Por
Marcelo Yunes
Continuamos
con la presentación de obras del joven Marx que sientan buena parte de las
bases fundacionales del pensamiento socialista y revolucionario. Estamos
convencidos de que el interés teórico de estos trabajos excede largamente la
exhumación arqueológica, para instalarse con firmeza en el centro de debates
de absoluta actualidad. En esta ocasión, nos referiremos a la Introducción
a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, escrita por Marx
a fines de 1843.
Esta
Introducción fue redactada con posterioridad al cuerpo principal de la
crítica, sobre cuya fecha exacta no hay unanimidad entre los comentaristas de
Marx, pero que probablemente date de 1842, cuando Marx aún no había abrazado
la causa comunista. A diferencia de ese trabajo -conservado en forma de
manuscrito y publicado recién luego de la segunda posguerra-, Marx postula en
la Introducción de forma explícita, por vez primera, tanto la necesidad
de una revolución social contra el orden existente como del actor social, el
sujeto principal de esa revolución: el proletariado.
La
filosofía del derecho de Hegel representaba el más completo sistema de teoría
política del pensamiento alemán. Aunque posteriormente se ha simplificado el
significado del sistema político de Hegel, considerándolo como una apología
del Estado prusiano y sus instituciones -elemento que por cierto está
presente-, el trabajo de construcción de categorías de filosofía política es
realmente monumental. Hegel hace gala de su capacidad para sintetizar corrientes
de pensamiento y desarrollos históricos reales siguiendo su clásico esquema de
tríadas, en cuya cima coloca al Estado.
La
primera tarea teórica que se propondrá Marx es la crítica del Estado y la
religión (cuestiones entrelazadas en la Alemania de entonces), que acometerá
tanto en el manuscrito de 1842 (cuyo título es Crítica de la filosofía del
Estado de Hegel) como en La cuestión judía de
1843. Sin embargo, en esta Introducción Marx no desarrolla mucho más
esa crítica (el texto comienza considerando a la crítica a la religión como
terreno ganado), y avanza, en cambio, en sacar conclusiones sobre qué tareas
prácticas se desprenden de esa comprensión del carácter del Estado. Es
decir, “la crítica del cielo se transforma así en crítica de la tierra;
la crítica de la religión en crítica del Derecho; la crítica de la teología
en crítica de la política”. Un mundo en el que el hombre pueda ser dueño
de su destino tiene como condición primera la destrucción de la religión
cristiana.
Marx
pasa revista ácidamente a las corrientes de pensamiento en Alemania. Todas
ellas se proponen dar una respuesta a los problemas de la época, como la falta
de unidad nacional y de libertad o el pauperismo, pero lo hacen desde posturas
insuficientes o reaccionarias (los románticos buscan la libertad perdida en un
pasado idílico; la escuela histórica es una mera apología, etc.). El fondo de
la cuestión es que el régimen político alemán es un anacronismo, un resabio
del antiguo régimen muy por debajo de la situación de Francia o Inglaterra. Lo
peculiar de Alemania, dice Marx -siguiendo en esto a Hegel-, es el divorcio
entre el desarrollo de su realidad política y el desarrollo de su teoría filosófica,
el hecho de ser “contemporáneos del presente en la filosofía sin serlo en
la historia (...) Los alemanes han pensado en política lo que otros pueblos han
hecho. Alemania era su conciencia teórica. La abstracción y arrogancia de su
pensamiento fue siempre a la par con la parcialidad y el raquitismo de su
realidad.”
De
allí que Marx hace un cuestionamiento tanto al “partido teórico” (la
izquierda hegeliana), que no es capaz de llevar su crítica más allá de la
filosofía, como al partido “práctico” (los llamados “verdaderos
socialistas”), que desprecia la teoría y pasa por alto que justamente el
pensamiento filosófico es lo más avanzado de la realidad alemana. De lo que se
trata es, entonces, de realizar la filosofía (es decir, llevar a
la realidad la crítica al Estado que sólo existe en el pensamiento) lo que a
su vez conduce a superarla, a abolirla como filosofía en tanto mero
pensamiento separado de la práctica real.
El
principio hegeliano de la unidad entre razón y realidad es retomado críticamente
por Marx: donde Hegel ve reconciliación con lo establecido, Marx apunta contra
el mundo real y contra la filosofía existente. La realización de la razón en
el mundo no es un hecho -como para Hegel-, sino una tarea práctica de los
hombres.
La
crítica al pensamiento político de Hegel y a la impotente filosofía
especulativa sólo puede desembocar en la actividad concreta contra la realidad
del Estado prusiano: la praxis. Este concepto, que ahora resulta muy
familiar para los marxistas, había sido introducido por uno de los “jóvenes
hegelianos”, von Cieszkowski, pocos años antes, como contraposición práctica
al carácter especulativo de la derecha hegeliana. Sin embargo, Marx asigna a la
praxis un significado que lleva su propio sello: no es la práctica pura, la
acción desesperada, sino una práctica racional, pensada; una actividad cuyo
sentido y condiciones están mediados por la reflexión científica. Como lo
resume Karl Löwith, “la voluntad de transformar el mundo no significa para
Marx una acción tan sólo directa, sino al mismo tiempo una crítica a la
interpretación del mundo hasta entonces vigente y una modificación del ser y
de la conciencia”.
La
potencialidad radical de esta teoría alemana, que comenzaba con la superación
de la religión, se manifiesta en un humanismo que es el sustento ético
de la rebelión: “la crítica de la religión desemboca en la doctrina de
que el hombre es el ser supremo para el hombre, y por tanto en el imperativo
categórico de acabar con todas las situaciones que hacen del hombre un ser
envilecido, esclavizado, abandonado, despreciable.” (1)
El
“imperativo categórico” a que se refiere Marx es un concepto central de la
ética de Immanuel Kant, el fundador de la filosofía clásica alemana, que
viene a representar la ley moral a que debe sujetarse todo ser provisto de razón.
Es importante tomar nota de que, incluso antes de haber dado a su comprensión
de la sociedad capitalista y de la historia una forma acabada, Marx toma partido
desde el punto de vista ético contra un estado de cosas manifiestamente injusto
y opresor para la mayor parte de la humanidad.
Es
decir, la opción por la revolución no es el resultado a posteriori del análisis
científico y sociológico, sino un punto de partida a priori motorizado por la
indignación contra un orden inmoral, siendo la medida de lo moral,
precisamente, la situación de los hombres reales. Por eso Marx dice aquí que
“ser radical es tomar la cosa desde la raíz. Y para el hombre, la raíz es
el hombre mismo.”
Marx
había conocido, en su exilio parisiense, la intensa actividad de los círculos
obreros comunistas y socialistas, que lo sorprendieron tanto por su capacidad de
organización y de trabajo como por el estado de ebullición de sus debates teóricos.
Es en Francia donde hace un doble descubrimiento: no sólo la revolución, sino
también el proletariado.
Como
ya señaláramos a propósito de La cuestión judía, para Marx de lo que
se trata es de la emancipación humana, que no puede ser el resultado de una “revolución
parcial, meramente política, que deja intactos los pilares de la casa”.
La revolución que ha de abolir el estado de cosas existente debe tener a su
frente -a diferencia de las anteriores, que sólo elevaban a una parte de la
sociedad por encima de las otras para erigirla en nueva clase dominante- a una
clase cuya aspiración no es su dominio de clase particular, sino la liquidación
de las clases sociales.
Es
muy importante destacar aquí, contra todas las interpretaciones que remiten a
algún tipo de determinismo de tipo sociológico o económico, que la primera
versión de la definición del proletariado en Marx se sitúa en el nivel ético,
y sólo posteriormente Marx precisará esa definición -como un complemento
y no como un reemplazo- con una reflexión histórico-sociológica de un carácter
“científico” más tradicional.
En
efecto, la clase obrera es vista en este trabajo como “una clase sin
cadenas radicales, (...) una clase de la sociedad burguesa que no es una clase
de la sociedad burguesa, (...) un sector al que su sufrimiento universal le
confiere carácter universal; que no reclama un derecho especial, ya que no es
una injusticia especial la que padece sino la injusticia a secas; que ya no
puede invocar ningún título histórico sino su título humano; (...) es la pérdida
total del hombre y, por tanto, sólo recuperándolo totalmente ha de ganarse a sí
mismo.” El llamado a la intervención revolucionaria del proletariado no
depende aquí, como se ve, de ningún lugar específico en la producción de
bienes, sino del hecho de que encarna el sufrimiento y la injusticia
universales.
Por
esta razón, un estudioso de la obra de Marx, el francés Maximilien Rubel,
sostiene que a Marx “la emancipación universal de la humanidad se le
presenta como la vocación ética del proletariado aun antes de afirmar que esta
misión se halla inscripta en la marcha social de la historia” (2)
La
opción por el proletariado, entonces, corresponde también, al igual que la
voluntad revolucionaria, a un “imperativo categórico” que es, en cierto
modo, previo al examen analítico con herramientas científicas, aunque
naturalmente éstas son insustituibles a la hora de conferir un cauce y una
orientación precisas a esa opción y esa voluntad.
Es
justamente esa tensión y colaboración entre una sociología implacablemente crítica
y científica -cuyas bases se establecen en La ideología alemana de
1845- y el fundamento ético de una rebelión que reclama el derecho a la
condición humana (el movimiento del proletariado) lo que le da su fuerza
peculiar a la teoría y práctica de la revolución socialista. No obstante, hay
que decir que la confusión entre el aspecto crítico y el aspecto ético -o la
minusvaloración de éste último- son la fuente de versiones del marxismo que
vieron en el socialismo el fin inexorable del curso histórico. Como era de
esperar, los sostenedores de esta visión fueron los primeros, ante la caída de
los regímenes que ellos creían socialistas, en sumarse al coro de los que
ensalzan la democracia capitalista como la estación terminal de la historia
humana.
Por otra parte, quizá no debiera asombrarnos que en los cimientos de una obra intelectualmente tan poderosa como la de Marx -que revoluciona la ciencia social de su tiempo y, en un sentido, la funda- pueda identificarse un impulso ético tan acusado. En alguna medida, y salvando las distancias, todos quienes abrazamos, con mayor o menor fuerza, la causa de la revolución y el socialismo, lo hemos hecho inicialmente movidos por la indignación ética ante tal o cual aspecto de un orden social inhumano. Y así como es impostergable la necesidad de aportar sólidos fundamentos a la praxis revolucionaria a que esa indignación nos convoca, vale reconocer la impotencia última de toda tarea teórica que carezca de este motor.
Notas: 1-Karl Lowith, De hegel a Nietzsche. La quiebra revolucionaria del pensamiento en el siglo XIX. Marx y Kierkegaard, Buenos Aires, Sudamericana, 1968 p.140
2-Maximilien Rubel, Karl Marx. Ensayo de biografia Intelectual, Buenos Aires, Paidós, 1970 p.82