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Palestina |
El
podrido estado de Egipto es demasiado impotente
y corrupto para actuar
Por
Robert Fisk
The Independent, 01/01/09
Rebelión, 03/01/09
Traducido por S. Seguí
Hubo un tiempo
en que nos preocupábamos por las masas árabes –es decir, los
millones de árabes comunes y corrientes que poblaban las calles
de El Cairo, Kuwait, Amman y Beirut– y de su reacción ante los
constantes baños de sangre de Oriente Próximo. ¿Podría Anuar
el Sadat poner coto a la ira de su pueblo? Y ahora, tras tres décadas
de Hosni Mubarak –La vache qui rit (la vaca que ríe),
como se le sigue llamando en El Cairo– ¿podrá Mubarak poner
coto a la ira de su pueblo?
La respuesta,
por supuesto, es que se les va a permitir a los egipcios, kuwaitís
y jordanos chillar en las calles de sus capitales, para ponerlos
luego a buen recaudo, con ayuda de las decenas de miles de policías
secretos y milicianos gubernamentales que sirven a los príncipes,
los reyes y los ancianos gobernantes del mundo árabe.
Los egipcios
exigen que Mubarak abra el paso fronterizo de Rafah que comunica
Egipto con Gaza, que rompa sus relaciones diplomáticas con
Israel, incluso que envíe armas a Hamás. Y hay una especie de
perversa belleza en la respuesta del gobierno egipcio: ¿por qué
no protestar por los tres pasos fronterizos que los israelíes se
niegan a abrir? Y, después de todo, el puesto fronterizo de Rafah
está políticamente controlado por las cuatro potencias que
elaboraron la hoja de ruta, entre ellas Gran Bretaña y Estados
Unidos. ¿Por qué entonces echar la culpa a Mubarak?
Admitir que
Egipto ni siquiera puede abrir su frontera soberana sin permiso de
Washington nos dice todo lo que hay que saber sobre la impotencia
de los sátrapas que nos gobiernan Oriente Próximo.
Si se abre el
paso de Rafah –o se rompen las relaciones con Israel– se
vienen a bajo los cimientos de Egipto. Cualquier gobernante árabe
que tomase medidas de este tipo vería cómo se le cortaba la
ayuda económica y militar de Occidente. Y sin subvenciones,
Egipto es un país en bancarrota.
Por supuesto,
esta situación funciona también en la dirección opuesta. Los líderes
árabes no van a hacer más gestos temperamentales para nadie.
Cuando Sadat voló a Jerusalén –"Estoy harto de estos
enanos", dijo de sus pares, los líderes árabes– lo pagó
con su propia sangre en El Cairo, en la tribuna desde donde pasaba
revista a las tropas cuando uno de sus soldados lo calificó de
faraón antes de dispararle hasta la muerte.
La verdadera
desgracia de Egipto, no obstante, no es su respuesta a la carnicería
de Gaza. Es la corrupción que se ha instalado en una sociedad, la
egipcia, en la que la idea se servicio –sanidad, educación, auténtica
seguridad para la gente de la calle– simplemente ha dejado de
existir.
Es un país en
el que la primera obligación de la policía es proteger al régimen,
en el que los que protestan son apalizados por la policía de
seguridad, en el que las mujeres que se oponen al interminable
gobierno de Mubarak –que probablemente pase a su hijo Gamal, a
pesar de lo que nos digan– son objeto de abusos sexuales por
agentes de polícía de paisano, en el que los prisioneros del
complejo de Tora–Tora son obligados por sus guardianes a
violarse mútuamente.
Se ha
desarrollado en Egipto una especie de fachada religiosa en la que
el significado del Islam queda oculto por su representación física.
Los funcionarios civiles egipcios y los funcionarios
gubernamentales son con frecuencia escrupulosos en su práctica
religiosa, a la vez que toleran y hacen posible el trucaje de las
elecciones, las transgresiones de la ley y la tortura en las
prisiones. Un joven doctor estadounidense me describió
recientemente el modo cómo en un hospital de El Cairo los médicos,
ocupados, simplemente bloqueaban las puertas con sillas de plástico
para impedir el acceso a los pacientes. Y en noviembre, el diario
egipcio Al Masry al Youm informaba cómo los médicos abandonaban
a sus pacientes para asistir a las oraciones durante el Ramadán.
Y junto a todo
esto, los egipcios tienen que vivir entre la destrucción diaria
de sus degradadas infraestructuras. Alaa al Aswani ha escrito con
elocuencia en el diario cairota Al Dastour que los mártires del régimen
superaban en número a todos los muertos de las guerras de Egipto
contra Israel –víctimas de accidentes ferroviarios,
hundimientos de transbordadores, derrumbes de edificios urbanos,
enfermedades, cáncer y envenenamiento por pesticidas– todos
ellos víctimas, en palabras de Aswani, de "la corrupción y
el abuso de poder." Abrir el paso fronterizo de Rafah a los
heridos palestinos –a los médicos se los devuelve a empujones a
su prisión de Gaza una vez que los ensangrentados supervivientes
de los ataques aéreos han sido arrojados a territorio egipcio–
no va a cambiar el muladar en el que viven los propios egipcios.
Sayed Hassan
Nasrallah, secretario general de Hezbolá en Líbano, fue capaz de
instar a los egipcios a "levantarse por millones" para
abrir la frontera con Gaza, pero no lo harán. Ahmed Aboul Gheit,
el débil ministro de Asuntos Exteriores de Egipto, sólo supo
insultar a los líderes de Hezbolá y acusarlos de intentar
provocar "una anarquía similar a la que han creado en su
propio país." Pero él está bien protegido, como también
lo está el presidente Mubarak.
El
malestar de los egipcios es en muchos aspectos tan hondo como el
de los palestinos. Su impotencia ante el sufrimiento de Gaza es un
símbolo de su propia enfermedad política.
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