URSS
ESTALINISMO Y TROTSKISMO:
El
presente ayuda a comprender mejor el pasado
Jean-Philippe
Divés* * Compañero y dirigente de Nuevo Curso de Francia. Colaborador de la
revista marxista revolucionaria francesa Carré Rouge, en la cual se edito este
articulo. La presente versión reducida fue corregida por su autor.
Desde
las páginas de Socialismo o Barbarie hemos asumido el compromiso de ir
aportando elementos y reflexiones que tienen que ver con sacar conclusiones de
la experiencia de la lucha de la clase trabajadora y las corrientes marxistas
revolucionarias del último siglo. En esta ocasión presentamos un valioso
aporte, que tiene por objeto echar luz sobre los errores de nuestra corriente
histórica, el trotskismo, con el objeto de restablecer la pelea por la
perspectiva auténtica del socialismo.
La
contrarrevolución burocrática estalinista y las construcciones políticas e
ideológicas del Estado a las que dio lugar no sólo marcaron de manera profunda
el curso de la lucha de clases durante la mayor parte del siglo XX, sino que,
diez años después de su derrumbe, sus consecuencias se siguen manifestando
dramáticamente a través de la “crisis de alternativa al capitalismo”. En
otras palabras, a través de la crisis de la perspectiva socialista que resulta
fundamentalmente del golpe que el estalinismo le infligió al movimiento obrero.
Hacer
un verdadero balance del estalinismo es una tarea imprescindible si queremos
ayudar a la reconstrucción y lanzamiento de un proyecto emancipador, auténticamente
socialista.
1989-91
como “revelador”
De
la naturaleza de la burocracia estalinista, del proceso contrarrevolucionario a
través del cual impuso su dominación, así como también de la naturaleza de
la URSS y de los otros Estados del pretendido “campo socialista”, se
desprende que las concepciones que contribuyeron poderosamente a fundar la
identidad del movimiento trotskista deben ser reevaluadas y, llegado el caso,
modificadas en relación al cambio histórico de 1989-91(1).
Tendemos
a olvidarlo, pero los acontecimientos 1989-91 no son el resultado victorioso de
un vasto plan de las potencias imperialistas. En Washington, Berlín o París,
los gobiernos apoyaban los intentos desesperados de auto-reforma de la
burocracia y de transición gradual y ordenada hacia el capitalismo de Gorbachev,
del mismo modo que hoy apoyan la restauración capitalista “en orden”
comenzada por la burocracia china. Se trató de una inmensa revuelta popular que
combinó reivindicaciones y movilizaciones nacionales, democráticas, económicas
y sociales, que se materializó en algunos países a través de auténticas
revoluciones antiburocráticas que derrumbaron a los regímenes totalitarios.
Sin embargo, es un hecho del todo irrefutable, al que debemos responder como
tal, que los trabajadores consideraron la propiedad estatal -que según nosotros
definía la naturaleza obrera de la URSS y la de los Estados del mismo tipo-
como totalmente extraña y hostil. ¿Por qué?
Una
clase obrera atomizada... y explotada
Un
ideólogo estalinista pretendía que el carácter “socialista” del Estado,
provenía de que, cuando “los ‘medios de producción’ pertenecen al Estado no capitalista,
la plusvalía adquirida en el curso de la producción retorna a este Estado,
quien la reparte según un plan dirigido a mejorar las condiciones de existencia
de las masas trabajadoras, a ampliar el aparato de producción, a desarrollar la
instrucción y la cultura públicas, a reforzar la defensa nacional” (2).
Esta era una formidable mentira destinada a ocultar, en primer lugar, que la
burocracia controlaba al Estado y, por consiguiente, a la economía, y, en
segundo lugar, que la explotación del proletariado se materializaba en una
distribución extremadamente desigual. Según Trotsky, desde el punto de vista
de la desigualdad de los salarios, la URSS de 1936 ya había “alcanzado y largamente sobrepasado a los países capitalistas”
(3). En 1949, Cornelius Castoriadis llegaba a la conclusión de que el 15% de la
población soviética (la burocracia) consumía el 85% del producto consumible;
mientras que el otro 85% de la población (proletariado, campesinado) consumía
el 15% restante (4).
En
cuanto a los gastos de inversión y los ligados a la “defensa
nacional”—desarrollo del gasto militar y policial—, ayudaban a preservar y
a reproducir las relaciones de producción y de dominación establecidas en
provecho de la burocracia.
Es
importante aquí diferenciar entre dos conceptos: propiedad y apropiación. El
hecho de que legalmente los burócratas no fueran, ni personal ni
colectivamente, propietarios, fue para ellos una suerte de frustración
creciente y constituyó uno de los más fuertes estímulos de las tendencias a
la restauración del capitalismo. Pero aunque no tuvieran la propiedad jurídica
de los medios de producción y no los trasmitieran por herencia (lo que no impedía
a la nomenklatura reproducirse de
generación en generación), la burocracia decidía sobre las condiciones y el
reparto de la producción. En resumen: dirigía la economía. Castoriadis fue,
hasta donde conozco, el primero en revelar la importancia de la diferencia entre
propiedad (concepto jurídico) y apropiación (lo que regía efectivamente), con
el fin de caracterizar las relaciones sociales en la URSS.
“
La existencia de la plusvalía o la existencia del sobreproducto no definen ni
el carácter de la clase dominante en la economía, ni el hecho de que esté
basada sobre la explotación. Pero la apropiación de esta plusvalía por una
clase social en virtud de su monopolio sobre las condiciones materiales de la
producción basta para definirla como una economía de clase basada sobre la
explotación. El destino de esta plusvalía, su reparto entre la acumulación y
el consumo improductivo de la clase dominante, determinan el carácter específico
de la economía de clase y diferencian históricamente a las clases dominantes
entre ellas” (5).
En
la URSS y en los otros Estados burocráticos existía una capa social no sólo
privilegiada por su función (casta) sino explotadora, que fundaba su dominio
sobre un sistema bastardo desprovisto de legitimidad histórica, en el cual la
explotación, al contrario que en el capitalismo, era “no orgánica”,
tomando la expresión empleada por Pierre Naville en su Nouveau
Léviathan. Verificamos el carácter “no histórico” de los sistemas
burocráticos al verlos caer como castillos de naipes. Y comprendimos por qué
el mantenimiento y la consolidación de la URSS después de la segunda guerra
mundial, la extensión del sistema burocrático estalinista a un tercio del
planeta y su aparente inmovilidad durante decenios, pudo generar el error de análisis
y de perspectiva que consistió en atribuir al Estado y a la economía burocráticos
el carácter de “un tercer sistema histórico”, de otra vía posible de
desarrollo que se agregó a la vía capitalista y a la del socialismo. Desde
este punto de vista, es evidente que Trotsky tenía razón cuando insistía en
el carácter transitorio del Estado soviético. Pero esto no le quita a
Castoriadis, a Max Shachtman, a Grandizo Munis o a Tony Cliff el mérito de
haber criticado desde un punto de vista marxista revolucionario la teoría
desastrosa según la cual el Estado es ”obrero” porque la economía esta
nacionalizada.
Un
error político…
Hacia
fines de 1923, antes de la formación de la “Oposición de Izquierda”
trotskista, diversas tendencias de izquierda del partido bolchevique habían
criticado las deformaciones burocrático-estatistas de la revolución y del
partido. El debate surgió el día siguiente de la toma del poder, cuando los
partidarios de la centralización estatista tuvieron su primera victoria sobre
los defensores de la gestión obrera, imponiendo la disolución de los comités
de fábrica y la gestión de la industria por los centros administrativos (glavkii)
recientemente constituídos (6). Como lo testimonia una obra como Terrorismo
y comunismo, o las tesis que defendió en marzo de 1921 en el X Congreso del
Partido Bolchevique en favor de la “militarización del trabajo”, Trotsky
fue uno de los más ardientes defensores de la centralización estatista y las
medidas dictatoriales.
En
la segunda parte de los años 20, cuando la fracción estalinista extendía y
consolidaba su poder luego de haber liquidado toda democracia en el partido y
los soviets, una fuerte polémica opuso a los trotskistas y a la corriente
“decista” (o del “centralismo democrático”) dirigida por Timothée
Sapronov y Vladimir Smirnov. Para ellos, que la clase obrera perdiera todo
poder, incluso toda posibilidad de expresión democrática, significaba la
victoria de la contrarrevolución y el fin del Estado obrero, lo que implicaba
la necesidad de preparar una nueva revolución contra la burocracia. Trotsky no
estaba de acuerdo con esta perspectiva, ya que, según él, la victoria de la
contrarrevolución no podía pasar más que por la restauración del poder de la
burguesía. No le atribuía a la fracción estalinista un carácter
contrarrevolucionario sino “centrista”, es decir, intermedio entre revolución
y contrarrevolución, y consideraba que a medida que la lucha de clases se
intensificara, tanto en la URSS como internacionalmente, el “centro
estalinista” debería necesariamente estallar y dividirse entre la Oposición
de Izquierda y la fracción de derecha dirigida por Bujarin, Rikov y Tomski.
Esta última, según Trotsky, representaba los intereses de los kulaks
y de los nepmen (las capas sociales que se habían enriquecido en el marco de
la “nueva política económica”). De ahí el peligro de la restauración
capitalista y de la contrarrevolución.
En
1928-29 se produjo la colectivización forzada de los campos y la
industrialización a ultranza. Millones de campesinos que la rechazaron fueron
deportados, encarcelados y masacrados o condenados al hambre, mientras se imponía
el desarrollo de la industria al precio de la intensificación de la explotación
de los trabajadores y la degradación de su nivel de vida, así como también la
generalización del trabajo esclavo en los campos, las colonias y las
poblaciones especiales del Gulag. Al mismo tiempo, la fracción estalinista
eliminó a la “derecha bujarinista” con la cual todavía se repartía el
poder y fue dueña absoluta del país. La contrarrevolución burocrática pegó
un salto cualitativo, no sólo político sino también económico y social: se
había asegurado el control de toda la economía.
Trotsky,
en vez de denunciar el agravamiento de la política de la burocracia y de su
mano dura sobre la sociedad, le dio sostén critico. Según él no sólo se
asistía a un “vuelco a la izquierda”,
sino que “sería erróneo negar que
fuera posible que el zigzag actual desarrollara en un curso proletario
consecuente”, y “en todo caso, por
la naturaleza de sus ideas y sus tendencias, la Oposición debe hacer todo para
que este zigzag se profundice y nos lleve hacia un vuelco serio comprometido con
la vía de Lenin” (7). Este vuelco fue un terrible factor de confusión
dentro de la Oposición de Izquierda, que llevó a la capitulación a muchos de
sus miembros que consideraban, con razón o sin ella, que Stalin retomaba los
aspectos esenciales de su programa. Entre ellos, Preobrajensky, Radek, Ivan
Smirnov. Smilga, y Serebriakov.
Es
sorprendente que siete años más tarde, cuando la IV internacional ya había
dado un giro y consideraba que, de centrista, la burocracia había pasado a ser
“bonapartista”, y que había que preparar contra ella una “revolución política”,
Trotsky todavía continuaba reivindicando la justeza de su orientación en
relación al giro de 1928: “Cuando en 1926 el grupo del “centralismo democrático” declaraba
que el Estado obrero estaba liquidado, enterraba de manera manifiesta una
revolución que todavía estaba viva. Por el contrario, la Oposición de
Izquierda elaboró un programa de reformas del régimen soviético. Para
preservarse y afianzarse como casta privilegiada, la burocracia estalinista
aplastó a la Oposición de Izquierda. Pero, en la lucha por sus propias
posiciones, la burocracia se encontró obligada a tomar de la plataforma de la
Oposición de Izquierda todas las medidas que le darían la posibilidad de
salvar las bases sociales del Estado soviético (…) Este mismo ejemplo muestra
cómo una línea política justa permite a un grupo marxista fecundar el
desarrollo” (8).
…
y una revisión teórica errónea.
Estas
medidas que hubieran podido, se decía, salvar las bases sociales del Estado
soviético, son las que llevaron a la estatización completa de la economía. De
ahí a considerar que el Estado era proletario porque la economía no
capitalista estaba en manos del Estado, no había más que un paso… que se dio
efectivamente más tarde. Esta concepción, que Trotsky mantuvo hasta su muerte,
fue formulada por primera vez de manera sistemática en abril de 1931, en el
documento Problemas del desarrollo en la
URSS, redactado como Proyecto de Tesis
de la Oposición de Izquierda Internacional sobre la cuestión rusa. Este
texto comenzaba tratando “la naturaleza
de clase de la Unión Soviética” afirmando: “ Los procesos contradictorios de la economía y de la política en la
URSS se desarrollan sobre la base de la dictadura del proletariado. La
naturaleza de un régimen social está determinada, por encima de todo, por las
relaciones de propiedad. La nacionalización de la tierra, de los medios de
producción industriales, junto con el monopolio del comercio exterior a manos
del Estado, constituyen los fundamentos del orden social en la URSS” (9)
Se
trataba de una revisión teórica de toda la tradición marxista anterior,
incluyendo lo que Trotsky había defendido hasta ese momento. Como subrayara Max
Shachtman (el principal dirigente del Workers’ Party de Estados Unidos), “es
el estalinismo quien está en el origen de la teoría según la cual la economía
es socialista simplemente porque la propiedad es estatal. El estalinismo tuvo
necesidad de eso para consumar su contrarrevolución”. Para los marxistas
y para el conjunto de los bolcheviques, siempre había sido evidente que “la
naturaleza de la economía está determinada por la naturaleza del poder político,
del Estado. Jamás afirmaron que porque la economía estuviera en manos del
Estado, entonces, el Estado sería proletario” (10).
En
1928, Trotsky mismo afirmaba una vez más que “
el carácter socialista de la industria está determinado y asegurado de manera
decisiva por el rol del partido, los lazos voluntarios que existen al interior
de la vanguardia proletaria, la disciplina conciente de los administradores, de
los funcionarios sindicales, de los miembros de las células de fábrica, etc.
Si constatamos que este tejido se relaja, se desagrega, es evidente que en poco
tiempo no quedará nada del carácter socialista de la industria, de los medios
de transporte, etc., estatizados (…). La propiedad del Estado sobre los medios
de producción se transformará primero en ficción jurídica y, muy pronto,
incluso ésta será barrida. Aquí también la cuestión se reduce a mantener
nexos conscientes con la vanguardia proletaria, y a protegerla del moho del
burocratismo” (11): Y Shachtman continuaba: “En
resumen, la naturaleza de la economía está determinada por la naturaleza del
poder político. En los años ‘30, se hizo evidente que cuando el proletariado
perdió todo poder político e incluso toda posibilidad de reformar el régimen
estalinista, éste no reintrodudujo el capitalismo (como Trotsky había
pronosticado equivocadamente). Es recién entonces que Trotsky se ve obligado a
cambiar su posición por completo. Afirma entonces, que el hecho de que el
Estado continuara poseyendo la propiedad determinaba su carácter de Estado
obrero. Esto no se encuentra en ninguno de sus escritos anteriores. Sólo lo
encontramos en las doctrinas del estalinismo” (12).
Recién
en 1935-36, Trotsky, consecuente al mismo tiempo con su oposición al
estalinismo y a su caracterización de la URSS, termina de elaborar la doble
teoría del “Estado obrero burocráticamente degenerado” y de la “ la
revolución política” que debía ser dirigida no contra sus “bases económicas”
sino contra el poder político de la burocracia. Dividiendo en dos la totalidad
real que representaba el Estado soviético, afirmaba que estábamos en
presencia, simultáneamente, de una “dictadura
de la burocracia” en el plano político y de una “dictadura
del proletariado” en el plano económico y social, siendo este segundo
aspecto el determinante (13). En su texto de 1939, “Una
vez más sobre la naturaleza de la URSS” (14), llegó incluso a aceptar la
definición de la URSS como un “Estado
obrero contrarrevolucionario”. Es decir, un Estado que se suponía defendía
los intereses de los trabajadores y que al mismo tiempo los superexplotaba y los
masacraba; o que podía servir a los intereses del socialismo internacional
llevando adelante guerras de conquista con el fin de ampliar o proteger los
intereses de su capa social dominante. La misma burocracia se desdoblaba y se le
atribuía un doble “papel”: contrarrevolucionario, en la medida en que oprimía
a los trabajadores, pero progresivo en relación a la burguesía, porque
supuestamente defendía, aunque minándolas en el largo plazo, las bases del
Estado obrero.
Consecuencias
catastróficas
Hecha
un sandwich entre estas dos dictaduras de signo contrario, tironeada entre su
clara oposición política y sus ilusiones en el estalinismo, la IV
Internacional no resistió mucho tiempo a esta esquizofrenia. Más allá del
hecho–de por sí muy grave—de que el trotskismo quedó atado al estalinismo
por un hilo invisible, y no llegó nunca a proponer a los trabajadores un
proyecto de socialismo totalmente alternativo, sus errores en el análisis de la
contrarrevolución y de los Estados estalinistas jugaron un rol importante en
las múltiples crisis y divisiones que atravesó.
Es
cierto que Trotsky, en su artículo “La
URSS en la guerra”, en setiembre de 1939, admitió la posibilidad teórica
de un nuevo modo de explotación no capitalista y afirmó que si la burocracia
estalinista sobrevivía a la Segunda Guerra Mundial, sería necesario rever la
caracterización de la URSS. Sin embargo, en su orientación política concreta
predominaron los aspectos más negativos de su teoría. La primera gran ruptura
en la IV internacional después de su fundación oficial en 1938—la exclusión
de la minoría del SWP Americano dirigido por Shachtman, con la mayoría de su
organización juvenil dirigida por Hal Draper—, fue provocada por las
divergencias sobre la cuestión de la URSS y por la intransigencia e
intolerancia de Trotsky y de los partidarios de sus tesis reagrupados alrededor
de James P. Cannon. La obra citada en la nota (9), que presenta el punto de
vista de la minoría, aporta un número de datos desconocidos. Podemos señalar
que, contrariamente a la idea extendida en el movimiento trotskista después de
que en 1942 el SWP publicara En Defensa
del marxismo—una selección de los textos de Trotsky dirigidos contra la
tendencia minoritaria—, el debate de 1939, que terminó con la ruptura, no
trataba ni sobre la naturaleza sociológica de la URSS, ni sobre la cuestión de
su defensa. La cuestión en discusión era si los trotskistas debían apoyar o
no que las tropas soviéticas invadieran el este de Polonia mientras los nazis
invadían el oeste—en aplicación del pacto germano-soviético—, y también
Finlandia y los países bálticos. La minoría afirmaba que esta política del
estalinismo iba en contra de los intereses de la revolución mundial y debía
ser combatida. Cannon y sus partidarios, al contrario, le daban un apoyo
entusiasta.
Con
respecto a Finlandia, Trotsky estimaba que “el
Ejército Rojo en Finlandia expropia las propiedades de los terratenientes e
introduce el control obrero, preparando de esta manera la expropiación a los
capitalistas”, que “los estalinistas están obligados a dar un formidable impulso a la
lucha de clases bajo su forma más aguda”, y además que “la guerra soviético-filandesa comienza ya, visiblemente, a
prolongarse como una guerra civil, en la que el Ejército Rojo –por el
momento- está en el mismo campo que los pequeños campesinos y los obreros”
(15). Sabemos que no sólo no se produjo nada de esto, sino que la invasión
rusa provocó un sentimiento de defensa nacional del cual la burguesía
finlandesa sacó su mayor provecho, y que en algunos meses las tropas de Stalin
fueron derrotadas.
En
lo que concierne a Polonia, el 18 de septiembre de 1939 el Comité Político del
SWP adoptó una resolución cuyo primer punto decía: “En
las condiciones que prevalecen actualmente en Polonia, nosotros aprobamos la
invasión de Stalin a Polonia como una medida que impide a Hitler tomar el
control de toda Polonia, y como una medida de defensa de la Unión Soviética
contra Hitler. Entre Hitler y Stalin, preferimos a Stalin” (16).
En
cuanto a los países bálticos, poco tiempo después de la división, el SWP
escribió en su órgano Socialist Appeal (27-07-1940), bajo el título Sovietización del Báltico: un paso adelante: “cuando el Soviet Supremo de la URSS, en su próxima reunión, ponga a
consideración la demanda de los Parlamentos de Lituania, Letonia y Estonia de
ser incorporados a la Unión Soviética (no hay ninguna duda de que lo hará),
será otra vez evidente que los fundamentos de la Revolución de Octubre se
mantienen a pesar de Stalin. La conquista fundamental de la Revolución de
Octubre, la nacionalización de la propiedad privada de los medios de producción,
se extiende a otros territorios y ningún trabajador conciente puede plantear la
menor objeción” (17). En Polonia, como en los países bálticos, lo que
quedó en la memoria fue la violación de la soberanía nacional—asociada a la
complicidad abierta con el nazismo—, y el movimiento obrero se encontró mucho
más debilitado, dado que estos crímenes habían sido cometidos en nombre del
comunismo.
Después
de la guerra, las mismas causas producirían los mismos efectos, agravados por
la pérdida del fundador de la IV Internacional. La asimilación de la mitad de
Europa por la URSS condujo a la gran mayoría de los trotskistas –a partir de
que ellos mantuvieron su antigua caracterización sobre la URSS—a considerar
que se habían formado nuevos “Estados obreros”, que tenían la
especificidad de ser “burocráticamente deformados desde el inicio”. La
burocracia estalinista sería capaz (incluso según los más ortodoxos de los
trotskistas) de generar nuevas dictaduras del proletariado y transiciones al
socialismo... No hizo falta esperar mucho tiempo para que la mayoría europea de
la IV Internacional profundizara su adaptación al estalinismo, al punto de
preconizar una alianza con los partidos estalinistas y un entrismo “sui
generis” en su seno. El resultado fue la gran ruptura de 1952-53, cuyos
efectos, junto con otros problemas, jamás se revirtieron. El mismo tipo de
orientación oportunista se desarrolló, bajo diferentes formas, cuando las
direcciones formadas o integradas en el molde estalinista (Tito, Mao Tse Tung,
Ho Chi Minh, Fidel Castro...) tomaron el poder en el marco de procesos
revolucionarios antiimperialistas y anticapitalistas, pero no proletarios ni
socialistas. Y el último golpe les fue asestado a los trotskistas en 1989-91,
cuando esperaban que las movilizaciones antiburocráticas desembocaran en la mítica
“revolución política”.
La
importancia práctica de esta discusión
Discutir
estos problemas no es entrar en un “debate de historiadores que miran al
pasado”. Mal que les pese a algunos, se trata de una tarea política que
condiciona la intervención actual y para el futuro. ¿Qué es lo que define a
un Estado proletario, o, dicho de otro modo, cuáles son las condiciones de la
transición al socialismo? Y, en consecuencia, ya que el socialismo es nuestra
meta, ¿cómo se traduce esto en nuestro proyecto, en las posiciones y
proposiciones políticas y de organización que defendemos cotidianamente al
lado de los trabajadores y de los oprimidos? Después del estalinismo, estas
cuestiones están en el corazón de toda estrategia dirigida a reorganizar,
reconstruir o desarrollar una alternativa marxista revolucionaria a escala
nacional e internacional.
El
punto de partida indispensable debe ser reconocer, sobre la base del balance del
siglo que terminó, que la revolución socialista sólo puede ser un proceso
plenamente conciente, conducido y asumido libremente por la mayoría de los
trabajadores. En una palabra, que la divisa marxista tan utilizada y tan
vapuleada: “la emancipación de los
trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos”, debe ser tomada al
pie de la letra. La historia demostró de manera dramática que, si tal no fuera
el caso, las formaciones sociales no capitalistas pueden generar nuevas formas
de opresión, de explotación y de alienación, que se elevarán como
formidables obstáculos contra la lucha por el socialismo, y que llevan
inevitablemente a volver a la explotación capitalista.
Esto
implica la defensa permanente de la democracia (y por ende el pluralismo político)
no como un “plus” eventualmente
deseable sino como una condición sine qua non. A mil leguas de toda idealización de la democracia
burguesa, sino de la democracia más directa posible, a través de organismos
como los soviets, los consejos, las comunas o todo otro nombre que adquieran,
que permita conjurar los peligros indisociables de la delegación permanente de
poderes y de la ausencia del control. Desde este punto de vista, queda claro que
la crítica hecha por Rosa Luxemburgo a Lenin y Trotsky era pertinente aun más
allá de lo que su autora podía imaginar en aquella época.
Es
también indispensable promover en el presente y en todo instante la
autoorganización de los trabajadores y de los oprimidos. Diferente de la
democracia, este concepto le es complementario, e implica un proceso de
apropiación efectiva de lo político por los sujetos de la revolución. Las
reflexiones de Christian Rakovsky a propósito de las diferencias funcionales en
el seno de la clase obrera que tienden después a ser sociales, como las de
Castoriadis en cuanto a la necesidad de sobrepasar la oposición entre gestores
y ejecutantes, entre dirigentes y dirigidos, deberían ser integradas a nuestra
reflexión y proyectadas en términos de orientaciones programáticas. Más allá
de las rencillas, de los factores y causas históricas y coyunturales, la
degeneración de la URSS y la extensión de los sistemas burocráticos
estalinistas plantean un problema específico importante y un interrogante histórico:
el de la burocratización del movimiento obrero, además de su capacidad para
realizar la revolución socialista. Las experiencias llevadas a cabo en una
serie de nuevas organizaciones sindicales y asociativas, que tienden a dotarse
de un nuevo tipo de funcionamiento y de salvaguardas contra la burocratización,
remiten a este mismo problema.
La
experiencia de la URSS y de los otros Estados burocráticos nos enseña que sin
un proceso
de
socialización, de desarrollo de la gestión y de la apropiación directa por
los trabajadores y los oprimidos de todos los aspectos de la vida económica
social y política, desde la empresa hasta el gobierno, la dinámica propia del
Estado hace que éste último fácilmente degenere y se vuelva contra la
revolución. Si parece asumido que un mínimo de Estado es indispensable después
del derrocamiento del poder burgués, la orientación preconizada antes de
octubre de 1917 por Lenin, del “debilitamiento” del “Estado proletario”,
debe igualmente ser tomado al pie de la letra si se quiere que el proceso
revolucionario se desarrolle en una perspectiva de emancipación.
En
fin, si se considera –como es mi caso—que una, o varias, organizaciones políticas
son indispensables debido a la existencia en el seno de la clase obrera de
niveles de conciencia extremadamente diferentes que sólo la organización de
“vanguardia” puede tender a elevar y a unificar, no es menos necesario
enterrar en los basureros de la historia el modelo fracasado del partido guía,
que “orienta” y”dirige” a los trabajadores consultándolos apenas de vez
en cuando. El rol de un partido marxista revolucionario digno de este nombre no
puede ser sino el de ayudar a la clase obrera a autodeterminarse y a orientarse
en un sentido socialista. Esto implica un tipo de organización y de
funcionamiento diferente de las desviaciones que el movimiento trotskista
produjo durante decenios.
N
O T A S
(1)
Como
es el caso de la Revolución Rusa, cuyas deformaciones y el proceso inicial de
degeneración facilitaron la contrarrevolución burocrática. Estos problemas
han sido tratados en los artículos de los números 6 y 7 de Carré
Rouge: Redécouvrir les enseignements
de la révolution d’Octobre (autoorganisation, parti, bureaucratie) y “Le
livre noir du communisme: une opération préventive de guerre idéologique”.
(2)
Declaraciones
de Hilary Minc, ministro polaco de Comercio e Industria, en agosto de 1947,
citadas por Francois Fejtö en su Histoire
des démocraties populaires, Seuil, reedición de 1979, tomo 1, página 158.
(3)
La
révolutión trahie,
Minuit, 1974, página 88. Trotsky no hacía más que hablar aquí de “retribución del trabajo”, comparando las cifras del salario
obrero medio y los salarios otorgados a los obreros “stajanovistas”. La
realidad del “trabajo” de los miembros de la burocracia, por lo menos de
trabajo productivo, es discutible.
(4)
“Les
rapports de production en Russie”, Socialisme ou barbarie, N°2,
mayo 1949. Este estudio, así como los otros textos escritos sobre estos temas
por Castoriadis en la época de SouB,
fueron reeditados recientemente en La
societé bureaucratique, Christian Bourgois (comp.), 1990 (ver págs.199 a
202).
(5)
Ídem
págs.181-182.
(6)
Ver
el artículo citado de Carré Rouge N°6.
(7)
“Et
maintenant?” (Carta al VI Congreso de la Internacional Comunista), 12 de
julio de1928, Oeuvres, Segunda serie,
tomo II, pág.94.
(8)
“L’Etat
ouvrier, Thermidor et bonapartisme”, Oeuvres,
Tomo V, págs. 72-73.
(9)
Writings
(1930-1931),
Pathfinder Press, New York, 1976 .
(10)
Max
Shachtman, “Deutscher’s Stalin”, en The
Fate of the Russian Revolution. Lost Texts of Critical Marxism, pág.524-525,
Londres,1998. Esta colección, editada por Sean Matgamna y la AWL británica,
presenta una selección de los principales textos programáticos de la corriente
“shachtmanista” en los años ´40.
(11)
“Et
maintenant?”
, op. cit., pág.101.
(12)
Detuscher’s
Stalin, op.
cit., pág. 525.
(13)
Oeuvres,
Tomo
XXII.
(14)
Questions
du travail russe,
carta del 17 de febrero 1939, Oeuvres,
tomo XX, pág.135
(15)
“Une
opposition petite-bourgeois dans le SWP”, Oeuvres, Tomo
XXII, págs. 213-214
(16)
The
Fate...
op. cit., pág. 266.
(17)
Idem,
pág. 357.