Eva,
la primera trabajadora
Por
Lucía Sucre y Clarisa Palapot
Parece
que al principio de todo, las cosas ya se pintaron así. Y empezó con Eva. Ella
se acercó a Adán, siempre tan dependiente y sumisa la muchacha, y desde su
aburrimiento eterno le ofreció una manzana. Adán, bueno y trabajador como era,
aceptó. El resto de la historia la conocemos todos.
Para
hacer la versión oficial de lo que pasa en el mundo siempre se han usado los
mismos anteojos. Y esos anteojos responden a la cultura impuesta por el
patriarcado: todo ha sido creado y medido a imagen y semejanza del varón. Así,
en Occidente las mujeres recibimos el calificativo de débiles y sensibles, sólo
aptas para el amor y la maternidad. Así también resulta que, para los libros,
los hombres siempre se han encargado de nuestra subsistencia, tanto en lo
material como en lo intelectual.
Hoy
empezamos a entender que nuestra lucha se inscribe en otras luchas en las que
las mujeres participaron activamente. Pero poco se sabe de feministas como Chin
Jaen, que en 1905 lideró en China un movimiento en reclamo de igualdad con los
varones, liberación de los pies de las niñas (1) y libertad de las mujeres
para elegir maridos. No se habla tampoco del Batallón Mariana Grajales, que
operó en Sierra Maestra durante la Revolución Cubana, compuesto exclusivamente
por mujeres. Y nadie menciona a la revolucionaria Vera Zasulich, que en 1878
ejecutó al jefe de la policía zarista en Rusia.
En
el cuaderno de los olvidos, un poco más cerca de nuestras vidas, otra vez
aparece el trabajo, y ahí nos toca a todas ser parte de lo que no se ve. Hasta
hace unos años, la OIT, a partir de una definición del trabajo en función del
salario, afirmaba que en América Latina la mujer ocupaba sólo el 12% de la
Población Económicamente Activa.
Pero
resulta que el continente se caracteriza por su economía agrícola o poco
desarrollada. Y resulta que millares de mujeres caminan por los campos en México,
Brasil, Perú y tantos otros países. Con sus hijos a la espalda, estas mujeres
cargan leña, siembran y venden frutos y verduras en los pueblos cercanos. En
Bolivia, las palliris buscan afuera de la mina los restos utilizables de plata.
Y en las zonas urbanas, otras tareas han sido sistemáticamente ignoradas.
Planchar o lavar la ropa de la vecina o la señora de la cuadra, coser y
preparar comidas, tejer para afuera entre tantas otras actividades que se
realizan en la esfera doméstica.
Si
abrimos los ojos, el trabajo invisible se hace ver.
Hasta
hace unos años, las mujeres argentinas que se encontraban en el empleo formal
eran en su mayoría solteras y viudas. Entre ellas existía un ciclo de entradas
y salidas del mercado laboral determinado por los casamientos, los embarazos y
la viudez.
A
partir de los ’80, muchas cosas cambiaron. La desocupación y la caída de los
ingresos obligaron a las mujeres a integrarse masivamente al mercado, o a
permanecer en sus trabajos, sin importar los embarazos ni las licencias. Para el
área de Buenos Aires, por ejemplo, mientras en 1980 la tasa de actividad
femenina era del 38 %, y el nivel de desocupación del 3%, en 1997 estas cifras
ascendieron a un 53% para el nivel de actividad de las mujeres y a un 17% de
desempleo femenino. Hombres y mujeres comparten cada vez más los gastos del
hogar, y poquito a poco crece la cantidad de hogares sostenidos por mujeres,
esposas o compañeras de desocupados.
Nuestros
problemas no son nuevos. En la Buenos Aires de fines del siglo XVIII, muchas
mujeres trabajaban a la par de los hombres. Modistas y costureras, camiseras y
reparadoras de calzado, bordadoras, guanteras y cigarreras se incluían en el
listado de los peor pagados del mercado. Y en comparación con los hombres, por
el mismo trabajo cobraban la mitad del salario.
Hoy,
en Argentina, una profesional cobra casi la mitad (47%) de lo que ganan sus
colegas varones, y la diferencia se extiende a todas las áreas de trabajo.
Hace
poco más de cien años, las formas de esclavitud seguían presentes en el país,
a pesar de su abolición formal en 1813. El periódico Los Negros afirmaba, a
fines del siglo XIX, que todavía “algunas familias de clases altas encargan a
las personas que hacen viajes al interior que les traigan de regalo una
chinita”.
Las
cosas no parecen tan distintas en el año 2000, sólo que ahora se suman los
miedos provocados por la persecución a los inmigrantes. Cuando llegan al país,
las mujeres caen en una red que se comienza a tejer cuando retienen sus
documentos y les prometen acelerar los trámites de residencia. Esas son las
nuevas máscaras de la explotación sexual. Y el trabajo doméstico con cama
adentro es uno de los nombres que adquiere la esclavitud en el tercer milenio.
En
el libro de los recuerdos, cubiertas de polvo pero recuperadas del abandono,
encontramos las marcas de antiguas luchas.
Con
la mecanización del trabajo, los artesanos se transformaron en tornillos y
tuercas del engranaje. Empezó la preocupación por mantener la disciplina
interna, el control del tiempo y la racionalización organizativa en las fábricas.
La vida de la mujer no iba en sintonía con esta modernización del trabajo. El
embarazo o la casi exclusiva responsabilidad sobre sus hijos la alejaban a
menudo de su lugar de actividad.
La
discriminación de hecho, después de años de relativa protección bajo el
Estado de Bienestar, se transforma ahora en discriminación de derecho. La
reforma laboral destruye los últimos vestigios de la seguridad social, y vuelve
a dejarnos sujetas a los caprichos de los patrones.
En
el 1900, en una de las tantas luchas obreras, los sastres demandaban la reducción
de sus jornadas laborales, que se extendían hasta las 16 horas. Las tejedoras,
adhiriendo a aquella primer exigencia, sumaban el pedido de “ser respetadas en
su moral por los capataces de fábrica”. El acoso sexual también es una vieja
historia que continúa. Si querés trabajar en un bar o en una estación de
servicio, en un comercio o en la oficina, se buscan preferentemente jóvenes,
lindas, con la pollerita corta y bien dispuestas. Las mujeres queremos decir
Basta.
“La
obrerita que recién entra en la pubertad, que deforma su organismo, que altera
las más serias funciones de su vida, no podrá encontrarse en condiciones para
ejercer la más noble, la más elevada función de la mujer: la maternidad”,
decía Alfredo L. Palacios en un antiguo debate parlamentario, ante un Congreso
repleto de señores preocupados por nosotras.
Eran
conscientes de que “un cuerpo legislativo formado por hombres debe considerar
que la mujer, la parte despojada por la ley de los derechos más fundamentales,
y que tiene menos capacidad de defender sus condiciones de vida, debe ser
protegida por los hombres que han adquirido una conciencia social del papel que
ella desempeña en la vida civilizada”. Eva pide que se hable claro: es que
por aquellos días, los hombres de la política nacional encontraban en la
familia el espacio de la reproducción, el control y la vigilancia de las normas
sociales. La mujer era la encargada de cuidar y brindar educación a sus hijos.
Bien lo recordó la dictadura del 1976-83, cuando en sus propagandas se dirigía
a las madres, responsabilizándolas por lo que hicieran sus hijos. Buenas madres
para la política, y malas trabajadoras para la ley.
El
actual ingreso al mercado laboral es una de las banderas que levantan los políticos
y algunos organismos internacionales cuando quieren demostrarnos que estamos
alcanzando la igualdad. Pero un primer vistazo por el diario nos hace ver un
detalle sobre los gobernantes, los jefes en la empresa, los titulares de cátedra
en la facultad: casi todos son hombres. Y, de todos modos, ¿esa es la igualdad
que queremos? ¿La igualdad en un mundo destruido? ¿Queremos que se repartan
los sobrantes?
Las
mujeres, según los datos del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo
(PNUD), son el 70% de los más pobres del mundo y trabajan un 14 % más que los
hombres. Un estudio de la Secretaría de la Mujer afirma que en Argentina las
mujeres trabajan en total un promedio de 80 horas semanales, y esto pasa con el
60% de las que están en el mercado laboral.
Con
un humor bastante ácido, la escritora estadounidense Susan Sontag afirmaba que
para la verdadera liberación “toda mujer necesita una buena esposa”. Pero
si no queremos más oprimidos, dependerá de todas y de cada una de las que
aspiramos a vivir un mundo diferente luchar contra la explotación del capital y
también contra las naturalizadas estructuras de la explotación y discriminación
femenina, racial y sexual.
Desde
1878, en el Primer Congreso Feminista de París, las mujeres vienen exigiendo
que se reconozca el trabajo en el hogar. En nuestro país, en 1987,
comprometidos abogados consideraron que era un gran avance un fallo judicial que
reconocía el trabajo doméstico no remunerado. Pero no se emocionen, no se trató
de una oleada revolucionaria. La historia fue bien diferente: un camión chocó
el automóvil en el que viajaba una familia. La esposa del conductor falleció
en el acto, y este señor incluyó en el juicio una demanda por los gastos que
le iba a ocasionar el mantenimiento del hogar, ahora que su mujer no se haría
cargo. Sí, la ley argentina estipuló un costo de las actividades de la
fallecida mujer y la empresa tuvo que pagar por ese trabajo. Muertas sí nos
reconocen.
Algunas
agrupaciones de izquierda y representantes de los partidos burgueses proponen
otorgar una jubilación a las amas de casa. Y otra polémica se abre. Unas
afirman que es una necesidad para las mujeres que exista una remuneración económica
que las ayude a subsistir al final de sus días. Otras se preguntan si no será
peligroso encadenar a la mujer a las tareas asignadas históricamente al género
femenino. ¿No será que con esto sólo avanzamos en un económico lavado de
conciencia que nos entierra un poco más, lejos de la posibilidad de abrir
horizontes para nuestras vidas?
Para
completar, desde hace un par de décadas las mujeres se dieron cuenta de que la
historia empieza temprano por la mañana, corriendo a llevar a los chicos a la
escuela antes de ir al trabajo, pero no termina a la noche, después de lavar
los platos de la cena. Al cuidado de la ropa y el supermercado se sumó también
la necesidad de pasar por la peluquería, controlar el peso y sufrir cuando el
cuerpo comienza a mostrar el paso del tiempo. Las primeras en notarlo lo
bautizaron: la triple jornada. Ahora también debemos estar siempre radiantes. Y
todo por el mismo precio.
Pero
Eva no quiere ser costilla, ni del hombre ni de la Revolución. Queremos incluir
a los hombres en un proyecto de liberación colectiva. Queremos entender, y que
entiendan todos, que no hay cambio si no es completo, estructural y hasta lo más
profundo.
(1)
El canon estético de la femeneidad decía que los pies de las mujeres debían
ser pequeños; por eso se los vendaban, para que no les crecieran.