Relanzar
la construcción de organizaciones revolucionarias
Partido
y Clase
Por
Chris Harman*
*
Chris Harman es dirigente del Partido Socialista de los trabajadores de
Inglaterra (SWP según sus siglas en inglés)
Presentamos esta reflexión a cerca de las relaciones entre el partido revolucionario y la clase trabajadora, en momentos que el agravamiento de la lucha de clases y el desarrollo de una nueva vanguardia ponen en el tapete el desafío de la construcción de organizaciones socialistas revolucionarias militantes. Desafío que necesariamente debe ser asumido recogiendo la experiencia anterior para mejor llevar adelante la tarea indelegable de los socialistas revolucionarios: colaborar en la recomposición revolucionaria del movimiento de los trabajadores.
Pocas
polémicas han despertado tantos disgustos entre marxistas como el debate acerca
de la relación entre el partido y la clase. Ha provocado más conflictos que
cualquier otra cuestión, y una generación tras otra se ha tildado de “burócrata”,
“sustitucionista”, “elitista”, “autócrata”, en el curso de la
discusión.
Sin
embargo, los principios fundamentales del debate han quedado muchas veces sin
aclarar pese a la importancia de los problemas que de allí surgen. Cuando se
dividieron los bolcheviques y los mencheviques en 1903 a raíz de la discusión
sobre el carácter y la organización del partido, por ejemplo, muchos de los
que en 1917 se opusieron a Lenin (Plejanov, por ejemplo) votaron con el. Y en el
campo opuesto se encontraban revolucionarios de la estatura de Trotsky y Rosa
Luxemburgo. No era un caso aislado; al contrario, ha sido un rasgo permanente en
toda discusión entre revolucionarios. Basta con recordar la respuesta de
Trotsky en el segundo congreso de la Comintern al argumento de Paul Levi, que
sostenía que la gran masa de los obreros de Europa y América del Norte
comprendían a fondo la necesidad de un partido. Trotsky insistía en que la
situación era mucho más compleja. El problema al que se refería Trotsky -que
tanto los socialdemócratas como los bolcheviques hablen de la “necesidad del
partido” aunque signifiquen en cada caso cosas muy distintas- se ha vuelto más
difícil aún en los últimos tiempos a raíz del desarrollo del estalinismo.
Pues el vocabulario del bolchevismo fue acaparado por sectores que lo emplearon
con fines muy distintos a los que proyectaban los que formularon ese lenguaje.
Por otro lado, aquellos que continuaron en la tradición revolucionaria, oponiéndose
tanto al estalinismo como a la socialdemocracia, muchas veces se apoyaron en la
“experiencia” como prueba suficiente de la necesidad de un partido,
olvidando precisamente que era una experiencia estalinista o socialdemócrata.
A
nuestro parecer, la consecuencia ha sido que la mayor parte de la discusión,
aun en círculos revolucionarios, se ha limitado fundamentalmente a tomar
posiciones en pro o en contra de los conceptos estalinistas o socialdemócratas
de lo que es o debe ser el partido revolucionario. Creemos, en cambio, que las
perspectivas orgánicas desarrolladas implícitamente tanto en los escritos como
en la actuación de Lenin conduce a conclusiones muy distintas. Si esto ha
quedado poco claro, se debe tanto a la corrupción estalinista de la teoría y
la práctica de la Revolución de Octubre como al hecho de que el partido
bolchevique se desarrolló en la clandestinidad, de manera que las cuestiones
principales se plantearon muchas veces con el lenguaje de la socialdemocracia.
Las
teorías clásicas de la socialdemocracia, que hasta 1914 no fueron impugnadas
por los marxistas, daban necesariamente al partido un papel clave en el proceso
hacia el socialismo, proceso que se visualizaba como un desarrollo constante y
continuo de las organizaciones y la conciencia obreras dentro del capitalismo.
Aun aquellos marxistas que, como Kautsky, rechazaban la idea de una transición
gradual hacia el socialismo, estaban de acuerdo en que lo que precisaban era
ampliar y extender la fuerza orgánica y el apoyo electoral del partido. Era
esencial que creciese el partido para que, en el momento en que se entablara la
transición inevitable al socialismo, sea por elecciones, sea a través de la
violencia defensiva por parte de la clase obrera, existiera ya el partido capaz
de apoderarse y formar la base del nuevo Estado (o del viejo Estado
reconstituido).
Se
consideraba que el desarrollo de un partido obrero de masas era la consecuencia
inevitable del desarrollo del capitalismo. “Todos los días va creciendo el número
de proletarios, aumentándose el ejército de trabajadores superfluos agudizándose
la oposición entre explotadores y explotados” (1), “se vuelven cada vez más
cortos los intervalos de prosperidad, cada vez más intensas las crisis”. Esto
impulsa a un número cada vez mayor de obreros “hacia una instintiva oposición
al orden existente”. La socialdemocracia, basándose en “una investigación
científica independiente realizadas por pensadores burgueses”, existe para
elevar a los obreros al nivel donde “puedan percibir claramente las leyes que
gobiernan a la sociedad”. Un movimiento tal, “que surge de los antagonismos
de clase... sólo puede sufrir derrotas temporales, pues al final la victoria
tiene que ser suya” (2). “Las revoluciones no se hacen por voluntad, sino
que son fruto de una necesidad inevitable”. Dentro de este proceso, los
mecanismos claves son las elecciones parlamentarias (aunque hasta Kautsky mismo,
durante el período inmediatamente posterior a 1905-6, reconocía la posibilidad
de una huelga general) (3). “No hay por qué creer que... hoy en día juegue
un papel determinante la insurrección armada”. Por el contrario, “el
Parlamento es el instrumento más poderoso que tenemos para levantar al
proletariado de su situación económica social y moral” (Kautsky, Programa
de Erfurt).
El
hecho de que la clase obrera lo emplea significa que “el parlamentarismo
empieza a cambiar de carácter. Deja de ser una simple herramienta en manos de
la burguesía”. A largo plazo, estas actividades deben conducir a la
organización de la clase obrera hacia una situación en la cual el partido
socialista tenga mayoría y forme el Gobierno. El desarrollo económico conducirá
en forma natural al cumplimiento de ese fin.
En
Europa occidental, la actividad de los socialistas se basó en esta perspectiva
durante los 40 años anteriores a la segunda guerra mundial. No sólo eso:
durante esta época no hubo respuesta teórica alguna desde la izquierda. El
asombro de Lenin ante la decisión del SPD de apoyar la guerra es bien conocido.
Cabe señalar el hecho, menos conocido, de que hasta los que criticaban a
Kautsky desde la izquierda, como Rosa Luxemburgo, aceptaban, o al menos no
rechazaban, los fundamentos de la teoría de la relación entre el partido y la
clase y del desarrollo de la conciencia de la clase que de ella fluía. Sus críticas
al kautskismo no saldrían del marco teórico general definido por Kautsky
mismo.
Para
los socialdemócratas, lo esencial es que el partido representa a la clase.
Fuera del partido el obrero carece de conciencia. Kautsky, por ejemplo,
manifestaba un terror casi patológico a lo que podían hacer los obreros
estando fuera del partido, y le obsesionaba el peligro de la revolución
“prematura”. De modo que debía ser el partido quien tomase el poder. Aunque
otras formas de organización trabajadora contribuyeran al proceso, éstas debían
subordinarse al portador de la conciencia política de la clase. La “acción
directa” de los sindicatos podía ser eficaz, pero sólo en tanto auxiliar y
refuerzo, no sustituto, de la actividad parlamentaria.
Cabe
repetir que la perspectiva socialdemócrata sobre la relación entre
partido-clase no fue impugnada en ningún momento en forma explícita (con la
excepción de los anarquistas que rechazaban toda noción de partido). Sólo así
pueden entenderse las polémicas desarrolladas a raíz del problema de la
organización del partido antes de 1917. Y no se trataba de un simple error teórico;
surgía de una situación histórica. La Comuna de París era la única
experiencia de la toma del poder por la clase obrera, experiencia limitada a un
período de sólo dos meses y a una ciudad predominantemente pequeño burguesa.
La revolución de 1905, a su vez, no pasaba de ser una manifestación en embrión
de cómo se organizaría de hecho un Estado obrero. Se desconocían por completo
las formas fundamentales del poder obrero: los soviets, los consejos obreros. Así,
por ejemplo, Trotsky, que había sido presidente del Soviet de Petrogrado en
1905, ni siquiera les hace referencia al analizar las lecciones de la
experiencia de 1905 en Resultados y Perspectivas. Pese a ser el único
que reconocía el contenido socialista de la revolución rusa, ni siquiera el
trotskismo preveía la forma que podía adoptar: “Antes que nada, la revolución
es un problema de poder no de la forma que adopta el Estado (Asamblea
constituyente, república, Estados unidos, sino del contenido social de aquel
gobierno” (Trotsky, 1915).
En
la respuesta de Rosa Luxemburgo a 1905 (Huelga de masas) se repite el
mismo error. Lenin tampoco reconoció el papel clave desempeñado por el soviet
hasta después de la revolución de febrero (4).
La
izquierda revolucionaria nunca llegó a aceptar del todo la posición de Kautsky,
quien veía en el partido el precursor del Estado obrero. Los escritos de
Luxemburgo, por ejemplo, reconocen el conservatismo del partido, y de allí la
necesidad para las masas de trabajar fuera de él y de rebasarlo desde un
principio (5).
Aún
así, no se llegaba en ningún momento a rechazar en forma explícita la posición
oficial de la socialdemocracia. Sin embargo, no había posibilidad de tener en
claro el problema de la organización interna necesaria del partido hasta que se
aclarase teóricamente la relación entre el partido y la clase. Sin rechazar el
modelo socialdemócrata, era imposible que se entablara una verdadera discusión
acerca de la organización revolucionaria.
Es
en Luxemburgo donde se ve más claramente el problema. Sería un error caer en
la trampa (tan cuidadosamente preparada tanto por los estalinistas como por los
que dicen ser seguidores de Luxemburgo) de atribuirle a ella un “espontaneísmo”
que ignora la necesidad del partido). En todos sus escritos subraya la necesidad
de un partido y del papel positivo que le toca: “En Rusia ha correspondido a
la socialdemocracia la tarea de substituir un período del proceso histórico
por una actividad consciente para extraer al proletariado del estado de
atomización – que es la base del régimen absoluto – y dirigirlo, como
clase consciente y luchadora, hasta la forma más elevada de organización”
(6). “La socialdemocracia es la vanguardia más ilustrada y consciente del
proletariado. No puede ni debe esperar con los brazos cruzados, con mentalidad
fatalista, a que aparezca la ´situación revolucionaria´” (Huelga de
masas).
Aun
así, los escritos de Luxemburgo sobre el papel del partido manifiestan una
ambigüedad permanente. Identificaba al ‘centralismo’ (que de todas formas
ella consideraba necesario: “la socialdemocracia es, ya de nacimiento, una
enemiga decidida de todo particularismo y todo federalismo”), con el “carácter
conservador que tiene esencialmente toda dirección”. Su vacilación no se
entiende sin tomar en cuenta la situación concreta que le preocupaba. Era
cuadro dirigente del SPD, pero dudaba siempre de la forma en que éste
trabajaba, y cuando quería señalar los peligros del centralismo, se refería
al SPD como ejemplo. Luxemburgo pronosticaba así en forma brillante lo que iba
a suceder en 1914, pero no empezó siquiera a explicar porqué el SPD iba
cayendo en esclerosis y ritualismo cada vez mayores, ni señaló la forma en que
se combaten semejantes tendencias. Considera a la burocratización del partido
como inevitable; la única forma de superarla, según ella, consiste en poner límites
al grado de cohesión y eficiencia del partido.
“‘Lo
inconsciente precede a lo consciente y la lógica del proceso histórico
objetivo a la lógica subjetiva de los actores. En este campo, la función de la
dirección socialdemócrata es de carácter conservador...’ (Problemas de
organización de la socialdemocracia rusa)
Este
argumento contiene un elemento importante y correcto: la tendencia de ciertas
organizaciones a mostrarse incapaces (si no renuentes) a responder ante una
situación rápidamente cambiante. Pero Luxemburgo, hecho el diagnóstico, no
hace el menor intento de ubicar la fuente de ese conservatismo, excepto en términos
de generalizaciones epistemológicas, ni busca remedio orgánico alguno. Su
esperanza de que lo ‘inconsciente’ corrija lo ‘consciente’ revela a su
vez un fuerte fatalismo. Pese a su inmensa sensibilidad ante el ritmo peculiar
del movimiento de masas -sobre todo en Huelga de masas-, evade la
necesidad de desarrollar un concepto claro de qué tipo de organización política
puede ser capaz de conducir estos cambios espontáneos. Paradójicamente, la crítica
más intransigente del ritualismo burocrático y del cretinismo parlamentario
abogó en 1903 precisamente por aquella fracción del partido ruso que con el
tiempo llegaría a ser la encarnación histórica más perfecta de aquellos
mismos errores: los mencheviques. En Alemania, la oposición política al
kautskismo, que se iba desarrollando ya a principios de siglo para llegar a
formarse en forma caduca en 1910, no adoptó forma orgánica hasta cinco años más
tarde.
Entre
la posición de Luxemburgo y la que apoyaba Trotsky hasta 1917 existen paralelos
significativos. Él también se daba cuenta de los peligros del ritualismo
burocrático: “El trabajo de agitación y de organización en las filas del
proletariado está marcado por una inmovilidad interna. Los partidos socialistas
europeos, especialmente el más grande de ellos, el alemán, han desarrollado un
conservadurismo propio, que es tanto más grande cuanto mayores son las masas
abarcadas por el socialismo y cuanto más alto es el grado de organización y
disciplina de estas masas. Consecuentemente, la socialdemocracia, como
organización, personificando la experiencia política del proletariado, puede
llegar a ser, en un momento determinado, un obstáculo directo en el camino de
la disputa abierta entre los obreros y la reacción burguesa” (Resultados y
perspectivas). “La organización del Partido sustituye el partido en su
totalidad; luego el Comité Central se sustituye por la organización; y al
final el “dictador” acaba sustituyendo al Comité Central’ (Nuestras
tareas políticas).
Pero
el temor de Trotsky a la rigidez organizativa lo llevó también a apoyar a la
tendencia del partido ruso que históricamente se mostró más atemorizada por
el carácter espontáneo de las acciones de masas. Aunque en términos políticos
se fue alejando cada vez más de los mencheviques, no empezó a crear una
organización de oposición hasta muy tarde. Sean correctas o no sus críticas a
Lenin en 1904 (y a nuestro parecer fueron erradas), sólo pudo convertirse en un
actor histórico efectivo en 1917, al inscribirse en el partido de Lenin.
Si
es cierto que la organización produce la burocracia y la inercia, tanto
Luxemburgo como el joven Trotsky tuvieron razón en lo que se refería a la
necesidad de limitar las aspiraciones de los revolucionarios al centralismo y a
la cohesión. Pero en ese caso hay que aceptar todas las consecuencias de
aquella posición, siendo la más importante el fatalismo histórico. Los
revolucionarios no llegarían a crear nunca una organización capaz de una
eficacia y cohesión en la lucha comparables con las de aquellos que aceptan
implícitamente las ideologías actuales, pues eso representaría necesariamente
una limitación a la actividad autónoma de las masas, lo ‘inconsciente’ que
precede a lo ‘consciente’. De allí que no existe otra posibilidad que la de
esperar los actos ‘espontáneos’ de las masas. Mientras tanto, no queda sino
aceptar las organizaciones ya existentes, aun si uno se encuentra políticamente
en desacuerdo con ellas, ya que son la máxima expresión actual del desarrollo
espontáneo de las masas.
En
sus escritos, Lenin reconoce en forma implícita los problemas que tanto
preocupaban a Luxemburgo y a Trotsky. Pero Lenin entiende que los problemas no
surgen de la organización como tal, sino más bien de las formas particulares y
aspectos limitados de la organización. Cuando la primera guerra mundial y los
acontecimientos de 1917 pusieron de manifiesto las fallas en las antiguas formas
de organización, Lenin empezó a dar expresión a concepciones radicalmente
nuevas y aún no del todo maduras. La destrucción de la clase trabajadora rusa
y el auge del estalinismo sofocaron la renovación de las teorías socialistas.
La burocracia que se levantó sobre la fragmentación y desilusión de la clase
obrera se apoderó de los fundamentos teóricos de la revolución para
convertirlos en una ideología justificadora de sus propios intereses y crímenes.
La visión leninista de lo que es el partido y cómo debe funcionar hacia la
clase y sus instituciones recién terminaba de definirse y diferenciarse de las
concepciones socialdemócratas, cuando volvió a ser distorsionada por una nueva
ideología estalinista.
Muchas
de las teorías de Lenin, sin embargo, fueron desarrolladas por el italiano
Antonio Gramsci, quien les dio una nueva forma teórica más clara y coherente.
Ya volveremos sobre ello.
Lenin
subraya continuamente la posibilidad de una transformación repentina de la
conciencia obrera, de un brote repentino tan característico de la actividad autónoma
de los trabajadores que los profundos instintos de la clase obrera le llevarán
a rechazar la sumisión y la subordinación acostumbradas: “A través de la
historia de las revoluciones surgen a la luz del día contradicciones que han
ido madurando durante décadas y siglos... Las masas, que se han mantenido
siempre a la sombra, entran en el escenario político como combatientes
activos... Estas masas pasan a hacer esfuerzos heroicos para estar a la altura
de la situación y cumplir con las tareas de significado mundial que les impone
la historia; no importa cuántas derrotas individuales sufran, ni cuántos ríos
de sangre ni miles de víctimas haya: nada llegará a tener la misma importancia
que este entrenamiento directo recibido por las clases y las masas en el curso
de la lucha revolucionaria misma” (7). “Sabemos apreciar la importancia del
lento, regular y a menudo imperceptible trabajo de educación política que
realizan y siempre realizarán los socialdemócratas. Pero no debemos permitir
lo que en las actuales circunstancias puede llegar a ser aún más peligroso: la
falta de fe en los poderes del pueblo. Recordemos cuánto poder, tanto
educacional como orgánico, tiene la revolución cuando los acontecimientos históricos
le obligan al hombre promedio a que salga de su sótano o desván y asuma su
ciudadanía. A veces, unos meses de revolución educan más rápidamente a los
ciudadanos que décadas de estancamiento político”. Incluso afirma que “la
clase obrera es, por instinto, espontáneamente socialdemócrata... Las
condiciones particulares del proletariado en la sociedad capitalista llevan a
los obreros a pelear por el socialismo; su unión con el partido socialista
brota como una fuerza espontánea en las primeras etapas del movimiento”.
En
1917, su fe en las masas lo llevó en abril, y luego en agosto y setiembre, a
enfrentarse con su propio partido: “Más de una vez Lenin había dicho que las
masas están más a la izquierda que el partido. Sabía que el partido está más
a la izquierda que su núcleo dirigente, la capa de los ´viejos bolcheviques´
“ (Trotsky, Historia de la Revolución Rusa).
En
¿Qué hacer? Lenin escribe que “sin teoría revolucionaria no puede
haber tampoco movimiento revolucionario”. El mismo tema reaparece en cada
etapa de su actividad, no sólo en 1903 sino también en 1905 y 1917, justo en
el momento en que regañaba al partido por su incapacidad para responder ante la
radicalización de las masas. Y para él, el partido se distingue claramente de
las organizaciones de masa de la clase en conjunto. Es siempre una organización
de vanguardia, y para militar en él se requiere una dedicación poco común
entre los obreros, aunque Lenin no quería decir que lo que se proyectaba era
una organización de revolucionarios profesionales exclusivamente. Podría
parecer contradictorio con los argumentos tomados de Kautsky en 1903, en el
sentido de que sólo el partido es capaz de inyectar en las masas una conciencia
socialista, lo que más tarde se dice sobre que la clase ‘está a la
izquierda’ del partido. Pero no existe contradicción alguna; basta con
examinar los principios fundamentales del pensamiento de Lenin. La base teórica
de su actitud hacia el partido no implica que la clase obrera sea incapaz de
llegar por sí sola a una conciencia socialista teórica. Esto lo reconoce en el
segundo congreso del Partido Socialdemócrata Ruso, al negar la imputación de
que “Lenin no toma en cuenta el hecho de que también los obreros desempeñan
un papel en la formación de una ideología”, y añade que “los ´economistas´
han ido a un extremo. Para equilibrar la cuestión había que tirar para el otro
extremo, que es lo que yo hice”.
La
base real de su argumento consiste en que la conciencia de la clase obrera es
siempre desigual. Aunque en una situación revolucionaria los obreros aprendan
de una forma muy rápida, siempre habrá sectores más avanzados que otros. El
problema es que esto refleja tanto el retraso como el adelanto de la clase;
tanto su situación dentro de la sociedad burguesa como su potencialidad para
seguir su desarrollo hasta hacer la revolución. Los obreros no son autómatas
sin ideas propias. Pero hasta que intervengan los revolucionarios conscientes,
atrayéndolos hacia la perspectiva revolucionaria, seguirán aceptando la
ideología burguesa de la sociedad existente. Y tanto más cuanto que es una
ideología que penetra en todos los aspectos de la vida actual, perpetuándose a
través de todos los medios de comunicación. Aun cuando algunos obreros lleguen
‘espontáneamente’ a una posición plenamente científica, ellos tendrán
que seguir discutiendo con sus compañeros de trabajo, que todavía no han
llegado a las mismas conclusiones.
“Olvidar
la diferencia entre la vanguardia y las masas en su conjunto que viran hacia
ella, olvidar el constante deber de esta vanguardia de elevar a sectores cada
vez más numerosos hacia su propio nivel avanzado, significa hacerse ilusiones,
y cerrar los ojos ante la enormidad de las tareas que hay que cumplir”. Este
argumento no puede limitarse a una sola época histórica; el carácter mismo de
la sociedad capitalista garantiza que siga existiendo entre las masas una gran
desigualdad. Esto no se puede negar sin confundir la potencialidad
revolucionaria de la clase obrera con su situación real y actual. Como escribe
en 1905, rechazando a los mencheviques (y a Rosa Luxemburgo): “Debemos
recurrir menos a los clichés cuando buscamos la forma de caracterizar la
actividad independiente de los obreros (¡los obreros manifiestan cualquier
cantidad de actividad revolucionaria independiente sin que ustedes se den
cuenta!). Pero hay que tener cuidado de no decepcionar a los obreros no
desarrollados, estando siempre a la zaga”.
“Hay
dos tipos de actividad independiente: la actividad independiente de un
proletariado que posee iniciativa revolucionaria, y la de un proletariado no
desarrollado, encerrado todavía por una dirección... Hay socialdemócratas que
hasta la fecha siguen contemplando en forma reverencial este segundo tipo de
actividad, creyendo que al repetir una y otra vez la palabra “clase” se
puede evadir la necesidad de responder en forma directa a los problemas actuales
más urgentes”. En pocas palabras: dejen de hablar de lo que puede lograr la
clase en su conjunto y dedíquense a pensar en cómo nosotros, siendo parte del
proceso de desarrollo, debemos actuar.
Como
escribe Gramsci, “no existe en la historia espontaneidad pura”. Al hombre no
le falta nunca una concepción del mundo. No puede desarrollarse alejado de una
colectividad de algún tipo. “Pertenece simultáneamente a múltiples masas,
su propia personalidad construida en una forma extraña. Contiene elementos de
troglodita junto con la sabiduría más avanzada; prejuicios desharrapados de
todos los siglos junto con intuiciones de una futura filosofía de la raza
humana unida a través del mundo entero... El hombre activo de las masas trabaja
en forma práctica, pero le falta una clara conciencia teórica de lo que
significan sus acciones, lo que es también conocimiento del mundo en la medida
en que lo cambia. En definitiva, su conciencia teórica puede oponerse a sus
acciones. Casi se puede decir que posee dos conciencias teóricas (o más bien
una conciencia contradictoria); la una implícita en sus acciones, uniéndole
con todos sus colegas en la transformación práctica de la realidad, y la otra
explícita, o verbal, que hereda del pasado y que acepta sin críticas” (El
Príncipe moderno).
Los
partidos existen en esta situación precisamente para propagar una concepción
del mundo junto con la actividad práctica que les corresponde. Intentan unir en
una colectividad a todos aquellos que comparten una misma concepción del mundo
y se dedican a difundirla. Su papel consiste en homogeneizar a la masa de
individuos influenciados por varias ideologías e intereses. Sin embargo, hay
dos formas de desempeñar ese papel. Gramsci caracteriza la primera forma refiriéndose
a la iglesia católica, que intenta vincular una variedad de clases y capas
sociales, a los intelectuales y a la ‘gente común’, bajo una sola ideología,
una sola concepción organizada del mundo, imponiendo a los intelectuales una férrea
disciplina, que los reduce al nivel de la ‘gente común’. El marxismo es la
antítesis de esta posición católica: intenta unir, en cambio, a los
intelectuales y a los obreros para así elevar constantemente el nivel de
conciencia de las masas, para que puedan actuar en forma auténticamente
independiente. Es precisamente por eso que los marxistas no pueden limitarse a
‘reverenciar’ la espontaneidad de las masas: eso sería imitar a los católicos
en el sentido de imponer a los sectores más avanzados el nivel de los sectores
más atrasados.
“Para
ser un partido de masas no sólo de nombre, debemos abrir los asuntos del
partido a masas cada vez mayores, sacarlos en forma sostenida, a través de la
protesta y de la lucha, de su indiferencia política, para que avancen desde un
espíritu general de protesta hacia una adopción de las perspectivas socialdemócratas;
desde su adopción hacia un apoyo al movimiento, y de allí a la militancia
organizada en el partido” (Lenin). El partido capaz de cumplir estas tareas,
sin embargo, no tiene que ser necesariamente el más ‘amplio’. Hará un
esfuerzo constante por integrar a sus tareas a capas cada vez más amplias de
los obreros; al mismo tiempo, limitará su militancia a aquellos que están
dispuestos a luchar seriamente bajo la disciplina del partido. De allí la
importancia de definir en forma precisa al militante. El partido no puede
admitir a todos los que quieran identificarse como miembros, sino solamente a
los que están dispuestos a aceptar la disciplina orgánica del partido. Bajo
condiciones normales no pasará de ser una proporción muy reducida de la clase
obrera; pero crecerá vertiginosamente en épocas insurreccionales. Aquí puede
notarse una diferencia muy importante con la práctica seguida en los partidos
socialdemócratas. Lenin contrapone su objetivo -“una organización férrea y
verdaderamente fuerte”, “un partido pequeño pero fuerte de todos aquellos
dispuestos a luchar”- al “monstruo pluriforme, los elementos mezclados de la
Iskra nueva, de los mencheviques”.
La
necesidad de limitar el partido a los que están dispuestos a aceptar su
disciplina no implica, para Lenin, aceptar ciegamente el autoritarismo, aun si
sus supuestos seguidores la han interpretado así. El partido revolucionario
existe para que los obreros e intelectuales más conscientes y activos
participen en una discusión científica antes de lanzarse a una actividad
consciente coordinada. Y esto es imposible sin una participación general en las
actividades del partido, lo cual requiere de una combinación de claridad y
precisión en los argumentos y una decisión a nivel orgánico. La alternativa
es el “pantano”, donde los elementos motivados por una apreciación científica
se encuentran tan mezclados con los elementos más inseguros que la acción
decisiva se hace imposible; lo que ocurre en este caso es que de hecho son los más
atrasados los que dirigen. La disciplina necesaria para un debate de este tipo
es la disciplina de los que se han “unido en virtud de una decisión
libremente adoptada”. Sin fronteras claramente definidas, y sin la coherencia
necesaria para implementar decisiones, la discusión sobre las decisiones del
partido deja de ser ‘libre’, y pierde su sentido. Para Lenin, el centralismo
no se opone al desarrollo de la iniciativa e independencia de los militantes,
sino que es su precondición necesaria.
Formando
parte de tal organización, tanto el obrero como el intelectual se encuentran
preparados para hacer un balance de su situación concreta de acuerdo con la
actividad científica socialista de miles de otros. La “disciplina”
significa aceptar la necesidad de establecer una relación entre la experiencia
individual y la teoría y la práctica del partido en su conjunto. Por eso la
disciplina no significa para Lenin ocultar las diferencias que puedan existir
dentro del partido; todo lo contrario, quiere decir que estas diferencias deben
sacarse a la luz del día para que se discutan y resuelvan. Es la única forma
en que la gran mayoría de los militantes llegan a hacer un análisis científico.
El órgano del partido debe abrirse a todos aquellos cuyas opiniones considera
inconsistentes.
En
pocas palabras, lo que importa en este caso es la claridad y la firmeza política
del partido: así se asegura que todos los militantes participen en la polémica
y entiendan la relevancia de su propia actividad. De allí lo absurdo de
confundir, como hacían los mencheviques y como siguen haciendo algunos, al
partido con la clase. La clase en su conjunto se opone de forma constante e
inconsciente al capitalismo; el partido representa al sector ya consciente de la
clase, unido por el intento de dar una dirección constante a la lucha
generalizada. Su disciplina no está impuesta desde arriba, sino que es
libremente admitida por todos los que participan en sus decisiones y actúan
para implementarlas.
Quedan
claras, pues, las diferencias entre el tipo de partido concebido por Lenin y el
partido socialdemócrata tanto visualizado como temido por Luxemburgo y por
Trotsky (o sea el partido considerado como el de la clase en su totalidad). La
llegada al poder de la clase era la toma de poder por el partido. Así, debían
quedar representados dentro del partido todas las tendencias existentes en la
clase, y toda ruptura interna debía considerarse como una ruptura en la clase.
La centralización, aunque se consideraba necesaria, al mismo tiempo se temía,
por ser un centralismo contrario y opuesto a la actividad espontánea de la
clase. Sin embargo, las mismas tendencias ‘autocráticas’ que denunciaba
Luxemburgo se dieron de forma más notoria precisamente en este tipo de partido.
La confusión entre militante y simpatizante y el inmenso aparato necesario para
mantener unidos a una gran masa de militantes -politizados sólo a medias en una
serie de actividades sociales- condujeron a la disminución del debate político,
a una falta de seriedad política que redujo la capacidad de lous militantes
para evaluar situaciones concretas de forma independiente. Falto de un
centralismo orgánico que aclarase y resolviese las diferencias políticas, el
análisis científico, político, fue perdiendo su peso. En el pantano, donde
nadie toma claramente un camino, ni siquiera uno equivocado, no se discute cuál
debe ser el camino correcto. La negativa a vincular las consideraciones de tipo
orgánico con la necesidad de un análisis político, aun basada en el noble
intento de mantener el ‘partido de masas’, conducía necesariamente a la
sustitución de posiciones políticas por lealtades a nivel de la organización.
Y eso, a su vez, a la incapacidad para actuar de forma independiente ante la
oposición de antiguos colegas (el ejemplo más claro fue sin duda Martov en
1917).
El
partido estalinista no es una variante del partido bolchevique. Las estructuras
orgánicas dominaban en él más que la política de la organización; lo que
contaba era la adhesión a la organización como tal. La teoría servía para
justificar una práctica determinada externamente, y no viceversa. La lealtad al
aparato determinaba las decisiones políticas (que a su vez se relacionaban con
las exigencias del Estado ruso). En Rusia, la victoria del aparato sobre el
partido se logró precisamente mediante la introducción en el partido de miles
de ‘simpatizantes’, la dilución del ‘partido’ por la ‘clase’. El
partido leninista, en cambio, no manifiesta la tendencia de dejarse manejar por
la burocracia, porque limita el acceso al partido a los que muestran una
voluntad de ser lo bastante serios y disciplinados como para tomar como su punto
de partida cuestiones políticas y teóricas, subordinando a ellas toda su
actividad.
Pero,
¿no es ésta una concepción sumamente elitista del partido? En un sentido sí,
aunque no es culpa del partido sino de la vida misma, que genera un desarrollo
desigual de la conciencia de obrera. Para que se mantenga eficaz, el partido
debe integrar a todos aquellos que considera como los más “avanzados”. No
puede rebajar su nivel de ciencia y conciencia sólo para impedir volverse una
“élite”. Por otra parte, el hecho de ser ‘vanguardia’ no implica
sustituir los deseos, ni la política, ni los intereses de un grupo por los de
la clase.
Es
de una importancia clave en este sentido reconocer que para Lenin son los
consejos obreros, y no el partido, el embrión del Estado obrero. La clase
obrera en su conjunto participará en las organizaciones que constituyen su
Estado, tanto los elementos más atrasados como los más progresistas; ‘cada
cocinero mandará’. En los trabajos de Lenin sobre el Estado, el partido
apenas merece mención. No es la función del partido ser el Estado, sino
mantener la agitación y la propaganda entre los elementos más atrasados de la
clase para así levantar su nivel de conciencia y seguridad hasta el punto donde
pueden estar dispuestos a formar consejos obreros y luchar por derrocar las
formas orgánicas del Estado burgués. El Estado soviético es la encarnación
concreta más avanzada de la actividad consciente de la clase obrera en su
conjunto; el partido es aquel sector de la clase más consciente de las
implicaciones históricas de esa actividad consciente.
Las
funciones del Estado obrero y del partido deben ser muy distintas; por eso puede
haber más de un partido en el Estado proletario. El Estado debe representar a
los diversos sectores –geográficos, industriales, etc.- de los obreros. Su
modo de organización debe ser reflejo de la heterogeneidad de la clase. El
partido, en cambio, se construye sobre la base de todo lo que une a la clase a
nivel tanto nacional como internacional. Mediante la persuasión ideológica, se
dedica a superar la heterogeneidad de la clase. Lo que le preocupa son
principios políticos nacionales e internacionales, y no las preocupaciones
sectoriales de grupos particulares de obreros. Se limita a persuadir. No puede
obligar a los obreros a que acepten su dirección; semejante perspectiva pueden
mantenerla sólo los partidos socialdemócratas o estalinistas (de hecho, ambos
han manifestado tal temor ante la actividad autónoma de las masas que
encuentran inaceptable esta sustitución en la práctica revolucionaria en los
países capitalistas avanzados). El partido revolucionario deberá luchar dentro
de las instituciones del Estado obrero para que triunfen sus principios por
encima de los principios de otros partidos; y eso sólo puede ser así
precisamente porque el partido no es el Estado proletario (8).
Todo
lo anterior nos permite ver que las teorías leninistas del partido y del Estado
no son dos unidades distintas, capaces de ser consideradas en forma aislada.
Hasta desarrollar su teoría del Estado, Lenin solía considerar al partido
bolchevique como fenómeno particular ruso. Ya que los socialdemócratas (y
luego los estalinistas) han identificado al partido con el Estado, es muy
comprensible que los socialistas revolucionarios auténticos, y por ende demócratas,
se hayan preocupado por no limitar el acceso al partido a los sectores más
avanzados de la clase, aun reconociendo la necesidad de una organización para
estos sectores. De allí la ambigüedad de Rosa Luxemburgo sobre la cuestión de
la organización política y la claridad teórica. Le permite contraponer “los
errores cometidos por un movimiento auténticamente revolucionario” a ”la
infalibilidad del comité central más inteligente”. Pero si el partido y las
instituciones del poder obrero son distintos, la “infalibilidad” del primero
es un elemento clave en la capacidad del segundo para aprender de sus errores.
Lenin lo ve y lo entiende. Es él, y no Luxemburgo, quien saca las lecciones. No
es cierto que “para los marxistas de los países industriales avanzados, la
posición original de Lenin nos sirve menos como guía que la de Rosa
Luxemburgo” (9).
Lo
apremiante es crear una organización de marxistas revolucionarios que sometan a
un escrutinio científico tanto su situación como la de la clase en su
conjunto; que critique de la manera más severa sus propios errores y que
intente, mediante una participación diaria en las luchas de la masa obrera,
ampliar su actividad consciente a través de una oposición permanente a toda
subordinación, sea ideológica o práctica, a la vieja sociedad. Es muy sano
que haya una reacción en contra de la identificación entre la clase y la élite
del partido, empleada tanto por la socialdemocracia como por el estalinismo. Eso
no debe impedir, sin embargo, que se desarrolle una perspectiva clara sobre qué
es lo que debemos hacer para sobreponernos a la herencia que nos legaron.
1)
Karl Kautsky, El Programa de Erfurt, 1910.
2)
Karl Kaustky, El camino al poder, 1910.
3)
Véase Karl Kaustky, Social Revolution, pág. 45, y Carl Schorske,
German Social Democracy 1905-1917, Cambridge, Massachussets, 1955, pág.
115.
4)
Por ejemplo, aunque se hable de ellos como “órganos del poder
revolucionario” en un artículo editado en Sotsial Democrat en 1915, se les da
poca importancia. Ocupan cinco o seis líneas en un artículo de cuatro páginas.
5)
Cf. Problemas de organización de la socialdemocracia rusa
(editado por sus epígonos bajo el titulo de Leninismo o marxismo), y Huelga
de masas, partidos y sindicatos.
6)
Problemas
de organización de la socialdemocracia rusa.
Es interesante que Lenin, al responderle, no subraya el problema del centralismo
en general sino que señala errores y diferencias de datos.
7)
V.I. Lenin, Días revolucionarios ( 31 de enero 1905).
8)
La experiencia rusa después de 1918 crea cierta confusión. Lo
importante es que no es la forma del partido lo que crea el dominio del partido
en vez del dominio de los soviets, sino la destrucción de la clase obrera (ver
C. Harman, “How the Revolution was Lost”, International Socialism No. 30).
9)
Tony Cliff, Rosa Luxemburgo, Londres 1959, pág. 54. El deseo de
honrar a una gran revolucionaria parece llevarle a un análisis poco científico.