Viven encarcelados en un territorio de 365 kilómetros
cuadrados (una quinta parte de la provincia de Guipúzcoa, la más pequeña de
España), rodeados por enormes muros de ocho metros de altura y por un bloqueo
naval a apenas tres millas de la costa. Los sitiadores israelíes les tienen
sometidos a un bloqueo total e inhumano que impide entrar o salir a personas y
mercancías, en respuesta a los más de 8.000 cohetes lanzados desde Gaza a
los colonos judíos en los últimos ocho años. Los 1,6 millones de
habitantes, de los que un millón son refugiados, viven encarcelados por el
Gobierno de Israel y por la autoridad de Hamás (considerada una organización
terrorista por Occidente), que ellos eligieron en 2006.
Llegar a Gaza es como pasar del primer al tercer mundo en
pocos kilómetros. Hay que volar a Tel Aviv, capital del Estado de Israel,
desplazarse en coche a Jerusalén y esperar a recibir un visado para viajar a
la franja de Gaza. Una vez conseguido, un taxi Mercedes te lleva hasta el paso
de Ben Hanun, en un viaje que te hace sentir en cualquier país mediterráneo
europeo. Buenas autopistas, por las que circulan coches occidentales, entre
enormes extensiones agrícolas. Un café moderno y con wifi es el último
contacto con el bienestar a apenas un kilómetro de la frontera.
La llegada al paso de Ben Hanun supone un auténtico
choque para el visitante. La carretera acaba en un enorme muro de hormigón de
ocho metros de altura rodeado de vallas metálicas electrificadas, torretas de
vigilancia y cámaras de seguridad. Se asemeja a la entrada a un campo de
concentración, en el que hacen guardia decenas de militares fuertemente
armados.
Hay que entrar en un enorme hangar, a pie, y empezar los
interrogatorios. Una soldado muy amable y con muy poco trabajo pregunta con
curiosidad. “¿Qué vienen a hacer a Gaza?” y explica luego que la
frontera se puede cerrar en cualquier momento, dependiendo de los
acontecimientos. Con el visado, entrar es fácil, salir ya veremos.
Después de pasar dos o tres puertas metálicas que se
abren y se cierran con estruendo, se entra en territorio palestino. Hay que
andar un kilómetro, bajo techo metálico, dejando atrás el muro y las
alambradas, hasta llegar a un puesto destartalado en donde varios soldados
palestinos, vestidos de negro y cara de pocos amigos, inician un nuevo
interrogatorio.
Allí espera un coche con nuestro fixer, Amjad, un
palestino que ha vivido en España y Túnez y que se declara admirador de
Arafat, cuya foto lleva de salvapantallas en el móvil. Pasada la zona de
seguridad, en seguida se llega al pueblo de Ezbeit Abd Rabo, totalmente
destruido por los bombardeos de diciembre de 2008, en donde malviven cientos
de personas en edificios derrumbados con el hormigón y los hierros a la
vista. A lo lejos, se ve la central eléctrica de fuel, la única de Gaza, que
solo funciona 12 horas al día, por falta de combustible.
La franja de Gaza tiene una superficie de 365 kilómetros
cuadrados: 13 kilómetros de frontera con Egipto, al sur, ocho kilómetros con
Israel al norte y otros 47 al este, mientras que la costa tiene una extensión
de 45 kilómetros. De una población de 1,6 millones de habitantes, cerca de
un millón son refugiados que fueron llegando a la zona desde 1948 hasta 2006,
cuando se cerró el muro. Viven en ocho campos, distribuidos por las cinco
provincias de la franja: Norte, Gaza, Dar el Balat, Khan Younis (donde está
el mayor campo de refugiados) y Rafah.
Desde el secuestro del soldado israelí Gilad Shalit, el
25 de junio de 2006, por el ejército de Hamás, Israel endureció el bloqueo
hasta unos límites inhumanos, impidiendo la entrada de combustible, alimentos
y material de construcción. Desde entonces ha habido más de 2.000 muertos,
la gran mayoría palestinos, en los continuos enfrentamientos entre uno y otro
bando. Nadie sabe dónde está encarcelado este joven que ahora tendrá 25 años.
En estos cuatro años, el Ejército israelí ha realizado
dos operaciones militares de represalia y busca del soldado secuestrado. La
primera, llamada Lluvia de Verano, en junio del 2006, que duró cinco meses y
causó la muerte de palestinos (243 civiles), y la segunda, entre diciembre de
2008 y enero 2009, denominada Operación Plomo Fundido, que sembró el terror
por toda la franja de Gaza y causó más de 1.500 muertos palestinos. Luego
vino el incidente de la flotilla de la paz, el pasado mes de junio, que volvió
a poner en evidencia la política de Israel.
Además del conflicto exterior, Gaza vive una guerra
interna entre las dos organizaciones palestinas: Fatah y Hamás. La primera,
mucho más moderada, ganó las elecciones en todos los territorios palestinos
y controla la Autoridad Palestina, excepto en la franja de Gaza, en donde
triunfó Hamás en 2006. Desde entonces, ha instaurado un régimen radical islámico,
manteniendo su guerra contra los colonos judíos y su conflicto contra los
militantes de Fatah. En junio de 2007 se produjo una guerra entre ambas
organizaciones, en la franja de Gaza, con el resultado de 700 muertos y la
salida de los representantes de la Autoridad Palestina.
Una familia destrozada
Ghalia Al Sammouny tiene 60 años, es viuda y perdió a
29 miembros de su familia en la Operación Plomo Fundido. Sentada en el suelo,
en una chabola junto a las ruinas de lo que fue su casa, recuerda ese 5 de
enero de 2009 con terror. “Cuando llegaron los tanques israelíes, mi hija
iba a dar a luz”, explica entre lágrimas. “Tuvo una niña que sobrevivió
a los bombardeos. Pero mi hijo recibió un proyectil y cayó fulminado en
medio de la calle. Destrozaron a toda una familia. Ya no tenemos nada”.
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Ghalia
Al Sammouny, de 60 años, perdió a 29
miembros de su familia asesinados por
el ejército
israelí durante la Operación Plomo Fundido, el 5
de enero de
2009. Ghalia muestra la foto de su hijo,
muerto en uno de los ataques aéreos. |
Junto a ella, otras tres mujeres más jóvenes hacen
coro. Todas pertenecen al clan y todas perdieron a algún familiar. “Todas
somos viudas o huérfanas de guerra”, dice Fathia, que perdió a su marido y
a dos hijos. “Ya no tenemos ni familia, ni dinero, tierras, ni esperanza…
esperamos la muerte”.
La familia Al Sammouny eran granjeros en la afueras de
Gaza, en el barrio de Al Zatun, al sur de la capital. Una zona de pequeñas
granjas de hortalizas y frutas. El 5 de enero, después de muchos días de
bombardeos, los aviones israelíes volvieron a sobrevolar la franja de Gaza en
vuelo rasante. La gente salió de sus casas ante el temor de las bombas que
empezaban a caer y se encontraron en la calle con los tanques del ejército de
Israel, que venían del oeste y empezaron a disparar sus proyectiles. “Fue
terrible ver caer a mi hijo de 21 años y desangrarse en el suelo”, grita
Ghalia con las manos en cruz, como pidiendo justicia.
Los ataques, además de matar a 29 miembros del clan,
destrozaron sus cuatro viviendas y los campos de cultivo. Desde entonces,
viven en una chabola que se han construido con material de derribo, entre
varias higueras medio secas. Es la imagen de la fatalidad. La chabola está
construida de barro, con un tejado de uralita medio roto; unos 15 metros
cuadrados. Al fondo, amontonados, unos colchones viejos y sucios, mantas,
alfombras y algo de ropa. Una bombilla cuelga del techo. Allí viven seis
personas. Al otro lado, otro chamizo de dos por dos metros, sin techo, hace
las veces de cocina, con un pequeño infiernillo donde cuece el agua para el té.
Cinco o seis niños menores de 7 años juegan junto a un
tendedero de alambre roñoso, hierros retorcidos de lo que fue una casa, plásticos
colgados que mueve el viento, un huerto con tres o cuatro filas de repollos y
montones de porquería, en donde comen varias cabras y gallinas.
“Cuando acabaron los bombardeos, pudimos enterrar a
nuestro muertos”, explica Ghalia. “A todos menos a uno, que se llevaron
los israelíes y que murió allí, según nos contaron. Desde entonces,
estamos muertos; vivimos en la miseria de lo que sacamos de la tierra y de
pequeños trabajos que van saliendo. Tuvimos algunas ayudas de Naciones
Unidas, pero se han acabado”.
Los Al Sammouny llevaban 30 años viviendo en esa zona,
cultivando la tierra, pero desde el bloqueo todo empezó a ir de mal en peor.
“Ahora estamos acabados”, dice Fathia. “¿Qué vamos a hacer? Criamos a
nuestros hijos como podemos, pero tenemos miedo de que vuelvan los aviones. No
sabemos qué será de nosotras y de nuestros hijos mañana o la semana que
viene”.
Ghalia pide ayuda. De rodillas, con los brazos abiertos y
las lágrimas cayendo por la cara, pide protección, comida, un techo… “no
nos queda nada, pero no podemos rendirnos. Confiamos en Dios y tenemos que
sacar adelante a nuestros hijos”.
Un pescador varado
Jamal Abu Hamada tiene 49 años y una mirada triste, casi
muerta. Es pescador y vive en el campo de refugiados de Al Shati, en el centro
de la capital, que se creó en 1948. Entonces eran tiendas de campaña, pero
hoy son viviendas a medio construir, ruinosas y llenas de escombros, sin
ventanas ni casi muebles. En la franja de Gaza hay ocho campos de refugiados,
habitados por un millón de personas, que viven de las ayudas de Naciones
Unidas.
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Jamal Abu Hamada, pescador, no puede faenar en
las costas de Gaza desde que Israel limitó a tres
millas las aguas
jurisdiccionales. Ahora vive en el
campo de refugiados de Al Shati, entre
viviendas
a medio construir, ruinosas y llenas de escombros. |
Vive en una casa de tres pisos, en ruinas, semiconstruida
hace cinco años, con su mujer, cinco hijas, cuatro hijas, dos nueras y tres
nietos. Son 16 a comer todos los días. Empezó a trabajar de pescador a los
10 años y ahora tiene tres barcas de ocho metros; dos en Gaza y una en Rafah,
junto a la frontera con Egipto. Antes se ganaba la vida de una forma digna,
pescando, cuando las aguas jurisdiccionales eran 12 millas. Pero en 2006, los
israelíes rebajaron la zona a tres millas y allí no hay casi pesca. “El
que sale del cerco de las tres millas”, explica, “es apresado por las
patrulleras israelíes, que hunden las barcas”.
“Vivimos de las ayudas del UNRWA”, explica Jamal.
“Cada tres meses nos dan tres sacos de harina de 150 kilos, 15 kilos de azúcar,
15 kilos de arroz y 7 litros de aceite vegetal. Sigo vivo porque no hay
suficientes maneras de morir, pero cada día estoy más muerto. El futuro no
existe para nosotros”.
Los bombardeos de 2008 le destrozaron parte de la casa,
que sigue llena de escombros. “No tenemos ni dinero, ni material para
reconstruirla”, dice. “La luz solo funciona 12 horas al día y cuando
tenemos algo de dinero para combustible, podemos encender el generador para
tener luz. Mis hijos tienen trabajo tres meses al año y así no podemos
mantener a la familia. Solo tenemos a Dios que nos ayuda. Rezamos cinco veces
al día, como dice el Corán, pero cada vez tenemos menos esperanza. Ya son
muchas guerras vividas: la de 1967, la 1986, las consecuencias de la guerra
del Golfo, las dos intifadas... pero lo peor ha venido con el Gobierno de Hamás
y el bloqueo de Israel”.
Sus hijos observan lo que dice, mientras desenredan unas
redes de pesca llenas de anzuelos, que pasan de contenedor de madera a otro,
en una tarea inútil, porque saben que no las pueden usar. Aun así, las
mantienen al día, por lo que pueda pasar.
Caminando hacia el puerto, Jamal se mantiene en silencio,
como perdido. Solo hablan sus ojos, llenos de desesperación. Hay decenas de
barcas varadas en un puerto en ruinas por los bombardeos. Cuatro pescadores
toman el té sobre una alfombra raída, mientras algunas barcas entran o salen
del puerto para intentar pescar algunas sardinas a menos de tres millas de la
costa.
Enfermos de desesperanza
Jamal es uno de los cientos de miles de palestinos que
viven enfermos de desesperanza. Es el principal problema de salud de la
franja, según explica el doctor Moeen, director del Centro de Salud Mental de
Jabalia, el mayor de Gaza. Tiene 56 años, está doctorado en Psiquiatría por
la Universidad de París y ha trabajado en Arabia Saudí, Libia e Irán. Ahora
se dedica a intentar sacar del pozo en que se encuentran sus 5.000 pacientes
mentales del barrio de Jabalia.
“Los habitantes de Gaza tienen problemas serios de
salud mental”, explica el doctor Moeen, “por el hecho de estar encerrados
dentro de un enorme muro, a expensas de los ataques periódicos y una situación
de pobreza y de sobrepoblación muy alta”. En el barrio de Jabalia viven
cerca de 300.000 personas y es uno de los más afectados por los ataques de
Israel. De hecho el centro médico está rodeado de casas destruidas por las
bombas y que no se podrán reconstruir mientras dure el bloqueo.
“Atendemos a unos mil pacientes mensuales en este
centro de Salud Pública”, añade el psiquiatra. “La mayoría son pobres,
o muy pobres, y están afectados por depresión, ansiedad, shock postraumático
o adicciones a las drogas. De los 5.000 pacientes, el 70% por cientos son
hombres. Llevo doce años trabajando aquí y la situación es cada vez peor.
No damos abasto, ni tenemos medicinas suficientes para tratar la depresión;
los antidepresivos se acaban en seguida y no hay centros de rehabilitación
para los problemas de adicción a hachís y pastillas, que son cada vez más
frecuentes”. La principal adicción es al tramadol, un derivado de la
morfina que entra por los túneles y que se vende en cualquier sitio.
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“Cada día trato a muchos niños con todo tipo
de
traumas motivados por la guerra, la pobreza, el
estrés o la falta de cariño”,
dice el doctor Moeen.
Los menores de 10 años solo han conocido el
bloqueo,
que se inició en 2000 y se endureció en 2006. |
Este centro cuenta con el apoyo y la financiación de la
ONG española Médicos del Mundo (MDM). Allí está desplazada Susana del Val,
psicóloga de 37 años, cuyo trabajo consiste en mejorar el sistema de
organización del Centro de Salud. Susana corrobora el deterioro de las
condiciones mentales de los habitantes de la franja de Gaza desde 2006. “Los
más vulnerables son los niños y los jóvenes”, explica. “Aquí viven
como encarcelados en unas condiciones extremas, rodeados de violencia tanto
externa como interna. La religión y la familia sirven de contenedores para
sobrevivir a esa situación extrema”.
El doctor Moeen, añade que cada día tiene “que tratar
a muchos niños a los que traen cada vez más pequeños con todo tipo de
traumas motivados por la guerra, la pobreza, el estrés, la falta de cariño o
simplemente la sobrepoblación; la situación es dramática y vamos a peor”.
Vidas sin sentido
Cada dos o tres meses viaja a Gaza el médico español
Ricardo Angora, uno de los responsables del proyecto de MDM y gran conocedor
de la situación de la zona. Él ha sido testigo del empeoramiento de la
situación desde 2006. “Los palestinos no encuentran ahora ningún sentido a
sus vidas”, explica. “Hay una sensación de incertidumbre sobre lo que
pasará al día siguiente, que hace a la gente no saber qué será de ellos mañana.
Ya hay varias generaciones perdidas, pero la peor parte se la llevan los niños,
que suponen más de la mitad de la población”.
Angora añade que “aunque ahora no haya una situación
de guerra abierta, los ataques selectivos que realiza la aviación israelí
hacen mella en la moral de la población, que además vive en la más absoluta
pobreza (el 80% vive por debajo del umbral de pobreza), dependiendo en su gran
mayoría de las ayudas de Naciones Unidas para poder subsistir. Los
principales problemas son la falta de trabajo y vivienda, la violencia externa
e interna y, sobre todo, la sensación de encarcelamiento. Es terrible saber
que no puedes salir de un lugar en el que malvives”.
Hanna el Gafarani, 38 años, es dueña de una guardería
privada en Gaza, a la que asisten cien niños de 4 y 5 años, y corrobora las
opiniones de los representantes de Médicos del Mundo. “Los niños no tienen
infancia en Gaza”, dice Hanna. “Viven rodeados de violencia y eso les hace
ser violentos y buscar la lucha. Aunque se han acostumbrado al ruido de los
aviones cuando sobrevuelan para bombardear, están muy afectados. Nuestro
objetivo es trabajar con ellos y mandarles un mensaje de esperanza y de
felicidad. Pero la verdad es que es muy difícil”.
También es difícil el trabajo de Right to Live, una ONG
palestina que atiende a niños con síndrome de Down, y que es financiada por
varios países, entre ellos España, a través de la Agencia Española de
Cooperación Internacional (AECI). El centro se encuentra en el barrio de Al
Shejia, una antigua zona industrial a las afueras de Gaza, convertido ahora en
ruinas de naves industriales destruidas por los bombardeos de hace año y
medio.
Mohammed Areer, 37 años, es el subdirector de la
institución; un psicólogo que lleva 12 años trabajando en el centro, que se
creó en 1992 como una pequeña casa de acogida para niños enfermos de síndrome
de Down. Es la única organización que da servicios a estos niños y hay
lista de espera.
“En 1996, el Gobierno palestino nos donó 10.000 metros
cuadrados de terrenos y empezamos a crecer en instalaciones”, explica
Mohammed. “Tuvimos ayudas importantes de varios países de la Unión
Europea, como España. Pero desde que Hamás llegó al poder, en 2006 y se
reforzó el bloqueo, las ayudas llegan con cuentagotas. Tenemos asegurada
financiación tres años, con lo recibido del exterior, pero ahora no tenemos
más ingresos, así que no podemos hacer planes de futuro”.
Right to Live atiende a 850 niños y niñas, de los 650
tienen síndrome de Down, 50 son autistas y los 150 restantes no tienen
ninguna enfermedad y colaboran en la educación de los demás. Los jardines
del centro son como un remanso de paz en medio de una sociedad estresada y
desesperanzada, que vive de las ayudas del exterior.
Una ayuda imprescindible
“Sin las ayudas de Naciones Unidas, los habitantes de
Gaza no sobrevivirían ni un mes”. Quien así habla es Sebastien Trives, 39
años, máximo responsable de los planes de emergencia de UNRWA. Un francés
de Montpellier que llegó a Gaza hace tres años, después de pasar otros tres
en Afganistán. Tiene la mirada limpia y una voz suave, pero sus palabras
denotan una cierta frustración. “Aquí todo va en la dirección incorrecta,
la cosa está cada vez peor y no tiene ninguna pinta de mejorar”, explica.
“Por eso, nuestro trabajo aquí es cada vez más importante, casi
imprescindible”.
La UNRWA tiene dos tipos de actividades en Gaza: educación
y emergencia. “En educación”, dice Sebastien, “nos volcamos en intentar
buscar soluciones de futuro. Tenemos 228 escuelas en la franja de Gaza, a la
que acuden 200.000 estudiantes de entre 6 y 15 años. Les enseñamos árabe,
inglés, matemáticas y derechos humanos. Todos los profesores son locales”.
“Nos gustaría ayudar a acabar con la ocupación y el
bloqueo de Israel”, dice en un tono un poco más agresivo, “pero como no
está en nuestras manos, intentamos formar a los niños para que actúen de
acuerdo a los valores universales de no violencia y respeto. No dependemos del
Gobierno de Hamás y actuamos con total libertad. De hecho, todas nuestras
escuelas son mixtas. Lo único que podemos hacer intentar que la próxima
generación pueda vivir mejor y no sobrevivir, como sucede ahora”.
Los niños “becados” por Naciones Unidas consiguen
olvidarse de sus penurias durante el medio día que pueden ir a la escuela. Al
colegio del barrio de Remal, en pleno centro de Gaza, asisten cada día 1.200
alumnos, niños y niñas, en dos turnos (de 7 a 12 de la mañana y de 12 a
17). Hay 38 aulas, asistidas por profesores y profesoras. Los alumnos desfilan
de forma marcial para los visitantes, y sonríen abiertamente ante el fotógrafo.
Parecen felices, pese a todo. Sin la ayuda de Naciones Unidas, estarían en la
calle.
La principal responsabilidad de Sebastien son los planes
de emergencia de la Naciones Unidas en Gaza. De él dependen directamente las
actividades de salud primaria, infraestructuras y ayudas a los refugiados, con
un presupuesto anual de 250 millones de dólares. “De nosotros dependen
cerca de un millón de refugiados a los que ayudamos a sobrevivir”, explica.
“Gaza es una gran cárcel en donde viven los palestinos sin trabajo ni
esperanza. El 60% de los jóvenes está sin trabajo y vive en un entorno de
violencia extrema. Además, calculamos que 300.000 personas viven aquí en una
situación de pobreza extrema”.
Cada tres meses, la UNRWA reparte sus alimentos en once
centros esparcidos a lo largo de toda la franja de Gaza: harina, arroz, azúcar,
aceite y, cuando hay, algo de carne.
“En infraestructuras no podemos trabajar bien”, se
queja Sebastien Trives. “Desde los bombardeos de enero de 2009 no hemos
podido reconstruir ninguna vivienda, porque no tenemos material de construcción.
Ahora estamos construyendo casas de barro, como solución provisional. El
bloqueo impide entrar cualquier cosa a Gaza. La única vía de entrada son los
túneles del sur”.