FUJIMORI:
DE “RATON” A “LEON”
Por
Ricardo Napurí
Transición
democrática es como denominan los ideólogos y políticos de la burguesía al
actual período que recorren los países latinoamericanos, desde las dictaduras
militares a los actuales sistemas políticos supuestamente democráticos. Sin
embargo, como en aquéllos, en diversos grados, lo que se constata son formas
imperfectas o degeneradas. Los defensores políticos del capitalismo, para
ocultar el fondo del problema, culpan del hecho a la inoperancia y crisis de las
instituciones del Estado. Y, principalmente, a que el pueblo no estaría maduro
–afirman– para realizar la verdadera democracia.
Pero
la realidad de nuestros países muestra que es falso el dilema entre democracia
y autoritarismo. Y esto porque dichos regímenes democráticos sólo lo son de
forma, ya que las instituciones fundamentales que lo integran mantienen su carácter
autoritario, sea porque necesitan serlo para sostener la dominación de clase de
la burguesía o porque el carácter oprobioso de esta dominación no tolera
instituciones realmente democráticas. Ante esto, la burguesía cínicamente
sostiene que la base de la democracia es la sola existencia de elecciones y de
los partidos políticos integrados al sistema.
Si
por estas razones la idea democrática está vaciada de su contenido más
profundo, es en el hecho electoral, sobre todo, donde tratan de expresarse,
competir y correlacionarse las fuerzas políticas representantes de todos los
matices de la clase dominante, a pesar de que es apenas una minoría la que está
interesada en lo que pasa en esos partidos. En Argentina, por ejemplo, el
presidente Menem realizó todo tipo de maniobras para lograr su segunda reelección,
que la norma constitucional le prohibía. No obstante, a este intento se opuso
un frente interno –incluido su propio partido– e internacional a través de
diversas presiones.
Las
“relaciones carnales” –expresión degradante del servilismo al
imperialismo norteamericano– no fueron suficientes para que el FMI, la banca
mundial y el gobierno yanqui apoyaran los planes de Menem. Tomaron esta decisión,
no sólo porque pensaran que el intento reeleccionista podría agravar la crisis
social y política en la Argentina sino porque, en el juego de la alternancia,
Estados Unidos ya contaba con la carta de la Alianza entre el Frepaso y la UCR,
y la posible victoria del conservador Fernando De
la Rúa. Así, el hecho electoral se convertía en el principal canal de
la continuidad de las políticas neoliberales, instrumentos de la economía
mundializada en esta fase de la dominación del imperialismo.
Alberto
Fujimori no creyó que su caso era igual al de Menem, al postularse él también
para ejercer la presidencia de Perú por la vía de una segunda reelección.
Aparentemente todo venía a favor de la camarilla que gobierna al país, a través
de una dictadura apenas disfrazada. Fujimori pensaba que pocos se opondrían a
sus planes reeleccionistas debido a que desde abril de 1992, fecha del autogolpe
de Estado, había hecho méritos suficientes para colocarse en un lugar
destacado en la consideración de gobiernos e instituciones “de la
democracia” que dominan la economía y la política mundiales, a pesar de una
que otra crítica superficial ante sus excesos.
Creía
que sus actos merecían una alta nota. Había derrotado la descomunal inflación
heredada del gobierno aprista de Alan García (el que “amenazó” con pagar
apenas el 10% de los intereses de la deuda externa); había casi liquidado la
insurrección guerrillera del maoísta Sendero Luminoso y del castrista MRTA.
Pero lo más importante: aplicaba las políticas neoliberales, de shock,
que le exigía el FMI. Y como remate, su gobierno establecía lazos profundos
con la CIA, lo que lo acercaba privilegiadamente al gobierno de EE.UU.
Nació
entonces el “fujimorismo”. De golpe había surgido un régimen que
denunciaba la falsedad del dilema democracia-autoritarismo. La criatura era a la
vez algo democrática pero fundamentalmente autoritaria. Y esto con la
“bendición” de la OEA, que en la reunión de Las Bahamas, de fines de 1992,
trató el caso peruano. Ahí se pactó con el “Chino” que hiciera en su país
lo que le viniera en gana; pero eso sí, que guardara alguna de las formas
democráticas. Con esta actitud cómplice comenzó a estructurarse un régimen
particular, después motejado benignamente como “democracia protegida o
autoritaria”.
Es
decir, las fuerzas armadas y policiales como el poder real, el conjunto de la
patronal dándole sostén económico y político, el apoyo de la banca mundial,
y Alberto Fujimori, como testaferro o el rostro público del complejo y abyecto
entramado de intereses del nuevo régimen. Le fue fácil así al gobierno
apoderarse descaradamente de las instituciones principales del Estado: el Poder
Judicial, la Fiscalía, el Jurado Nacional Electoral, la burocracia estatal, y a
través de elecciones amañadas de una mayoría legislativa. Todo bajo control
directo de las fuerzas armadas y de sus servicios de inteligencia. Y se dio
también su “Rasputín” en la figura tenebrosa del ex militar y ex agente de
la CIA, Vladimiro Montesinos.
Lo
que los medios de prensa hicieron conocer alrededor del intento de Fujimori de
reelegirse por segunda vez –previa anulación mafiosa de la norma
constitucional que lo prohibía– tiene alcances más vastos que el simple
relato de cómo consumó el fraude electoral a su favor.
Después
de haber apoyado al gobierno peruano durante casi diez años, ahora los
gobiernos de la OEA y Clinton, le pedían a Fujimori que demostrara que no
estaba organizando un fraude descarado de los comicios a realizarse el 9 de
abril. Las opiniones discrepantes en el gobierno norteamericano denotaban dudas
en la posición final a asumir. Ante la amenaza de Clinton de aplicar sanciones
unilaterales a Perú, en caso de comprobarse fraude, otras figuras importantes
de su gobierno le recordaban que la dictadura peruana había realizado a
satisfacción todos los deberes, a lo que sumaba ahora su apoyo a la campaña de
erradicación de los cultivos de coca y el hecho de contar con un gobierno
fuerte ante los peligros en la región: la guerra civil en Colombia y las
conmociones sociales en el conjunto de los países andinos. ¿Por qué meterse a
fondo?, afirmaban.
No
obstante, alrededor de la coyuntura electoral se desencadenaron hechos que por
sus consecuencias ponían a Perú en estado de alerta internacional, ante el
desarrollo de una crisis política con rasgos parecidos a las anteriores en
Bolivia y Ecuador. Toda la estructura del régimen fujimorista comenzó a
resquebrajarse. Es que la lucha de clases, aparentemente “dormida” hasta el
momento, comenzó a tomar aliento. El comprobado intento de fraude electoral la
alimentaba.
Un
primer canal de expresión fue la candidatura de Alejandro Toledo, popularmente
motejado como el “Cholo”, por su origen y rasgos indígenas pero devenido en
funcionario de la banca mundial y aguerrido militante en las filas del
neoliberalismo. Toledo no era políticamente desconocido. Acostumbrado a
presentarse frecuentemente a elecciones, había conquistado el lugar de un
frustrado candidato de tercera categoría. Sin arraigo entre las masas y sin
tradición política o partidaria, inventó la ecléctica consigna “Perú
Posible” para concurrir a los comicios. Hombre acostumbrado a no superar el 3%
de votos, ¿cómo pudo trepar hasta casi el 40% que obtuvo detrás de Fujimori,
en la primera vuelta electoral? Una de las respuestas está en el
“asesinato” de la decadente y frágil democracia peruana a manos de las
organizaciones políticas más fuertes –APRA, Acción Popular, Izquierda
Unida– en la etapa posdictadura.
Ciertamente
a la democracia peruana, después de la dictadura militar de 1968-80, apenas le
quedaba como fundamento el dudoso sistema electoral y de partidos, porque
cuestiones fundamentales como el ejercicio de derechos sociales y libertades, y
el control de las masas a los actos de gobierno, prácticamente habían
desaparecido. Por esto, los asalariados, los marginales y desocupados, la
juventud, los pequeños campesinos y los pobres –mayoría sociológica–,
nunca pudieron constituirse en mayoría política independiente; y menos aún,
tomar el control de los actos decisivos de la sociedad. Pero estas mayorías se
“vengaron”, negando su voto a los partidos tradicionales y a los candidatos
autoproclamados independientes –Andrade y Castañeda–, que con oportunismo
pretendieron aprovechar el espacio que dejaron esos partidos. Quien se benefició
finalmente fue Alejandro Toledo porque la “venganza” terminó en “voto
castigo” a su favor.
Otro
importante canal de expresión lo constituyó un convidado de piedra en la ocasión:
la presencia de nuevas fuerzas sociales a través de la radical movilización
del pueblo, que después de ocho años de retrocesos y derrotas se hacía
presente en la coyuntura. Sectores importantes se “apoderaron” del llamado
de Toledo, que encabezaba el frente de oposición al gobierno, tomando como
suyas las consignas: ¡nuevas elecciones!, ¡fuera Fujimori! y ¡democracia ya!,
a las que sumaron las propias: sectoriales, regionales y nacionales. Más claro:
si el llamado y la protesta de Toledo –y los votos que obtuvo a pesar del
quite por el fraude consumado– tuvo tal alcance y envergadura, fue porque las
masas tomaron como suyas las banderas democráticas y antidictatoriales,
tratando de darle el contenido de sus propias ilusiones y, sobre todo, de sus
necesidades más urgentes.
Un
hecho impensado hasta el momento lo constituyó la división de la patronal
empresaria que por una combinación de factores –la recesión económica, la
caída de las ganancias y las dudas en la reactivación, ante el agotamiento del
auge económico de los años 93-97– se fue distanciando del gobierno. Por su
subordinación al imperialismo comenzó a valorar la crítica norteamericana al
régimen fujimorista; pero considerando a la vez si los intentos reeleccionistas
no destruirían la estabilidad y gobernabilidad hasta ahora conquistadas. Temían
que el ascenso social y la radicalización de las masas comprometiera seriamente
su dominación de clase. No era que la burguesía “ya no pudiera vivir como
antes”. Se estaba aun lejos de eso, aunque la crisis empresarial comprometía
uno de los pilares en que descansa el régimen dictatorial.
Así,
el enfrentamiento final por la presidencia de la República entre Fujimori y
Toledo no pudo tapar lo que se gestaba por abajo: la profundidad de la crisis
socio-política. En ella las clases sociales a través de sus organizaciones y
representaciones políticas se enfrentaron, a veces distorsionadamente, dando
vida a una situación política nueva, cargada de poderosos interrogantes.
¿Y
ahora, qué?
Culminando
el fraude descaradamente preparado, Fujimori fue obligado a ir a una segunda
vuelta o ballotage por la presión de las bases radicalizadas, la oposición
encabezada por Toledo y la de los gobiernos continentales integrantes de la OEA.
Pero el candidato de “Perú Posible” no se presentó en protesta ante el
fraude. Lo demás fue previsible. El “Chino” que no contaba con mayoría en
el Congreso la obtuvo rápidamente comprando a 18 parlamentarios de la oposición.
El camino quedó allanado para que el 28 de julio asumiera su tercer mandato
presidencial en la vía de completar los quince años initerrumpidos en el
ejercicio del poder. Pero en realidad es la dictadura militar, como
“democracia protegida o autoritaria”, la que logra mantener su continuidad.
Las
cosas no serán las mismas para el fujimorismo. Se ha creado una nueva situación
que tiene como ingrediente principal una enorme polarización socio-política.
Con las banderas de democracia y antidictadura las fuerzas de oposición,
respondiendo al llamado de Alejandro Toledo, han formado un Frente Democrático
de Unidad Nacional, integrado por casi todos los partidos opuestos al gobierno.
Por
su lado Clinton y la OEA –invocando el principio de no intervención– han
terminado afirmando que el problema es asunto de los propios peruanos. Pero le
piden a Fujimori que “democratice” su régimen; y una comisión especial se
radicará en Perú para mediar entre el gobierno y la oposición.
Las
conversaciones se han iniciado y Toledo junto con sus aliados han aceptado el
cuadro fijado por la OEA. Esto es grave, porque reconocen de hecho la legalidad
de un gobierno al que consideraban ilegítimo. Con esto anuncian que abandonan
el llamado a la confrontación y a las movilizaciones populares, para presionar
a Fujimori por más “democracia”. Como si esto fuera posible bajo la
dictadura fujimorista.
Más
allá de las inconsecuencias o capitulaciones de los opositores burgueses al régimen
fujimorista el cambio evidente de la situación política es la consecuencia de
que una nueva correlación de fuerzas se ha configurado en el país, donde la
tarea central será de aquí en adelante la derrota de la dictadura. Éste es el
desafío de las masas que irrumpieron radicalmente en la coyuntura electoral. La
tarea no les será fácil porque se requiere una serie de condiciones, sobre
todo conscientes. Las solas acciones de lucha no serán suficientes para
derrotar al poderoso enemigo, teniendo en cuenta que no se ha producido hasta el
momento una necesaria delimitación de clase y de objetivos políticos con las
fuerzas burguesas.
Y
esto a pesar de que en las acciones de masas se dio una combinación importante
entre lo espontáneo y lo consciente. Los sectores obrero-populares combatieron
a través de la CGTP, la central obrera mayoritaria, con los maestros
radicalizados del SUTEP, los trabajadores de construcción civil, de la salud,
municipales, y con la adhesión de los campesinos pobres y, sobre todo, de los
estudiantes que rápidamente ganaron las calles.
Hay
que tener en cuenta que en un país atrasado como Perú, el limitado y desigual
desarrollo capitalista ha producido múltiples distorsiones en su estratificación
social. Por eso el centralismo político y burocrático oprime a las provincias,
las que siempre exigen la satisfacción de sus reivindicaciones y mayor autonomía.
Por esto los oprimidos no son sólo los trabajadores, los desocupados y
marginados, los campesinos, sino también los “burgueses” locales, medianos
y pequeños propietarios asfixiados económicamente. Por su carácter de
oprimidos –obviamente en diversos grados– han podido estructurar pliegos
reivindicativos comunes y dotarse de organismos propios, como los “frentes de
defensa” que se extienden en todo el país, y que se convierten asimismo en
canales de movilización de estas capas sociales.
Estos
frentes de defensa formaron una Coordinadora Nacional que adhirió a la
“Marcha de los 4 suyos” convocada por Toledo, denunciaron al tercer mandato
de Fujimori como ilegal y exigieron la realización de nuevas elecciones
generales sin fraude. Por otra parte, la CGTP y sus aliados llamaron a luchar
por la convocatoria de una Asamblea Constituyente para que resuelva
soberanamente cómo organizar al país sobre nuevas bases, terminando así con
la dictadura de las Fuerzas Armadas y Fujimori.
Los
nuevos hechos de la lucha de clases dejaban muy atrás en el tiempo al llamado
de la otrora fuerte izquierda parlamentaria, que en los comicios de 1990 pidió
a los trabajadores que votaran por Alberto Fujimori contra el escritor Mario
Vargas Llosa. Esta izquierda pretendió convencer a los votantes populares que
debían optar entre un “gradualista” económico –y por tanto reformista–
y un neoliberal partidario de las políticas de ajuste. El primero era Fujimori,
a quien motejaron como el “ratón” frente al “león”, Vargas Llosa.
Todos los explotados y oprimidos que creyeron en las afirmaciones de esta
izquierda capituladora sufrirían después los efectos de las políticas del ratón
devenido en león.
El
curso de la lucha de clases demostró que para los trabajadores no existe el
“mal menor” cuando se trata de los representantes del enemigo de clase. Hay
que darle todo el significado al hecho de que el ratón resultó finalmente un
sanguinario león; no importa que hoy esté herido. En el proceso de la oposición
democrática a la dictadura fujimorista las organizaciones de las masas acompañaron
generosamente a Toledo y a la oposición, aunque tratando siempre de empujarlo más
allá de sus limitados objetivos. Pero al no deslindar los perfiles de clase
–por sus propias confusiones– no pudieron darse como objetivo, por ejemplo,
formar un comando independiente que correlacionara con las fuerzas burguesas de
oposición.
La
experiencia de la lucha de clases enseña que en nuestros países atrasados,
explotados, y dominados por el imperialismo y sus agentes nativos, las legítimas
reivindicaciones democráticas tienen que ser acompañadas siempre por otras,
económicas, sociales y antiimperialistas. Y esto porque las fuerzas
capitalistas burguesas no tienen interés, ni pueden, encabezar ninguna lucha
real por la emancipación social del yugo imperialista. Es una tarea
imprescindible que ha quedado bajo la responsabilidad de las fuerzas aglutinadas
alrededor de los trabajadores y el pueblo.
Apoyados
en la actividad política global hay que apostar al avance desde lo espontáneo
hacia lo consciente. En este proceso –siempre a saltos– deberán
estructurarse las fuerzas de clase y las reales formaciones anticapitalistas.
Pero si esto exige dotarse de lineamientos y objetivos programáticos en el
sentido de una orientación estratégica, esta orientación política deberá
tener como fundamento el combate por la transformación socialista de la
sociedad.
El
que parezca que estamos aún lejos de este objetivo –entre otras razones por
la confusión y el atraso político de las masas, que ingresan radicalmente al
escenario de la lucha de clases, y por las capitulaciones y vacilaciones de sus
vanguardias ocasionales– no quita que este desafío descomunal esté
planteado. De esta forma, banderas como la lucha democrática y antidictatorial
en manos de las masas, arrebatadas a tiempo a los agentes del capitalismo,
pueden convertirse en poderosas palancas impulsoras de nuestra emancipación
social y nacional; e hitos decisivos en la perspectiva socialista.
De
la maduración política de las masas y de sus vanguardias depende que las
formidables luchas de los trabajadores, campesinos y todo el conjunto de los
oprimidos de países andinos, como por ejemplo Bolivia, Ecuador y Perú, no
queden como una simple anécdota en la historia de la lucha de clases. Hay que
saber que toda lucha, en esta época de la dominación del capitalismo
mundializado, por más pequeña que sea, debe ser considerada como un hito en la
vía del cambio revolucionario de la sociedad.
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