Crisis
de la economía argentina
Triste,
solitario y final...
Por
Roberto Ramírez y Ariel Orbuch
“¿Qué
nos pasa a los argentinos? ¿Estamos todos locos?”,
se pregunta un absurdo periodista representado por Fabio Alberti en el programa
cómico Todo por Dos Pesos. Es la
pregunta que uno puede hacerse al ver al ministro Machinea y a De la Rua eufóricos
por la marcha de la economía... mientras la desocupación vuelve a subir a casi
el 17%, y el subempleo suma otro tanto... Pero no están locos...
Que
haya más de cinco millones de trabajadores muriéndose de hambre con problemas
de empleo o subempleo, no le quita el sueño a ningún político radical,
frepasista o peronista. Sólo les preocupa cuando eso deriva en algún
“estallido social”. Machinea y De la Rua ponen cara de fiesta, porque el
Estado pudo aumentar la recaudación de impuestos (cumpliendo las metas del FMI)
y porque otros indicadores (por ejemplo, los saldos positivos del comercio
exterior) son más benignos.
Después
de casi tres años de recesión, puede darse cierta mejoría (aunque aún no es
clara la tendencia). Se ha caído tanto, que es posible una inflexión. Sin
embargo, no es como para anticipar el carnaval porque encima hace bastante frío...
Crisis...
¿pero qué crisis?
Carlos
Menem solía decir: “estamos mal, pero
vamos bien”. Muchos creyeron eso en 1995 y votaron su reelección. Es que,
pese a las penurias y barquinazos, parecía “ir bien” el proyecto de inserción
de Argentina en la globalización. Hoy, la percepción popular es diferente (y más
acertada): “estamos mal y vamos peor”.
¿Por qué?
Responder
esta pregunta exige definir la crisis argentina. ¿Es una crisis de coyuntura
(que estaría comenzado a revertirse); una crisis determinada por los vaivenes
internacionales de los últimos tres años (crisis de Asia y Rusia del 97 y 98,
devaluación en Brasil, etc.) y sobre todo por el desbarajuste y corrupción del
gobierno Menem?
¿O,
por debajo de las oscilaciones del ciclo económico en Argentina, subyacen
graves problemas estructurales? Dicho más fácil: puede haber cierta mejoría,
pero sobre el piso de una mala inserción del país en la economía mundial, de
la desindustrialización, de un desempleo y exclusión fenomenal con más de
10.000.000 de pobres según cifras oficiales, de provincias y regiones que económicamente
son agujeros negros.
Sostenemos
lo segundo. Lo determinante es cómo se ha
ido configurando el actual “modelo” o “modo” de acumulación del capital
en Argentina, que se podría bautizar como de “integración a la globalización”. Es decir, los mecanismos de
reproducción del capital que se fueron conformando ya tempranamente desde la
dictadura y se desarrollaron con todo por Menem, estrechamente relacionados con
las transformaciones de la economía mundial. Allí subyacen problemas graves a los que no se les ve salida fácil ni inmediata
(lo cual no significa que no encuentren algunas, a costa de los trabajadores y
los pobres).
Vivimos
una grave crisis económica y social que, paradójicamente, es producto del éxito de la integración a la globalización y, a la vez, de su
(relativo) fracaso.
Este
proceso nació con el Proceso. Los milicos sentaron las bases para el cambio,
Alfonsín intentó seguir adelante pero se atascó, y Menem fue el que
finalmente consiguió imponer las transformaciones, infligiendo al mismo tiempo
una grave derrota a la clase trabajadora.
¿Con
qué “versos” se fueron instrumentando los cambios? Al insertarnos en la
globalización y el mercado mundial, Argentina iba a ser una suerte de Corea,
Taiwán o (más modestamente) Malasia sudamericana. Un floreciente país
exportador, un —“tigre de las pampas”— que, enganchado a la locomotora
del comercio mundial y regional (Mercosur), iba a crecer vertiginosamente.
Este
“verso” se basa en hechos ciertos. Uno de ellos, fue el agotamiento de la
anterior estructura estatizada y (relativamente) cerrada de substitución de
importaciones, que había entrado en crisis en los años 70. Argentina producía
principalmente para el mercado interno, con empresas protegidas por barreras
aduaneras y por la estatización de la energía y los servicios públicos. Las
bajas exportaciones (principalmente agropecuarias) ya no daban para mantener
andando ese esquema de reproducción.
Otro
hecho que avaló el “verso” globalizador es que en
las dos últimas décadas el
comercio mundial es el motor del crecimiento.
La generalidad de los países que crecen lo hacen arrastrados por el comercio
mundial. La tasa de expansión del comercio internacional supera con creces la
del aumento del producto bruto mundial. El
“modelo” impuesto universalmente por la globalización es el de país
exportador-dependiente. Hasta EE.UU., cuyo colosal mercado interno sigue
siendo lo decisivo de su economía, se desespera por exportar.
Claro
que, para integrarse a la globalización, había que “hacer los deberes”:
“reformas estructurales” que implicaban “sacrificios” y medidas
“dolorosas”, pero que pronto serían recompensados con la prosperidad y el
arribo al primer mundo. A favor de esos cambios se sumaba además la decisiva
presión de los bancos e instituciones financieras acreedores de la deuda
externa.
Los
condimentos de la receta fueron parecidos a los aplicados en el resto de América
Latina, aunque en distintas formas y proporciones:
*
“Apertura” del comercio exterior e integración a mercados regionales (aquí
Mercosur).
*
Libertad de entrada y salida de capitales.
*
Privatizaciones (que, entre otras cosas, ofrecen negocios fabulosos para los
acreedores de la deuda externa, los políticos en el gobierno y sus amigos
empresarios).
*
Búsqueda del “equilibrio fiscal” (es decir, que el presupuesto del estado
no tenga déficit) mediante ajustes despiadados e impuestazos a los pobres (aquí,
el IVA al 21%).
*
“Estabilidad cambiaria” (tratar que la moneda mantenga un valor fijo en
relación con el dólar).
*
Titularización de la deuda externa (conversión de la deuda de los bancos en
bonos que se cotizan en bolsas). Con esta medida, además de asociar a los
capitalistas “nacionales” al festín de la deuda pública, los bancos pueden
desprenderse rápidamente de los bonos si prevén una cesación de pagos.
*
Transferencia del sistema previsional (jubilaciones) al sector privado (aquí,
AFJPs).
*
Por último, lo más importante: las “reformas laborales” (reventar lo más
posible las viejas conquistas y regulaciones que traben la superexplotación de
los trabajadores).
No
es necesario aclarar que, con medidas como éstas, ningún país pobre ha podido
hasta ahora comprar el boleto al primer mundo. Al contrario, la brecha es más
abismal que nunca en relación a EE:UU., la Unión Europea y Japón...
Como
decíamos, en cada país se han aplicado muy distintas variantes de esta misma
receta. Aquí, como parte del combo, se agregó una particularidad tan argentina
como el dulce de leche: la convertibilidad.
¿Cuál
era la película que se hacían con estas medidas? Con la “apertura”, las
empresas se adecuarían a las normas y condiciones del mercado mundial. Podrían
reconvertirse para lograr “competitividad”, gracias a la estabilidad
cambiaria, a la ola de inversiones directas que vendría del exterior y a las
reformas laborales (que harían bajar el costo de la mano de obra). Las empresas
que fueran “ineficientes” desaparecerían; pero eso sería beneficioso
porque así se modernizaría de conjunto el aparato productivo. Las
privatizaciones también contribuirían a eso y, sobre todo, a eliminar el déficit
del presupuesto estatal, con lo que habría fondos para mejorar la educación,
la salud y el bienestar social. Gracias al crecimiento de las inversiones
directas del exterior, se produciría un desarrollo fenomenal del Producto Bruto
fogoneado por las exportaciones. Las inversiones productivas crecerían además
por el aporte de las AFJPs. En este fantástico proceso de crecimiento, la deuda
externa se iría “licuando”: podríamos pagarla y además se iría haciendo
insignificante en proporción al PBI y a las exportaciones... Así, a principios
de los 90, Cavallo pronosticaba que el problema de la deuda sería
“insignificante” en el 2000... ¡Soñar no cuesta nada! ¡Macanear, tampoco!
El
triste despertar
En
vez de este sueño dorado, hoy la realidad es una pesadilla de Freddy Kruger.
Argentina
ha entrado, efectivamente, en la globalización. Pero
su inserción es pobre, desfavorable y subordinada totalmente a los Estados
Unidos y no se ve claramente cómo
mejorarla en lo inmediato. Hasta ahora es un fracaso. Su lugar se reduce a la
exportación principalmente de granos, energía, siderurgia, aluminio,
agroindustria... Acotemos que la exportación de energía es un disparate estratégico,
porque Argentina no es Arabia Saudita ni Venezuela con reservas inmensas de
hidrocarburos: lo que exporta hoy deberá comprarlo mañana... Un espejo de lo
que va a pasar con la energía, es el desastre de la extinción de la pesca,
otro de los puntales de crecimiento en la era Menem... La agroindustria, sector
en el que supuestamente Argentina debería ser imbatible, tropieza con
dificultades crecientes para exportar... Las exportaciones automotrices y de
autopartes se dan sólo gracias a la protección de los convenios en el Mercosur...
De
la sustitución de importaciones no se ha pasado a ser un gran país exportador,
sino a la sustitución de amplios sectores de la producción nacional por
productos importados. Desde las bombitas eléctricas a las gomas de automóviles,
desde los cubiertos de mesa a las zapatillas, la guadaña ha sido arrasadora...
Es
verdad que en algunos años vinieron grandes inversiones extranjeras, pero ellas
no se aplicaron a la industria exportadora sino principalmente a la especulación,
a los servicios (en condiciones monopólicas) o a la compra de empresas
nacionales ya existentes, a veces para después cerrarlas y siempre para
despedir personal...
La
deuda, que según Cavallo sería “insignificante” en el 2000, se ha
duplicado desde 1989/90 hasta hoy. El déficit del Estado, que iba a desaparecer
gracias a las privatizaciones, es invocado hoy por De la Rua para imponer un
ajuste brutal, que por primera vez llega a decretar la reducción de salarios...
En el déficit del estado tienen una incidencia fundamental, por un lado, el
servicio de la deuda (que ha crecido vertiginosamente) y, por el otro, que la
recaudación previsional ha ido a parar en su mayor parte a las AFJPs, pero es
el Estado el que sigue pagando (miserablemente) a los ya jubilados. Mientras
tanto, la plata de la AFJPs va a la especulación, entre ella a los títulos de
la deuda argentina...
En
estos resultados ha jugado un rol agravante la convertibilidad.
Clavar de esa forma el valor del peso en relación al dólar ha tenido graves
consecuencias.
El
reacomodamiento de los precios internos luego de la convertibilidad ha
dificultado las exportaciones y facilitado las importaciones. Hubo simultáneamente
una distorsión de los precios internos: los bienes “transables” —es
decir, que se pueden exportar o importar; por ejemplo, un par de zapatillas—
quedaron con sus precios fijados por los del mercado mundial; en cambio, los
bienes y servicios “no transables” —por ejemplo, el peaje de una
autopista— pudieron acomodar más favorablemente sus precios. El crecimiento
de la economía en los primeros años de la convertibilidad se produjo
principalmente en los servicios (que generalmente no son exportables) y no en la
industria.
Las
empresas, ante todo las industriales, quedaron en mala posición para exportar
y/o para competir con las importaciones. Al principio, ningún empresario se
quejó, porque el llamado “atraso cambiario” (dólar barato para importar y
peso muy alto para exportar) fue compensado por un aumento superior de la
productividad —con menos trabajadores (y menos salarios) se produjo más—.
Esto se logró en menor medida por el reequipamiento tecnológico y más por la
superexplotación (aumento de plusvalía absoluta), con rebaja de salarios (30%
en los últimos 10 años), “flexibilización” y precarización, generalización
del trabajo “en negro”, etc. Pero esto ya no basta. Sobre todo después de
las devaluaciones de Brasil, los problemas para exportar se fueron agravando,
incluso para la agroindustria.
La
convertibilidad implica además que tanto el funcionamiento de la economía como
del Estado dependen ante todo del ingreso de capitales del exterior, sea como
inversiones o como préstamos. El fracaso en la expansión de las exportaciones
y la avalancha importadora produjo durante varios años un gran déficit del
comercio exterior. Ahora hay un pequeño superavit. Para cubrir los déficits
del estado y del balance de pagos (lo que el país paga y cobra) se ha
necesitado en los últimos años financiación por unos 15.000 a 20.000 millones
de dólares anuales; o sea, más y más endeudamiento. Con este círculo
infernal, la deuda ha crecido vertiginosamente, a un ritmo del 13% anual en los
90... Y si un día, por una crisis de los mercados financieros internacionales,
se parara esa calesita, la convertibilidad estallaría en semanas, porque ni la
estructura productiva de Argentina ni su inserción en el capitalismo
globalizado podrían sostenerla.
Las
consecuencias de todo esto es una catástrofe
social, mayor aun de la que conoció la Argentina en la depresión de 1930.
En pocos años, millones han sido expulsados de la producción sin esperanzas de
volver a trabajar. También se ha achicado la posibilidad del cuentapropismo
como salvavidas. La mayoría de la juventud no tiene otras perspectivas que
trabajos precarios y miserables como los McDonalds o los supermercados. El
actual “verso” de la “educación para mejorar el empleo” no puede
ocultar que con inglés, computación y hasta títulos universitarios el destino
de los jóvenes será lavar los pisos de los shopings, porque la actual
estructura productiva genera pocos puestos que requieran algo más que una
formación elemental...
¿Qué
hacer?
Reflejando
estos roces por arriba y la bronca generalizada por abajo, sectores de la
dirigencia sindical, como Moyano y también el CTA, han salido a plantear sus
propuestas económicas. Frente a este modelo de capitalismo “salvaje” y
neoliberal, sería posible configurar otro tipo de capitalismo, más favorable a
los trabajadores, nos dicen.
Sus
propuestas dicen ser “realistas”. Por ejemplo, para reactivar la economía y
bajar la desocupación, proponen establecer un subsidio o seguro de paro. Si dos
millones de desocupados recibiesen un subsidio —piensan los dirigentes del MTA
y el CTA— lo gastarían enseguida. Esto generaría un aumento inmediato de las
ventas, lo que reanimaría a su vez la producción. Los empresarios, entonces,
emplearían más trabajadores y harían inversiones productivas. Esto impulsaría
aun más la demanda, y con ella la producción, que a su vez crearía más
empleo... Así seguiría girando en un “círculo virtuoso” ese modelo
alternativo de capitalismo “bueno”... En ese proyecto coincidirían los
intereses de los trabajadores y los del sector empresario “productivo” y
“nacional”, que sería diferente de los malditos usureros de los bancos y el
FMI...
Es
importante explicar por qué esto es una ilusión, una utopía, ya que muchos
compañeros alientan honestamente esperanzas parecidas.
En
las condiciones de la globalización, medidas como estas inevitablemente
fracasan. Muy probablemente, la mayor parte del dinero del subsidio de paro no
terminaría invertida en la producción y en nuevos empleos, sino en la compra
de importaciones, en la fuga de capitales al exterior y en la especulación
financiera. Esto han venido haciendo los empresarios argentinos con los
distintos sistemas de subsidios.
Luchar
por un seguro de desempleo digno no sólo es correcto sino sumamente necesario,
para evitar que los trabajadores desocupados terminen en la degradación y la
miseria. De la misma forma, es imprescindible la pelea por el reparto de las
horas de trabajo sin rebaja de salarios. Pero nada de esto significa que con
esas u otras medidas, se podría configurar otro “modelo” de capitalismo
distinto y mejor que el actual.
Esta
ilusión termina impidiendo hasta la misma lucha consecuente por medidas mínimas
como el subsidio al desocupado. Con ella se justifica la política de
subordinación y alianzas con los supuestos empresarios “buenos” y
“productivos”, y de capitulación al gobierno de turno. No es casual que ni
Moyano ni los dirigentes del CTA impulsen un enfrentamiento decidido contra el
gobierno. Por el contrario, terminan apelando a la “compresión” o la
“sensibilidad” del gobierno y los patrones; exhortan a De la Rua, Chacho
Alvarez y Cía a “tener coraje”... a “ponerse firmes” ante el FMI... Les
dan consejos como si fueran hermanos equivocados...
Así
al final no se logrará nada, ni el subsidio de desempleo, ni otras medidas para
paliar la miseria...
Casi
las únicas luchas que han logrado algo en los últimos tiempos, han sido las
realizadas desde una perspectiva más independiente del gobierno y los patrones,
como por ejemplo las de los piqueteros de Salta... La historia además nos enseña
que las conquistas y concesiones arrancadas a los capitalistas fueron
generalmente el subproducto de luchas revolucionarias. Fue el temor a la
revolución socialista lo que determinó al capitalismo a conceder las grandes
conquistas de 50 años atrás, después de la Segunda Guerra Mundial (que en
Argentina se reflejaron en el peronismo). Y si ahora en todo el mundo el capital
atropella a los trabajadores, es porque no tiene hoy esa pavura.
Nada
va a lograrse entonces, si la pelea por el seguro de desempleo, contra los
despidos o por el reparto de las horas de trabajo no se encuadra en una
perspectiva absolutamente independiente
de los patrones y el gobierno... Esto significa una perspectiva de lucha a
muerte contra el capitalismo, no de remendarlo para que ande mejor... En síntesis:
en una perspectiva de lucha por otro sistema social, el socialismo.