Estados Unidos
El águila tiene un aterrizaje violento
Por Immanuel Wallerstein
Immanuel Wallerstein, actualmente investigador en la Universidad de Yale, EE.UU., es ampliamente conocido por sus estudios acerca de la génesis y transformaciones históricas del capitalismo. Su monumental trabajo "El moderno sistema mundial", cuyo primer tomo publicó en 1976, analiza el desarrollo del capitalismo como "economía-mundo". En este artículo, publicado en septiembre pasado en la revista Foreign Policy, con el título de "The Eagle Has Crash Landed", desarrolla una tesis que choca con la visión generalizada de un imperialismo yanqui con creciente poderío.
Ha terminado la Pax Americana. Desafíos desde Vietnam y los Balcanes hasta Oriente Medio, y los acontecimientos del 11 de Septiembre revelan los límites de la supremacía norteamericana. ¿Estados Unidos se irá eclipsando tranquilamente o los conservadores resistirán y transformarán una declinación gradual en una caída peligrosa?
¿Estados Unidos en decadencia? Hoy poca gente creería semejante afirmación. Los únicos que piensan eso en EE.UU., son los "halcones", que piden a gritos políticas que reviertan la caída. La creencia de que ha comenzado la caída de la hegemonía norteamericana, no surge de la vulnerabilidad revelada el 11 de septiembre de 2001. De hecho Estados Unidos viene decayendo como poder global desde los años ’70, y su respuesta a los ataques terroristas simplemente acelera esa declinación. Para entender el debilitamiento de la así llamada Pax Americana se requiere un examen de la geopolítica del siglo XX, especialmente de sus tres últimas décadas. Este ejercicio revela una conclusión simple e inocultable: los factores económicos, políticos y militares que contribuyeron a la hegemonía norteamericana son los mismos que producirán inexorablemente su caída.
Introducción a la hegemonía
El ascenso de la hegemonía global norteamericana fue un largo proceso que comenzó junto con la recesión mundial de 1873. En ese momento, Estados Unidos y Alemania comenzaron a acaparar una porción creciente de los mercados mundiales, principalmente a expresas de la continuada recesión de la economía británica. Ambas naciones habían logrado una sólida estabilidad política —EE.UU. a partir del fin de la Guerra Civil y Alemania gracias a la unificación y la derrota de Francia en la guerra Franco-Prusiana—.
Entre 1873 y 1914 tanto EE.UU. como Alemania se convirtieron en los principales productores de ramas fundamentales de la economía mundial: el acero y más tarde los automóviles para EE.UU. y la industria química para Alemania. Los libros de historia dicen que la Primera Guerra Mundial estalló en 1914 y terminó en 1918 y que la Segunda Guerra Mundial se extendió entre 1939 y 1945. Sin embargo, tiene más sentido considerar las dos guerras como una única y continua "guerra de 30 años" entre EE.UU. y Alemania, con treguas y conflictos locales de tanto en tanto.
La competencia por la sucesión hegemónica dio un giro ideológico en 1933, cuando los nazis llegaron al poder en Alemania y comenzaron su escalada por trascender el sistema global, buscando no ya la hegemonía sino una forma de imperio mundial. Recordemos el slogan nazi "ein tausendjähriges Reich" (un Imperio de mil años).
Por su parte, EE.UU. asumió el papel de defensor del liberalismo centrista mundial —recordemos "las cuatro libertades" del ex presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt (libertad de expresión, de trabajo, de aspiraciones y de no tener miedo)— y conformó una alianza estratégica con la Unión Soviética que le permitió vencer a Alemania y sus aliados.
La Segunda Guerra Mundial provocó una enorme destrucción de la infraestructura y las poblaciones en toda Eurasia, desde el océano Atlántico al Pacífico, y casi ningún país salió sin heridas. El único poder industrial importante en el mundo que emergió intacto —incluso muy fortalecido desde la perspectiva económica— fue EE.UU., que se encaminó seguro a consolidar su posición.
Pero la aspiración hegemónica enfrentó algunos obstáculos políticos prácticos. Durante la guerra, el poder aliado aceptó el establecimiento de la Organización de las Naciones Unidas, compuesta principalmente por países que habían estado en la coalición contra el Eje de Alemania, Italia y Japón. El tema crítico de la organización era el Consejo de Seguridad, la única estructura que podía autorizar el uso de la fuerza. Desde que la Carta de las Naciones Unidas otorgó poder de veto a las cinco grandes potencias —incluyendo a EE.UU. y la Unión Soviética— el Consejo de Seguridad se volvió muy ineficaz en la práctica. Así, no fue la fundación de las Naciones Unidas en abril de 1945 lo que determinó los marcos geopolíticos de la segunda mitad del siglo XX, sino la conferencia de Yalta entre Roosevelt, el primer ministro británico Winston Churchill y el líder soviético José Stalin, dos meses antes.
Los acuerdos formales de Yalta fueron menos importantes que los informales, los acuerdos implícitos, que se pueden señalar observando el comportamiento de EE.UU. y la Unión Soviética en los años siguientes. Cuando terminó la guerra en Europa, el 8 de mayo de 1945, las tropas soviéticas y occidentales (norteamericanas, británicas y francesas) se establecieron en determinados zonas, esencialmente a lo largo de una línea en el centro de Europa, que se llamó la Línea Oder-Neisse. Fuera de algunos ajustes, permanecieron allí.
En el fondo, Yalta significó el acuerdo de que ambas partes permanecerían en su lugar y que ninguna usaría la fuerza contra la otra. Este acuerdo tácito se aplicó también al Asia, lo que se evidenció en la ocupación norteamericana de Japón y la división de Corea. Entonces, políticamente, Yalta fue un acuerdo para mantener un status quo por el cual la Unión Soviética controlaría un tercio del mundo y EE.UU. el resto.
Washington también enfrentó importantes desafíos militares. La Unión Soviética tenía el ejército más grande del mundo, mientras que el gobierno norteamericano estaba bajo presión interna para achicar sus fuerzas armadas, y en especial poner fin a los reclutamientos. EE.UU. decidió entonces no asentar su fuerza militar en las fuerzas terrestres sino en el monopolio de las armas nucleares (además de una fuerza aérea capaz de arrojarlas). Este monopolio terminó pronto. En 1949 la URSS también había desarrollado armas nucleares. Desde entonces, EE.UU. se dedica a evitar que otras potencias adquieran armas nucleares (así como armas biológicas y químicas), un esfuerzo que en el siglo XXI parece que no tendrá mucho éxito.
Hasta 1991, EE.UU. y la Unión Soviética coexistieron en el llamado "equilibrio de terror" de la Guerra Fría. Este status quo sólo fue puesto a prueba en tres oportunidades: el bloqueo de Berlín de 1948-49, la Guerra de Corea en 1950-53, y la crisis de los misiles cubanos de 1962. El resultado en cada caso fue el restablecimiento del status quo. Más aun, hay que hacer notar que cada vez que la Unión Soviética enfrentó una crisis política en sus regímenes satélites –Alemania del Este en 1953, Hungría en 1956, Checoeslovaquia en 1968 y Polonia en 1981— EE.UU. no se involucró más allá de unos ejercicios de propaganda y permitió que la Unión Soviética procediera como lo considerara correcto.
Por supuesto, esta pasividad no se extendía a la arena económica. EE.UU. se capitalizó en el marco de la Guerra Fría, liderando los esfuerzos por las reconstrucciones masivas, primero en Europa occidental y después en Japón (así como en Corea del Sur y Taiwán). El objetivo era obvio: ¿para qué la abrumadora superioridad productiva si el resto del mundo no producía una demanda efectiva? Más aun, la reconstrucción económica ayudó a crear obligaciones clientelares de parte de las naciones que recibían ayuda norteamericana; este sentido de obligación forzó su ingreso a alianzas militares y, más importante todavía, impuso una subordinación política.
Finalmente, no se puede subestimar el componente ideológico y cultural de la hegemonía norteamericana. El período inmediatamente posterior a 1945 debe de haber sido el punto más alto de la popularidad de la ideología comunista. Hoy olvidamos con facilidad la gran cantidad de votos de los partidos comunistas en elecciones libres en países como Bélgica, Francia, Italia, Checoslovaquia y Finlandia, por no mencionar el apoyo que los PCs alcanzaron en Asia —Vietnam, India y Japón— y en toda Latinoamérica. Y esto incluso por fuera de China, Grecia e Irán, donde no había elecciones libres o eran restringidas, pero donde los partidos comunistas contaban con gran adhesión. En respuesta EE.UU. sostuvo una ofensiva ideológica anticomunista masiva. En retrospectiva, la iniciativa parece haber tenido éxito: Washington impuso su rol como líder del "mundo libre", tan efectivamente como la Unión Soviética impuso su posición como líder del campo "progresista" y "antiimperialista".
Uno, dos, muchos Vietnam
La consolidación de EE.UU. como poder hegemónico en el período de postguerra creó las condiciones para la posterior defunción de esa hegemonía. Este proceso se plasma en cuatro símbolos: la guerra en Vietnam, las revoluciones de 1968, la caída del Muro de Berlín en 1989, y los ataques terroristas del 11 de Septiembre. Cada uno construido sobre el anterior, culmina en la situación en la que EE.UU. está hoy —una superpotencia solitaria sin poder real, un líder mundial que nadie sigue y pocos respetan y una nación que cae peligrosamente en medio de un caos global que no puede controlar—.
¿Qué fue la guerra de Vietnam? Primero y principal, el esfuerzo del pueblo vietnamita por terminar con la situación colonial y establecer su propio Estado. Los vietnamitas combatieron a los franceses, a los japoneses y los norteamericanos, y finalmente los vietnamitas vencieron. Geopolíticamente, la guerra representó el rechazo de pueblos etiquetados como "Tercer Mundo" al status quo de Yalta. Vietnam se convirtió en un símbolo poderoso porque Washington fue lo suficientemente estúpido como para invertir todo su poderío militar en la batalla, y aun así perdió. Es cierto que EE.UU. no desplegó armas nucleares (una decisión que reprochan sólo ciertos miopes grupos de la derecha), pero esa decisión hubiera desafiado los acuerdos de Yalta y podría haber producido un holocausto nuclear —una consecuencia que EE.UU. no podía arriesgar—.
Pero Vietnam no fue simplemente una derrota militar o una mancha en el prestigio de EE.UU.. La guerra asestó un gran golpe a la habilidad de EE.UU. para mantenerse como poder económico dominante. El conflicto resultó muy costoso y casi agotó las reservas norteamericanas de oro, tan abundantes desde 1945. Más aun, EE.UU. incurrió en semejante gasto justo cuando las economías de Europa occidental y Japón estaban en alza. Estas condiciones terminaron con la supremacía norteamericana en la economía global. Desde fines de los ’60 los miembros de esta tríada están en condiciones económicas similares, alguno mejor que los otros por breves períodos, pero ninguno superando ampliamente a los demás.
Cuando estallaron en el mundo las revoluciones de 1968, el apoyo a los vietnamitas fue un componente retórico importante. "Uno, dos, muchos Vietnam" y "Ho, Ho, Ho Chi Min" se corearon en las calles, no sólo en EE.UU. Pero los revolucionarios no sólo se opusieron a la hegemonía norteamericana. También condenaron la alianza soviética con EE.UU., se opusieron a Yalta y utilizaron y adoptaron el lenguaje de la revolución cultural china que dividían al mundo en dos campos —las dos superpotencias y el resto del mundo—.
La denuncia de la colusión soviética con EE.UU. derivó en la denuncia de aquellas fuerzas políticas nacionales estrechamente ligadas a la URSS, principalmente los partidos comunistas tradicionales. Pero los revolucionarios de 1968 se revelaron también contra otros componentes de la vieja izquierda —los movimientos de liberación nacional en el Tercer Mundo, los movimientos socialdemócratas de Europa occidental, y los demócratas del New Deal en EE.UU.— acusándolos también de aliarse con lo que genéricamente llamaban "imperialismo norteamericano".
El ataque a la alianza soviética con Washington sumado al ataque contra la vieja izquierda debilitó la legitimidad de los acuerdos de Yalta, sobre los que EE.UU. había sostenido el orden mundial. También socavó la posición del liberalismo centrista como la única y legítima ideología global. Fueron mínimas las consecuencias políticas de las revoluciones mundiales de 1968, pero las repercusiones geopolíticas e intelectuales fueron enormes e irrevocables.
El liberalismo centrista cayó del trono que había ocupado desde las revoluciones europeas de 1848 y que había permitido cooptar tanto a conservadores como a radicales. Esas ideologías reaparecieron y una vez más representaron una verdadera gama de opiniones. Los conservadores pudieron ser nuevamente conservadores, y los radicales, radicales. Los centristas liberales no desaparecieron, pero decrecieron ostensiblemente. Y en el proceso la posición ideológica norteamericana oficial —antifascista, anticomunista, anticolonialista— declinó y dejó de convencer a grandes porciones de la población mundial.
La superpotencia sin poder
El estancamiento económico internacional en los ’70 tuvo dos importantes consecuencias para el poder de EE.UU.
Primero, el estancamiento derivó en el colapso del "desarrollismo" —la idea de que cualquier nación podía crecer económicamente si el Estado tomaba medidas apropiadas—, que era la principal bandera ideológica de los movimientos de la vieja izquierda, ahora en el poder. Uno tras otro esos regímenes enfrentaron revueltas internas, descenso de los niveles de vida, aumento de la dependencia por la deuda con los organismos financieros internacionales, y decreciente credibilidad.
El aparente éxito de EE.UU. en la conducción de los procesos de descolonización del Tercer Mundo —minimizando las rupturas y maximizando el suave traspaso del poder a regímenes desarrollistas pero escasamente revolucionarios— dio lugar a un orden en desintegración, generó descontentos, y no pudo canalizar las tendencias radicales. Cuando EE.UU. intentó intervenir, falló. En 1983 el presidente Ronald Reagan envió tropas al Líbano para restablecer el orden. Las tropas fueron repelidas. Compensó esto invadiendo Grenada, un país sin ejército. El presidente George H.W. Bush invadió Panamá, otro país sin tropas. Pero después de intervenir en Somalia para restablecer el orden, EE.UU. fue echado. Como el gobierno de EE.UU. puede hacer poco para revertir la tendencia a la declinación de su hegemonía, directamente ignora esa tendencia —una política que prevaleció desde la caída en Vietnam hasta el 11 de septiembre de 2001—.
Mientras tanto, los verdaderos conservadores comenzaron a tomar el control de Estados clave y de instituciones interestatales. La ofensiva neoliberal de los ’80 estuvo signada por los regímenes de Thatcher y Reagan y el sugimiento del Fondo Monetario Internacional (FMI) como actor clave en la escena mundial. Por una vez (en más de un siglo) las fuerzas conservadores intentaron aparecer como liberales. Ahora los liberales centristas se vieron compelidos a responder argumentando que eran conservadores más eficaces.
Los programas conservadores eran claros. En la arena doméstica intentaban establecer políticas para reducir el costo del trabajo, minimizar las reglamentaciones ambientales sobre los productores, y recortar los beneficios del Estado de bienestar. Los éxitos reales fueron relativos, así que los conservadores se movieron rápidamente hacia la arena internacional. Los encuentros del Foro Económico Mundial en Davos permitieron la reunión de las elites y la prensa. El FMI se convirtió en un club para los ministros de finanzas y banqueros centrales. Y EE.UU. impulsó la creación de la Organización Mundial del Comercio para forzar el libre flujo comercial a través de las fronteras mundiales.
Mientras EE.UU. miraba para otro lado, la Unión Soviética colapsó. Ronald Reagan calificaba a la Unión Soviética de "Imperio del Mal" y llamó pomposamente a la destrucción del Muro de Berlín, pero esa no era realmente la intención de EE.UU. y ni tampoco fue responsable de la caída de la URSS. En realidad, la Unión Soviética y su zona imperial del Este europeo colapsó por la desilusión popular con la vieja izquierda, en combinación con los esfuerzos del líder soviético Mijail Gorbachev para salvar su régimen, liquidando Yalta e instituyendo la liberalización interna (perestroika más glasnot). Gorbachev tuvo éxito en liquidar Yalta pero no en salvar la Unión Soviética (aunque casi lo logra, hay que decirlo).
EE.UU. fue sorprendido por ese colapso repentino, sin saber cómo manejar las consecuencias. El colapso del comunismo implicó, en efecto, el colapso del liberalismo, eliminando la única justificación ideológica tras la hegemonía de EE.UU., una justificación apoyada tácitamente por el antiliberalismo ostensible de su oponente ideológico. Esta pérdida de legitimidad derivó directamente en la invasión iraquí de Kuwait, a lo que nunca se hubiera atrevido el líder iraquí Saddam Hussein mientras los acuerdos de Yalta permanecieran en pie. En retrospectiva, los esfuerzos norteamericanos en la Guerra del Golfo implicaron básicamente una tregua en la misma línea de largada. ¿Pero puede el poder hegemónico mundial quedar satisfecho con el empate en una guerra contra un poder regional mediano? Saddam demostró que se puede estar en guerra con EE.UU. y salir airoso. El temerario desafío de Saddam mordió las entrañas de EE.UU. aun más que la derrota de Vietnam, sobre todo para los llamados "halcones", lo que explica el fervor de su actual deseo de invadir Irak y destruir su régimen.
Entre la guerra del Golfo y el 11 de septiembre de 2001, los Balcanes y Medio Oriente fueron las dos escenarios más importantes del conflicto mundial. EE.UU. jugó un rol diplomático fundamental en ambas regiones. ¿Qué habría pasado si EE.UU. asumía una posición aislacionista? En los Balcanes un Estado multinacional económicamente exitoso (Yugoslavia) se quebró en sus partes componentes. Pasados diez años la mayoría de los Estados resultantes entraron en un proceso de etnificación, con una experiencia de violencia brutal, violaciones a los derechos humanos y guerras abiertas. La intervención externa —de la que EE.UU. participó en primera línea— llevó a una tregua y terminó con la violencia más notoria, pero no acabó de ninguna manera con la etnificación, que hoy está consolidada e incluso legitimada. ¿Habría finalizado esto de otra forma la intervención norteamericana? Probablemente la violencia hubiera continuado más tiempo, pero los resultados básicos no hubieran variado.
El cuadro es aun más tétrico en Medio Oriente, donde el involucramiento de EE.UU. es más profundo y sus fallas más espectaculares. En los Balcanes así como en Medio Oriente, EE.UU. no pudo ejercer efectivamente su poder hegemónico, no por no querer ni por falta de esfuerzo, sino de poder real.
Los halcones derrotados
Luego llegó el 11 de septiembre –el shock y la reacción. Bajo el fuego de los legisladores norteamericanos, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) dice haber puesto sobre aviso de posibles ataques a la administración Bush. Pero a pesar del seguimiento que la CIA hizo de Al Qaeda, no pudo prever (y por lo tanto prevenir) la ejecución de los golpes terroristas. Eso es lo que dice el director de la CIA, George Tenet. Este testimonio difícilmente conforme ni al gobierno ni al pueblo norteamericanos.
Más allá de lo que vayan a decir los historiadores, los ataques del 11 de septiembre de 2001 fueron un enorme desafío al poder de EE.UU.. Las responsables no tenían un poder militar importante. Eran miembros de una fuerza no estatal, con un alto nivel de determinación, algún dinero, un grupo de seguidores decididos, y una base fuerte en un Estado débil. En resumen, militarmente no eran nada. Sin embargo tuvieron éxito en un fuerte ataque en territorio de EE.UU.
George W. Bush llegó al poder criticando el manejo de los asuntos externos que hizo la administración Clinton. Bush y sus consejeros no lo admitirían, pero Clinton ha seguido el camino de cada presidente norteamericano desde Gerald Ford, incluyendo a Ronald Reagan y George H. W. Bush. Fue la misma senda de la actual administración Bush antes del 11 de septiembre. Basta con observar cómo manejó Bush la caída del avión norteamericano en China en abril de 2001 para ver que el nombre del juego es "prudencia".
Pero luego de los ataques, Bush cambió ese curso, declarando la guerra al terrorismo, asegurando al pueblo norteamericano que "la victoria es segura", diciendo al mundo que "ustedes están con nosotros o contra nosotros". Largamente frustrados por las sucesivas administraciones, finalmente los halcones dominan la política norteamericana. Su posición es clara: EE.UU. ejerce un poder militar invencible, y aunque líderes extranjeros menores consideren imprudente que EE.UU. flexione sus músculos militares, esos líderes no podrán impedir que EE.UU. impongan sus deseos al resto. Los halcones creen que EE.UU. debe actuar como un poder imperial por dos razones: Una, EE.UU. puede triunfar. Y dos, si Washington no ejerce su fuerza, EE.UU. se verá cada vez más marginado.
Hoy hay tres expresiones de la posición de los halcones: el asalto militar en Afganistán, el apoyo de facto al intento israelí de liquidar a la Autoridad Palestina, y la invasión a Irak, que todavía sigue en estado de preparación militar.
A menos de un año de los ataques terroristas de septiembre de 2001, tal vez sea demasiado rápido para asegurar cuál será el resultado de estas estrategias. Más aun, estos esquemas llevaron a la desaparición de los Talibán en Afganistán (sin el completo desmantelamiento de Al Qaeda o la captura de su máximo líder); una destrucción enorme en Palestina (sin la rendición del "irrelevante" líder palestino Yasser Arafat, como lo llamó el primer ministro israelí Ariel Sharon); y una férrea oposición a los planes de invadir Irak de los aliados norteamericanos en Europa y Medio Oriente.
La lectura que hacen los halcones de los hechos recientes, enfatiza esa oposición a las acciones norteamericanas, que aunque es seria por ahora es verbal. Ni Europa Occidental, ni Rusia, ni China, ni Arabia Saudita parecen preparados para romper seriamente con EE.UU. En otras palabras, los halcones creen que EE.UU. se está saliendo con la suya. Los halcones piensan que un resultado similar se obtendrá cuando el ejército norteamericano invada Irak y luego de eso, cuando EE.UU. ejercite su autoridad en cualquier parte del mundo, sea Irán, Corea del Norte, Colombia o incluso Indonesia. Irónicamente, la lectura que hacen los halcones es la misma que hace la izquierda internacional, que clama contra las políticas norteamericanas —fundamentalmente porque teme que las posibilidades de éxito para EE.UU. sean altas—.
Pero las interpretaciones de los halcones son incorrectas y sólo contribuirán a la declinación de EE.UU., transformando un descenso gradual en una caída rápida y turbulenta. Específicamente los intentos de los halcones van a fallar por razones militares, económicas e ideológicas.
Sin duda, la carta más fuerte de EE.UU. sigue siendo la militar, si no es la única. Actualmente EE.UU. esgrime el aparato militar más formidable del mundo. Y si a novedades se refiere, las más incomparables tecnologías militares que se puedan concebir, la superioridad de EE.UU. sobre el resto del mundo es hoy aun mayor que hace una década atrás. ¿Quiere decir esto que EE.UU. puede invadir Irak, conquistarlo rápidamente e instalar un régimen amigo y estable? Difícilmente. Hay que recordar que de las tres grandes guerras que libró EE.UU. desde 1945 (Corea, Vietnam y el Golfo), una terminó en derrota y dos en empate —lo que no es un éxito glorioso—.
El ejército de Saddam Hussein no es el de los Talibán, y su control militar interno es mucho más coherente. Una invasión norteamericana necesariamente involucraría una gran fuerza de tierra, que tendría que pelear para llegar a Bagdad y que probablemente sufrirá bajas significativas. Semejante fuerza va a necesitar territorios de base, y Arabia Saudita afirmó que no será un apoyo en este sentido. ¿Ayudarán Turquía o Kuwait? Tal vez, si Washington utiliza todas sus fichas. Mientras tanto, se puede esperar que Saddam utilice todas las armas a su disposición y por eso el gobierno de EE.UU. inquieta con lo que pueden hacer esas armas horribles. Puede que EE.UU. disponga de las armas de los regímenes de la región, pero el sentimiento popular claramente ve todo el asunto como un profundo prejuicio antiárabe en EE.UU. ¿Se puede ganar semejante conflicto? Aparentemente, el Estado Mayor británico informó al primer ministro Tony Blair que no lo cree posible.
Y siempre queda la cuestión de los "segundos frentes". Siguiendo la Guerra del Golfo, las fuerzas armadas norteamericanas se prepararon para dos guerras regionales simultáneas. Después de un tiempo, el Pentágono abandonó calladamente la idea por impracticable y costosa. ¿Pero quién podría estar seguro de que ningún potencial enemigo dé un golpe cuando EE.UU. parezca empantanarse en Irak?
Hay que considerar también la tolerancia popular norteamericana a las derrotas. Los estadounidenses se debaten entre el fervor patriótico que le da apoyo a cualquier presidente en tiempos de guerra y un profundo deseo aislacionista. Desde 1945, el patriotismo se estrelló contra la pared cada vez que la tasa de muertes aumentó. ¿Por qué sería diferente la reacción en este caso? Aunque los halcones (que son la mayoría civiles) permanecen sordos a la opinión pública, no sucede así con los generales norteamericanos, que se incineraron en Vietnam.
¿Qué pasa con el frente económico? En los años ’80, muchos analistas norteamericanos se pusieron histéricos con el milagro económico japonés. Se calmaron en los ’90, dadas las conocidas dificultades financieras de Japón. Después de comprobar la rapidez con la que Japón avanzaba antes, ahora las autoridades norteamericanas parecen complacidas, confiadas en que se quedó muy atrás. Ahora las autoridades norteamericanas se dedican a darles lecciones a los políticos japoneses sobre lo que están haciendo mal.
Semejante triunfalismo parece poco garantizado. Veamos lo que dice un artículo del New York Times del 20 de abril pasado: "Un laboratorio japonés construyó la computadora más rápida del mundo, una máquina tan poderosa que alcanza el nivel de poder de procesamiento de las 20 computadoras norteamericanas más rápidas combinadas, y supera por mucho a la líder anterior, una máquina I.B.M. Este logro... evidencia que la carrera tecnológica que los ingenieros norteamericanos creían que estaban ganando, está lejos del final." El análisis continúa para indicar que hay "prioridades científicas y tecnológicas contrastantes" entre los dos países. La máquina japonesa se construyó para analizar el cambio climático, mientras que las máquinas norteamericanas se diseñaron para simular armas. Este contraste encarna la historia más vieja en la historia de los poderes hegemónicos. El poder dominante se concentra (en su propio detrimento) en lo militar; su candidato a sucesor se concentra en lo económico. El último siempre ha sido el triunfante. Funcionó para EE.UU. ¿Por qué no resultaría también para Japón, tal vez en alianza con China?
Finalmente, está la esfera ideológica. En este momento, la economía norteamericana parece relativamente débil, sobre todo si se consideran los exorbitantes gastos que provocan las estrategias de los halcones. Más aun, Washington parece políticamente aislado. Virtualmente nadie (salvo Israel) piensa que la posición de los halcones tiene sentido o merece ser alentada. Otras naciones tienen miedo o no pueden enfrentar a Washington directamente, pero incluso sus genuflexiones hieren a EE.UU..
EE.UU. no consigue mucha respuesta de su arrogante llamado a las armas. La arrogancia tiene sus propias contradicciones y seguramente engendra un resentimiento creciente. Durante los últimos 200 años, EE.UU. acumuló un gran crédito ideológico. Pero hoy por hoy, EE.UU. se está gastando todo el crédito, más rápido de lo que gastó sus reservas de oro en los años ’60.
EE.UU. enfrenta dos posibilidades en los próximos diez años. Puede seguir la senda de los halcones, con consecuencias negativas para todos pero sobre todo para sí mismo. O puede ver que las consecuencias negativas son demasiado grandes. Recientemente Simon Tisdall de The Guardian señaló que incluso sin tomar en cuenta la opinión pública internacional "EE.UU. no es capaz de pelear por sí mismo una guerra exitosa contra Irak sin producir un inmenso daño, por lo menos en términos de sus propios intereses económicos y sus recursos energéticos. El Sr. Bush se reduce a hablar mal y parecer inútil". Y si aún así EE.UU. invade Irak y es obligado a replegarse, se verá incluso más inútil.
Las opciones del presidente Bush son extremadamente limitadas, y hay pocas dudas de que EE.UU. seguirá en declive como fuerza decisiva en los asuntos mundiales durante la próxima década. La verdadera cuestión no es si la hegemonía de EE.UU. está por terminar, sino si EE.UU. puede planear un descenso elegante, con el mínimo daño para el mundo, y para sí mismo.