CAPITALISMO HOY: VIGILAR Y CASTIGAR

Por Enrique Mozzo

 

El artículo que presentamos es una reseña bibliográfica sobre el libro "Las cárceles de la miseria", de Loic Wacquant*. Publicado recientemente en la revista Herramienta N°14, que tiene gran actualidad al mostrar cómo los países del primer mundo, fueron los pioneros en penalizar la miseria y exportar estas políticas al resto del mundo. El paraíso muestra sus miserias, la “inmaculada democracia” norteamericana persigue, encarcela y proscribe a los pobres, que ella misma crea, en su mayoría negros y latinoamericanos.

 

*Loic Wacquant (39), estudió sociólogía en Francia y se doctoró en la Universidad de Chicago. Es discípulo de Pierre Bourdieu (colaborador de Herramienta) y miembro fundador del grupo de activistas académicos, Raison d'agir. Es investigador del Centre de Sociologie Europeenne del College de France, profesor asociado en la Universidad de Berkeley-California y profesor invitado en Río de Janeiro, París, Berlín, Los Angeles y Nueva York.

 

La penalización de la pobreza

 

Hasta ahora las consecuencias de la liquidación del llamado “Estado de Bienestar” o “Estado Providencia”, vienen siendo estudiadas, fundamentalmente, en sus aspectos económicos y políticos. Este pequeño, pero sustancioso libro, aborda otro lado de la reconversión capitalista de las últimas décadas del siglo XX: la suerte de los excluidos, flexibilizados y marginados por el sistema. Son esos millones de mujeres, hombres y jóvenes que, en todo el mundo, están siendo expulsados del aparato productivo o sometidos a una precarización insoportable de sus relaciones laborales.

         Apoyado en una amplia investigación y en demoledoras estadísticas, muchas veces tomadas de los propios organismos oficiales, Wacquant va desnudando cómo Estados Unidos, en forma pionera y ya consolidada; e Inglaterra y el resto de la Unión Europea, con distintos grados de desarrollo, se encaminan a la construcción de lo que él llama un “Estado Penitencia”. Es decir, Estados que mientras liquidan conquistas, subsidios y beneficios sociales que constituyen la red de contención social, van reforzando los aparatos judicial, policial y penitenciario para tener a raya a los sectores populares que van quedando fuera del consumo y del sistema. Veamoslo en el caso norteamericano:

“Empero, lo que hay que retener, más que el detalle de las cifras, es la lógica profunda de ese vuelco social hacia lo penal. Lejos de contradecir el proyecto neoliberal de desregulación y extinción del sector público, el irresistible ascenso del Estado penal norteamericano constituye algo así como su negativo –en el sentido de reverso pero también de revelador–, porque traduce la puesta en vigencia de una política de criminalización de la miseria que es el complemento indispensable de la imposición del trabajo asalariado precario y mal pago como obligación ciudadana, así como la nueva configuración de los programas sociales en un sentido restrictivo y punitivo que le es concomitante”.

         Este libro aparece en medio de un aluvión de reclamos, fundamentalmente de políticos capitalistas y de grandes medios de comunicación que reclaman poner fin a la “violencia urbana”. Estos exigen urgentes soluciones: mayor represión en las calles, penas más severas para los delincuentes, rebaja de la edad para condenar a los menores, expulsión de inmigrantes, castigo ejemplar de cualquier delito, por pequeño que sea y la recuperación del llamado “espacio público” para las clases medias y altas de la sociedad, libre de mendigos y personas sin techo. Estas soluciones políticas se venden con distintos nombres, según el país: “Tolerancia cero”, “Guerra al crimen” oMano dura”. Los ideólogos de estas soluciones, muchas veces disfrazados de “progresistas” y otras con discursos abiertamente totalitarios, niegan o minimizan la responsabilidad del desempleo y la miseria como las grandes generadoras de la delincuencia, asegurando que hay que buscar en el individuo la responsabilidad. En palabras del padre de la llamada “Tolerancia cero”, el Sr. William Bratton, ex jefe de la Policía de Nueva York : “Más allá de todas las teorías de inspiración sociológica, el origen más seguro del crimen es el criminal mismo”.

         El autor rastrea los orígenes de este discurso reaccionario allá por los años setenta en Estados Unidos, lider mundial en penalización de la pobreza. Wacquant deja que las cifras hablen por sí mismas y den sustento a sus afirmaciones. Así podemos enterarnos de que Estados Unidos tiene una población carcelaria que ya a fines de 1998 rozaba los 2.000.000 de reclusos (sí, dos millones) a lo que hay que sumarle los individuos con condenas en suspenso o en libertad condicional. Los números dicen entonces: que en la actualidad llegan a 5,7 millones los norteamericanos que están “en manos de la Justicia”. Y el autor da un ejemplo para dejar claro quiénes están entre rejas:

“El pasmoso crecimiento del número de personas detenidas en California, lo mismo que en el resto del país, se explica en el 75% por el encierro de los pequeños delincuentes y particularmente los toxicómanos. Pues, y contrariamente al discurso político y mediático dominante, las cárceles norteamericanas no están llenas de criminales peligrosos y endurecidos, sino de vulgares condenados de derecho común por casos de estupefacientes, robos, hurtos o simples perturbaciones al órden público, salidos en esencia de los sectores precarizados de la clase obrera y en especial de las familias del subproletariado de color de las ciudades frontalmente golpeadas por la transformación conjunta del trabajo asalariado y la protección social. De hecho, en 1998 la cantidad de condenados por contenciosos no violentos recluidos en los establecimientos de detención y penales de Estados Unidos superó por sí sola la cifra simbólica del millón.”

 

Un negocio y mucho más

 

            Una mención especial merece el hecho de que el sistema carcelario norteamericano se haya convertido en el tercer gran generador de empleo. Más aún, el autor muestra cómo el sistema carcelario se ha transformado en un gran negocio privado, desde el aprovisionamiento de las cárceles, pasando por su construcción y modernización hasta el específico servicio carcelario. Sólo un dato: en 1998 ya eran 132.572 las plazas en las prisiones privadas de Estados Unidos, fenómeno éste que se extiende también en la Unión Europea. Para que no queden dudas, Wacquant deja claro que tras esto hay mucho más que un gran negocio:

“De tal modo se presencia la génesis no de un mero ‘complejo carcelario industrial’ como lo sugieren algunos criminólogos, seguidos en esto por los militantes del movimiento de defensa de los presidiarios, sino en verdad de un complejo comercial carcelario asistencial, punta de lanza del Estado liberal paternalista naciente. Su misión consiste en vigilar y sojuzgar, y en caso de necesidad, castigar y neutralizar a las poblaciones insumisas al nuevo orden económico según una división sexuada del trabajo, en que su componente carcelaria se ocupa principalmente de los hombres, en tanto que la componente asistencial ejerce su tutela sobre (sus) mujeres e hijos.” Con Inglaterra a la cabeza, la Unión Europea entró en el mismo sendero.

 

La socialdemocracia también penaliza la pobreza

 

La socialdemocracia, gobernante en varios países europeos, se ganó un espacio destacado. Wacquant denuncia cómo estos “progresistas” o inventores de una “Tercera vía” siguen fascinando a la clase dominante yanqui. Veámoslo por boca de sus propios dirigentes: “Es importante decir que ya no toleramos las infracciones menores. El principio básico es decir que sí, es justo ser intolerantes con los sin techo en la calle”, declaraba el Primer Ministro británico, Tony Blair, al diario The Guardian el 10 de abril de 1997. Otro contundente ejemplo es el telegrama dirigido a todo el personal policial de Francia por el Ministro de Interior (socialista) en oportunidad del año nuevo de 1999: “La policía fue creada para combatir la delincuencia, la plaga del bandidismo o de la criminalidad. Hoy se le pide mucho más; combatir el mal de la exclusión social y sus efecto más deletéreos, responder a los padecimientos engendrados por la inactividad, esa precariedad social y el sentimiento de abandono, poner freno a la voluntad de destruir como demostración de que uno existe. Allí se sitúa hoy la línea de coronamiento de nuestras instituciones, allí la línea de frente de vuestra acción cotidiana”. Wacquant no se conforma en dirigir sus críticas contra la socialdemocracia. También hace blanco en izquierdistas reconvertidos como Regis Debray, quienes con un discurso supuestamente más progresista llevan agua para el molino de quienes penalizan la miseria.

 

La mano del mercado con guante de hierro

 

Este libro va mucho más allá de ser un aporte a la sociología, a la criminología moderna o a las cátedras universitarias. A todas luces su análisis trasciende las discusiones académicas para situarse en el centro del debate sobre inseguridad-delito-castigo. Wacquant sostiene que Europa enfrenta una encrucijada histórica. Alerta que los mismos que ayer reclamaban menos Estado económico y social, reclaman hoy un Estado penal hipertrofiado para poner en vereda a los millones de seres que tritura el neoliberalismo. En su opinión hemos vuelto a lo peor del capitalismo salvaje del siglo XIX con su lógica del libre mercado, pero acompañado de un Estado punitivo omnisciente y omnipotente. Dice el autor: “La mano invisible tan cara a Adam Smith está de vuelta, pero ahora calza un guante de hierro”. Para Wacquant, el tránsito hacia el “Estado Penitencia” no es una fatalidad ni algo irremediable. Es consecuencia de decisiones políticas a las cuales hay que oponerse y reivindicar su reemplazo por un Estado que asegure trabajo, educación, salud y derechos a todos los ciudadanos. El futuro de la civilización europea depende, en su opinión, de qué alternativa se imponga.

         Sólo podemos agregar que, aunque nos separe un océano de aguas y diferencias, este libro también parece escrito para América Latina. Para los lectores de Argentina, país sumergido hoy en un gran debate nacional sobre inseguridad, delincuencia y cómo combatirlos, no podemos dejar de recomendar el prefacio del autor a la edición para América Latina. No tiene desperdicio.

         Finalmente cabe consignar que, a pesar del caudal de cifras, datos y estadísticas, el libro nos depara una lectura ágil y amena, acompañada afortunadamente por una prolija traducción.

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