su política de “divide y
reinarás” favoreciendo y potenciando las lealtades
locales de los pueblos y de los clanes en detrimento de un
incipiente sentimiento nacional palestino.
Un
pueblo sin líderes
Antes
de la Primera Guerra Mundial existía una identidad
arraigada que cementaba en términos pre–nacionales a la
población con la región: una percepción de Palestina como
lugar sagrado para musulmanes y cristianos, como centro de
peregrinaje y de codicia para los europeos, dentro de una
tradición política de patriotismo local. Esta identificación
con el pueblo o la aldea nunca ha desaparecido del todo en
las múltiples identidades árabes de la zona, a tal punto
que muchos de los palestinos de los campos de refugiados aún
siguen identificándose con los lugares de donde fueron
expulsados sus padres o abuelos, pese a que jamás hayan
estado allí y que muy probablemente ya ni siquiera existan.
Pero
varios cambios políticos producidos en las décadas de 1920
y 1930 impondrían un fuerte viraje de adaptación y de
reorganización identitarios en la región para todas las
colectividades árabes. Durante la Primera Guerra Mundial,
Inglaterra venció a los turcos otomanos en Medio Oriente
gracias al apoyo de los rebeldes árabes, a quienes prometió
como contrapartida la creación de un gran Estado árabe
independiente. Sin embargo, los acuerdos con los franceses
tenían prioridad. En 1920, Francia expulsaba de Damasco al
rey Faysal, poniendo fin al sueño de una “Gran Siria”
(Siria, Jordania, Líbano y Palestina), al que muchos de los
incipientes nacionalistas palestinos adherían con fervor.
Dos años después, los ingleses pusieron en práctica lo
que se puede considerar la primera división de Palestina,
creando un gobierno de beduinos hashemitas semi autónomo,
pero funcional a los intereses de Londres, al otro lado del
río Jordán.
Así,
donde antes no había casi diferencias, ahora existían
fronteras, pasaportes, visas, monedas y aduanas. Donde antes
había una población árabe casi indiferenciada, ahora había
sirios, transjordanos y judíos. Los árabes de Palestina,
tanto urbanos como campesinos, se vieron por primera vez
solos y ante una colonización judía que creció de 12.500
personas en 1932 a 66.000 en 1935, cuando se intensificó la
huída de la Alemania nazi.
Entre
1936 y 1939 se produjo una revuelta espontánea –similar a
la ocurrida en la última década con las dos Intifadas–
compuesta básicamente por campesinos y marginados de los
centros urbanos, conocida como la Gran Revuelta árabe de
Palestina, y que tomaría por sorpresa a la pequeña elite
de dirigentes palestinos (sólo un 9% participaron, y menos
de un 5% digirió acciones armadas o de guerrilla) (3).
El
levantamiento, si bien fue disparado por los desafíos y las
inequidades ante el creciente enclave judío en el Mandato,
tuvo una orientación abiertamente antibritánica, ya que la
Corona era responsable directa de ese desequilibrio. Pero en
su etapa final terminó siendo una verdadera guerra civil
entre palestinos (4). La revuelta puso en serios aprietos a
la administración del Mandato, que desplegó más tropas en
la pequeña zona de Palestina que en todo el subcontiente
indio.
A
pesar de obtener una restricción limitada de la migración
judía por parte de Londres, la revuelta resultó en un
fracaso total desde el punto de vista palestino: la represión
británica, una de las más brutales de todas sus colonias,
dejó un saldo de 5.000 muertos (10% de los varones
adultos), entre 15 y 20.000 heridos y la casi total
desaparición y destierro de los líderes urbanos y
dirigentes campesinos. A su vez, ratificó para los británicos
la imposibilidad de ejercer el mandato por mucho tiempo más
bajo esas condiciones, mientras que para los judíos
constituyó la certeza de que no habría posibilidad alguna
de evitar el conflicto con los árabes. Este fue el primer
paso para la militarización de la sociedad judía, que tras
la revuelta mantendría a más de 15.000 personas entrenadas
en la disciplina militar y con experiencia en la logística
del combate.
Durante
la revuelta, los líderes campesinos palestinos obligaron a
usar en las “zonas liberadas” la kafiya (el pañuelo
negro y blanco que diferenciaba a los campesinos de las
montañas de la elite ciudadana, que usaba el fez o
sombrero redondo otomano), posteriormente utilizado como símbolo
por excelencia de la identidad palestina. Como explican los
historiadores Baruch Kimmerling y Joel Migdal: “En el
momento en que la política británica estaba tomando
decisiones cruciales para el futuro de Palestina, los
palestinos se encontraron a sí mismos sin los grupos que
habían definido hasta entonces su sociedad, que habían
modelado el movimiento nacional, o que habían sido los
portavoces de sus asuntos locales e internacionales. La
dirigencia había comenzado un exilio que duraría hasta
hoy” (5).
Otra
de las características que perdurarían por mucho tiempo
fue que, a partir de ese momento, los británicos dejaron de
negociar directamente con los palestinos y comenzaron a
tratar el conflicto local a través de los gobiernos árabes
de los países vecinos. La representación palestina se
encontró entonces ante un vacío de líderes, que fue
llenado con árabes no palestinos. Esto sería una constante
en varias etapas de la historia palestina, en las cuales las
elites dejaron en manos “extranjeras” varios elementos
cruciales de su destino. Como ejemplo, la “opción
jordana” (una posible solución con Israel a través de la
mediación de Amman), recién finalizó en 1988, cuando
Jordania dejó de reclamar la soberanía sobre Cisjordania.
De
derrota en derrota
Cuando
Naciones Unidas, inaugurando una línea política de
resolución de conflictos a través de la división
–India–Pakistán, Corea, Vietnam, etc.– decidió la
creación de dos Estados, uno judío y otro árabe, en el
territorio de la Palestina británica, la suerte ya estaba
quizás echada. El historiador israelí Benny Morris denominó
al período que va de 1937 y 1948 “la neutralización política
y militar de los árabes de palestina” (6). En 1947,
cuando llegó el momento de luchar para llenar el espacio de
poder dejado por los ingleses, los palestinos ya eran un
pueblo derrotado, con una marcada desventaja frente a la
estructura casi estatal y muy bien organizada de los judíos.
Ese
año, gran parte de los 1,3 millones de árabes de Palestina
se convirtieron en refugiados y/o se vieron afectados por la
primera guerra árabe–israelí.
En
1948, siguiendo un arreglo tácito entre el rey de Jordania
y el gobierno judío, las tropas jordanas invadieron la
margen occidental del río Jordán, conocida como
Cisjordania, y núcleo central de lo que debería haber sido
el Estado de los árabes de Palestina. Por su parte Egipto
se apoderó de la franja de Gaza. Para los israelíes, 1948
fue el año en que los judíos ganaron la “Guerra de la
Independencia” y crearon el Estado de Israel. Para los
palestinos, fue el año de la Nakba (El Desastre), el
año que perdieron Palestina y su sociedad fue devastada.
Entre
1948 y 1964, cuando se creó la Organización para la
Liberación de Palestina (OLP), muchos llegaron incluso a
creer que los palestinos habían desaparecido del mapa político
como actores independientes, e incluso quizás como pueblo.
Sin embargo, la derrota del ’48 inauguraría una nueva
cultura del refugiado y de la dispersión conocida como Ghurba,
la fantasía de un Paraíso Perdido, de una vida pueblerina
apacible volatilizada; la de ser simples víctimas de una
conspiración internacional. Esto sería un nuevo factor que
redefiniría a los múltiples fragmentos de la comunidad
palestina: los refugiados en los campos de Naciones Unidas;
los que fueron “jordanizados”; los que permanecieron en
Cisjordania, o los que se transformaron en
palestinos–israelíes.
Esta
traumática y prolongada experiencia los identificaría con
la visión común de una realidad de sufrimiento en el
exilio y de un destino de redención y justicia puesto en el
retorno al Paraíso Perdido. Como aclara el historiador
Rashid Khalidi: “lo que ahora los palestinos comparten es
algo mucho mayor de lo que los separaba: todos han sido
desposeídos, ninguno es dueño de su destino, todos están
a merced de autoridades hostiles, distantes y frías. Si
hasta 1948 la población árabe de Palestina no había
estado segura de su identidad, ahora la experiencia de la
derrota, de la privación y del exilio garantizó que ellos
supieran muy pronto lo que significa su identidad como
palestinos”(7).
Así quedó inaugurada una nueva narrativa histórica que
haría de toda derrota o error un triunfo y, en cierta
medida, absolvería a los palestinos y a sus dirigentes de
cualquier tipo de responsabilidad sobre su propio destino.
La imagen recurrente de esta nueva etapa es la del sumud;
el que resiste.
A
partir de ese momento las colectividades palestinas
dispersas y fragmentadas se vieron ante el desafío de
forjar estructuras institucionales representativas, pero
siempre sometidas a poderosas fuerzas centrífugas o de
“despalestinización”. Las dos primeras son las que
afectaron al casi 80% de la población palestina que
permaneció, de alguna u otra manera, dentro de los límites
de la Palestina del Mandato.
Los
palestinos israelíes fueron sometidos a un férreo sistema
de “judaización”, de control y de cooptación. Con una
evolución marginal dentro de la sociedad israelí, en
cierta medida lograron articular, a través del Partido
Comunista Israelí, la idea de ser parte de la causa
palestina, pero siempre dentro de su intento por alcanzar
todos sus derechos dentro de la sociedad israelí (8).
Por
su parte, Amann pondría en práctica durante sus casi 20 años
de control en Cisjordania un fuerte aparato para evitar el
nacionalismo palestino y “jordanizar” a los palestinos,
que forman casi un 75% de la población total del reino
hashemita.
Pero
el gran reservorio identitario será preservado en las
particulares características de la sociedad de los campos
de refugiados. Una nueva generación de palestinos será
formada a través del patronazgo de Naciones Unidas, en
donde un sistema educativo que en 1980 cubría a casi el 95%
de los niños y empleaba en su gran mayoría a palestinos,
generará una nueva clase dirigente altamente politizada,
dinámica y con una gran noción del poder de la educación
y los medios como factores de concientización. Al universo
simbólico palestino de desarraigo, resentimiento y
desesperanza, se agregarán la imagen del fedayin, el
guerrero mártir, así como la posterior representación del
shahid o niño de las piedras de la primera Intifada.
A su vez se irá formando en la diáspora palestina en los
países árabes una clase dirigente de profesionales que
logrará, con el tiempo, canalizar políticamente a las
sociedades de refugiados.
La construcción de la unidad
Cuando
en 1968 el grupo Fatah de Arafat, una de las tantas
organizaciones guerrilleras que luchaban por la causa
palestina, toma la dirección de la Organización de
Liberación Palestina (creada por la Liga Árabe y por el
presidente egipcio Nasser como una fachada para enfrentar
indirectamente a Israel y también testear el compromiso del
“britanizado” rey de Jordania con la causa del
panarabismo), comenzará la institucionalización definitiva
de la identidad palestina.
Varios
fueron los factores que hicieron de Fatah–OLP el único
representante de los Palestinos. El primero, la presentación
de una plataforma política lo suficientemente amplia y
difusa como para aglutinar al amplio abanico de actores y
estamentos de las comunidades palestinas: desde ricos
comerciantes en Jordania hasta guerrilleros maoístas en el
Líbano, pasando por paupérrimos refugiados en Gaza,
estudiantes universitarios en El Cairo o campesinos en
Cisjordania. El segundo, ser la primera organización en
tener como prioridad única y particular la liberación de
Palestina y el retorno de los refugiados, idea a
contracorriente de la gran unidad árabe del momento.
Pero,
paradójicamente, el gran catalizador y homogenizador de la
identidad palestina sería la victoria israelí de 1967 en
la “Guerra de los Seis Días”; la humillación y la
evidente ineficiencia de los gobiernos árabes. Tras la
invasión de Gaza y Cisjordania (llamada por los palestinos
la Naksa, La Tragedia), los israelíes pondrían
nuevamente a la gran mayoría de la sociedad palestina bajo
una misma unidad administrativa, tras dos décadas de
separación. Un año después de la derrota del ’67, la
OLP, con la ayuda del ejército jordano, logró derrotar a
los israelíes en un enfrentamiento en un campo de
refugiados: en la “batalla de Karama” la OLP logró el
reconocimiento y la adhesión de casi todas las
colectividades palestinas.
La
historia palestina seguiría su curso con importantes
fluctuaciones (acuerdos de paz; reconocimiento de Israel;
declaración de independencia; aceptación de un Estado sólo
en Gaza y Cisjordania; creación de Estados dentro de
Estados en Jordania y Líbano; apoyo a Saddam Husein;
Intifadas; surgimiento del islam político, etc.) pero ya no
habría dudas de qué es ni quiénes son los palestinos.
Pero
hablar de “Catástrofes” y “Tragedias” –sin duda
las hubo para los palestinos– es también entender la
historia como un desastre natural que simplemente acontece,
libre de cualquier tipo de responsabilidad y dimensión
humana. Los palestinos existen, pero lo que aún no queda
tan claramente definido, más allá de su narrativa
“quijotesca” o su panteón de heroicas derrotas, es la
“dimensión” que tendrá su identidad. Les queda el
desafío de demostrar que, así como han dado un claro
ejemplo de la posibilidad de estructurar una identidad no
“a pesar” sino “gracias a” los intentos de evitar y
silenciar el surgimiento nacional, también son capaces de
mostrar cómo y qué implica construir un nuevo país en el
mapa del siglo XXI. A.C. © LMD ed. Cono Sur
1
Dos de los diarios más importantes que fomentaron el
nacionalismo palestinos, Filistin y al–Karmil,
fueron fundados, dirigidos y escritos mayoritariamente por
árabes palestinos cristianos.
2 Ilan Pappé, A History of Modern Palestine,
Cambridge Univesity Press, Londres, 2004.
3 Bayan Nuweihid al–Hout, “The Palestinian Elite
during the Mandate Period”, Journal of Palestine
Studies, nº 9, Berkeley, 1979.
4 Baruch Kimmerling y Joel Migdal, Palestinians: The
Making of a People, New York Free Press, Nueva York,
1993.
5 Ibid.
6 Benny Morris, The Birth of the Palestinian Refugee
Problem 1947–1949, Cambridge University Press,
Londres,1987.
7 Rashid Khalidi, Palestinian Identity, The
Constructions of Modern National Consciousness, Columbia
University Press, Nueva York, 1997.
8
Joseph Algazy, “El traumatismo persistente de los árabes–israelíes”,
Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos
Aires, octubre de 2005.
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