Por Hernán Camarero*
*Historiador. Profesor de la UBA, UNLZ y la UP. Es miembro de los consejos de redacción de las revistas Herramienta y Taller, entre otras, en las que ha publicado diversos trabajos.
Este artículo es parte de un trabajo más extenso realizado en colaboración, y aprobado por la conferencia nacional del MAS en diciembre de 1999 con el nombre de “Problemas de la revolución y el socialismo”, editado en Construir otro Futuro, págs. 86-148, Editorial Antídoto, Bs. As., 2000.
Al calor del incipiente proceso de radicalización política de una vanguardia a nivel mundial, se reabre el debate sobre la estrategia de la revolución y el socialismo. Expresando el rechazo a la descomposición burocrática de las revoluciones del siglo XX, intelectuales como Toni Negri y John Holloway, entre otros, defienden la falsa perspectiva de una transformación revolucionaria sin tomar el poder. Al mismo tiempo, desde las organizaciones revolucionarias se suele responder a estos planteos equivocados sin balancear la experiencia histórica y las causas de la degeneración de estos procesos. Con el presente texto, pretendemos aportar al reestablecimiento de la perspectiva del poder, la revolución y el socialismo como tarea de las grandes masas y de la vanguardia íntimamente ligada a ellas.
Aunque los fundadores del marxismo concibieron la revolución socialista como un proceso internacional, la socialdemocracia desarrolló una práctica y una teoría de cambios evolutivos y a escala nacional, hasta que la Primera Guerra y la revolución rusa de 1917 trajeron nuevamente a un primer plano las cuestiones atinentes a la revolución mundial. Posteriormente, y en particular después de la Segunda Guerra, estalinistas y socialdemócratas se ocuparon de enterrar nuevamente las perspectivas internacionalistas, desarmando al movimiento obrero mundial y dejando el camino expedito a la “mundialización del capital”. En la actualidad se replantea, bajo nuevas condiciones, el carácter planetario de la revolución, pues es en este terreno en el que cada vez más se desenvuelven las confrontaciones sociales. Se multiplican los indicios de que el destino de los trabajadores o sectores oprimidos de cualquier nación depende de la capacidad para converger en una acción internacional contra el poder económico, político y militar del sistema capitalista mundial. Es que hoy, como nunca antes en la historia, el mundo conforma una unidad económica-social inextricable. Esto no implica una unidad homogénea del sistema: existen contradicciones entre la economía mundial y las economías nacionales o los bloques regionales, brutales asimetrías e incluso marginación de vastas regiones del globo: el capitalismo mundializado es también caos planetario. No hay márgenes para proponer revoluciones o socialismos “nacionales” y, por ello, incluso si la formulación que diera León Trotsky debiera ser modificada a la luz de casi un siglo de experiencias revolucionarias de todo tipo, cabe insistir en la misma perspectiva: revolución permanente, revolución internacional, revolución total.
Dada la subsunción de todas las relaciones sociales de producción y aún de las más dispares formaciones económico-sociales a las imposiciones del capitalismo mundial, todas las grandes tareas que se le presentan a las masas en cualquier lugar del mundo (sean antiimperialistas, democráticas, agrarias, ecologistas o feministas), para tener perspectivas de ser resueltas de manera no parcial o efímeramente, deben encadenarse en una estrategia de transición al socialismo. El universo del capital globalizado sobredetermina cada una de estas reivindicaciones y las coloca en su radical oposición, si de verdad éstas asumen un desenvolvimiento radical. ¿Cómo separar en problemáticas o temporalidades diferentes la lucha por mejores condiciones materiales de vida de los trabajadores, de la que busca garantizar el derecho al aborto, de la que procura acabar con la destrucción del medio ambiente provocada por las grandes empresas, de la que pugna por encontrar nuevas y menos alienantes formas de socialización juvenil, de la que quiere acabar con las discriminaciones y opresiones nacionales, sexistas, raciales o culturales? Es que no hay antagonismo alguno en la actualidad que no se encuentre conjugado al que emana de la existencia del capitalismo globalizado. Es por eso imposible pretender postergar las transformaciones socialistas en aras del cumplimiento de objetivos previos. Cualquier “éxito” episódico se torna pronto inservible, colapsa, se desnaturaliza. Es que el capitalismo ha aprendido en estos siglos a recuperar las cuotas de beneficios, autonomía e iniciativa que le logró arrancar la protesta y acción de los trabajadores, para metabolizarlas como nuevas formas de explotación, alienación y dominio.
Y, por otro lado, la resolución de cualquiera de estas tareas exige la movilización y autoorganización de los implicados, cuya acción directa debe apuntar a la liquidación de la propiedad privada y los Estados que la custodian, sentando las premisas para una transición que logre, efectivamente, ir más allá del orden del capital. La experiencia histórica ha demostrado que cuando se liberan las potencialidades revolucionarias de las masas y éstas encuentran los medios para autodeterminarse en los procesos de lucha, se ponen de manifiesto las tendencias profundas y los inagotables recursos humanos capaces de sostener el carácter permanentista de la revolución socialista. En definitiva, todo esto nos lleva a vislumbrar los enormes horizontes que descubre la revolución socialista. Verdadera epopeya consciente de la humanidad, la revolución por la que los marxistas luchamos es profundamente abarcativa y reacia a los límites. La revolución socialista no se define por una mera alteración económica de los factores de producción o un cambio de las formas de propiedad (de privadas a estatales). No debe limitase a tareas pura y exclusivamente políticas, como derrocar un gobierno o remover un régimen político por otro que actúe en nombre de la clase trabajadora. No se conforma con un decreto de liquidación de ciertos grupos sociales parasitarios y explotadores para atenuar las desigualdades. No debe contemporizar con las otras formas de dominación no comprendidas exclusivamente en términos económicos (sobre los jóvenes, los ancianos, las minorías sexuales, los grupos que defienden su identidad étnica o nacional y, por sobre todo, las mujeres), rechazando ese insidioso y disfrazado etapismo que posterga para un futuro indeterminable la resolución de estas miserias insoportables en el presente. Como dijimos, la revolución socialista debe desarrollarse como una revolución total, radical. Por eso, y en la actualidad más que nunca, es imperioso identificar e identificarse con los nuevos actores sociales resistentes al sistema para enlazarlos al destino de la clase trabajadora. Lo que implica un combate no sólo político, económico y social, sino también cultural y moral. La revolución sólo podrá desenvolverse a condición de que apunte contra las múltiples formas de explotación, dominación, opresión y alienación presentes en la sociedad contemporánea, y se oriente contra la usina de cada una de ellas: el capitalismo globalizado.
Finalmente, pero no por ello menos importante, cabe subrayar la necesidad de concebir a la revolución y el socialismo como hechos conscientes, construidos por una subjetividad revolucionaria que en ese proceso también se revolucionará. Las revoluciones, y en particular la revolución socialista, no deben ser concebidas como una resultante más o menos natural de fuerzas económicas y sociales que, por el hecho de existir impulsarán la historia en tal o cual sentido. Siempre hay una combinación de determinaciones estructurales, de oportunidades coyunturales y de decisiones de los sujetos políticos y sociales que actúan, haciendo o dejando de hacer determinadas cosas. El curso de la revolución está dado por esos tres elementos. Debemos concebir a la revolución -ya Marx lo había dicho así- como el cambio de las “circunstancias” (vale decir, de las condiciones materiales en las que viven los hombres y los empujan a la revolución) junto con el cambio de los protagonistas en el curso del mismo proceso. Para hacer la revolución, la clase obrera, los explotados en general y también los partidos revolucionarios, deben ser capaces de revolucionarse en el curso mismo de la revolución. Todas estas son enseñanzas que deberán ir reemplazando las concepciones objetivistas fuertemente anudadas en la tradición trotskista. El derrumbe de los estados burocráticos y la bancarrota de las revoluciones de posguerra demostraron el carácter pírrico del “triunfo” y las conquistas alcanzadas por estas transformaciones que no tuvieron (o detuvieron) un curso permanentista de transición al socialismo. Revoluciones que no se transformaron en socialistas se estancaron, se pudrieron y parieron, finalmente, abortos históricos condenados a la ignominia.
Todo esto conduce a destacar otros dos elementos. Por un lado, la importancia que asume el desarrollo de la conciencia socialista, antes, durante y después del momento de la lucha por el poder. Conciencia socialista que no podrá estar enteramente contenida o “monitoreada” por el partido, sino que deberá estar ampliamente extendida (e incluso permanentemente recreada) en el movimiento de masas. Por el otro, como ya hemos adelantado, la necesidad de reconocer la existencia de múltiples sujetos sociales y políticos con capacidad de actuar e incidir en los procesos revolucionarios. Todo lo cual nos conduce a una superación de otros límites presentes en la tradición del movimiento trotskista con los que debemos romper, como el obrerismo, el sindicalismo o el reduccionismo economicista. Claro está, todo esto debe ser procesado teórica y prácticamente, sin derivar en un subjetivismo estéril o en un relativismo indeterminista que imagina sujetos sociales difusos, amorfos e inofensivos, desprovistos de vitalidad y radicalidad para enfrentar al orden capitalista.
La revolución socialista es un proceso histórico, es decir, no se agota ni en uno de sus momentos ni en una de sus etapas en determinado país. Pero es preciso que examinemos algunas de las implicancias que tiene esta definición, tanto desde el punto de vista de la ciencia histórica en general como del marxismo en particular. Todo trabajo histórico descompone el tiempo pasado y escoge entre sus realidades cronológicas. El tiempo histórico no puede ser comprendido ni medido de una sola manera. Los historiadores lo han venido examinando esencialmente en tres grandes niveles (1). Algunos se han interesado especialmente en el “tiempo largo”, poniendo el acento en todo aquello que es casi inmóvil o se altera muy gradualmente. En este tiempo de “larga duración”, se exalta lo que se conserva, lo que resiste a las sacudidas conflictivas a través del zigzagueante sendero de las coyunturas (2). Otros historiadores, están más atentos al cambio, a la transformación de esas estructuras. Entonces, nos hablan de “tiempos medios” y “tiempos cortos”. Estos pueden ser ciclos (en donde se entrecruzan lo estructural y lo dinámico) y coyunturas, y dentro de ellas tiempos aún más “breves”.
La coyuntura no puede ser menospreciada por su aparente inmediatez y fugacidad. Tiene tanta profundidad y complejidad como el proceso histórico de larga duración, ya que, como sostiene Pierre Vilar, “es el conjunto de las condiciones articuladas entre sí que caracterizan un momento en el movimiento global de la materia histórica. En este sentido, se trata de todas las condiciones, tanto de las psicológicas, políticas y sociales como de las económicas o meteorológicas. En el seno de lo que hemos llamado la ‘estructura’ de una sociedad, cuyas relaciones fundamentales y cuyo principio de funcionamiento son relativamente estables, se dan en contrapartida unos movimientos incesantes que son resultado de este mismo funcionamiento y que modifican en todo momento el carácter de estas relaciones, la intensidad de los conflictos, las relaciones de fuerza”. En definitiva, “examinar la coyuntura equivale a definir el momento” (3). Las coyunturas, o incluso los acontecimientos (tiempo más breve aún), nos revelan las contradicciones de la estructura, poniendo la fecha de la conmoción o choque histórico, pero no la causa. La estructura histórica es un entramado de relaciones entre los hechos; un conjunto de relaciones en mutua interconexión y en perpetuo movimiento. Todo conflicto, crisis o revolución social, que parecen netamente coyunturales, no se pueden estudiar sin conocer la estructura y los tiempos largos en los cuales se insertan. Pero la naturaleza contradictoria y conflictual de estos tiempos de larga duración se pone de manifiesto abiertamente a nivel de la coyuntura, que representa el momento en que los elementos que forman el conjunto estructural entran en conflicto abierto, al agudizarse sus contradicciones.
Claro que no todas las coyunturas tienen trascendencia histórica. Consideremos un ejemplo de coyuntura: las crisis sociales y políticas. Están las superficiales y que discurren como meras peripecias, porque la contradicción que portan no tiene carácter antagónico. Son conflictividades internas en el seno del bloque de las clases dominantes. Y están las crisis que se transforman en verdaderas coyunturas históricas, cuando el conflicto alcanza un nivel en el que se hace posible el cambio estructural. Sin ese conflicto manifiesto, sin las grandes rupturas y quiebres históricos, no hay auténtica historia ni comprensión de los tiempos largos. Todo esto debe ser comprendido tanto por el historiador como por el militante revolucionario. Es posible trazar un paralelismo entre ambos. Los dos estudian y actúan sobre procesos y estructuras, pero ninguno puede olvidar las coyunturas, los episodios, los “momentos”. El historiador, por oficio, está condicionado por una exigencia cronológica a fechar con precisión y a destacar esos instantes. El revolucionario debe interpretar e intervenir sobre ellos, sin perder de vista el contexto temporal, estructural y pluricausal que los comprende.
La revolución por la que lucha el marxismo revolucionario es inmensa en términos diacrónicos y sincrónicos, pues se presenta como una auténtica era de transformación social, que debe conducir a la completa emancipación del genero humano. Por su complejidad, por su totalidad y por su radicalidad, la revolución socialista mundial es un proceso de gran escala y de larga duración. Pero no es completamente uniforme ni unilineal. Como en todos los grandes procesos históricos de transformación social, la revolución socialista tiene etapas, períodos, situaciones, coyunturas, ciclos de ruptura, episodios, y aun momentos, que es decisivo reconocer para encontrar en cada uno de ellos la perspectiva revolucionaria. Es imperdonable confundir el proceso en su globalidad y unicidad, con los distintos tiempos históricos “medios” y “cortos” que lo conforman y redefinen.
Ya hablamos de revolución como proceso histórico, y señalamos que, ciertamente, la revolución socialista mundial es un proceso histórico de larga duración, que engloba a una totalidad de esferas (políticas, sociales, económicas, culturales, ideológicas, morales). Pero ninguna de estas consideraciones podría justificar el ignorar la complejidad, diversidad y especificidad de “tiempos históricos” que supone, y mucho menos abandonar la precisión de los momentos de ruptura que posibilitan los grandes cambios históricos; cuando los elementos que forman el conjunto estructural entran en conflicto abierto, al agudizarse sus contradicciones.
Para la revolución socialista, esos episodios descollantes, emergentes, de naturaleza claramente conflictiva, son las crisis orgánicas o revolucionarias, en las cuales las clases o bloques sociales dominantes pierden, primero, su hegemonía ideológica y, luego, las bases sociales en que se apoyaban (es decir, su representatividad y autoridad). Dichas crisis no pueden ser excesivamente duraderas y se cierran con grandes acontecimientos históricos, que esencialmente son dos: o las masas trabajadoras insurreccionadas desbaratan y arrancan ese poder a las clases dominantes; o estas últimas se recomponen, aplastan la insubordinación y recomponen los tejidos de represión y dominio.
Aclaremos aquí una cuestión de enorme importancia. Para el triunfo de la revolución socialista, las salidas y las soluciones no son únicamente políticas, pues la revolución es un todo complejo en donde lo político se enhebra profundamente con (e incluso en) lo social. No hay duda de que la gran enseñanza de las revoluciones de este siglo es que cuando retrocede la incidencia de lo social, cuando la acción libre y consciente de las masas es entumecida y paralizada por las telarañas de los dispositivos institucionalistas o estatalistas, las revoluciones pierden toda su vitalidad histórica. Pero no se puede admitir tampoco el error opuesto, el de creer que sin la resolución del problema “político” es posible la transición al socialismo. En el “tiempo corto” de una crisis revolucionaria se requiere de una respuesta social y política precisa, la insurrección. La insurrección es la movilización y autoorganización de las masas que derrocan el poder de los explotadores. Es un hecho tanto social como político. Allí no se condensan todos los problemas de la revolución y de la transición al socialismo, ni mucho menos acaban; ni siquiera comienzan, pues el desarrollo de la conciencia socialista de las masas debe ser muy anterior a este episodio, para que éste ocurra y se convierta en una palanca de progreso histórico. Pero sin este punto de ruptura que representa la insurrección, no hay revolución ni transición socialista posible.
En una genuina transición al socialismo se deberá tender a una consciente y enérgica acción de progresiva disolución del Estado, la política y todas las instituciones y prácticas de dominación social. Pero la prédica “antipoliticista” por sí misma resulta impotente para promover y entender algunos pasos decisivos en esta transición. Porque es preciso atender las exigencias de los “tiempos cortos”, particularmente la que hace a la necesidad de una política socialista y revolucionaria por parte de la clase obrera en lucha contra el Estado burgués. La política de la burguesía debe ser enfrentada concreta y materialmente por una política obrera revolucionaria; el Estado de la burguesía debe ser destruido y reemplazado por el “semi-estado” (como dijera Lenin) de los obreros armados. No se reemplaza la lucha contra el poder burgués y por el poder de los trabajadores con formulaciones abstractas y anarquistas, que supongan la posibilidad de la extinción, en un acto y por decreto, del Estado, de la política y de toda institución. Es cierto que no es posible concebir una verdadera transición al comunismo sin una creciente socialización y apropiación directa de la producción y de todas las formas de decisión social por parte de trabajadores y consumidores. Allí está la experiencia de la evolución de la URSS para demostrarnos lo que ocurre eliminando esta norma. Pero también es cierto que esta transición nunca comenzará realmente ni se posibilitará históricamente (ver las lecciones de la Revolución Española) sin el derrocamiento del poder burgués mediante una insurrección victoriosa y su reemplazo por un semi-estado de las masas trabajadoras, constituido por la más amplia democracia, la libre iniciativa y el autogobierno de productores y consumidores.
Debemos impulsar la crítica (y autocrítica) de los errores derivados de considerar a la revolución rusa y al poder bolchevique como “modelos” a salvo de cuestionamientos. Pero esta evaluación debe ser extendida a otras experiencias, como por ejemplo la de la revolución española. Ninguna reivindicación u homenaje que hagamos a la revolución ibérica es excesivo, pues se trató de una gesta de lucha epopéyica. Y no sólo cabe la admiración por el heroísmo y entrega que millones de explotados mostraron en España entre 1936-1939; también merecen una profunda reflexión las experiencias de socialización o “colectivización” que allí se pusieron en práctica. Pero, desde una perspectiva marxista revolucionaria, sería imperdonable no destacar también otra de las grandes enseñanzas que nos dejó aquella experiencia: la dirección anarquista que orientaba mayoritariamente a las masas catalanas (y que gozaba de un enorme prestigio en toda la península) hizo que éstas no se orientaran hacia la destrucción del estado burgués y no alcanzaran a tener una política clara y firme frente al régimen republicano (que rápidamente adoptó un curso contrarrevolucionario). Esta negativa a arrancar el poder político a la burguesía finalmente coartó de raíz sus avanzadas experiencias de colectivización. Señalamos esto porque los diversos intentos que se han hecho para oponer el colectivismo de la revolución española al estatismo ruso dejan de lado el “detalle” de que la revolución en España detuvo su marcha, relativamente, mucho antes que en Rusia. Carece de toda seriedad olvidar este punto o sostener, como hacen algunas corrientes, que se trató de una revolución “superior” a la rusa.
Cabe volver a las conclusiones que sacaba Karl Korsch en 1938: “Quien quiera calibrar con realismo el trabajo positivo llevado a cabo por el proletariado revolucionario en Cataluña y en otras regiones de España deberá abstenerse de enjuiciar sus logros tanto a la luz de unos ideales puramente abstractos como a la de los resultados alcanzados por otros movimientos revolucionarios en circunstancias radicalmente distintas. No cabe la menor duda de que, en sus frutos tangibles, ni siquiera en las industrias catalanas, donde podemos estudiarla en forma más evolucionada, puede decirse que la colectivización se haya aproximado a la imagen ideal que de la misma nos ofrece la teoría socialista y comunista. Y esta distancia aumenta si comparamos dicha realidad con los elevados sueños de varias generaciones de obreros revolucionarios sindicalistas y anarquistas desde los días de Bakunin”. Y más significativa es su caracterización de que “...las acciones revolucionarias de los obreros catalanes fueron efectivamente frenadas por su tradicional abstinencia política. Ni siquiera las más radicales medidas económicas dictadas por ellos en el momento en que parecían ser los dueños absolutos de la situación –y en el que como tales se tenían-- dieron lugar a resultados similares a los que hicieron que las medidas económicas y políticas de la dictadura bolchevique llenaran de furia y espanto a sus enemigos del interior y de todo el mundo burgués. En las crónicas burguesas sobre la España revolucionaria apenas encontramos el desasosiego con el que los observadores extranjeros daban cuenta del presunto "horror" de la revolución bolchevique en la época del cordon sanitaire”. Y, después de ilustrar con varios ejemplos, concluye este autor: “El hecho de que la CNT y la Federación Anarquista Ibérica se hayan visto por fin obligadas, en virtud de tales experiencias harto amargas, a deponer su tradicional estrategia de abstencionismo político, ha hecho ver a todos los revolucionarios -con la excepción de algunos grupos anarquistas desesperadamente sectarios- la íntima relación existente entre la acción económica y la acción política en todas las fases de la lucha de clases del proletariado, y muy especialmente en la fase revolucionaria. Esta es la enseñanza más importante de la revolución española -episodio final de la ola revolucionaria desencadenada a raíz de la primera guerra mundial-” (4). En síntesis, la revolución española enajenó su destino cuando no encaró la resolución de un problema clave: la destrucción del Estado burgués. En este sentido, fue superada por la rusa de 1917. Aquel episodio decisivo, aquel “tiempo corto” de la insurrección y la toma del poder por parte del proletariado y las masas explotadas, nunca se produjo y cedió su lugar a la contrarrevolución falangista.
El problema de la violencia nos remite de lleno a la relación entre medios y fines. Por supuesto, el ejercicio de la violencia debe entenderse, desde una perspectiva marxista revolucionaria, sólo como un medio para la transformación socialista de la sociedad y la emancipación toda del género humano, nunca como un fin; tampoco debe confundirse la necesidad de ésta con una virtud. El marxismo revolucionario siempre sostuvo que la violencia era una necesidad que surgía del mismo movimiento revolucionario: no habría transición posible sin vencer la oposición, la feroz resistencia que opondría la clase dominante y sus instrumentos institucionalizados de fuerza. Abreva en toda una tradición que recogió la experiencia histórica de las revoluciones y luchas revolucionarias, desde la francesa de 1789 en adelante. Marx sólo alguna vez entrevió la posibilidad de un tránsito pacífico; frecuentemente pensaba en Inglaterra. Pero no dejaba de señalar: “en la mayor parte de los países continentales habrá que forzar la palanca de la revolución” (5).
Son numerosas las ocasiones en las que Marx y Engels, de manera explícita, destacaron el carácter necesariamente violento que adquiriría el desarrollo de la revolución obrera y socialista, y los recaudos que en ese sentido debería tomar el proletariado. Veamos esta cita: “La revolución es un acto a través del cual una parte de la población impone su voluntad a la otra parte mediante fusiles, bayonetas y cañones, es decir, con los medios más autoritarios que se pueden imaginar” (6). En otra oportunidad señaló: “La violencia es la partera de toda vieja sociedad que anda preñada de una nueva”. También dijo: “La violencia es el instrumento con el cual el movimiento social se impone y rompe formas políticas enrigidecidas y muertas” (7). Y se apuntó: “el partido vencedor está obligado necesariamente a mantener su dominio por el miedo que sus armas inspiren a los reaccionarios” (8). Por último: “el proletariado, destruyendo por la fuerza a la burguesía, coloca los cimientos de su dominación” (9).
Fue la socialdemocracia hacia fines del siglo XIX la que, a medida que adoptaba un curso reformista, comenzó a insistir con los planteos pacifistas. Los bolcheviques rusos, en su larga experiencia de lucha contra el Estado autocrático zarista y la Internacional Comunista luego, condenaron estas posiciones y concluyeron, como antes lo habían hecho Marx y Engels, que el Estado capitalista se vería compelido a impedir las libertades democráticas y a apelar a la violencia cuando se viera amenazada seriamente la propiedad de los medios de producción. Es verdad que el socialismo revolucionario no puede predicar ni reivindicar históricamente el uso de un terror sistemático descontrolado, las prácticas de la violencia elitista de grupos aislados, el empleo de la tortura, el principio de la venganza ciega. Como diría el viejo Marx, “Nada de lo humano nos es ajeno”. Por eso, intentará que la violencia quede reducida al mínimo y sea manejada con extrema discreción. Pero eso no impide entender que la violencia estará necesariamente presente en el proceso revolucionario. Este mismo enfoque es el que sostenía Rosa Luxemburgo: “En las sangrientas revoluciones burguesas, el terror y el asesinato político fueron las armas indispensables para la insurrección de las clases. La revolución proletaria no necesita del terror para realizar sus objetivos, ve con aversión y con repugnancia la carnicería de los hombres (...) Pero la revolución proletaria es, al mismo tiempo, la muerte segura de toda servidumbre y opresión (...) Todas las clases dominantes han defendido siempre sus privilegios hasta el final, con la más rabiosa energía (...) La clase de los capitalistas imperialistas (...) supera en bestialidad, en cinismo descarado, en ignominia, a todas sus predecesoras (...) Removerá el cielo y el infierno contra la revolución proletaria (...) Todas estas resistencias deberán ser destruidas pasos a paso, con un puño de hierro, con una energía tenaz. Se necesita oponer a la violencia de la contrarrevolución la violencia revolucionaria de todo el proletariado” (10).
Es correcto criticar la práctica y la teoría del “Terror Rojo”, tal como se expresa, por ejemplo, en Terrorismo y Comunismo de León Trotsky. Ese libro estaba equivocado en 1920, y podríamos agregar que Nahuel Moreno (bajo el seudónimo de Darioush Karim) repitió y multiplicó ese error cuando escribió La Dictadura Revolucionaria del Proletariado, que toda su corriente compartió hasta hace algunos años. Aclarado esto, sin embargo, debemos señalar que no existe ninguna justificación para pasar a ignorar la necesidad de la violencia en el proceso revolucionario. No estamos exhumando el espíritu de Robespierre si afirmamos que la violencia no está sólo presente en el momento insurreccional, sino que recorre todo el proceso revolucionario y aun las luchas defensivas mínimas de los explotados. Cualquier trabajador o luchador social consciente sabe que la pelea contra los “carneros”, el enfrentamiento a la represión patronal-estatal en huelgas y manifestaciones o la defensa frente a las bandas armadas de la burguesía siempre han dado como producto una violencia más o menos organizada por parte de los explotados. Esto adquiere aún más importancia cuando de las grandes rebeliones se trata. Es que la reacción del orden capitalista siempre fue brutal y obligó a las masas trabajadores a buscar formas más o menos organizadas de autodefensa armada. Marx ya observaba, luego del aplastamiento de la Comuna de París, la forma en como se manejaban las clases dominantes: “La civilización y la justicia del orden burgués aparecen en todo su siniestro esplendor dondequiera que los esclavos y los parias de este orden osan rebelarse contra sus señores. En tales momentos, esa civilización y esa justicia se muestran como lo que son: salvajismo descarado y venganza sin ley” (11).
Es
por esto que el socialismo revolucionario no puede ni debe presentarse como
pacifista; la violencia revolucionaria surgió como una necesidad y como un
producto de la consolidación y maduración de los procesos de lucha, cuando se
conforman organismos más o menos sólidos (milicias, consejos, tribunales o
grupos de autodefensa) para enfrentar la cuestión militar, un aspecto presente
en toda auténtica revolución.
Hace algunos años, en el final de una polémica con E. P. Thompson, Perry Anderson sintetizó sus ideas sobre la revolución escribiendo: “Para nosotros, una revolución socialista significa (...): la disolución del Estado capitalista existente, la expropiación de los medios de producción a las clases propietarias y la construcción de un nuevo tipo de Estado y de orden económico, en el que los productores asociados puedan ejercer por primera vez un control directo sobre su vida laboral y un poder también directo sobre su gobierno político. (...) Cuando se disponga a aparecer, el primer centro de poder de la clase burguesa pasará a los aparatos represivos del Estado más que a los representativos. Estos aparatos deben ser destruidos como instituciones organizadas para que pueda llevarse a cabo una transferencia revolucionaria del poder. Esto sólo puede lograrse mediante la creación de órganos de democracia socialista que movilicen a una fuerza popular capaz de minar la unidad de la maquinaria coactiva del Estado establecido y anular la legitimidad de su maquinaria parlamentaria, tanto si el gobierno está en manos de la izquierda como si no, lo cual no es más que una contingencia. La aparición de esas formas de segundo poder, que encarnan la soberanía de una democracia proletaria alternativa y antagónica a la propiciada por la democracia burguesa, debe ser el objetivo estratégico a largo plazo del movimiento socialista. Su práctica política a corto plazo debería tratar de vincular conscientemente las exigencias inmediatas de la clase obrera a dicho objetivo final mediante la formulación de metas provisionales, calculadas para desequilibrar el orden establecido y unir a todos los grupos y estratos oprimidos contra él. El advenimiento político de una situación de doble poder, acompañada del inicio de una crisis económica, no permite una resolución gradual. Cuando la unidad del Estado burgués y la reproducción de la economía capitalista se quiebran, la sacudida social consiguiente debe oponer, rápida y fatalmente, revolución y contrarrevolución en una violenta convulsión. (...) En el desenlace, los socialistas intentarán evitar una conclusión por las armas, pero no crearán ilusiones acerca de la probabilidad de recurrir a ellas. El capitalismo no triunfó en ningún país avanzado del mundo actual (Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, Japón o los Estados Unidos) sin un conflicto armado o una guerra civil. La transición económica del feudalismo al capitalismo es, sin embargo, la transición de una forma de propiedad privada a otra. ¿Es imaginable que el cambio histórico mucho mayor implícito en la transición de la propiedad privada a la colectiva, que precisa de medicinas más drásticas para la expropiación del poder y la riqueza, asuma formas políticas menos duras? Además, si los sucesivos pasos de la antigüedad al feudalismo y de éste al capitalismo produjeron cambios históricos en los tipos de régimen y representación (de las asambleas de ancianos a los estamentos medievales, y de éstos a los parlamentos burgueses, por no hablar de los Estados imperiales, absolutistas y fascistas), ¿es posible que el paso al socialismo, que ya ha renunciado tanto a los consejos de obreros como a los Estados burocráticos, no los produzca también? La tradición a la que pertenecen estas concepciones es, hablando en términos generales, la de Lenin y Trotski, Luxemburgo y Gramsci” (12).
Manifiestamente, no creemos que esta cita (ni cualquier otra) ahorre la necesidad de repensar y desarrollar las complejas cuestiones atinentes a la revolución socialista en nuestros días. Queremos simplemente recordar que existe un patrimonio marxista revolucionario que debe ser superado, pero de ninguna manera ignorado.
1-
En esto seguimos el esquema de Manuel Tuñón de Lara: Metodología de la
historia social de España. Madrid, Siglo XXI, 1984 (quinta edición), pp.
80-87.
2-
Ver Fernand Braudel: La Historia y las Ciencias Sociales, Madrid,
Alianza, 1968, pp. 60-106.
3-
Pierre Vilar: Iniciación al vocabulario del análisis histórico,
Barcelona, Crítica, 1980, p. 81.
4- Karl Korsch: “Economía y política en
la España revolucionaria”, en ¿Qué es la socialización? Barcelona,
Ariel, 1975.
5-
Carlos Marx: “Discurso pronunciado en el Congreso de La Haya de la I
Internacional”, en Marx-Engels: Obras Escogidas, tomo II, Moscú,
Progreso, 1969.
6-
Citada en Gérard Bekerman: Vocabulario básico del marxismo. Terminología
de las obras completas de Karl Marx y Friedrich Engels, Barcelona, Crítica,
1983, p. 193.
7- Idem, p. 232.
8- Citada en A. Neuberg: La insurrección
armada, Buenos Aires, La Rosa Blindada, 1972, p. 42.
9-
Idem.
10-
Rosa Luxemburgo: “¿Qué quiere la Liga Espartaco?”, citada en Claudio
Olivieri: Gli spartachisti nella rivoluzione tedesca (1914-1919). Roma,
Prospettiva Edizioni, 1994, pp. 174-175.
11- Carlos Marx: “Cartas a Ludwig
Kugelmann”; en Marx-Engels: Obras Escogidas, Moscú, Progreso, 1969.
12-
Perry Anderson: Teoría, política e historia. Un debate con E.P.Thompson,
Madrid, Siglo XXI, 1985, pp. 214-215.