La inducida euforia que
caracteriza las discusiones en los medios de comunicación dominantes en torno
a la inminente declaración, en el próximo mes de septiembre, de un estado
palestino independiente, ignora las crudas realidades sobre el terreno y las
advertencias de los comentaristas críticos. Describir tal declaración como
un “gran avance” y un “desafío” al difunto “proceso de paz” y al
gobierno derechista de Israel, sirve para ocultar la continuada denegación de
los derechos palestinos por parte de tal gobierno, al tiempo que refuerza el
apoyo implícito de la comunidad internacional a un estado–apartheid en el
Oriente Medio.
Salam Fayad, el primer ministro
designado por la Autoridad Palestina con sede en Ramallah, es quien está al
frente de la campaña por el reconocimiento, que se basa en la decisión que
la Organización por la Liberación de Palestina (OLP) adoptó en los años
setenta respecto a asumir el programa más flexible de la “solución de los
dos estados”. Este programa mantiene que la cuestión palestina, la esencia
del conflicto árabe–israelí, puede resolverse con el establecimiento de un
“estado independiente” en los territorios ocupados de Cisjordania y la
Franja de Gaza, con Jerusalén Oriental como capital. En virtud de ese
programa, los refugiados palestinos regresarían al estado de “Palestina”
pero no a sus hogares en Israel, que se define a sí mismo como “el estado
de los judíos”. Sin embargo, la “independencia” no aborda esta cuestión
ni presta atención a los llamamientos hechos por 1,2 millones de palestinos,
que son ciudadanos de Israel, para que la lucha se transforme en un movimiento
antiapartheid a causa del trato que reciben como si fueran ciudadanos de
tercera clase por parte del estado sionista.
Se supone que todo eso se tendría
que aplicar tras la retirada de las fuerzas israelíes de Cisjordania y Gaza.
¿O es que va a limitarse a una redistribución de fuerzas similar a la que
vivimos durante el período de Oslo? Pero los defensores de esta estrategia
afirman que la independencia garantiza que Israel negociará con los
palestinos de Gaza y Cisjordania como un único pueblo y así la cuestión
palestina podrá resolverse de acuerdo con el derecho internacional,
satisfaciendo los derechos nacionales y políticos mínimos del pueblo
palestino. Olvídense del hecho de que Israel tiene hasta 573 barreras y
puntos de control permanentes por toda la Cisjordania ocupada, así como también
69 controles “volantes” más; y puede que también ignoren el hecho de que
las colonias y carreteras existentes sólo para judíos, más otra serie de
infraestructuras israelíes, se anexionan de hecho más del 54% del territorio
de Cisjordania”.
En la Conferencia de Madrid de
1991, el gobierno del entonces primer ministro israelí, el halcón Yitzhak
Shamir, ni siquiera aceptó el “derecho” palestino a una autonomía
administrativa. Sin embargo, a la llegada del gobierno “pacifista”
laborista/Meretz, dirigido por Yitzhak Rabin y Shimon Peres, los dirigentes de
la OLP celebraron, entre bambalinas, negociaciones en Noruega. Al firmar los
acuerdos de Oslo, Israel se libró de la pesada carga de administrar Gaza y
las siete ciudades más populosas de Cisjordania. La OLP, mediante una decisión
oficial –y secreta–, puso fin a la primera Intifada sin haber conseguido
sus objetivos nacionales provisionales, es decir, “libertad e
independencia” y sin el consentimiento del pueblo al que la organización
presuntamente representaba.
La OLP rechazó en otro tiempo
esta misma idea de “independencia” porque no tomaba en consideración los
“derechos legítimos mínimos” de los palestinos y porque era la antítesis
de la lucha palestina por la liberación. Lo que se propone, en lugar de tales
derechos, es un estado sólo de nombre. Es decir, los palestinos deben aceptar
la total autonomía sobre una fracción de su tierra y ni por asomo pensar en
soberanía, control de fronteras, reservas hídricas y, lo más importante, en
el retorno de los refugiados. En eso consistió el acuerdo de Oslo y en eso
consiste la deseada “Declaración de Independencia” de ahora. Por tanto,
no es de extrañar que el primer ministro israelí Benyamin Netanyahu declare
que bien podría llegarse a un acuerdo para tal estado palestino a través de
negociaciones.
Tampoco lo que esa declaración
promete se ajustaría al plan de partición de 1947 de las Naciones Unidas,
que garantizaba a los palestinos sólo el 47% de la Palestina histórica
aunque representaban las dos terceras partes de la población existente. Una
vez declarado, el futuro estado palestino “independiente” ocupará menos
del 20% de la Palestina histórica. Al crear un bantustán y definirlo como
“estado viable”, Israel se librará de la carga de 3,5 millones de
palestinos. La AP gobernará sobre la cifra máxima de palestinos en los mínimos
fragmentos de tierra, fragmentos que podremos llamar “El Estado de
Palestina”. Ese “estado” será reconocido por decenas de países, ¡los
jefes tribales de los infames bantustanes de Sudáfrica deben sentir gran
envidia!
Uno tan sólo puede suponer que
la tan cacareada y tan celebrada “independencia” servirá sencillamente
para reforzar el mismo papel que jugó la AP con los acuerdos de Oslo. Es
decir, proporcionar medidas de seguridad y policiales diseñadas para desarmar
a los grupos de la resistencia palestina. Eso fue lo primero que se les exigió
a los palestinos en Oslo en 1993, Camp David en 2000, Annapolis en 2007 y
Washington el pasado año. Mientras tanto, dentro de este marco de
negociaciones y demandas, a Israel no se le impone compromiso u obligación
alguna.
Del mismo modo que los acuerdos
de Oslo significaron el fin de la resistencia popular y no violenta de la
primera Intifada, esta declaración de independencia tiene un objetivo
similar: acabar con el creciente apoyo internacional hacia la causa palestina
desde la masacre perpetrada por Israel contra Gaza en el invierno de
2008–2009 y el ataque contra la Flotilla de la Libertad de Gaza de mayo del
pasado año. Pero no proporciona a los palestinos ni la más mínima protección
ni seguridad frente a cualquier futuro ataque o atrocidad israelí. La invasión
y bloqueo de Gaza son un producto de Oslo. Antes de que se firmaran los
acuerdos de Oslo, Israel no había nunca utilizado todo su arsenal de F–16,
bombas de fósforo y armas con explosivos de metal inerte denso para atacar
los campos de refugiados en Gaza y Cisjordania. Durante la primera Intifada,
de 1987 a 1993, asesinaron a más 1.200 palestinos. Pero Israel eclipsó esa
cifra durante su invasión de tres semanas en 2009, matando brutalmente a más
de 1.400 palestinos sólo en Gaza. Esta cifra no incluye las víctimas del
asedio de Israel en vigor desde 2006, que ha estado marcado por repetidos
cierres y ataques israelíes antes y después de la invasión de Gaza.
En última instancia, lo que
esta deseada “declaración de independencia” ofrece al pueblo palestino es
un espejismo, una “patria independiente” que no es sino el remedo de un
bantustán. Aunque muchos países amigos la reconozcan, no va a proporcionar a
los palestinos ni libertad ni liberación. Un debate crítico –en oposición
al sesgado y demagógico actual– requiere que se analicen las distorsiones
de la historia a través de las distorsiones ideológicas. Lo que es preciso
abordar es una visión histórica humana de las cuestiones palestinas y judías,
una visión que no niegue nunca los derechos de un pueblo, que garantice una
total igualdad y que acabe con el apartheid, en vez de reconocer un nuevo
bantustán diecisiete años después de la caída del apartheid en Sudáfrica.
(*)
Haidar Eid es profesor asociado de literatura post–moderna y postcolonial en
la universidad de Al–Aqsa, en Gaza, y asesor político de Al–Shabaka, la
Red de Política Palestina, donde este ensayo se publicó en primer lugar.