"Tomando el destino en nuestras propias manos"
En este mes de noviembre se cumple un nuevo aniversario de la Revolución Rusa de 1917. En esta misma revista hemos publicado –números atrás– nuestra "reivindicación y crítica" del proceso de los bolcheviques en el poder, destacando aciertos y errores como lecciones estratégicas del movimiento obrero y socialista revolucionario. Lecciones estratégicas que la mayoría de las corrientes de la izquierda revolucionaria, dogmáticamente, se niegan a sacar. En esta oportunidad, queremos destacar algunas enseñanzas positivas que son de actualidad –en sentido general– al proceso en curso en el país. Presentamos de León Trotsky –el Prefacio a la Historia de la Revolución Rusa– donde se destaca un aspecto central del proceso de la revolución socialista: la irrupción de las más amplias masas en el dominio consciente de sus propios destinos.
Historia de la Revolución Rusa - Prólogo
León Trotsky
En los dos primeros meses del año 1917 reinaba todavía en Rusia la dinastía de los Romanov. Ocho meses después, estaban ya en el timón los bolcheviques, un partido ignorado por casi todo el mundo a principios de año y cuyos jefes, en el momento mismo de subir al poder, se hallaban aún acusados de alta traición. La historia no registra otro cambio de frente tan radical, sobre todo si se tiene en cuenta que estamos frente a una nación de ciento cincuenta millones de habitantes. Es evidente que los acontecimientos de 1917, sea cual fuere el juicio que merezcan, son dignos de ser investigados.
La historia de la revolución, como toda historia, debe, ante todo, relatar los hechos y su desarrollo. Mas esto no basta. Es menester que del relato se desprenda con claridad por qué las cosas sucedieron de ese modo y no de otro. Los sucesos históricos no pueden considerarse como una cadena de aventuras ocurridas al azar ni engarzarse en el hilo de una moral preconcebida, sino que deben someterse al criterio de las leyes que los gobiernan. El autor del presente libro entiende que su misión consiste precisamente es sacar a luz esas leyes.
El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los parlamentarios, los periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. Dejemos a los moralistas juzgar si esto está bien o mal. A nosotros nos basta con tomar los hechos tal como nos los brinda su desarrollo objetivo. La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos.
Cuando en una sociedad estalla la revolución, luchan unas clases contra otras y, sin embargo, es de una innegable evidencia que las modificaciones de las bases económicas de la sociedad y el sustrato social de las clases desde que comienza hasta que acaba no bastan, ni mucho menos, para explicar el curso de una revolución que en unos pocos meses derriba instituciones seculares y crea otras nuevas, para volver enseguida a derrumbarlas. La dinámica de los acontecimientos revolucionarios se halla directamente informada por los rápidos, tensos y violentos cambios que sufre la psicología de las clases formadas antes de la revolución.
La sociedad no cambia nunca sus instituciones a medida que lo necesita, como un operario cambia sus herramientas. Por el contrario, acepta prácticamente como algo definitivo las instituciones a que se encuentra sometida. Pasan largos años durante los cuales la obra de crítica de la oposición no es más que una válvula de seguridad para dar salida al descontento de las masas y una condición que garantiza la estabilidad del régimen social dominante; es, por ejemplo, la significación que tiene hoy la oposición socialdemócrata en ciertos países. Han de sobrevenir condiciones completamente excepcionales, independientes de la voluntad de los hombres y de los partidos, para arrancar al descontento de las cadenas del conservadurismo y llevar a las masas a la insurrección.
Por lo tanto, estos cambios rápidos que experimentan las ideas y el estado de espíritu de las masas en las épocas revolucionarias no son producto de la elasticidad y movilidad de la psiquis humana, sino al revés, de un profundo conservadurismo. El rezagamiento crónico en que se hallan las relaciones humanas con respecto a las nuevas condiciones objetivas, hasta el momento mismo en que éstas se desploman catastróficamente, por decirlo así, sobre los hombres, es lo que en los períodos revolucionarios engendra ese movimiento exaltado de las ideas y de las pasiones que a las mentalidades policíacas se les antoja fruto puro y simple de la actuación de los "demagogos". Las masas no van a la revolución con un plan preconcebido de la sociedad nueva, sino con un sentimiento claro de la imposibilidad de seguir soportando la vieja sociedad. Sólo el sector dirigente de cada clase tiene un programa político, programa que, sin embargo, necesita ser sometido a la prueba de los acontecimientos y a la aprobación de las masas. El proceso político fundamental de una revolución consiste precisamente en que esa clase perciba los objetivos que se desprenden de la crisis social en que las masas se orientan de un modo activo por el método de las aproximaciones sucesivas. Las distintas etapas del proceso revolucionario, consolidadas por el desplazamiento de unos partidos por otros cada vez más extremos, señalan la presión creciente de las masas hacia la izquierda, hasta que el impulso adquirido tropieza con obstáculos objetivos. Entonces, comienza la reacción: decepción de ciertos sectores de la clase revolucionaria, difusión del indiferentismo y consiguiente consolidación de las posiciones adquiridas por las fuerzas contrarrevolucionarias. Tal es, al menos, el esquema de las revoluciones tradicionales.
Sólo estudiando los procesos políticos sobre las propias masas se alcanza a comprender el papel de los partidos y los caudillos, que en modo alguno queremos negar. Son un elemento, si no independiente, sí muy importante de este proceso. Sin una organización dirigente, la energía de las masas se disiparía, como se disipa el vapor no contenido en una caldera. Pero sea como fuere, lo que impulsa el movimiento no es la caldera ni el pistón, sino el vapor.
Son evidentes las dificultades con que tropieza quien quiere estudiar los cambios experimentados por la conciencia de las masas en épocas de revolución. Las clases oprimidas crean la historia en las fábricas, en los cuarteles, en los campos, en las calles de las ciudades. Mas no acostumbran a ponerla por escrito. Los períodos de tensión máxima de las pasiones sociales dejan, en general, poco margen para la contemplación y el relato. Mientras dura la revolución, todas las musas, incluso esa musa plebeya del periodismo, tan robusta, lo pasan mal. A pesar de esto, la situación del historiador no es desesperada, ni mucho menos. Los apuntes escritos son incompletos, andan sueltos y desperdigados. Pero, puestos a la luz de los acontecimientos, estos testimonios fragmentarios permiten muchas veces adivinar la dirección y el ritmo del proceso histórico. Mal o bien, los partidos revolucionarios fundan su técnica en la observación de los cambios experimentados por la conciencia de las masas. La senda histórica del bolchevismo demuestra que esta observación, al menos en sus rasgos más salientes, es perfectamente factible. ¿Por qué lo accesible al político revolucionario en el torbellino de la lucha no ha de serlo también al historiador?
Sin embargo, los procesos que se desarrollan en la conciencia de las masas no son nunca autóctonos ni independientes. Pese a los idealistas y a los eclécticos, la conciencia se halla determinada por la existencia. Los supuestos sobre los que surgen la revolución de Febrero y su suplantación por la de Octubre tienen necesariamente que estar informados por las condiciones históricas en que se formó Rusia, por su economía, sus clases, su Estado, por las influencias ejercidas sobre ella por otros países. Y cuanto más enigmático nos parezca el hecho de que un país atrasado fuera el primero en exaltar al poder al proletariado, más tenemos que buscar la explicación de este hecho en las características de ese país, o sea en lo que le diferencia de los demás.
(…)Todavía hemos de decir dos palabras acerca de la posición política del autor, que, en función de historiador, sigue adoptando el mismo punto de vista que adoptaba en función de militante ante los acontecimientos que relata. El lector no está obligado, naturalmente, a compartir las opiniones políticas del autor, que éste, por su parte, no tiene tampoco porqué ocultar. Pero sí tiene derecho a exigir de un trabajo histórico que no sea precisamente la apología de una posición política determinada, sino una exposición, internamente razonada, del proceso real y verdadero de la revolución. Un trabajo histórico sólo cumple del todo con su misión cuando en sus páginas los acontecimientos se desarrollan con toda su forzosa naturalidad.
¿Mas tiene esto algo que ver con lo que llaman "imparcialidad" histórica? Nadie nos ha explicado todavía claramente en qué consiste esa imparcialidad. El tan citado dicho de Clemenceau de que las revoluciones hay que tomarlas o desecharlas en bloc es, en el mejor de los casos, un ingenioso subterfugio: ¿cómo es posible abrazar o repudiar como un todo orgánico aquello que tiene su esencia en la escisión? Ese aforismo se lo dicta a Clemenceau, por una parte, la perplejidad producida en éste por el excesivo arrojo de sus antepasados, y, por otra parte, la confusión en que se halla el descendiente ante sus sombras.
Uno de los historiadores reaccionarios y, por tanto, más de moda en la Francia contemporánea, L. Madelein, que ha calumniado con palabras tan elegantes a la Gran Revolución, que vale tanto como decir a la progenitora de la nación francesa, afirma que "el historiador debe colocarse en lo alto de las murallas de la ciudad sitiada, abrazando con su mirada a sitiados y sitiadores"; es, según él, la única manera de conseguir una "justicia conmutativa". Sin embargo, los trabajos de este historiador demuestran que si él se subió a lo alto de las murallas que separaban a los dos bandos fue, pura y simplemente, para servir de espía a la reacción. Y menos mal que en este caso se trata de batallas pasadas, pues en épocas de revolución es un poco peligroso asomar la cabeza sobre las murallas. Claro está que, en los momentos peligrosos, estos sacerdotes de la "justicia conmutativa" suelen quedarse sentados en casa esperando a ver de qué parte se inclina la victoria.
El lector serio y dotado de espíritu crítico no necesita de esa solapada imparcialidad que le brinda la copa de la conciliación, llena de posos de veneno reaccionario, sino de la metódica escrupulosidad que va a buscar en los hechos honradamente investigados apoyo manifiesto para sus simpatías o antipatías disfrazadas, a la contrastación de sus nexos reales, al descubrimiento de las leyes por que se rigen. Esta es la única objetividad histórica que cabe, y con ella basta, pues se halla contrastada y confirmada, no por las buenas intenciones del historiador de que él mismo responde, sino por las leyes que rigen el proceso histórico y que él se limita a revelar.