Por
Marcelo Yunes
Siguiendo con nuestro recorrido de la obra del joven Marx, nos detendremos en el examen de los extraordinarios Manuscritos de París de 1844, textos de una riqueza y profundidad inagotables que originaron varias de las más arduas controversias en el marxismo. Debido a esa complejidad, sólo se abordarán aquí algunas de las cuestiones presentes en uno de los fragmentos más conocidos: el que lleva el título de El trabajo enajenado, del Primer Manuscrito. Próximamente nos referiremos a textos del Tercer Manuscrito.
La lectura del Esbozo de crítica a la economía política de su
amigo Engels convenció a Marx de la
necesidad de dar cuenta de los presupuestos fundamentales de la teoría económica
vigente a fin de dar una base más sólida a su teoría de la sociedad. El
problema de la alienación o enajenación (disputa terminológica y de traducción
en la que no intervendremos por ahora) había sido un tópico permanente de la
izquierda hegeliana, pero siempre en relación a la crítica a la religión.
Marx no podía conformarse con la ética de Feuerbach, que no consideraba en
toda su importancia las relaciones sociales y las disolvía en una esencia
humana abstracta basada en el amor. La titánica tarea que formulaba Marx al
proletariado, reapropiarse de su ser universal comunitario y reconciliar la
humanidad con la naturaleza y consigo misma, exigía develar el origen del
misterio máximo de la sociedad burguesa, aquello que la Economía Política de
Adam Smith y David Ricardo daban por supuesto sin explicarlo: la propiedad
privada.
Semejante programa sólo podía ser encarado con el mayor rigor científico
y, a la vez, con una firme convicción de abrazar el punto de vista de los
explotados (lo que para Enrique Dussel es la condición de una ciencia social crítica,
el “tercer criterio de demarcación” epistemológico)(1). Pero la pretensión
de Marx no es en modo alguno formular una “teoría económica alternativa”
sino, como se ha dicho, indagar la lógica profunda de funcionamiento del conjunto
de la sociedad, explicando por qué el pobre produce riqueza, las cosas
valen más que el hombre y “la
miseria resulta de la naturaleza del modo de trabajo dominante”. La novedad
que aporta Marx en primer término es la de revelar la verdadera significación
del trabajo como realización de la personalidad y la potencialidad humanas, que
ni Hegel, ni Feuerbach, ni Proudhon habían logrado entrever. Como señala
Marcuse, “liberadas de las limitaciones de una ciencia especializada, las
categorías económicas se manifiestan como factores determinantes de la
existencia humana (...) Lejos de ser una simple actividad económica, el trabajo
es la actividad “existencial” del hombre, su “actividad libre,
consciente”, de ninguna manera sólo un medio
para mantener su vida, sino para desarrollar su naturaleza universal
(...) la esclavitud del trabajo y su liberación son condiciones que van más
allá del marco de la economía política y afectan los fundamentos mismos de la
existencia humana”(2).
Esta
actividad libre y consciente es lo que caracteriza a la especie humana; el
trabajo como vida creadora de vida, a la que puede convertir en objeto de su
voluntad y su conciencia. Esta “protoforma de la actividad humana”, como la
ha llamado el sociólogo del trabajo brasileño Ricardo Antunes (3), es lo que
en último análisis diferencia al género humano de los animales. Es el envilecimiento
de esta actividad bajo las relaciones sociales capitalistas lo que Marx llama
“trabajo enajenado”, que abarca los diferentes aspectos de la relación
entre el hombre y su producto, dando forma a las demás relaciones sociales y la
propia actividad productiva. Veámoslos siguiendo el orden de Marx.
El trabajo produce objetos, se objetiva. Desde el punto de vista del
trabajador, esos objetos le son extraños (no le pertenecen) y hostiles, en
cuanto lo dominan y lo esclavizan; la creación del trabajador se le enfrenta
como un poder independiente. Cuanto más pone de sí el trabajador sobre su
objeto, con menos se queda; por eso dice Marx que la realización del trabajo
aparece como desrealización del trabajador. El producto vampiriza a su
productor, y el trabajo del obrero, una vez realizado, se convierte en una cosa
exterior y ajena que cobra tanta más vida propia cuanto más depende el
trabajador de ese producto que le aporta los medios que necesita para subsistir.
La servidumbre del trabajador en relación a su objeto de trabajo se manifiesta
en que sin él no puede subsistir, no ya como trabajador sino incluso como
sujeto físico: es una angustia que conocen muy bien los trabajadores cuando ven
disminuir el volumen de producción en la empresa en que trabajan. Si no hay
mercancías que producir, no habrá trabajo para ellos y estarán condenados a
la desocupación y, por ende, a la carencia de medios de vida.
No sólo el objeto de su trabajo, sino el trabajo mismo, la propia
actividad, le resulta ajena al trabajador. Porque en vez de ser un acto de
afirmación de su carácter humano, de libre desarrollo de las potencias físicas
y espirituales, el trabajo deviene una carga, una tortura, un simple medio
para satisfacer necesidades materiales, una actividad forzada bajo la coacción
del hambre. De este modo, la actividad que mejor se corresponde con la esencia
humana queda rebajada a un autosacrificio inevitable. Y, por otro lado, las
funciones más puramente animales (alimentarse, engendrar) son casi las únicas
en las que el trabajador encuentra satisfacción y se halla a gusto.
La enajenación del trabajo convierte la acción humana en una tarea
animal, y separa las funciones animales de lo que tienen de humano, haciendo de
esa pura animalidad el fin último de la existencia humana: “el trabajador no
se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no
desarrolla una libre energía física
y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el
trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí”.
En ese acto de producción no voluntario sino servil, forzado por la necesidad,
el trabajador se despoja de su sustancia humana. Y esta transformación
monstruosa de la actividad creadora propia del hombre en un suplicio del que
“se huye como de la peste tan pronto como no existe una coacción física”
da la medida en que las relaciones sociales están viciadas bajo el orden social
del capital.
Para Marx, la vida genérica del hombre se manifiesta en la actividad
mediante la cual se apropia de la naturaleza, haciendo de ella su “cuerpo
inorgánico”, el objeto y el instrumento de su actividad vital, su “producción
práctica de un mundo objetivo”. A diferencia del animal, que sólo produce
bajo el influjo del instinto y obligado por la necesidad, el hombre “produce
incluso libre de la necesidad física y sólo produce realmente liberado de
ella”.
Pero
el trabajador, bajo el régimen del trabajo enajenado, no puede ver su actividad
como manifestación de la esencia de su especie, como la libre producción
social del mundo humano, sino sólo como un medio individual para la mera
satisfacción de sus necesidades privadas. Al volverse extraña al hombre su
actividad como especie, desaparece la especie y sólo queda el individuo.
Esta no es sino otra forma que adquiere la alienación del trabajador
como ser universal, ya que, como afirma Marx, “el individuo es el ser
social”. Pero este ser social está limitado, mutilado, oculto bajo relaciones
sociales que, lejos de potenciar la cooperación de los hombres en la producción
de su mundo, los enfrenta y los transforma en extraños y hasta hostiles uno
para el otro(4), y “cada uno de ellos está enajenado de la esencia humana”.
Dado
que la relación entre el productor y el trabajo es el germen de las demás
relaciones sociales, el trabajo enajenado invierte también la relación
entre los hombres, tal como lo había hecho con la relación entre el trabajador
y su objeto. Así como la creación devora a su creador, la mercancía al
trabajador, el prójimo, el semejante, pasa a ser para cada individuo una cosa,
un medio; las relaciones entre cosas se vuelven antropomórficas, y las
relaciones humanas se cosifican (tema que Marx ampliará en El capital
como “fetichismo de la mercancía”).
Marx ve la propiedad privada como la consecuencia (¡no la causa!) de la
enajenación del trabajo: “la consecuencia necesaria del trabajo enajenado, de
la relación externa del trabajador con la naturaleza y consigo mismo (...) Esta
relación se transforma después en una interacción recíproca”. En su crítica
a la Economía Política, Marx señala que ésta “parte del trabajo como del
alma verdadera de la producción y, sin embargo, no da nada al trabajo y todo a
la propiedad privada (...) esta aparente contradicción es la contradicción del
trabajo enajenado (...) Comprendemos por esto también que salario y propiedad
privada son idénticos”.
¿Cuál es el origen de esta sorprendente identidad? Responde Marx: “en
el salario el trabajo no aparece como un fin en sí, sino como un servidor del
salario (...) El salario es la consecuencia inmediata del trabajo enajenado y el
trabajo enajenado es la causa inmediata de la propiedad privada. Al desaparecer
un término debe también, por esto, desaparecer el otro”. Marcuse resume que
“la alienación ha asumido su forma más universal en la institución de la
propiedad privada (...) Es de fundamental importancia señalar que Marx
considera la abolición de la propiedad privada como un medio para la abolición
del trabajo alienado, y no como un fin en sí mismo. La socialización de los
medios de producción es, en cuanto tal, un simple hecho económico (...) Su
pretensión de ser el principio de un nuevo orden social depende de lo que el
hombre haga con los medios de producción socializados (...) La abolición de la
propiedad inaugura un sistema social esencialmente nuevo solamente si los
individuos libres, no ‘la sociedad’, se convierten en los amos de los medios
de producción socializados. Marx advierte expresamente contra el peligro de esa
otra ‘reificación’ posible de la sociedad como una abstracción opuesta al
individuo: ‘el individuo es el ser social’ ” (5).
La abolición de la propiedad privada y del trabajo enajenado restituirá
la unidad profunda y natural en las relaciones personales, permitiendo un
desarrollo de las facultades individuales que “no podía ser posible sin la
colaboración armoniosa de los hombres consagrados a tareas comunes en el
dominio de la producción material (...) Creación y creador de la sociedad, el
hombre sólo puede alcanzar su plenitud individual en una actividad dotada de
significación social, de alcance social”(6). Las implicancias revolucionarias
de este análisis no pueden más que dar sustento
a las conclusiones a las que había arribado Marx en La cuestión judía
y, sobre todo, en la Introducción a la crítica de la filosofía del Derecho
de Hegel: el proletariado, la clase de los trabajadores asalariados, no es
un movimiento social con fines particulares, sino el abanderado de la emancipación
humana general, el comunismo, “y esto es así porque toda la servidumbre
humana está encerrada en la relación del trabajo con la producción”.
Notas
1.
Véase E. Dussel, “El programa científico de investigación de Carlos Marx
(Ciencia social funcional y crítica)”, en Herramienta Nº 9, Buenos Aires,
1999, pp. 99-120.
2.
H. Marcuse, Marx y el trabajo alienado, Buenos Aires, Cepe, 1972, pp. 10
y 12.
3.
R. Antunes, ¿Adiós al trabajo? Ensayo sobre las metamorfosis y el rol
central del mundo del trabajo, Piedra Azul, Venezuela, 1997, p. 71. Antunes
recuerda aquí la distinción que establece Agnes Heller en Sociología de la
vida cotidiana entre work (como actividad genérico social que
trasciende lo cotidiano) y labour (la ejecución cotidiana del trabajo,
sinónimo del trabajo enajenado). Por su parte, Marcuse
(op. cit., p. 47), sugiere que la “abolición del trabajo” y del
proletariado como resultado de la revolución comunista implica el hecho de que
el contenido es restituido a su forma auténtica, y éste es el sentido de la
abolición-superación hegeliana (Aufhebung). Pero aclara que “Marx,
sin embargo, visualiza el modo futuro del trabajo como algo tan diferente del
que prevalece en la actualidad que vacila en usar el mismo término, “trabajo”, para
designar el proceso material de la sociedad capitalista y el de la comunista”
(id.).
4.
Véase en nuestro comentario de La cuestión judía, en SoB Nº 3, la
separación entre Estado y sociedad civil y sus consecuencias.
5.
H. Marcuse, op. cit., p. 27.
6.
M. Rubel, Karl Marx. Ensayo de biografía intelectual, Buenos Aires, Paidós,
1970, p. 110.