Populismo y estrategia socialista
en Latinoamérica
Tras las huellas del “socialismo nacional”
Por José Luis Rojo
Socialismo o Barbarie, revista Nº
21, noviembre 2007
“La definición de Chávez por
el socialismo, teniendo en cuenta la historia política de
Venezuela y la coyuntura internacional, no puede ser
considerada bajo ningún punto de vista como una apuesta demagógica, sino como una
manifestación de intenciones
(…) La definición por el socialismo del presidente Chávez
implica un desafío,
cuyo
único juez será la historia”.1
La izquierda latinoamericana ha
venido cruzada en los últimos años por un debate
fundamental. Se trata de la querella acerca de qué ubicación
tener frente al surgimiento de fenómenos políticos como
los de Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa, Ollanta
Humala y otros en la región. Esta polémica se pone ahora
rojo vivo acerca de qué posición adoptar frente a los
movimientos que éstos encabezan, muy
en particular respecto del PSUV en Venezuela.2
Aunque ya hemos tratado estas
cuestiones, nos interesa volver sobre ellas desde un ángulo
más general, identificando el vínculo orgánico
que tiene esta temática respecto de los problemas de la revolución socialista en nuestra región. Esto es, la orientación
a darse respecto del PSUV no es, ni puede ser, un factor independiente del resto de la estrategia revolucionaria.
Esto es así porque, característicamente,
estos debates han actualizado –en las nuevas condiciones
del siglo XXI- algunos temas clásicos de la izquierda en el
siglo pasado frente a fenómenos como los de Perón, Vargas,
Cárdenas y otros líderes populistas de nuestro continente.
Pero lo paradójico del caso es
el hecho que a pesar del balance en última instancia
desastroso de estas experiencias, al que se llegó a
expensas de graves derrotas en cada país3, hay
una porción de esta misma izquierda –incluso de aquella
que se reivindica “trotskista”– que parece sufrir un
fenómeno de “amnesia” histórica.
Su tesis más general, bajo la
presión del fenómeno “nacionalista” emergente, es la
siguiente: en nuestro continente, el nuevo ciclo de luchas
habría vuelto a “confirmar” que no hay cómo poner en
pie una tradición socialista independiente si no se lo hace
desde el terreno mismo
del populismo. Sería un “paso obligado”, incluso inevitable
y aconsejado por los clásicos del marxismo
revolucionario.
Así, se afirma que “entendemos
que hoy no es posible colocarse fuera
del proceso y del sentimiento bolivariano que embarga a las
masas, a condición, como lo hacen sectores de la izquierda
doctrinaria y sectaria, de considerar a millones de
venezolanos sólo como gente engañada y aturdida por el «nacionalismo
burgués»4, al que se debería desenmascarar desde
afuera (...). Sólo desde el mismo corazón del proceso
bolivariano, abandonando toda externalidad y elitismo (...)
es posible pensar un proceso de radicalización socialista,
anticapitalista y de auto-organización democrática de
masas, que supere los límites actuales del capitalismo de
Estado en Venezuela” (“Populismo y estrategia socialista
en América Latina”, Jorge Sanmartino,
www.corrientepraxis.org.ar, 10-06-07). Como corolario, se
agrega: “es recomendable abandonar cierta política de la
externalidad, en la que se espera que un movimiento de masas
confundido y cautivo «despierte de su encantamiento» y
rompa políticamente con el populismo” (ídem).
Pero estas tesis que hoy se
“renuevan” no hacen más que remitir a viejas –o, más
bien, viejísimas– discusiones, que fueron bien conocidas
por las generaciones socialistas anteriores y que tuvieron
exponentes tanto en la región y el mundo colonial y
semicolonial. En Argentina, quizá el más conocido de los
provenientes de la tradición “trotskista” fue Jorge
Abelardo Ramos, pero se mencionar también a Rodolfo Puiggrós,
Jorge Enea Spilinbergo, Norberto Galasso, Victorio Codovilla
y tantos otros.
Se trata, ni más ni menos, que
de las tesis del “socialismo
nacional”5, que tenían y tienen una serie
de premisas, nuevamente explicitadas, que nunca han
demostrado que desde “adentro” del populismo podría
haber un camino más “eficaz” y “convincente” de
progreso socialista
que una orientación de independencia
política y de clase, de ruptura por izquierda con él.
Impulsar esa ruptura política
con el populismo en tanto movimiento o partido político estructurado no puede significar estar por “fuera” del proceso
de la lucha de
estas mismas masas, desentendernos de la evolución real de
su conciencia, ni que los trabajadores que desborden
por izquierda a estos gobiernos no vengan con sus propias
tradiciones culturales y políticas a ser valoradas
y/o resignificadas desde una identidad socialista.
En lo que sigue, dedicaremos
nuestros esfuerzos a este debate que reemerge. Nos
centraremos en la polémica con las corrientes que defienden
el camino del socialismo nacional como “vía regia” para
que la izquierda política logre “fuerza de masas”,
rescatando la tradición del socialismo revolucionario como
aporte en la lucha concreta por la defensa de la independencia
de la UNT del Estado
chavista y por la formación de un partido
obrero independiente en Venezuela.
Populismo y socialismo nacional
Un primer paso para nuestra crítica
pasa por recoger elementos de caracterización respecto del
emergente populismo
latinoamericano. Para esto, debemos partir de sus
antecedentes históricos; es decir, el del –por así
llamarlo– populismo
“clásico”, y el vínculo que estableció con él la
corriente del “socialismo nacional”.
Cuando hablamos del populismo
latinoamericano del siglo XX, nos estamos refiriendo a
gobiernos nacionalistas
burgueses que mayormente le dieron su impronta al
proceso político en la región entre las décadas del 30 y
el 60, aunque tuvieron manifestaciones tardías hasta
entrados los años 70. El contexto: la simultaneidad de una
aguda crisis de la economía mundial capitalista, una grave
crisis hegemónica en el seno del imperialismo –que terminó
dando lugar a las dos guerras mundiales– y el impacto de
la revolución rusa del 1917.
La combinación de estos
elementos dio marco al surgimiento de una serie de gobiernos
capitalistas “anormales”
que se caracterizaron por tomar en sus manos importantes
porciones del manejo de la economía nacional, por hacer
significativas concesiones a las masas trabajadoras y
populares y por instalarse como mediación
respecto de una eventual radicalización
de la clase trabajadora bajo el impacto que venía de la ex
URSS.
Como es conocido, al llegar a México
y observar el fenómeno, León Trotsky definió a este tipo
de gobiernos y formaciones estatales como “bonapartismo
sui generis”. Buscaba así dar cuenta de gobiernos de
países coloniales o semicoloniales que aparecían arbitrando
entre los intereses del imperialismo y de las clases no
poseedoras, en condiciones de una gran debilidad de las
burguesías nacionales,una
verdadera “clase ausente” reemplazada por este mismo
Estado, el cual, según una clásica definición del
historiador marxista argentino Milcíades Peña, se
terminaba comportando como “un grupo capitalista más”.
En este contexto, estos gobiernos
intentan ampliar sus
bases de sustentación social precisamente mediante la estatización de ramas enteras de la economía (capitalismo de
Estado), junto con el encuadramiento
político de las
mismas masas, que son llamadas a la movilización a partir
de hacerles una serie de concesiones.
Esta forma de “bonapartismo”,
explicaba Trotsky, contenía elementos bifrontes.
En determinadas circunstancias, podía mostrar su cara
“izquierdista”, en la medida en que se apoyara en las
masas para resistir al imperialismo, dando lugar a gobiernos
con variables grados de independencia
relativa respecto
de él. Sin embargo, esto no excluía que, en un giro de la
lucha de clases, pudiera dar lugar a su versión
“derechista”, transformándose en agentes de este mismo
imperialismo (y de medidas de “racionalización” económica
y “disciplinamiento” político) contra
los trabajadores.
Dice a este respecto Chris
Harman: “Décadas de experiencia de regímenes
nacionalistas radicales del tercer mundo, muestran cómo
funciona su lógica. Hay una fase de reformas radicales y de
choques con el imperialismo, y es necesario recordar cuánto más radicales
fueron las reformas llevadas adelante en Egipto o Argelia
tres o cuatro décadas atrás que aquellas en Venezuela o en
Bolivia hoy. Los más radicales nacionalistas luego retroceden
(...) o son removidos por colaboradores más moderados (como
fue el reemplazo de Ben Bella por Bumedien en Argelia en
1965). En el final resulta que aquel régimen que resistió
al imperialismo, llegado cierto punto, se transforma en él
más esmerado de sus aliados. Esta es una
lección que no debe ser olvidada en Latinoamérica”
(www.internationalsocialism.org.br).
En este marco, el conjunto
complejo de las determinaciones de los gobiernos populistas
y el hecho de que aparecieran resolviendo tareas democráticas
y nacionales pendientes (no llevadas a cabo en oportunidad
de las guerras de la independencia en el siglo XIX) desafió
al conjunto de las corrientes de la izquierda a posicionarse
frente a ellos. Desempolvando las históricamente
superadas “Tesis de Oriente” del IV Congreso de la
III Internacional (por ser previas
a la formulación de las Tesis sobre la Revolución
Permanente de Trotsky), sectores de la izquierda y el
movimiento trotskista asumieron posiciones capituladoras
frente fenómenos como los de Lázaro Cárdenas en México
(en la segunda mitad de los años 30), Juan Domingo Perón
en la Argentina (1945-55), Getulio Vargas en Brasil (sobre
todo, el “nacional-desarrollista” de la segunda
presidencia, 1950-54) o Paz Estenssoro en oportunidad de la
revolución boliviana de 1952 (en vida de Haya de la Torre,
el APRA fue un factor importantísimo de la vida política
del Perú, pero nunca pudo llegar al gobierno).
Nacionalizaciones petroleras y
mineras, reformas agrarias, concesión del voto universal y
el voto a la mujer; estatización de los ferrocarriles y
otras empresas, fueron algunas de las medidas que dieron
lugar a un arduo debate respecto de la verdadera naturaleza de estos gobiernos y cómo había que ubicarse
respecto de ellos, que dio lugar a posiciones extremadamente
oportunistas (y también totalmente sectarias).
Es precisamente en este contexto
que emergió el “socialismo nacional” como tradición
política. Se trató de la corriente que, desde la
izquierda, apostó por el apoyo político a estos gobiernos –aunque a veces se presentara
como “apoyo crítico”– y a las medidas
que se consideraban “progresivas” de éstos.6
Para ello, adoptaron estrategias como las del “frente
nacional” o “frente único antiimperialista” por el
cual, a lo largo de todo un período histórico, se
postulaba que la izquierda debía “marchar del brazo”
con estos gobiernos porque la clase trabajadora “no estaba
todavía madura” para una acción histórica
independiente. Sólo después de todo el curso de una
experiencia con la “revolución nacional” se podría
llegar a la “madurez” para la “etapa socialista” y
para la construcción de grandes partidos socialistas de
masas.
En la Argentina, quien mejor y más
versátilmente sintetizó –desde el trotskismo– estas
premisas fue, sin lugar a dudas, Jorge Abelardo Ramos. De
entre las múltiples “perlas” que se encuentran en su
frondosa literatura, se puede encontrar, bajo el sugestivo
subtítulo de “Personalismo y necesidad histórica”, la
siguiente: “A los países atrasados que luchan por su
liberación no les queda otro camino para compensar su
debilidad material frente al gigantesco enemigo que
reproducir a su modo idénticas leyes de guerra. La
centralización del poder deriva generalmente en el poder
personal. El «líder» y la «jefa espiritual de la Nación»
reflejaban esa necesidad
histórica (...) El proletariado seguía su propio
camino, que era el de su experiencia en una coalición con
los sectores burgueses y burocráticos del peronismo. Para
el partido obrero independiente no había sonado la hora.
El cretinismo intelectual observará con desprecio a las
masas «primitivas», pero una misma clase tiene ideas
diferentes en épocas distintas; las suplantará a medida
que las necesite. El proletariado no veía con urgencia la
necesidad de ser «independiente» del peronismo, por más
que le resultaran desagradables algunas figuras, algunos
favoritismos. Defendían lo esencial del régimen, su progresividad
global y la condición obrera dentro de el. El pequeño
burgués superficial, atiborrado de libros mal leídos, sólo
veía lo secundario. Después acusaría de «primitivismo»
al proletariado [Obsérvese que se trata literalmente del
mismo argumento del texto arriba citado. RS] (...). Bajo las
divisas del peronismo, enormes masas de hombres y mujeres
que sólo diez años atrás vivían en el atraso rural
hicieron su ingreso triunfal
a la política argentina. La dirección que abrazaron era enteramente correcta: no había ninguna otra capaz de defenderlos mejor”
(J. A. Ramos: Revolución
y contrarrevolución en la Argentina. Tomo
V: La era del bonapartismo, Buenos Aires, Plus Ultra,
1974, pp. 212-220).
Como se ve, en Ramos encontramos
muchos de los rasgos más burdamente deterministas,
objetivistas y economicistas que caracterizaron a la
matriz mayoritaria del trotskismo de la posguerra, tomada
–de manera teóricamente ilícita– de textos de Trotsky
como La revolución
traicionada, así como el uso totalmente abusivo,
tributario del aspecto más conservador de la filosofía
hegeliana de la historia, del concepto de necesidad.
Por otra parte, este pasaje (cuya
matriz conceptual se refleja en muchos otros similares)
revela motivos clásicos
del “socialismo nacional”, que hoy se reproducen acríticamente.
Desde la definición del supuesto
carácter “nacionalista revolucionario” de estos
gobiernos hasta el rendirse ante el hecho de que la ausencia
de una dirección alternativa a la del nacionalismo burgués
terminaría legitimándolo
históricamente, haciendo así inviable
toda critica de clase y revolucionaria. En esas condiciones,
cualquier intento en este sentido era acusado entonces –y
vuelve a serlo ahora, como vimos– como “desprecio hacia
las masas”, que tendrían sus “correctas” razones para
apoyar estos gobiernos.
El “socialismo nacional” es
inseparable del populismo como la sombra del cuerpo, y
fundamenta su ubicación seguidista
en que considera un operativo definitivamente
“externalista” la pelea por un curso independiente y
socialista para la clase obrera.
No hace falta recordar el
“final de la película” de este período: todos
estos gobiernos terminaron saliendo ignominiosamente de la
escena. El marco
capitalista en que operaron sus “reformas” quedó intacto,
lo que implicó que éstas quedaran rápidamente vaciadas de
contenido Hubo un patrón común: en oportunidad del golpe
de 1955 contra Perón, de 1964 contra Estenssoro, del mismo
año contra Joao Goulart, y otros, en ningún caso apelaron a la movilización
de las masas y entregaron el poder sin
resistencia a la reacción burguesa imperialista.
Tampoco, en ningún caso, los socialistas nacionales
lograron éxitos
constructivos dignos de mención. Y sin embargo, a pesar
de este balance lapidario, a comienzos del siglo XXI nos
volvemos a encontrar con esta corriente de pensamiento y
acción.
Economía política del populismo
Pasando ahora a los fundamentos
materiales del populismo, es sabido que consistió, básicamente,
en un capitalismo de
Estado. ¿Cómo definir ese capitalismo de Estado? Según
el ya citado Milcíades Peña, es ni más ni menos que el
Estado actuando como un capitalista más.
Es decir, se trata –en
determinadas circunstancias– del paso a manos del Estado
de la gestión directa de determinadas
ramas de la economía. No se trata de que toda
la economía vaya a ser estatizada7; las empresas
estatales conviven codo a codo con las privadas. Pero en
estos casos, el Estado tiene en sus manos una parte
proporcionalmente mayor de la economía que lo acostumbrado.
Lógicamente, esto ocurre en
determinadas circunstancias históricas, económicas y políticas:
en general, el “bonapartismo sui generis”, por su mismo
lugar particular de árbitro
y mediador, necesita de esta ampliación de su base de
sustentación económico-social que le dan las empresas
estatales.
Aquí cabe agregar dos elementos.
Primero, que este movimiento “estatizante”, mediado por
el otorgamiento de una serie de concesiones a las masas, de
ninguna manera significa por
sí mismo un cuestionamiento al capitalismo como tal. Dentro de las empresas
estatales –con “infracciones” aquí y allá– sigue
funcionando la ley del valor-trabajo. Un ejemplo es la
propia PDVSA, en la cual el gobierno chavista se apresuró a
desmontar el control
obrero puesto en pie luego del paro-sabotaje y, hoy, ni
siquiera se aviene a actualizar el convenio laboral con sus
trabajadores.
Es decir, la estatización no
resuelve por sí un curso anticapitalista. Como dijimos,
expropiar a la burguesía es una medida político-social
(liquidar a la clase explotadora y dominante) con
consecuencias económico-estructurales; no lo inverso.
Por otra parte, si en los países
semicoloniales se considerase que en general toda medida de
estatización de empresas imperialistas tiene a
priori un carácter “progresivo”8 en lo
que hace a los grados de independencia del país respecto de
los centros imperialistas, de aquí no se sigue que esta “progresividad” pueda ser evaluada abstractamente.
Su carácter debe ser analizado de manera concreta,
porque no todas las
estatizaciones son iguales.
No es de extrañar que esta
cuestión diese lugar a una histórica polémica de Milcíades
Peña con Rodolfo Puiggrós respecto del carácter de la
estatización de los ferrocarriles ingleses bajo Perón
(para Peña, no se había tratado más que de una
“historia de hierros viejos”).
Cabe aquí otra consideración metodológica
de importancia. El argumento de los socialistas nacionales
para justificar toda nacionalización “sin importar en qué
condiciones económicas” –por ejemplo, con jugosas
indemnizaciones y configurando un negocio mayormente improductivo–
era que en estas “nacionalizaciones” lo decisivo no
estaba en su valor “económico-productivo”, sino en el
hecho de que el país había “comprado soberanía”.9
Pero es evidente que el uso improductivo de los dineros y
reservas del país, a la postre, no pueden significar una
mayor soberanía, sino un mayor sometimiento
a la economía mundial capitalista.
Muy agudamente, contra los
representantes del “socialismo nacional” de su época,
señalaba Peña que “desde el punto de vista general
histórico, la circunstancia de que países
semicoloniales como la Argentina nacionalicen inversiones
imperialistas constituye un paso adelante en el camino de su
emancipación nacional (...). Pero juicios tan generales, que sustituyen lo
concreto por lo abstracto, son particularmente estériles
y ayudan bien poco a ubicar la realidad estudiada. Se
necesita otro método
para apreciar el significado de los acontecimientos
contemporáneos, los cuales requieren un enfoque
concreto,
implacablemente concreto” (La
clase dirigente argentina frente al imperialismo, Buenos
Aires, Fichas, 1973).
Porque “no se trata de saber
si, en general, es
progresiva [una nacionalización] cuando se estudia la
nacionalización de inversiones imperialistas en un país
dependiente; es preciso plantear el problema en términos concretos:
esta nacionalización
tuvo un sentido anticapitalista, aquella
nacionalización sirvió al imperialismo, etc. Por el
contrario, los apologistas de las nacionalizaciones plantean
el problema abstractamente, desde el punto de vista del año 3000” (ídem).
Esto es, “en sí misma, la nacionalización de inversiones imperialistas no
tiene un contenido ni pro ni antiimperialista, y en cada caso debe ser estudiada por
sus propios méritos. En ningún caso la nacionalización
de una o varias empresas puede, por
sí sola, independizar a un país del imperialismo. Pero
las nacionalizaciones, si son impulsadas por la lucha revolucionaria
contra el imperialismo –o si se trata de un proceso
revolucionario a raíz de una nacionalización resistida por
el imperialismo– asestan un golpe tremendo a la propiedad
privada capitalista. En este
caso, las nacionalizaciones constituyen medidas
de transición que, sin liquidar el dominio
imperialista, le asestan un serio golpe. Que determinen o no
el fin de la explotación imperialista depende de que el
proceso avance o no
hacia el socialismo. Si esto no
ocurre, las nacionalización queda como un
episodio más de la relación entre el imperialismo y el
país dependiente, dando a las clases dominantes de este un
margen más o menos amplio que el que tenían antes para
partir sus ganancias con el imperialismo. De esto último a
la descolonización media la más amplia distancia
imaginable, como lo prueban las experiencias del petróleo
en México e Irán” (ídem).
Peña continúa su razonamiento
citando el argumento de un “socialista nacional”: “Es
completamente falso (…) peronismo- restar valor a las
nacionalizaciones porque ellas hayan sido con pago y
afectasen a empresas que habían dejado de ser lucrativas
para el imperialismo. En el futuro (…) se olvidarán los
aspectos secundarios del proceso de nacionalizaciones y sólo
se tendrá en cuenta el hecho decisivo de las
nacionalizaciones mismas”. En la cita transcripta, retoma
Peña, “se encuentran netamente acusados los dos vicios
fundamentales del oportunismo llamado marxista [y que tan bien describen a nuestros
“socialistas nacionales” del siglo XXI. RS]: la adoración de los hechos consumados y el olvido de los intereses y de la acción independiente del proletariado”
(ídem).
Hay en verdad poco que agregar a
esta brillante exposición, que pinta de cuerpo entero y en
todo lo que tiene de esencial
el tipo de posición que estamos criticando.10 Porque
es precisamente ese enfoque “implacablemente concreto”
el que se necesita para analizar las “nacionalizaciones”
chavistas o la resultante final de la “nacionalización”
del gas en Bolivia.
Nacionalización ésta última
que, según el mismísimo ex ministro Solís Rada,
inicialmente a cargo de ejecutarla, ha
resultado una cáscara vacía, que representa sólo un
aumento de la renta que ingresa anualmente al Estado por los
hidrocarburos... y no mucho más.11
Un reciente y muy serio informe
acerca de la marcha de la economía venezolana plantea un
panorama similar en ese país: “En los seis meses pasados,
el gobierno decidió acelerar su ofensiva en pos de su meta
anunciada del «socialismo del siglo XXI», nacionalizando
la gigantesca compañía de telecomunicaciones CANTV y
algunas empresas de generación eléctrica (sector que ya
estaba en manos del Estado en más de un 80%). También
adquirió la condición de accionista mayoritaria en las
empresas mixtas de riesgo compartido con las compañías
petroleras extranjeras en la cuenca del Orinoco. Es
importante, sin embargo, asignarle a estos cambios su justo
valor. La energía eléctrica y las telecomunicaciones
eran servicios públicos estatales hasta los 90. A esas
empresas se les indemnizaron
plenamente sus bienes (...). En el sector petrolero
(...) las reservas de crudo pesado venezolanas (...) están
consideradas actualmente entre las más grandes del mundo,
de modo que las empresas extranjeras cuentan con grandes
incentivos para seguir participando (...). En
definitiva, las medidas del gobierno venezolano tendientes a
aumentar la participación del Estado en la economía no
han implicado ninguna nacionalización a gran escala, ni
planificación estatal, y han tenido el buen cuidado de no
asumir funciones administrativas que superen su capacidad
actual (...). El gobierno ni siquiera ha incrementado la
participación del sector público en la economía. El gasto
del gobierno central asciende al 30% del PBI, muy
por debajo de países capitalistas como Francia (49%) o
Suecia (52%)” (“La economía venezolana en tiempos de Chávez”,
Mark Weisbrot y Luis Sandoval, Center for Economic and
Policy Research).
En resumen, se ha tratado en
ambos casos de estatizaciones
plenamente burguesas –“debidamente”
indemnizadas– y de ninguna manera en escala masiva; y en
el caso de Venezuela, en un país con gran tradición de
peso estatal en la economía.12 Pero nuestros
nuevos “socialistas nacionales” están muy lejos del método
marxista –y científico en general– de ver las cosas tal
como son: en tanto “apologistas” de las medidas de
Chávez y Evo Morales, no dudan en lanzarse al apoyo de
cuanta medida supuestamente “progresiva” tomen éstos.
Hay también otro aspecto de gran
importancia en lo que hace a la economía política del
populismo: el surgimiento, favorecido desde el gobierno, de
una nueva burguesía al amparo de los negocios con el Estado (mala sucedánea
de la mítica “burguesía nacional”). En el caso del
peronismo de los 40 del siglo pasado, fue la llamada burguesía
“cupera”. En la Venezuela actual, se trata de la
“boli-burguesía” (burguesía bolivariana), que ahora
hace sus primeras armas políticas dentro del PSUV.
En declaraciones a la revista The
Economist, señalaba al respecto Muller Rojas (general
del ejército ya jubilado, hasta hace poco jefe de gabinete
de Chávez y miembro del ala izquierda del chavismo):
“Algunos de los discursos de Chávez son para
la tribuna. Le daré un ejemplo: el ataque
contra la burguesía”. Como muestra de esta demagogia,
Muller se refiere a los bancos,
que son “la expresión mas extrema de la burguesía”,
pero a la vez “el sector más favorecido de la economía desde que Chávez llega al poder en
1999”(citado
por La Nación, 11 de agosto de 2007).
Aquí aparece otro rasgo clásico.
La única burguesía nacional “realmente existente” no
ha sido otra que el propio capitalismo de Estado. Porque,
como ya hemos señalado, el nacionalismo burgués termina
representando a una clase, en el fondo, políticamente ausente. Y en las condiciones del siglo XXI, esta
“ausencia” no es sólo política: es estrictamente material dada la inextricable relación de los grupos capitalistas
de origen “nacional” con los monopolios multinacionales.
Esto no niega, sin embargo, que
los gobiernos nacionalistas burgueses hayan creado -al
amparo de los negocios del Estado– una capa
burguesa específicamente enriquecida bajo su tutela, y
que goza de las mieles de la corruptela estatal. En todo
caso, prácticamente a esta capa se reduce toda la
“burguesía nacional”.
Esta definición nos lleva a toda
la literatura existente respecto del balance histórico de
las experiencias populistas, que señala sus límites
orgánicos en tanto que proyecto de desarrollo
nacional, que tienen que ver con la no
ruptura con el capitalismo.
En este sentido, y a pesar de sus
ilusiones chavistas, el investigador Atilio Borón plantea
respecto del balance del populismo algunos aspectos de
manera muy aguda. Señala que los nuevos gobiernos
centroizquierdistas de la región proclaman con ciego
entusiasmo (desde el punto de vista del balance histórico)
su confianza en culminar
exitosamente su marcha hacia el desarrollo transitando
por una ruta que fue clausurada
hace mucho tiempo. Pese a la abrumadora evidencia, el mito del desarrollo
capitalista nacional y su premisa, la existencia de una
burguesía nacional, seguiría ejerciendo una enfermiza (e
interesada) atracción en la dirigencia “progresista”
latinoamericana.
Señala Borón: “Raúl Zimbechi
(...) cita una categórica afirmación de Samir Amin
diciendo que ya no hay
más una burguesía nacional (si es que alguna vez la
hubo). Afirmación un tanto excesiva, pero que contiene
importantes elementos de verdad. Algunos países de las metrópolis
capitalistas todavía se caracterizan por la presencia de
ciertos conglomerados empresariales equivalentes a una «burguesía
nacional». Con relación a la Argentina, el último intento
de burguesía nacional que hubo fue Perón. No creo que haya actualmente una burguesía nacional en la Argentina.
Existe una burguesía compradora que imagina su
enriquecimiento como proyecto, en el marco del capitalismo
global tal como es, sin ambición alguna de modificar los términos de este capitalismo
(...). El peronismo trató de insuflarle los bríos
necesarios para cumplir con su supuesta «misión histórica»
a esa clase; en realidad, un movimiento heteróclito de empresarios sin ninguna visión de
conjunto ni proyecto nacional” (Atilio Borón, “El
mito del desarrollo capitalista nacional en la nueva
coyuntura política”, Argenpress).
Pero si a mediados del siglo
pasado, la “burguesía nacional” Argentina no era más
que un “movimiento heteróclito de empresarios sin ninguna
visión de conjunto ni proyecto nacional”, ¿qué margen
para cosa superior puede quedar para el mundo de hoy, el del
capitalismo mundializado?
Una pista la podemos tener con el
interesante el análisis del proyecto del Banco del Sur que
presenta Eric Toussaint, insospechado de ser crítico del
chavismo. Comenta que “el texto redactado entre Argentina
y Venezuela (el 29 de marzo del 2007) tiene elementos que
provocan a la vez sorpresa
y rechazo (...). El diagnóstico de partida incluye
elementos perfectamente compatibles
con la visión neoliberal –la visión del Banco
Mundial (...)– sobre las causas de las debilidades de
Latinoamérica. El texto pone en evidencia que «el escaso
desarrollo de los mercados financieros» es la causa
principal de los problemas. Las consideraciones generales
precisan que es «necesario promover la constitución
de empresas multinacionales de capital regional», sin
especificar que sean públicas, privadas o mixtas” (E.
Toussaint, “Sobre las circunstancias que afectan la creación
del Banco del Sur”, Correspondencia de Prensa).
El proclamado Banco del Sur no
sería entonces un instrumento para ir más allá del
capitalismo, sino para darles mayores
márgenes de maniobra a los gobiernos de la región para
la promoción de las
“multilatinas” (sucedáneo moderno de la burguesía
nacional). Aunque rompa en mil pedazos las ilusiones y los
corazones de nuestros socialistas nacionales... ¡es hasta
aquí donde puede llegar todo el “anticapitalismo” del
que el gobierno chavista es capaz!
La naturaleza del gobierno de Chávez
Si la economía política del
populismo queda desdibujada en nuestros autores; si sus
bases de sustentación material quedan sin análisis
critico, a lo que llegamos es a una definición
idealista respecto del carácter social
mismo del gobierno chavista. Claro que con la excusa “dialéctica”
de dar una definición “dinámica”…
Porque la justa apelación a la
necesidad de realizar análisis dinámicos y no mecánicos
de los fenómenos sociales no puede significar perder el
terreno de su análisis social
y material. Este es un recurso permanente de nuestros
autores, que, lejos de permitirles superar los efectivos límites
economicistas y deterministas que han tenido diversas
versiones del marxismo en el siglo XX –incluidos muchos
trotskistas–, no representa mas que una
fuga
hacia el idealismo en el análisis social.
Ya hemos visto su rechazo a
caracterizar al gobierno de Chávez “sólo como burgués”.
Pero ahora se da un paso mas: se trataría de un gobierno carente
de toda posible definición social precisa en la medida
en que, tratándose de un fenómeno político-social “dinámico”,
tiene las puertas abiertas para ir más allá del
capitalismo. Lamentablemente, incluso Claudio Katz
(intelectual marxista argentino conocido y respetado en las
filas de la izquierda), los acompaña en esta perspectiva.
Al barajar los posibles caminos que se abren en el curso político
del chavismo, observa: “El peligro más grande es que
estos gobiernos nacionalistas radicales, estoy especialmente
pensando en Chávez, terminen afianzando desde el estado un
nuevo capitalismo (...) revirtiendo el proceso de
radicalización. Por supuesto, hay una cuarta posibilidad, que es por la que apostamos todos nosotros, que es que en vez de una involución se
produzca una radicalización;
ésta sería la
perspectiva cubana. Esto sería que estos movimientos
nacionalistas radicales rompan con la estructura del estado burgués y se orienten hacia un
desarrollo y transición socialista. Hacia
este proceso tenemos que apuntar nosotros, y este
proceso es el que tenemos que alentar nosotros” (Alternativa
Socialista 459).
Con esta perspectiva al mejor
estilo Ernest Mandel en mente, todo lo que queda por hacer
sería entonces “empujar” para que Chávez dé el paso
de expropiar a los capitalistas, renunciando así a la pelea
por una perspectiva independiente.
Es realmente una desazón
observar el retorno en el siglo XXI de uno de los lugares
comunes más trágicos
y recurrentes de parte fundamental del movimiento
trotskista del siglo XX, que se la pasó prendiéndole
velas a las direcciones pequeño
burguesas, burguesas o burocráticas para que
“avancen” hacia el socialismo auténtico. Que esta
tragedia retorna como farsa, lo podemos ver en el análisis
de esta serie de definiciones.
“¿Cómo definir al gobierno de
Chávez? La opinión de que es el representante político de
la burguesía nacional aparece al alcance de la mano (...).
Sin embargo, el populismo chavista nunca representó a esa
burguesía. (...) Cisneros, Polar (...) toda la burguesía
local, muy débil y asociada con los bancos y empresas
extranjeras (...) fueron los promotores del golpe (...) La
nueva burguesía en formación es hoy en la economía
totalmente secundaria (...). Definirlo como bonapartismo no
es hacerlo de manera despectiva (...). Este concepto puede
servir para remarcar el
carácter independiente respecto de alguna clase social
particular (...). Se trata de un cuerpo de funcionarios
sostenido por un líder en el poder, que gobierna un país
capitalista y dependiente, pero cuya dinámica
política esta aún abierta.
(...) Aquí el bonapartismo no expresa la intención de la
burguesía nacional de conseguir cierta independencia
respecto al capital financiero. Ya hemos visto que la clase
capitalista nativa ha estado y permanece aún en el mismo
campo político que el capital extranjero (...). Hoy Chávez
representa a las capas populares mas explotadas (...) ¿Es
entonces un gobierno pequeño burgués? (...) Intentar dar
definiciones sociológicas precisas no parece lo más
productivo y suelen deslizar una metafísica
social más que una dinámica política. La definición
del gobierno de Chávez como populista
tiene ciertas ventajas, en primer lugar mostrar su ambigüedad,
sentido abierto y elementos contradictorios en su interior.
Es un populismo de izquierda, que gobierna bajo un estado
capitalista, pero de excepción,
porque lo hace frente a la oposición política de todas las
fracciones capitalistas relevantes. Su composición y su retórica
(...) impiden, por
ahora, una caracterización
definitiva (...).
Es la dinámica política la que pudo explicar mejor las
revoluciones de posguerra como la cubana o la nicaragüense,
que las definiciones sociológicas. El caso de Cuba es
paradigmático (...). El contenido social del Movimiento 26
de julio (...) fue radicalmente modificado al calor del
proceso revolucionario, que llevó a los lideres del
movimiento nacional y democrático y prominentemente
populista a adoptar un contenido crecientemente
antiimperialista y anticapitalista, confirmando
su dinámica permanentista”(Jorge Sanmartino, “¿Gracias, por hoy paso?”).
Este conjunto de definiciones
tienen por efecto desarmar
estratégicamente a la hora de la ubicación frente al
gobierno chavista. Con la caracterización de que su curso
político estaría tan “abierto”, lo que se hace es crear
ilusiones respecto de su posible evolución anticapitalista.
En el mismo sentido, se dice en la revista Movimiento
Nº 6: “La política del imperialismo es la «reacción en
toda la línea» (...). Por esto, la tendencia es al aumento
de la polarización (...) ésta impulsará a las masas para profundizar
las medidas, como ya sucedió en Cuba en 1960. O surgen
gobiernos que van en ese sentido, o serán suplantados por
el movimiento o por nuevos procesos”. El objetivismo
desenfrenado de estas previsiones hace caso omiso olímpicamente
no sólo de la experiencia histórica reciente –que
muestra que justamente el imperialismo “aprendió la lección”
de Cuba y Vietnam– sino de la realidad política presente.
El panorama internacional y latinoamericano es mucho más
complejo que un Bush enloquecido empujando a Chávez –o a
“los nuevos procesos”– a repetir lo que “ya sucedió
en Cuba en 1960”.
Así, la ilusión se repite una y otra vez, como esperando que se reitere el
curso de varias de las revoluciones anticapitalistas –pero
no socialistas– de la posguerra. Pero nuestros autores
parecen olvidarse de las circunstancias específicas que
dieron marco a ese periodo histórico. No sólo el hecho de
que la humanidad salía de la mayor conmoción de su
historia; a la vez, a nuestro modo de ver, estaba el factor
de que en la posguerra existió un punto de apoyo
fundamental para los grupos pequeño burgueses-burocráticos
que encabezaron revoluciones como la china o la cubana, que
fue la ex URSS burocratizada; elemento ausente hoy.
En el caso de una evolución
anticapitalista en la Venezuela de hoy, ¿cuál sería el
punto de apoyo social
para que una burocracia de Estado como la chavista no sea barrida por las masas
movilizadas? ¿Qué pasos podría dar que no sean mal vistos
por todos los “gobiernos amigos” (desde el castrismo
hasta Ahmadinejad o Putin)?
Preguntas que, en su renovado sustituismo
de clase13 que vuelve a esperar una revolución
“socialista” de la mano de direcciones ajenas a la clase
obrera, sin ella y contra ella–, nuestros críticos ni se
plantean. Una falta total de balance de la experiencia histórica
del siglo pasado, que para colmo pierde de vista incluso el
carácter –señalado por todos los analistas serios– tardío,
limitado o mezquino del nacionalismo chavista. Porque
si, ideológicamente, Chávez puede parece a la
“izquierda”, la “radicalidad” de sus
“nacionalizaciones” lo muestra muy por detrás de los
gobiernos nacionalistas burgueses del siglo pasado.
La otra cuestión que interesa
aquí es desmontar los fundamentos “teóricos”
subyacentes a este retornado “sustituismo socialista”.
Porque, como ya hemos visto en el punto anterior, se trata
del capitalismo de
Estado como tal que actúa “como un capitalista más”
–como “clase capitalista nacional”– y no de que el
gobierno nacionalista burgués haya representado alguna vez
a una inexistente
burguesía nacional con vocación de real independencia.
A nadie se le ocurriría decir
que el de Perón no fue un gobierno “nacionalista burgués”.
Y sin embargo, se caracterizó punto por punto, al menos en
su período “clásico”, por casi exactamente los
mismos rasgos que aquí se le atribuyen a Chávez en lo que hace a
su relación con la burguesía. ¿O es que acaso Perón no
tenía enfrente también a lo más granado no sólo del
imperialismo y la oligarquía, sino de la burguesía
industrial? ¿O acaso no es verdad que expresaba básicamente
el cuerpo de oficiales del golpe del 3 de junio de 1943, y
no ninguna fracción específica de la burguesía que buscara
“conseguir cierta autonomía”, cuando es sabido que ésta,
a partir de determinado momento, se alineó en bloque con el
bando “aliadófilo”? ¿Acaso estos elementos fueron en
menoscabo del carácter nacionalista burgués de Perón, que
sólo estaba rodeado por un sector patronal raquítico
y “heteróclito”, como lo define Borón?
En este mismo sentido, Peña señalaba
que “el Estado argentino –como el de todos los países
atrasados– goza de una apreciable independencia
con respecto a las clases dominantes (...) La debilidad
relativa de la burguesía nacional que necesita del Estado
permanentemente (...), genera una hipertrofia
de la maquinaria estatal, conglomerado
social diferenciado con intereses propios. Parafraseando una caracterización
de Trotsky sobre el Estado zarista, puede afirmarse que en
la Argentina, en el juego de las fuerzas sociales, el equilibrio pende del poder gubernamental mucho más de lo que se conoce en la historia del desarrollo
capitalista clásico”. Y agrega: “Como producto de todos
estos factores y presiones, en la medida en que el Estado no
se limita «simplemente» a realizar la política de la
burguesía nacional, o del imperialismo, o de algún
sector de ambos; en la medida en que se afianzan el
intervensionismo estatal y el dirigismo económico, el
Estado se comporta frente a las metrópolis como
un grupo burgués más, que necesita del capital
financiero internacional para ampliar sus bases de
sustentación y forcejea con él para obtener una mayor
participación en la plusvalía extraída”(Milcíades Peña, La
clase dirigente argentina frente al imperialismo, cit.).
En definitiva, como hemos
destacado y como está demostrado históricamente, el
nacionalismo burgués era y es un fenómeno político
que representa una clase burguesa “nacional” que, en
realidad, a todos los efectos prácticos (desde el punto de
vista no material, sino político), está ausente.14
A esto debemos agregar un
elemento más: el abandono de toda definición social en beneficio de una puramente “política”. Un operativo a
lo Ernesto Laclau, porque es bajo esta inspiración
intelectual que se apela a la caracterización del gobierno
chavista como “populista”, destacando su “ambigüedad,
sentido abierto y elementos contradictorios a su interior”
en reemplazo de toda
definición social.
Porque si bien esos rasgos políticos
están efectivamente presentes en el chavismo, que se trata
de un fenómeno dinámico, ambiguo, abierto y contradictorio
–aunque presenta hoy, aclaremos, un sesgo
reaccionario de
encuadramiento y cercenamiento de la independencia de las
masas, en especial de la clase obrera– es un operativo
metodológicamente espurio
e idealista perder de vista las “columnas
vertebrales” sociales y las bases de sustentación
material que el gobierno de Chávez tiene y no puede dejar
de tener, en sus concretas circunstancias de tiempo y lugar.
El carácter social global del gobierno bolivariano deviene, insistimos, del
hecho de que manda sobre columnas vertebrales
del sistema capitalista, que son bien tangibles y nada
“ideales”: la intocada propiedad
privada –que la nueva reforma constitucional viene a
ratificar– y el propio aparato de Estado capitalista, así esté “reformado” por la
incorporación de un “quinto poder” popular.
En síntesis, por más definición
“dinámica” que se quiera y corresponda hacer, el carácter
nacionalista burgués del gobierno chapista es inocultable e
inescindible del conjunto
total de las relaciones sociales del país, no
de si expresa a tal o cual sector burgués.
Fetichismo, conciencia y
transformación social
Como ya señalamos, las tesis
“socialistas nacionales” partían de la premisa del
apoyo “crítico” a Cárdenas, Perón, Paz Estenssoro,
Velasco Alvarado e incluso el “trabalhismo” de Vargas y
Goulart en el Brasil. Estrtagias que terminaron en
bancarrotas.
Sin embargo, a comienzos del
siglo XXI se las retorna con el argumento de que de no habría
cómo construir “corrientes de masas” sino “desde el
seno mismo” del chavismo. Es por esto mismo que la crítica
marxista a las formaciones populistas, “recurrentes a lo
largo de la historia del siglo XX y con fuerza en algunos países
en la actualidad”, es a su vez cuestionada por
–supuestamente– encarnar una “racionalización
positivista” que evaluaría el comportamiento de las masas
populares como una constante “desviación” o
“deformación” de los objetivos clasistas.
Lamentablemente, por más
“positivista” que se considere esta valoración, no por
ello deja de tener su innegable
parte de verdad, hasta de Perogrullo. Porque si los
objetivos populares no hubieran sido “desviados”, otra
hubiera sido la historia contemporánea de nuestro
continente.
En todo caso, lo que nos interesa
aquí es la fundamentacion “teórica” de los “nuevos
socialistas nacionales”. Esto es, la critica a la
irrevocable “externalidad” que supondría el concepto de
“falsa conciencia” al atribuírselo a la experiencia
populista en general y a la del chavismo en particular; se
trataría, como vimos, de una muestra de “aristocratismo
político” (es decir, de “elitismo”).
Según nuestros autores, los
“sectarios” no comprenden que la conciencia de las masas
bolivarianas es verdadera
en la medida en que, en las actuales circunstancias
concretas en Venezuela, al no haber ninguna alternativa
socialista real al propio Chávez, el “chavismo” de las
masas estaría totalmente “justificado”.
En este contexto, se afirma que
la base para representar al populismo como una desviación es en parte la definición de ideología como “falsa
conciencia”, definición que nuestros autores consideran
“arqueológica”. En su reemplazo, se propone lo
siguiente: “Lo que nos interesa [son las] consecuencias
derivadas de la conciencia
posible, aquella
que puede situarse y se vuelve concreta para todo grupo
social en una
coyuntura histórica, mas que la conciencia posible lukacsiana sobre las posibilidades históricas generales. En ese caso, lo que es «falso» o «verdadero»
no puede ser definido de manera externa,
sin comprender el campo de las opciones posibles
determinadas por la historia pasada y la coyuntura política
(...). El caso de Venezuela parece óptimo para ejemplificar
el contenido preciso de una conciencia posible
(...) En esas condiciones emergió lo que había sido una
tradición política venezolana, un liderazgo militar de
características plebeyas que, mediante métodos
antiinstitucionales, logró captar el apoyo popular porque
abrazó demandas nacionales, antiimperialistas, agrarias e
indigenistas en una oposición polarizada al viejo sistema
de partidos. No hay
aquí «desvío» alguno de una perspectiva proletaria
socialista, porque en
las circunstancias concretas no había una opción de
este tipo que estuviera disponible. No fue la izquierda histórica,
muy debilitada, sino un liderazgo populista sin apoyo
empresario ni político, salvo de algunos sectores militares
y de izquierda, el que lanzó un desafío al régimen de
partidos” (Jorge Sanmartino, “Populismo y estrategia
socialista en América Latina”, en www.mst.org.ar).
Naturalmente, lo que aquí se
pierde en un no muy sutil lenguaje posibilista
es sencillamente la consideración de los intereses
históricos de los trabajadores. Estos intereses son materialmente tales independientemente
del hecho que la clase trabajadora tenga a mano o no una
alternativa revolucionaria socialista real.
Aquí se mezclan elementos de órdenes distintos; en un plano, el punto de
referencia no es el mero hecho “político” de si las
masas tienen una alternativa a Chávez (el terreno de la representación
no anula ni puede anular lo representado,
es decir, los intereses materiales históricos), sino el análisis
marxista acerca de la verdadera naturaleza
de clase del populismo y sus políticas.
Claro que, bajo una inspiración
laclauiana como la que en definitiva expresan nuestros
autores, este terreno material
y objetivo del análisis no sólo está perdido, sino
que es expresamente negado:
“Debería estar claro que por «populismo» no entendemos
un tipo de movimiento –identificable con una base
social especial o con una determinada orientación ideológica–,
sino una lógica política.
Todos los intentos por encontrar lo que es específico
en el populismo (...) son, como hemos visto, esencialmente
erróneos” (Ernesto Laclau, La
razón populista, Buenos Aires, FCE, 2007, p. 150).
O, dicho en una meridianamente
clara traducción política concreta: “La opción de masas
frente a la constitución de un campo de oposición
delimitado entre un bloque institucional, caracterizado como
corrupto y vendido al FMI y el imperialismo, y otro, que se
presentó abrazando una causa nacional, operó en el sentido
de conciencia posible
que explica el apoyo masivo del pueblo pobre a Chávez. Una
oposición a dicho liderazgo en nombre de un socialismo
materialmente inexistente
reproduce ese tipo de cortocircuito entre la doctrina y la
conciencia posible de un movimiento real, que se traduce en
una incomprensión
de la historia y una apelación al recurso teórico del «irracionalismo»”
(J. Sanmartino, cit.).
Lo que aquí queda fuera de foco
y no resiste el menor análisis es que si toda conciencia concreta es una mezcla de
elementos verdaderos y falsos (como sostenía Gramsci),
esto mismo opera en la cabeza de las amplias masas
populistas venezolanas. Es decir, éstas identifican bien
los elementos “antiimperialistas” de los regímenes
populistas (efectivamente distintos de los regímenes
burgueses tradicionales) como el de Chávez. Pero a la vez
tienen falsas ilusiones de que de la mano de un Chávez (o un Evo Morales) se
pueda llegar a una solución verdadera,
integral e histórica de sus demandas. No hay cómo
perder de vista que junto con el terreno de las
“representaciones” se debe analizar el contenido
material mismo de los fenómenos sociales.
Esto explícitamente no
es así para nuestros autores: “Hemos visto hasta aquí
cómo se fue relativizando
hasta desaparecer, en el terreno epistemológico, ese corte imaginario entre una infraestructura económica y sus «reflejos»
en la conciencia o en la superestructura de la sociedad. Si
esta metáfora puede ser útil metafóricamente, se vuelve inservible
para una composición histórica
real. Si, como dice Marx, se toma conciencia de las
condiciones sociales de existencia en el terreno propio de
la lucha ideológica, ella constituye un factor de
existencia material y un componente tan real como los
tornillos y las tuercas del mundo material. Así llegamos al
papel activo de las significaciones discursivas en la constitución
de la realidad social y cambiamos
radicalmente la perspectiva sobre lo «racional» y lo «irracional»
y sobre el papel de la ideología” (J. Sanmartino, ídem).
Sin embargo, en esta
conceptualización –que, insistimos, sigue al milímetro
la elaboración de Ernesto Laclau y su reciente obra La
razón populista– hay un gravísimo problema teórico.
Si los fenómenos histórico-sociales, económicos y políticos
son, efectivamente, fenómenos totales,
donde no se puede escindir el terreno de su desarrollo
material y de sus formas de representación
“superestructurales”, es –sin embargo– una operación
de cuño idealista
–y metodológicamente espuria– independizar a tal
punto las “significaciones discursivas” de su terreno
real y el significado material en el cual operan que
terminan haciendo –en palabras de Laclau– del
nombre, el fundamento de la cosa.
No exageramos: “no
hay nada en la materialidad de las partes particulares
que predetermine a
una u otra a funcionar como totalidad (...). La principal
consecuencia ontológica del descubrimiento freudiano del
inconsciente es que la categoría de representación no
reproduce simplemente, en un nivel secundario, una plenitud
que la precede (...) sino que, por el contrario, la representación es el nivel absolutamente primario de constitución de la objetividad”
(Laclau, cit., pp. 147-148).15
Sin duda, la categoría de
“representación” no puede reproducir mecánicamente o
como mero “reflejo” lo que se está representando,
porque es una construcción activa. Pero esto no puede implicar que, en un burdo operativo de
fuga de la realidad, el orden de la “representación”
pase a ser el “fundante”, desplazando el terreno de las
relaciones sociales económico-materiales, determinantes
efectivamente en última, aunque no mecánica, instancia del
orden de las representaciones.
Dicho de otra forma, al presentar
la mera ideología como “hacedora
de la realidad social”, epistemológica mente se pierde la
primacía del orden de determinación
material y objetiva de las cosas y relaciones sociales y
se puede “crear un mundo” sin importar en qué
circunstancias o sobre la base de qué intereses sociales.
Con lo cual, adicionalmente, la mirada sobre el populismo se
hace necesariamente acrítica
desde el punto de vista de la aprehensión misma de la
conciencia popular.
Por otra parte, el rechazo de
hecho en el análisis teórico de la clásica categoría
marxista del “fetichismo” se hace en beneficio de una
perspectiva claramente empirista en cuanto al análisis de la conciencia. Porque desde Marx
quedó establecido que es connatural
a la sociedad de explotación que las relaciones
sociales se presenten de una manera que no
es la de su orden de determinación real.
Por ejemplo, y según el clásico
caso del fetichismo de la mercancía, es el dinero
el que aparece como hacedor
de la riqueza como tal, y no el trabajo humano. O, lo que es
lo mismo, las cosas aparecen como sujeto
del proceso social y las personas como meras “cosas”; es
decir, como objetos pasivos
del metabolismo social. Pero el efecto “fetiche” de las
relaciones sociales del capitalismo –que les da su
particular “opacidad”– desde luego está presente en
las masas populistas, y no podría dejar de estarlo, más
allá de que en ningún caso podría tratarse de un efecto
de fetichización tan absoluto que no pudiera ser sometido a
crítica.16
En el fondo, negar el
omnipresente mecanismo
de fetichización de las relaciones sociales bajo el
capitalismo (aunque se trate del hasta ahora “colorido”
capitalismo de Estado chavista) sólo puede estar al
servicio de embellecer
este régimen y dejarlo a salvo de la necesaria crítica
marxista. Porque, como decía Trotsky, “en política, el
que juzga por denominaciones y etiquetas y no por los hechos
sociales está perdido”.
El retorno del estatismo
Nuestros autores dan un paso más
en su adscripción a los motivos clásicos del “socialismo
nacional”. Afirman que, en el contexto de las características
histórico-particulares de las formaciones sociales
latinoamericanas, no puede desconocerse el carácter de rol agente
que han tenido el aparato estatal y el propio Chávez en
llevar el proceso bolivariano hacia adelante. Sobre todo,
destacan la singular relación de éste con las masas
bolivarianas mismas como núcleo de “transformaciones
positivas”.
Por ejemplo: “Este liderazgo unipersonal y carismático ha
desempeñado un papel medular,
sin el cual no hubiesen sido posibles los cambios políticos
de estos años. Sin la capacidad comunicativa y pedagógica
de Chávez, difícilmente se hubiese dado la movilización e
incorporación de amplios sectores excluidos del país”
(J. Sanmartino, ídem).
Este rol, visto como
“eficiente” por parte del Estado y redescubierto en el
proceso concreto venezolano, es otra de las marcas
de identidad de la tradición “socialista nacional”. En ausencia
de la tan mentada burguesía nacional como sujeto de los
cambios sociales a llevar a cabo, pero también
–supuestamente– de una clase trabajadora
“independiente” capaz de encarar las tareas de la
“revolución nacional”, aparece el sucedáneo
que encandiló y lo sigue haciendo a muchos representantes
de esta tradición: el sagrado Estado –asumido también,
de manera muy característica, como “vacuo” o
“neutral”– hace su reentrada en el “marxismo” del
siglo XXI.
“La clase trabajadora, aunque
ha crecido como fuerza gravitante en el proceso
revolucionario (...) no
ha jugado un papel ni centralizador ni de vanguardia.
Esto puede estar asociado tanto al tipo de formación social
basada en una economía de explotación petrolera, con una
clase obrera precarizada y cuentapropista, como en la
tradición política del país o en las características
particulares del proceso. Sea como fuere, la formación de
un partido obrero hoy no iría mas allá de la reunión de
un reducido sector sindical clasista desconectado
de las comunidades y movimientos populares más dinámicos
(...). En Venezuela no
hay indicios de que el proletariado sea el centralizador
de las aspiraciones antiimperialistas, agrarias y democráticas
de las masas, ni que
se encamine a la formación de su propio partido” (J.
Sanmartino, “¿Gracias, por hoy paso? Venezuela, la
izquierda socialista y el PSUV”, Revista
de América Nº2).17
Lo irónico de este “análisis-justificación”
no es sólo que opera como cerrada negativa a pelear por una
estrategia obrera en el proceso venezolano, sino que los
campeones del “realismo” y lo “posible”, con tal de
consolidar sus “verdades redescubiertas”, se
permiten pasar por alto los hechos, los tozudos hechos,
que van en sentido opuesto a esta denigración de la clase
trabajadora y su potencial político-social.
Veamos algunos ejemplos. Un autor
abiertamente chavista plantea que “la aluvional
afiliación y organización en UNT regionales y zonales, en
menos de tres años, la convirtió en la
más importante organización de masas y de vanguardia del
proceso político venezolano. Después de las Fuerzas
Armadas, es la más
importante estructura nacional con fuerza territorial
que existe en el país” (Modesto Guerrero, “El desafío
del socialismo a través del PSUV”,
www.argenpress.org.ar). Y una cronista venezolana cuenta:
“Viendo que su proyecto de partido (el PSUV) no termina de
arrancar, y que los trabajadores siguen reclamando aumento
de salarios, Chávez lanza un «huesito»: la jornada de 6
horas diarias (...). Podemos arriesgarnos a decir que esta
medida trata de neutralizar a los trabajadores, el
único sector que se moviliza de manera continua”. Y
luego se agrega un proceso de enorme importancia, por
incipiente que sea: “Está hoy, en la cabeza de cada vez más
trabajadores, la idea de formar un
partido de clase, independiente del gobierno, que
realmente defienda los intereses de los trabajadores y los
pobres y que permita organizarse para construir un
verdadero socialismo” (Flor Beltrán en
www.socialismo-o-barbarie.com).
Estas descripciones y
definiciones permiten comprender –de manera mucho más
cabal que las elucubraciones de nuestros autores sobre la
impotencia e insignificancia de la clase obrera– por
qué Chávez está obsesionado con liquidar la UNT y todo
atisbo de organización obrera independiente.
Claro que para nuestros autores
resulta altamente conveniente afirmar que el proletariado
“no da indicios” de transformarse en el sujeto
centralizador del proceso de la lucha. Así, se justifican
dos cosas: la renuncia a la apuesta estratégica por esta
perspectiva, y la conclusión de que ese rol debe ser
cubierto por otro
actor social. Aquí es donde asoman Chávez y el Estado
chapista, que en esta concepción pasan a concebirse como
“agentes transformadores” o “performativos”, como
los propulsores de “transformaciones” sociales. Que en este
operativo político-ideológico se arrojen por la borda los
fundamentos de la concepción marxista del Estado es lo de
menos…
Así, en un verdadero panegírico
que rivaliza con las peores obsecuencias de la prensa
chapista, se insiste una y otra vez en que Chávez es “indiscutible
motor de un proceso de cambios políticos y sociales, que no
hubieran tenido eco sin un movimiento popular dispuesto a
entablar la lucha, pero
que difícilmente lo hubiera realizado sin liderazgo político”.
Queda claro que para nuestros autores el énfasis
está puesto en el segundo factor: no el “movimiento
popular”, sino el “liderazgo político”.
Una vez más, el afán de
ensalzar al líder providencial no se toma la molestia de
constatar los hechos más llanos, conocidos y demostrados. A
saber, que Chávez estaba derrocado y “renunciado” en
oportunidad del golpe del 11 de abril del 2002; que fue reinstalado
por una acción independiente de las masas populares, que Chávez jamás
alentó (¡igual que Perón en 1955!); que el quiebre
del paro-sabotaje patronal en PDVSA y la industria en
general fue a instancias, fundamentalmente, de un histórico
ingreso a escena de la clase obrera industrial.
Al respecto, y recogiendo
testimonios de estas gestas, se señala: “En las primeras horas del golpe las mayorías populares
estaban expectantes, pero en la noche del 11 y del 12 se
convencen que las principales destinatarias del golpe eran ellas:
la caza de brujas en los barrios populares, asesinatos y
allanamientos convencieron a los trabajadores y el pueblo
que la cosa era contra
ellos. El 13 abril cientos de miles salen a las calles.
Fue una acción con muchos elementos de espontaneidad,
no por que no hubiese organizaciones sino porque no
fue centralizada ni convocada por nadie; cientos de
dirigentes anónimos saliendo a defender las libertades
democráticas. No fue Chávez el que llamó a la resistencia, ni las destacadas
figuras del gobierno; fueron
las organizaciones independientes, de los círculos
bolivarianos, de los medios alternativos las que empezaron a
reaccionar, y llegaron a copar las calles y a presionar a
todo un sector del ejército que «recobró» su lealtad a
Chávez. La acción del 13 de abril fue una verdadera rebelión
popular contra el intento de cercenar las libertades democráticas,
una acción histórica
independiente de las masas que comenzó a cambiar la
relación de fuerzas y abrir un profundo proceso
revolucionario en el país” (Francisco
Torres, “Venezuela en el ciclo de las rebeliones
latinoamericanas”. Periódico Socialismo
o barbarie 73).
Y respecto del “paro-sabotaje”, se agrega: “Si la
reacción burguesa e imperialista vuelve a intentar una
contrarrevolución, es por la política del gobierno. Fue Chávez
quien, ante el cadáver insepulto de la contrarrevolución,
se apuró en resucitarlo
y darle el aire que las masas le habían sacado. El mismo día
de recobrar su cargo, el 14 de abril, llamó a la «reconciliación»
y abrió canales de negociación con los golpistas: en
primer lugar, consagrando la impunidad; segundo, abandonando
el cambio de la gerencia de la petrolera PDVSA; tercero,
nombró un nuevo ministro de Economía afín a los sectores
contrarrevolucionarios. Toda esta política dio nuevos bríos
a los sectores golpistas” (Ídem).
Pero en este contexto de más y más concesiones, la
patronal se vuelve a envalentonar y lanza el paro-sabotaje:
“El paro tomaba de rehén a la clase trabajadora,
chantajeando al gobierno para forzar su renuncia. Pero la
burguesía y el imperialismo jugaron al aprendiz de brujo y
terminaron por meter en escena a quien querían tener de rehén.
La clase trabajadora venezolana empezó a organizarse y a recuperar las
empresas. La tripulación de los barcos deponía a los
capitanes y desbloqueaba los canales de navegación. Las
destilerías volvían a producir. A
partir de enero, la clase obrera venezolana comienza a
controlar PDVSA y a ponerla a trabajar y a producir bajo su
control, en forma totalmente independiente.
A medida que los obreros tomaban el control de las plantas,
un sector de la gerencia operativa empezaba a quebrarse y
aceleraba la puesta en funcionamiento” (ídem).
Fueron estos hechos, a
instancias de las masas y no del “indiscutible” rol
de Chávez, los que radicalizaron
el proceso en curso en Venezuela. Y esta radicalización
claramente ahora intenta ser reabsorbida
con el lanzamiento del PSUV y los ataques a la autonomía de
la UNT.
Sin embargo, nuestros autores
insisten en su visión de un papel del Estado burgués con
elementos “performativos”: la “dialéctica de
liderazgo y masas movilizadas que se identifican y responden
a iniciativas
populares impulsadas desde el Estado (...) sólo es
posible comprenderla bajo otro concepto que el de una
dicotomización entre el arriba manipulador y el abajo
desorganizado”; se trataría de una “interpelación
desde arriba e iniciativas tomadas desde abajo que
constituyen un terreno de subjetivación política
cualitativamente diferente al tipo de movilización
clientelar del pasado” (J: Sanmartino, cit.).
Más allá de que la movilización
bolivariana tiene sus mecanismos específicos, éstos de
todos modos incluyen
un fuerte componente clientelar; aunque no se trate sólo de
eso. Esos mecanismos clientelares siguen
teniendo un peso innegable, como surge de cualquier
testimonio que no sea meramente apologético; negar esta
realidad sólo puede estar al servicio del embellecimiento
del chavismo. Por otra parte, es obvio que Chávez ha
levantado en diferentes momentos banderas y reivindicaciones
populares que son las que explican en parte su poder de
movilización, lo que, claro está, lo distingue de los
mecanismos de la AD y el COPEI. Pero esto no es ninguna
novedad histórica: ha sido así con todos
los populismos.
De todos modos, lo más problemático
de la definición citada reside en otro lugar. Y es el hecho
que se conciba al Estado como un agente
de cambios más allá de todo limite, soslayándose la
necesidad de poner en pie un movimiento de la clase
trabajadora independiente
del chavismo, sin lo cual, a nuestro modo de ver, no se podrá
avanzar en un curso efectivamente anticapitalista y menos
todavía socialista.
No se trata sólo de que –con más
instinto que nuestros autores– inmediatamente después del
doble proceso de derrota del golpe y del paro sabotaje, Chávez
buscara mecanismos para inhibir
el curso independiente de las masas, y en eso sigue hoy. En
un sentido más profundo, lo que está sobre el tapete es el
problema teórico más general de concebir la posibilidad de
que un Estado burgués adopte un curso “antiburgués”.
Así, se pierden completamente de vista parámetros estructurales, que hacen al carácter
mismo del Estado y que imposibilitan la “transmutación”
que esperan nuestros autores.
A saber: la continuidad de la
gran propiedad privada –y de un capitalismo de Estado que no significa que la economía está en manos de los trabajadores–;
la existencia de unas Fuerzas Armadas, que por muy
“bolivarianas” que se proclamen, no
son milicias populares sino el mantenimiento del
monopolio de la fuerza por parte de un Estado que,
evidentemente, sigue siendo burgués; la continuidad y
reforzamiento del mecanismo plebiscitario y de las
instituciones de “representación” que, por más
“participativas” que se califiquen, de ninguna manera
constituyen organismos
de poder de las masas.
El Estado populista burgués
chavista se podrá “reformar” todo lo que se quiera...
pero lo que evidentemente nunca podrá ser es el
“semi-estado de los obreros armados” al que se refería
Lenin; es decir, basado en sus propios organismos de
representación y violencia organizada contra la clase
capitalista.
Sin embargo, se insiste en que
“el papel preponderante del Estado en la reconfiguración
del proceso venezolano demuestra la vitalidad populista en
el continente”. Se trataría de “un fenómeno histórico
y no de una técnica coyuntural de manipulación política”,
porque “el elemento estatal es preponderante en toda la
formación social latinoamericana” (en contraste con el
caso europeo occidental) y porque habría sido “la arena
institucional-estatal, desde el período de la
independencia, desde donde se ha proyectado la conformación
de una sociedad civil moderna. Esta influencia
estatista, provista por todo el desarrollo histórico
latinoamericano, se agudiza en Venezuela, cuyo sostén
es, desde la década del 30, la renta petrolera (...) El
estado fue siempre un mediador fundamental en la alianza de
actores sociales, cobrando primacía
sobre las organizaciones intermedias (sindicatos,
organizaciones profesionales, movimientos agrarios o
comunitarios), las cuales se han desarrollado bajo su tutela
o estructuradas de acuerdo a su relación con él” (J.
Sanmartino, cit.).
Este canto de alabanza al Estado
disfrazado de consideraciones historiográficas
superficiales no es más que una adaptación
oportunista al renovado estatismo
ambiente, que toma como un hecho inmodificable la
valoración de que las masas populares latinoamericanas habrían
expresado históricamente menores
niveles de autonomía, razón por la cual toda estrategia
independiente y de autodeterminación estaría condenada
de antemano al fracaso.
En este marco, se agrega un
matiz: “Esta relación asimétrica
se reprodujo en el proceso bolivariano, pero este ha dado
lugar a un proceso de retroalimentación
abierta que por primera vez en la historia moderna
venezolana abre la posibilidad de un desarrollo
considerablemente más
autónomo de las clases explotadas, condición
indispensable para cualquier proyecto socialista”.
Curiosamente, esta última
condición –que compartimos– no parece francamente
preocupar demasiado a quienes la formulan, porque según
ellos no se trata
en Venezuela de inspirarse en el “modelo soviético”,
experiencia histórica clásica
que demostró la necesidad de destruir
el Estado burgués y que fue –hasta hoy– el ejemplo más
grandioso de autodeterminación independiente de los
trabajadores.18
Veamos qué vía alternativa se
propone: “El problema del doble
poder es también una cuestión crucial. Imaginar el modelo soviético en Venezuela, parece no coincidir con el contenido
contradictorio y la
arena de disputa que es hoy el gobierno venezolano.
Supone un movimiento popular formado enteramente contra el Estado, como en el caso zarista. Es mas
apropiado aquí el ejemplo
chileno, donde embriones de poder popular fueron al
comienzo promovidos por Allende y la Unidad Popular (...) es
indiscutible que organizaciones de poder popular están
surgiendo y lo seguirán haciendo promovidos por el mismo Chávez,
con todos los peligros de institucionalización que implica
la organización por arriba” (J. Sanmartino, cit.).
De más está decir que, desde el
punto de vista marxista, considerar al gobierno de Chávez
como arena de “disputa”, es realmente un escándalo.
Porque una cosa es que todos los fenómenos sociales (y un
gobierno, obviamente, también lo es) supongan tendencias
contradictorias, y otra muy distinta es que se pierda de
vista su fundamento
mismo –social y material–, que es el que establece
determinados límites
a los fenómenos en estudio. Decir que el gobierno de Chávez
es burgués y no burgués
al mismo tiempo no
es “dialéctica”, sino puro eclecticismo, ya que la dialéctica
se opone a la lógica formal superándola,
no quedando por detrás
de ella.
Pero se ve que estos jueguitos
están de moda. Miguel Mazzeo (rancio antitrotskista),
defiende la misma visión antimarxista sobre la naturaleza
del Estado chavista: “Venezuela nos propone un modelo
de Estado de transición democrática, nacional, popular
(no populista). Modelo muy lejano al de la socialdemocracia
alemana de los tiempos de Bebel, y por lo tanto igualmente
distante de las críticas de Engels o Bakunin (...). En
Venezuela vemos cómo el
Estado se construye como contradicción, como
espacio de disputa y campo de batalla” (M. Mazzeo,
“La revolución bolivariana y el poder popular”. En Venezuela:
¿la revolución por otros medios?, Buenos Aires,
Dialectik, 2006).
En todas estas elucubraciones
–que no hacen más que reciclar
con lenguaje (pos)moderno tópicos
viejísimos del reformismo del siglo XIX–, lo que se
deja de lado es una de las mayores enseñanzas histórico
universales dejadas por la revolución rusa de 1917,
consignada por Lenin en El
Estado y la revolución: que el Estado burgués no puede
ser simplemente “tomado”, sino que debe ser destruido.
Y que en su reemplazo debe venir la
clase obrera organizada como clase dominante. Es decir,
una institucionalidad alternativa
conformada por los organismos
de poder construidos por los propios trabajadores.
Pero si hablamos de un escándalo
teórico, el escándalo
político es, si
se quiere, aún mayor, porque estas definiciones son
contemporáneas, casi simultáneas, al ataque
público que ha lanzado Chávez contra la organización
más importante e independiente
que ha dado la “revolución bolivariana”: la UNT, y
contra el principal
dirigente obrero del país, Orlando Chirino. El proceso
de institucionalización
y cooptación –por las buenas o por las malas– ya
llegó y ha venido para quedarse, y ese hecho
es más fuerte que las elucubraciones autojustificatorias
del abandono del marxismo.
La “teorización” sobre del
peso y rol del Estado burgués en las formaciones sociales
latinoamericanas no es un “aporte académico”, sino una elaboración
ad hoc, al servicio de presentar al Estado como un dato
“inevitable” para la acción política de la izquierda.
Con ello se tira por la borda, conscientemente o no, toda
perspectiva de autodeterminación
de los trabajadores en beneficio del estatismo del
“socialismo nacional”, tan en boga en el siglo XX y tan
ajeno a la tradición del marxismo clásico.
Mazzeo afirma que en Venezuela
existirían “indicios de un pueblo que avanza sobre las
superestructuras y de un Estado
que acepta los mecanismos y las instancias establecidas por
las organizaciones de base (...) a medida que progresa
el poder popular se debilita el del Estado. ¿Un estado
contra su propio mito? ¿Un Estado conjurado por el estado?
¿Un Estado que cava su propia fosa?” Casi de manera
insensible, en esta visión, el Estado burgués “acepta”
pacíficamente transformarse en un no-estado, disolviéndose en la “sociedad civil”.
Incluso más: podría convertirse
explícitamente en un agente de cambio “socialista”:
“las nacionalizaciones dentro de los límites «burgueses»
y el capitalismo de Estado (...) dada la serie y la pugna en
la que se inscriben, pueden terminar siendo el paso
previo de la profundización del proceso en un sentido anticapitalista.
Sólo la situación de la lucha de clases puede convertir al capitalismo de Estado en un índice de transición al
socialismo” (Mazzeo, cit.).
La estrategia que se desprende
aquí es evidente: no
se trata de que los trabajadores construyan sus
propios organismos de
poder. Bastaría con que ocupen su lugar en el Estado
chavista, y “presionen fuerte” dentro de él...
¿Un partido sin “alma
social”?
Estas corrientes que estamos
criticando (y otras) se lanzan a integrarse en el PSUV embelleciéndolo19 y sin considerar el operativo
de encuadramiento de las masas que lo caracteriza.
Se afirma que “Chávez no
cuenta hoy con organizaciones de masas que solidifiquen al
proceso de lucha contra sectores de la burguesía
imperialista y contra el propio imperialismo (...) Chávez
lanza el nuevo partido socialista reconociendo este hecho:
no hay ninguna posibilidad de solidificar
su proyecto político en un conglomerado de partidos
sumidos en el desprestigio y las luchas de intereses”
(“Clasistas y socialistas se suman al PSUV”, en Alternativa
Socialista, 9-5-07). Esto es vergonzoso viniendo de
corrientes que dicen ser “trotskistas”, porque aunque más
adelante se hable de los “sectores burocráticos”, lo
que no se tiene en cuenta es lo esencial:
que la “solidificación” que busca Chávez con el PSUV
consiste en avanzar en el disciplinamiento
de las masas. ¿Qué otra cosa puede significar la
simultaneidad del lanzamiento del PSUV con los crecientes y
feroces ataques a la autonomía de la UNT, la denegación
del rol estratégico de la clase obrera y la caza de brujas
que desata contra dirigentes como Orlando Chirino?
Pero compañeros como los de Revista
de América prefieren criticar por “sectaria”
nuestra posición, aun cuando en su panegírico del PSUV
deban ir contra las múltiples
evidencias de su carácter de partido de Estado y de la
importancia de los elementos clientelares
en su conformación. Así, el análisis marxista se
reemplaza por el candor y la expresión de deseos: “Chávez
sabe que para mantenerse en el poder y llevar adelante su
política necesita el apoyo de las masas movilizadas. Y lo
busca sinceramente a través de iniciativas como las
nacionalizaciones, las misiones, las subvenciones a los
productos alimenticios, los créditos a los pequeños
emprendimientos” (“El PSUV: un nuevo fenómeno de la
Revolución Bolivariana”, Revista
de América Nº 2).
Respecto de la caracterización
del PSUV, podemos invocar como “aliada” a alguien libre
de toda sospecha de trotskismo o de posiciones
independientes o “sectarias”. Marta Harnecker,
reconocida intelectual castrista hoy devenida teórica del
chavismo, señala que “decenas de miles de activistas de
este nuevo proyecto político salieron a recorrer el país
preparando una masiva inscripción de los aspirantes a
pertenecer al PSUV, él más grande de la historia del país.
Más de cinco millones de personas se habían inscripto
hasta el 3 de junio (...). Desgraciadamente, todo
hace pensar que para lograr esa alta cifra, en no
pocos casos se usaron métodos
de «acarreo» o de presión que empañan
los resultados obtenidos y han
causado malestar en mucha gente” (“Venezuela: golpes
y contragolpes”, en “¿A qué sectores de clase
representa el PSUV?”, www.socialismo-o-barbarie.org). Vergüenza
para estos “trotskistas” que no
se atreven a mirar de frente los hechos admitidos hasta
por quienes vienen del estalinismo, que incluso en su
defensa de Chávez al menos no niegan la realidad. Por otra
parte, estos vicios de origen en la constitución del PSUV
que describe Harnecker han sido confirmados por infinidad de
observadores de todas las tendencias.
También es bastante artificial
el supuesto “entusiasmo” que habría despertado el
lanzamiento del PSUV. Un testimonio calificado, por venir de
una barriada popular profunda de Caracas, observa: “El
partido peronchavista no
arranca. A pesar de todos los medios puestos en práctica
para montar este partido, la cosa no cuajó; no
tuvo para nada el ímpetu, participación y entusiasmo que
tuvieron los «círculos bolivarianos». Se inscribieron
cinco millones de personas; para muchos, la razón del
ingreso al PSUV era «para ver si consigo un trabajo fijo».
Muchos se inscribieron porque era obligatorio
para los que se benefician de las misiones (Flor Beltrán,
“El socialismo de Chávez: amable con los bancos y
patronos, duro con los trabajadores”, en
www.socialismo-o-barbarie.org).
Por otro lado, la creación del
PSUV como herramienta de disciplinamiento corre paralela a
otros mecanismos chavistas de control político. Todos ellos
tienen en común apuntar a disolver
a la clase trabajadora en un conglomerado social no orgánico
y por tanto con menos defensas frente a las iniciativas
emanadas del Estado. Al respecto, Chris Harman señala:
“Las «comunidades» no
son en sí mismas fuerzas sociales. Ocasionalmente,
ellas representan el segmento local de una clase particular:
por ejemplo, cuando todos los trabajadores de una fabrica
viven en el mismo barrio pobre. Pero usualmente, implican
una mezcla de personas cuyas bases de existencia son
diferentes, muchas veces opuestas (...). Es por esta razón,
que los movimientos de «comunidades» raramente se
caracterizan por vínculos
orgánicos. La apuesta por el carácter «comunal» del
«poder popular» se acomoda con las tendencias del
chavismo, que busca evadir
el ejercicio de la democracia
de masas. Estas tendencias van a encontrar las
estructuras comunales abiertas a la manipulación desde arriba” (International Socialism 114).
Sin embargo, posiblemente la
“teoría-justificación” más “original” –viniendo
de gente que dice ser marxista– para argumentar a favor
del ingreso al PSUV sea que se trataría de una formación
política vacía,
una arena “neutra” para la lucha política. Veamos:
“La iniciativa de formación
del PSUV contiene (...) ingredientes contradictorios (...)
Una necesidad de consolidar y dinamizar el propio aparato
burocrático (...) se traduce en la convocatoria a una
ampliación de los espacios políticos de las masas y la
toma de decisiones democrática en un partido de masas.
Tendencias contradictorias que se procesarán en su
interior, al que se trasladarán todas las tensiones vivas
que existen en el amplio movimiento bolivariano. Por su carácter
de masas, dicho
partido no puede ser definido en términos categóricos,
sino como una formación centrista, vacua, a la manera
en que se dieron partidos o movimiento de masas en pleno
proceso revolucionario como el sandinismo y el FMLN
salvadoreño, o formaciones con control estatal en proceso
revolucionario, como el ejemplo, según Trotsky, de la SFIO
francesa en el ascenso del Frente Popular en Francia en
1936” (J. Sanmartino, “Populismo y estrategia socialista
en Latinoamérica”).20
Respecto de que el PSUV
significaría una “ampliación de los espacios políticos
para las masas” en los cuales se podría tomar
“decisiones democráticas”, ya hemos señalado que el
objetivo esencial
de la puesta en pie de esta organización por parte del
gobierno chavista es el opuesto: lograr un mejor encuadramiento
de las masas. Aun con todos los aspectos
“contradictorios” que, efectivamente, esta formación
pueda tener, la definición
principal, que no se puede perder de vista a la hora de
la acción política es este carácter de institución
disciplinadora del accionar de las masas.
Sin embargo, lo que más llama la
atención es la caracterización del PSUV como “vacuo”,
esto es, como formación socialmente
“vacía”, sin carácter
social y de clase alguno.
Pero desde un punto de vista
marxista –y hasta científico–, definir formaciones políticas
y en general fenómenos sociales como socialmente
vacías es, para decirlo sin rodeos, un disparate.
Estamos frente al mismo y recurrente problema teórico: la
inspiración “laclauiana” de nuestros autores; que los
lleva a una absolutización de la separación entre lo político y su fundamento
económico-social y material.
Veamos este punto de vista teórico-metodológico,
en versión original del verdadero mentor de este tipo de
elucubraciones, Ernesto Laclau: “una
identidad popular funciona como un
significante tendencialmente vacío (...). En una relación
equivalencial, las demandas no comparten nada
positivo, sólo el hecho de todas ellas permanecen
insatisfechas. Por lo tanto, existe una negatividad
especifica inherente al lazo equivalencial (...) Sería una
pérdida de tiempo intentar dar una definición positiva
de «orden» o «justicia» –es decir, asignarles un
contenido conceptual por mínimo que fuera–. El rol semántico
de estos términos no
es expresar algún contenido positivo,
sino, como hemos visto, funcionar como denominaciones de una
plenitud que está constitutivamente ausente (...). No
constituye un término abstracto sino, en el sentido más
estricto, vacío.
Una discusión sobre la cuestión de si una sociedad justa
será provista por un orden fascista o socialista no procede
como una deducción lógica a partir de un concepto de
justicia aceptado por ambas partes, sino mediante una
investidura radical cuyos pasos discursivos no son conexión
lógico-conceptuales, sino atributivo-preformativa (...). El
carácter vacío
de los significantes que dan unidad o coherencia al campo
popular no es resultado de ningún subdesarrollo ideológico
o político; simplemente, expresa el hecho de que toda
unificación populista tiene lugar en un terreno social
radicalmente heterogéneo” (E. Laclau, La
razón populista, Buenos Aires, FCE, 2007, pp. 125-128).
Discrepamos radicalmente con esta
fuga hacia el
idealismo.21 Suponer que las demandas y
reivindicaciones sociales pueden considerarse “vacías”
es un absurdo completo. ¿Cómo podrían ser “vacías”
reivindicaciones como la reducción de la jornada laboral,
el control obrero, la reforma agraria, la independencia del
imperialismo, la expropiación de los capitalistas? Lejos de
ser “vacuas”, se trata de tareas históricas
con un contenido material y “positivo” bien definido, y
que apuntan a la liquidación de la clase capitalista.
Todo fenómeno político tiene
–y no puede dejar de tener– una raíz social, más allá
de las modas posmarxistas (y posmodernas). Sin duda, el PSUV
está plagado de contradicciones sociales, y tiene, políticamente,
elementos de organización “centrista”; a su interior,
esto se puede expresar en tensiones políticas e ideológicas
hacia las cuales habrá que darse una orientación. Pero
definirlo como socialmente vacío sólo conduce a la confusión.
Ya León Trotsky se había
manifestado en contra caracterizar al Kuomintang chino y a
otras formaciones de tipo similar como “neutras”, es
decir, como arena de una lucha supuestamente “abierta”,
donde el carácter social
de dicha organización permanecería sin
definición.
Así, explica que “la sociedad
burguesa está construida de tal forma que las masas no
poseedoras, descontentas y engañadas se encuentran abajo,
mientras que los que las engañan están arriba. Es así,
según este principio, como está construido todo partido burgués, si es verdaderamente un partido, es decir, si
incluye a las masas en unas proporciones bastante
considerables. En la sociedad dividida en clases, no hay más
que una minoría de explotadores, estafadores y
aprovechadores. Así, pues, todo partido capitalista se ve
obligado a reproducir y reflejar, de una forma u otra, en
sus relaciones internas, las relaciones que existen en la
sociedad burguesa en general. Por consiguiente, en todo
partido burgués de masas, la base es más «democrática»
y más «izquierdista» que la cumbre (...). Las cumbres
del Kuomintang (...) son en realidad el alma
del Kuomintang, su esencia
social. Ciertamente, la burguesía no es en el partido más
que una «cumbre», al igual que lo es en la sociedad (...)
considerar al Kuomintang no como un partido burgués, sino
como una arena neutra,
en la cual se lucha para tener al lado a las masas; utilizar
como un triunfo a las nueve décimas partes constituidas por
la base de izquierda para camuflar la cuestión de saber
quien es el dueño de casa, significa consolidar la potencia
y el poder de la «cumbre»” (León Trotsky,
Stalin, el gran organizador de derrotas, Buenos Aires,
El Yunque, 1974, pp. 271-277.
En suma, toda formación política tiene una “alma social”. Era el caso
ayer del Kuomintang y es hoy el del PSUV y su “comando de
dirección”. Porque este partido es una formación estatal
(o para-estatal) cuya esencia social sólo puede ser –dadas las condiciones específicas
mismas de su formación– el de una organización estatista-burguesa, no “vacía”. Porque independientemente de
que formen parte de ella o no grandes representantes
burgueses, se trata de una
formación organizada desde el aparato del Estado burgués
venezolano a instancias del propio Chávez.
El PSUV y la prueba de los hechos
Es llamativo que las
disquisiciones de estos “marxistas” acerca del PSUV
renuncien a tener en cuenta el desarrollo de los hechos.
Como dijimos, el lanzamiento del partido chavista fue en
simultáneo con la durísima ofensiva que ha estado llevando
adelante Chávez en persona contra
la autonomía de la UNT: ha dicho con toda claridad que
“los sindicatos no deben ser autónomos, habría que
terminar con eso”. A eso se suma, por parte de Chávez,
su rechazo a todo rol
político de la clase obrera. Cuando el presidente
venezolano plantea la supuesta “desmaterialización” de
la economía bajo el capitalismo (“el trabajo hoy es otra
cosa, es distinto, está la informática y la telemática, y
Carlos Marx ni siquiera podía soñar con estas cosas”),
lo que hace es, apoyándose en Negri y Cía., intentar borrar de la escena política
a la clase obrera y sus organizaciones.
De paso, digamos que el interés
de Chávez –a contrapelo de su retórica izquierdista–
por desautorizar a Marx y negar la vigencia de su
pensamiento recurriendo a lugares revela lo superficial
de las lecturas que Chávez tanto gusta citar en sus
interminables discursos. En el caso en cuestión, es
evidente que el líder bolivariano no tiene ni noticia de la
concepción de Marx respecto de la automatización del
trabajo humano, presente en los Grundrisse
y otros textos dedicados al tema. Veamos un comentario en
una obra clásica del marxismo del siglo XX:
“¿Cuales son, entonces, las
condiciones materiales de producción que tornan posible y
necesaria la transición a una sociedad sin clases? La
respuesta a este interrogante debe buscarse ante todo en el
análisis que hace Marx del papel de la maquinaria. Este análisis nos demostró, por una parte,
cómo el desarrollo del sistema de las máquinas automáticas
denigra al trabajador individual al nivel de herramienta
parcial, a mero elemento del proceso laboral; pero, por otra
parte, nos demostró cómo el mismo desarrollo crea al mismo
tiempo las condiciones previas para que el gasto de esfuerzo
humano se reduzca a un mínimo (...) y para que el lugar de
los trabajadores parcializados de hoy lo ocupen individuos polifacéticamente
desarrollados para quienes «las diversas funciones
sociales sean modos de ocupación que se releven recíprocamente».
Todo esto podrá encontrarlo el lector tanto en los Grundrisse
como en el tomo I de El
capital (...). Manifestaciones que, aunque escritas hace
más de un siglo, sólo pueden leerse actualmente
conteniendo la respiración, porque abarcan una de las
visiones más audaces del espíritu humano” (Roman
Rosdolsky, Génesis y estructura de El capital de Marx (estudios sobre los Grundrisse), México, Siglo XXI, 1983, cap. 28). Como se ve, Marx podía “soñar”
mucho más allá de lo que los epidérmicos conocimientos de
Chávez podrían sugerir...
Volviendo a nuestro tema, es
perfectamente coherente que la ofensiva antiobrera venga de
la mano de la amenaza chavista de, lisa y llanamente, “disolver”
los sindicatos en pos de la constitución de unos
supuestos “consejos obreros”. Los cuales, a pesar de su
nombre “radical”, no serán otra cosa que otros tantos organismos
directamente sometidos a los dictados del Estado.
En el mismo sentido se entiende
la verdadera caza de
brujas contra el principal dirigente obrero del país,
Orlando Chirinos. ¿Acaso este brutal ataque no es muestra
suficiente del carácter regimentador del PSUV? Es una vergüenza y un escándalo que
corrientes que se consideran “revolucionarias” hayan
quedado del lado de
enfrente de la barricada en este crucial combate.22
¿Cuál fue el rol del PSUV cuando desde el Ministerio de
Trabajo, al mando del “trotskista” José Ramón Rivero,
se lanzó la acusación de que Chirino era un “segundo
Carlos Ortega” (en alusión al ex secretario general de la
CTV y principal impulsor del “paro petrolero” a fines
del 2002)? (“Crónicas de lucha sindical”,
texto de los compañeros del PRT venezolano, en
www.socialismo-o-barbarie.org).
Sobre la incompatibilidad última
que hay para el chavismo entre el PSUV y la UNT como
organización obrera independiente, el propio Chirino es
taxativo: “La conclusión inmediata que uno saca [respecto
de las declaraciones de Oswaldo Vera, diputado chavista y
burócrata sindical] es que todos
aquellos trabajadores que se vinculen al PSUV tendrán que
desconocer o renunciar a la UNT. Yo aspiro a que los
dirigentes «clasistas» (...) que allí se encuentren (...)
de inmediato se retiren de esa organización, porque va
en contra de la más importante herramienta de lucha
construida por los trabajadores en el proceso revolucionario
(...). Para (...) el gobierno, la clase obrera no
es protagónica, y debe estar sometida
a las decisiones (...) de un Estado que todos reconocen que
aun no rompe con la herencia de la IV República” (O.
Chirinos, “Réplica a entrevista realizada a Osvaldo
Vera”, en www.socialismo-o-barbarie.org).
En otra oportunidad, se plantea
la situación de manera aun más explícita: “A los
dirigentes clasistas de la UNT se nos acusa ahora (...) de
«locheros» porque defendemos los intereses de los
trabajadores (...). Se está inaugurando una durísima lucha
que excede el campo político, académico, histórico, teórico.
Ya no son ideas contra ideas (...), sino una
desigual batalla en la que se utiliza todo el peso del
aparato de Estado, las instituciones públicas, los
funcionarios del gobierno y el prestigio del presidente Chávez,
para tratar de
doblegar a quienes defendemos los criterios de autonomía e
independencia de clase” (O. Chirino, “Seminario
hacia una Asamblea Constituyente sindical”, en
www.socialismo-o-barbarie.org ).
Estas circunstancias no son
nuevas. Por el contrario, tienen claros antecedentes en la
historia latinoamericana, cuyas lecciones estas corrientes
que criticamos parecen no recordar (incluso aquellas que se
dicen morenistas, sólo mantienen un ritual conservador y
sin sustancia).
En particular, viene a la memoria
el ejemplo del peronismo en la Argentina en la década del
40. Es bien conocida la historia de la efímera experiencia
del Partido Laborista argentino en ese periodo, así como
del trágico destino de su dirigente obrero burocrático
Cipriano Reyes. Aclaramos que en el caso de Chirinos se
trata de un dirigente de trayectoria esencialmente
independiente y trotskista –más allá de las diferencias
que hemos tenido con sus posiciones en los distintos
momentos del proceso en curso– y no de un burócrata
reformista del tipo de Reyes (aunque todavía Chirino no
haya alcanzado la estatura histórico-política del líder
laborista).
Para quienes no conocen en
detalle lo ocurrido con Reyes y el Partido Laborista,
citamos a Milcíades Peña: “En marzo de 1946, apenas
ganadas las elecciones, Perón anuncia su intención de
disolver al Partido Laborista e integrarlo en un «Partido
Único de la Revolución». De inmediato, los dirigentes
laboristas se oponen, encabezados por Cipriano Reyes. Perón
resiste por unos meses, pero poco después de asumir el
poder ordena por radio
la disolución del Partido Laborista y de la Junta
Renovadora de la UCR, y su fusión en el «Partido Único»,
que a poco de andar pasaría a llamarse, simplemente,
Partido Peronista (...). Reyes decide resistir (...). Perón
responde con represión
y soborno, y uno a uno todos los dirigentes laboristas
capitulan (...). Desde mediados de 1946, Reyes sufre por
lo menos seis atentados (...). Por fin, a mediados de
1948, Perón liquida definitivamente al héroe del 17 de
octubre, anunciando al país el descubrimiento de un
supuesto «complot» entre Reyes y otros dirigentes
laboristas destinado a... «asesinar a Perón y Eva Perón»
(...). Las masas trabajadoras son convocadas a Plaza de Mayo
(...) ovacionan a Perón y celebran alegremente la destrucción
del primer intento de organización política autónoma del
nuevo proletariado argentino. Bajo
el peronismo, dentro del peronismo, no había lugar para un
partido obrero peronista, es decir, para
dirigentes obreros de ideología burguesa, colaboradores del
Estado pero respaldados, ante todo, en las organizaciones
sindicales. El peronismo sólo
tenia lugar para dirigentes obreros convertidos en
funcionarios del Estado” (M. Peña, Masas,
caudillos y élites, Buenos Aires, Lorraine, 1974, pp.
106-107).
Incluso un “teórico del
disparate permanente” como Jorge Abelardo Ramos tenia una
apreciación mas realista del carácter del peronismo
originario de la que parecen tener hoy los compañeros de Revista
de América acerca del PSUV, dejando a salvo las
distancias que hay entre ambas formaciones.
Ramos señalaba que: “el
problema del ingreso al peronismo en 1946, 1947, podría
haber sido tema de debate sujeto a una verificación. Pero
en la actualidad está totalmente verificado. La propia
naturaleza del movimiento nacional peronista, donde la verticalidad fue y es un principio, indica que se trata de un movimiento
nacional burgués conducido por un jefe
militar. Nosotros lo respaldamos por
ese motivo, no porque lo confundiéramos con un
movimiento socialista.
Es más, está claro que quien tratara de desarrollar una
estructura propia,
de carácter socialista, dentro del movimiento de Perón,
estaría apuntando
contra su jefatura y estructura. Es decir, estaría de hecho trabajando para destruirlo”
(Reportaje a J. A. Ramos, citado por M. Peña). En el mismo
sentido, es sabido que el PSUV no
admite formalmente la organización de corrientes
internas, y sus aspirantes son llamados a ingresar de
manera individual; es decir, no se puede ingresar como tendencia política
organizada, dado que una corriente autónoma en el PSUV podría
“apuntar contra la jefatura y estructura” de Chávez.
¿No encuentran los compañeros
de Revista de América
paralelismo alguno entre el accionar de Perón y el que está
tomando de manera creciente Chávez con su ofensiva para
borrar del mapa a la UNT, a la C-CURA y al propio Chirinos?
A nuestro modo de ver, la analogía es reveladora.
Etapismo en el siglo XXI
El debate sobre el PSUV pone de
manifiesto problemas estratégicos de más largo alcance. En
el último congreso del PSOL brasileño, llamó la atención
el discurso de Plinio Arruda Sampaio, una figura histórica
de la izquierda reformista católica del Brasil. Integró
hasta hace muy poco tiempo el PT y tiene enorme prestigio en
la amplia vanguardia de ese país. Sus conclusiones políticas,
producto de la experiencia de toda una vida, no pueden dejar
de ser aleccionadoras para la vanguardia brasileña y
latinoamericana. Mario Maestri (ver texto en
www.socialismo-o-barbarie.org) resume así su intervención:
“[Plinio] defendió el abandono
de la estrategia de gobierno democrático-popular como etapa
previa para la lucha por el socialismo por irrealizable,
y salió a reivindicar una estrategia socialista e
internacionalista. Plinio hizo una autocrítica de su pasada
defensa de la estrategia democrático-popular a la luz de la
experiencia histórica (PCs, PT). Reconoció que la
coyuntura aún es de reorganización y defensiva, pero que
las tácticas, en estas condiciones, deben ser delineadas
dentro de una estrategia socialista e internacionalista, y
no caer en la lógica –ya fracasada– de los programas
meramente nacional-desarrollistas y el etapismo”.
El debate acerca de las tareas
históricas planteadas en nuestro continente y el carácter
de la revolución siempre ha partido de la definición
acerca de la naturaleza de la formación económico-social
latinoamericana, desde la conquista, en sus distintas
etapas, hasta nuestros días.
Este debate no sólo ha cruzado a
la izquierda en general, sino también al movimiento
trotskista de la región. Es que a partir de esas
definiciones se desprendían y se desprenden, la consideración
de las tareas a
llevar adelante, el sujeto
social llamado a
realizarlas y la evaluación
del carácter de gobiernos “reformistas” como los
que encarnó el populismo clásico.
Desde el carácter de la
conquista americana, la formación social colonial y las
guerras de la independencia hasta la naturaleza de la lucha
entre las clases en el actual ciclo de rebeliones populares:
son éstos los elementos que se ponen en juego a la hora de
los debates estratégicos. Estas discusiones fueron dando
forma a las tradiciones respectivas –y opuestas– del
“socialismo nacional” y del socialismo revolucionario,
sobre cuyos aspectos más históricos volveremos luego.
Este debate estratégico cobra
una actualidad inusitada cuando se desempolvan concepciones
históricamente superadas, como la del “Frente Único
Antiimperialista”, o se vierten –como veremos–
afirmaciones de que en el actual ciclo político regional
“el permanentismo no podría agotar la estrategia
socialista”.
Décadas atrás, un connotado
intelectual “socialista nacional” boliviano sacaba –a
la luz de la experiencia de la revolución de 1952–
conclusiones opuestas y “trotskizantes”: “Es claro que
los fines de la Revolución Boliviana, que eran democráticos
y nacionales, es decir, burgueses,
trataron de ser llevados hasta el fin con métodos y formas
políticas también burgueses, pero ese intento fracasó (...). El fondo de
todo es la frustración
capitalista de la Revolución y de Bolivia misma. Así,
en Bolivia, el socialismo no es una elección, sino un fatum
[destino fatal]; no es un ideal de iniciados y ni siquiera
una postulación, sino un requisito
existencial” (René Zavaleta Mercado, La
formación de la conciencia nacional, La Paz, Amigos del
Libro, 1990, pp. 153-157).
De espaldas a este “requisito existencial” –vigente desde
comienzos del siglo XX no sólo en Bolivia, sino en toda
Latinoamérica–, la idea de que “el permanentismo no
puede agotar la estrategia socialista” no puede tener otro
significado más que la asunción de alguna
conceptualizacion sui
generis del etapismo clásico.
Se parte de señalar,
correctamente, que “una de las fallas más severas de las
conclusiones de Laclau es no indagar en la fase de asunción
del poder estatal del populismo (...). No basta con
constituir discursivamente al enemigo (...). Hace falta
quitarle poder social y político. En este punto, sigue
estando presente el contenido preciso de la teoría de la
revolución permanente, en el sentido de que las demandas
democráticas en los países atrasados deben superar las
restricciones de la propiedad privada y del Estado
capitalista para poder ser satisfechas de manera estructural
y duradera (...). El populismo «realmente existente», en
su limitación
estructural como alianza policlasista,
componedor de intereses antagónicos, ha bloqueado
la dinámica permanentista” (J. Sanmartino, cit.)
Sin embargo, inmediatamente y
contradiciendo la definición anterior, se afirma: “Más
allá de sus particularidades, Venezuela vuelve a plantear
la pregunta referida a las formaciones políticas de masas
en el continente: ¿cómo alcanzar una hegemonía de las
clases explotadas, y por lo tanto una voluntad colectiva
nacional popular, recuperando la dimensión clasista y
socialista de dicha hegemonía? En resumen, ¿cómo
rearticular una tradición nacional popular sostenida por
toda una trayectoria histórica y cultural en un campo hegemónico
socialista? La dinámica
cubana parece marcar más una excepción que un patrón
de acción normativo. Allí, una dictadura militar fue
derrocada por un bloque democrático que en
su dinámica social y política se desenvolvió de
manera permanentista dando por resultado un trastrocamiento del régimen
democrático burgués hacia tareas socialistas. Pero en la
mayoría de los países de la región, las formaciones
sociales menos rígidas, el permanentismo no agotará la estrategia socialista. Allí está
la dificultad de dicha perspectiva en países con recambio
constitucional, cierta movilidad social y riqueza de
instituciones políticas y civiles” (J. Sanmartino, cit.).
Hemos señalado antes y
desarrollado en otro trabajo nuestra posición respecto del
carácter anticapitalista pero no socialista de la revolución
cubana. Igualmente, lo que nos interesa aquí es queda sin
aclarar a qué se apunta al afirmar que el “permanentismo
no agotará la estrategia socialista”. Se trata de un
problema crucial, porque lo que parece deslizarse es un
determinado tipo de “articulación” –en realidad, de no
articulación– de las tareas democráticas y
antiimperialistas con las socialistas que –en aras de
“hacer política de masas”– vuelve a erigir un muro de
piedra entre unas y otras.
En otras palabras, el mencionado
retorno a un etapismo
“sui generis” donde en función de la supuesta “no
centralidad” de la clase obrera en el actual ciclo político
latinoamericano y del peso “marginal” de las corrientes
socialistas, lo que estaría planteado para “hacer política
de masas” es, por un determinado período –ciertamente
no un lapso “coyuntural” o episódico– ir
de la mano de
gobiernos como el de Chávez o de Evo Morales en su “
lucha antiimperialista” y en el apoyo de las “tareas
progresivas” que estarían cumpliendo.
Precisamente en ese sentido, se
sostiene: “En nuestro continente vivimos una nueva fase en
la lucha contra el imperialismo (...) la nacionalización de
los hidrocarburos en Bolivia es un hecho histórico como lo
fue la del petróleo de Lázaro Cárdenas en México. Esta
nacionalización es parte de un período nuevo de la lucha
de clases, dominado por las consignas antiimperialistas
(...) y también, por reivindicaciones democráticas (...).
Nos intentan explicar que la única táctica posible es una
defensa muy coyuntural de Chávez frente al ataque del
imperialismo, o de alguna medida coyuntural de Bolivia
(...). Afirmamos que no estamos en un período de contradicciones coyunturales con el imperialismo, sino en un movimiento mucho
más profundo (...). Fue abierta una fase continental de
lucha antiimperialista y democrática, donde es
difícil que la hegemonía del movimiento esté en nuestras
manos. En este sentido, hay similitudes con la situación de Oriente en los años 20 del siglo
pasado” (revista Movimiento
Nº 6).
Lógicamente, con esta teoría-justificación
(no se puede pelear por lograr que la “hegemonía del
movimiento este en nuestras manos”) y con esta mecánica
(o, más bien, falta de ella) de las tareas, el arco de
alianzas políticas se abre mucho más. Ya no se trataría
de acuerdos circunstanciales
–no sólo lícitos, sino la más de las veces
obligatorios– con determinadas direcciones nacionalistas
alrededor de determinadas tareas concretas y bien precisas, sino de la formación de verdaderas coaliciones
políticas entre el nacionalismo burgués y la izquierda
socialista por
todo un periodo histórico.
Es este tipo de “coalición”
el que por ejemplo José Carlos Mariátegui se negara a
hacer en Perú en los años 20 con el APRA:
“La divergencia fundamental
entre los elementos que en el Perú aceptaron en principio
el APRA –como plan
de frente único, nunca como partido y ni siquiera como
organización en marcha efectiva– y los que fuera del Perú
la definieron luego como un Kuomintang
latinoamericano, consiste en que los primeros permanecen
fieles a la concepción económico-social revolucionaria del
antiimperialismo, mientras que los segundos explican así su
posición: «Somos de izquierda (o socialistas) porque somos
antiimperialistas». El antiimperialismo resulta así
elevado a la categoría de un programa,
de una actitud política, de un movimiento que se basta a sí
mismo y que conduce, espontáneamente,
no sabemos en virtud de qué proceso, al socialismo, a la
revolución social. Este concepto lleva a una desorbitada superestimación
del movimiento antiimperialista, a la exageración del mito
de la lucha por la «segunda independencia», al
romanticismo de que estamos viviendo ya las jornadas de una
nueva emancipación (...). La formación
de partidos de clase y poderosas organizaciones sindicales,
con clara conciencia clasista (...) en nuestros países
(...) es más decisiva (...). No hay razón para recurrir a vagas fórmulas
populistas, tras de las cuales no pueden dejar de prosperar
tendencias reaccionarias (...). En conclusión, somos
antiimperialistas porque somos marxistas (...) porque
oponemos al capitalismo el socialismo como sistema antagónico”
(J.C. Mariátegui, “Punto de vista antiimperialista”, en
Textos básicos, México,
FCE, 1991, pp. 205-209).
De este modo, Mariátegui, el
primer gran socialista revolucionario de América Latina,
estaba a años luz de levantar un muro infranqueable por
todo un “período histórico” entre las tareas
antiimperialistas y las socialistas. Si su valoración del
rol Trotsky en el proceso de lucha contra el estalinismo fue
en varios aspectos equivocada23, es evidente que
su punto de vista era lo opuesto a creer que “el
permanentismo no puede agotar la estrategia socialista” en
Latinoamérica.
Continúan nuestros autores:
“La idea de articular demandas
y estructurar una
estrategia socialista donde es lícita la «guerra de
posiciones» como momento de una guerra total es reemplazada
por una confrontación global y directa (...). La dinámica
hegemónica que traslada el centro de gravedad política
desde una formación populista a otra socialista
rearticulando los discursos y las conquistas sociales, ideológicas
y políticas, es reemplazada por una confrontación directa
(...), aun cuando esta confrontación esté disfrazada de «exigencias»
tácticas. Esta es la explicación por la cual todo
apoyo a medidas progresivas resulta desechado (...). Por
este camino, una parte de la izquierda se ha vuelto incapaz
de participar con éxito en el nuevo ciclo de luchas y
procesos populares abierto desde fines de la década del 90
(...). Aunque nunca es posible descartarla por completo,
hasta ahora no se ha
verificado una ruptura de masas como la operada en el modelo
ruso, que sentó las bases para una «técnica de
desenmascaramiento» y toda una doctrina sobre las
consignas. La adhesión
popular hacia aquellos movimientos que despertaron una
conciencia nacional de masas perdura históricamente. Su
decadencia nunca fue expresión de la emergencia y amenaza
directa de la izquierda revolucionaria” (J. Sanmartino,
cit.).
Independientemente de si este
“sector de la izquierda” ha sido “más capaz de
participar con éxito” en el actual ciclo de rebeliones
populares –algo sumamente dudoso desde cualquier parámetro que se decida tomar–, la
invocación gramsciana a la “guerra de posiciones” y el
“apoyo a las medidas progresivas” de los gobiernos
populistas adelanta un abandono de la estrategia socialista
independiente para adoptar desembozadamente una concepción
“campista”, donde un polo policlasista –incluida una
clase obrera en situación de subordinación– estaría
enfrentado como bloque a otro polo articulado alrededor del
imperialismo y las oligarquías capitalistas.
En efecto; en esta “guerra de
posiciones” queda en el camino la concepción y estrategia
misma de clase de la política revolucionaria. Ya en su época
Milcíades Peña recordaba cómo los “socialistas
nacionales” se burlaban de los que “exigían soluciones
clasistas para un barco que se hunde”.
No hay ubicación intermedia: si
es posible “empujar” a un campo policlasista (es decir,
burgués) a tomar medidas antiburguesas,
se desbarranca sin remedio la teoría, el programa, la
estrategia y las tareas mismas de la revolución permanente.
Es en este marco que se afirma:
“Nuestra orientación, que comprende el fenómeno
populista latinoamericano como un conjunto contradictorio de
tendencias latentes, apunta a transfigurar y rearticular el
contenido popular revolucionario (…) en una voluntad
colectiva anticapitalista y socialista (...). Pero para ello
no puede prescindirse del terreno en el que se desenvuelve el conflicto:
una recuperación de identidad nacional popular
antiimperialista, una recomposición de sujetos populares
operada por la intervención del movimiento bolivariano
encabezado por Chávez, la
percepción popular de que un liderazgo populista ha sido el
motor de iniciativas radicales y de la ampliación del
espacio de intervención de las masas (...). Se abren así
toda una serie de problemas tácticos y políticos, pues los
elementos indicados se sobreimprimen a la tendencia
cesarista (...) Este
liderazgo unipersonal y carismático ha desempeñado un
papel medular sin el cual no hubiesen sido posibles los
cambios políticos de estos últimos años. Sin la
capacidad comunicativa y pedagógica de Chávez, difícilmente
se hubiese dado la movilización y creciente incorporación
de grandes sectores excluidos del país” (J. Sanmartino,
cit.).
Si esto es así, la perspectiva
es que deberíamos
contar con Chávez para
llevar adelante la transformación socialista, y no como
lo entendemos nosotros: que esta transformación deberá ir
más allá, desbordándolo y encaminándose en última
instancia e inevitablemente contra
Chávez mismo. Otra cuestión es, evidentemente, no
reconocer el prestigio popular que tiene Chávez, lo que es
un escollo adicional
y no podrá ser desconocido en la formulación de cualquier
táctica política.
Este debate, por otra parte,
tiene planos más concretos de desarrollo, por ejemplo en el
terreno del PSOL brasileño. El documento presentado por el
MES para el reciente congreso del P-SOL, votado por amplia
mayoría, se adelanta una concepción casi abiertamente
etapista de la revolución en el Brasil, usando como
taparrabos una interpretación forzada de textos de Nahuel
Moreno).
En sus “Cuatro tesis sobre la
colonización española y portuguesa”,
éste señalaba correctamente que las tesis de la revolución
permanente no son de mera “revolución socialista”, sino
de la transformación
de la revolución democrática-burguesa en revolución
socialista (en rigor, la teoría-programa de la revolución
permanente combina, según la clásica formulación de
Trotsky, la transformación de la revolución democrática
en socialista, la transformación del país bajo la égida
del proletariado y la revolución socialista internacional).
Sin embargo, en el documento del
MES, se establece un muro infranqueable entre ambos planos,
cuando, como es sabido, en la concepción de Trotsky una
“transcrecía” en la otra en la medida –y sólo en la
medida– en que fuera el proletariado el que, a la cabeza
del proceso de la lucha democrática y nacional, llegara al
poder.
Nada de esto es lo que plantea el MES, cuyo arte político
reside en separar esos planos de una misma revolución)
ampliando hasta tal punto el “espectro” dispuesto a la
lucha democrática que la revolución socialista queda…
para las calendas griegas. El corolario político de esta
concepción es el llamado a conformar un “frente
antineoliberal”, estrategia que cuestionó Plinio Arruda
Sampaio, en su discurso, que ya citamos.
Veamos la línea de argumentación
del MES: “Tomar el tema del desarrollismo no significa
confiar en un proyecto desarrollista (...). La crisis del
desarrollismo como proyecto de industrialización con peso
del Estado no nos puede hacer perder de vista que hay
innumerables sectores que asumen posiciones próximas a esta
ideología y que en la defensa de ellas entran en choque con
el modelo capitalista hegemónico. ¿Vamos a dejar de tomar
en cuenta, por ejemplo, que existen sectores en la sociedad
nacionalistas pero no anticapitalistas? ¿Sectores
defensores de banderas democráticas, pero no defensores de
banderas socialistas? ¿Defensores del Estado, pero no
defensores de uno de nuevo tipo basado en la auto-organización
del proletariado? Nuestra posición es que debemos
establecer un diálogo con estos sectores. Esto significa no
actuar teniendo como centro la polémica con la ideología
desarrollista, ni mucho menos resumir la política a la
propaganda socialista. Pasos principistas pueden ser dados
porque reconocemos que hay elementos progresivos en la versión
de izquierda de esta ideología, imposibles de ser llevados
adelante bajo el capitalismo, razón aún mayor para que
determinadas banderas
desarrollistas –importancia de la inversión estatal,
educación pública, infraestructura nacional, independencia
de los centros de decisión externos, control de capital y
del cambio– sean asumidas
como parte determinante de nuestro programa, porque en
los hechos representan también posiciones defendidas por
los socialistas” (“Proyecto de tesis del MES sobre el
Brasil y la construcción del P-SOL, en www.psol.org.br).
Esta forma de razonar es
sumamente reveladora. Con la excusa de “dialogar” con
sectores provenientes de la tradición del desarrollismo
–algo que en sí mismo no es equivocado– se termina
pasando “imperceptiblemente” al programa
del desarrollismo. ¿De qué otra manera se puede entender
que sus reivindicaciones sean asumidas como
“determinantes” para el programa socialista?
Además, nunca se ha demostrado,
ni tampoco hoy, de qué manera estos sectores, casi
“objetivamente”, entrarían “en choque” con el
sistema al querer llevar adelante sus demandas. Como lo
ilustra la actual experiencia regional, una cosa es ser
nacionalista y antineoliberal y otra muy distinta ser es anticapitalista.
En el espacio entre ambas está toda la materia de nuestra
polémica: los nuevos gobiernos de mediación
centroizquierdista, cuyos casos más “extremos” tienden
a abandonar el modelo neoliberal en pos de un capitalismo
de Estado de rangos diversos. Como máximo, un
“neo-desarrollismo” que, sin embargo, se desenvuelve
enteramente en el terreno del capitalismo, incluso en sus
versiones más “radicalizadas”, como en el caso
chavista.
De ninguna manera se puede
afirmar que levantar hoy banderas desarrollistas “automáticamente”,
lleve a un curso anticapitalista. Los compañeros se olvidan
de las experiencias históricas del populismo y del actual
capitalismo de Estado chavista (por no hablar de un
Ahmadinejad en Irán, o un Putin en Rusia).
En el mismo sentido, son interesantes las anotaciones
dejadas por un observador “externo” e “interesado”
del reciente Congreso del PSOL. Se trata de un miembro del
CC del PCdoB (de origen maoísta, integrante del gobierno de
Lula y ferviente chavista), que observa: “El MES también
adhiere a las políticas de alianzas más amplias y a una
plataforma antineoliberal. Luego de ilustrar con el reciente
ingreso de «dirigentes combativos del PDT» gaúcho, dice
que la «principal contradicción de la realidad brasileña»
no se da entre el
capital y el trabajo, y defiende un frente que incorpore
«a la pequeña-burguesía, micro-empresarios... y sectores
de las fuerzas armadas. Nuestro desafío es encabezar un
frente que impulse la lucha por la ruptura con el
imperialismo». ¡Increíble!” (Altamiro Borges,
periodista y dirigente del PCdoB, editor de la revista Debate
Sindical y del libro Venezuela:
originalidad y osadía). En efecto, para un maoísta
debe haber sido una experiencia realmente increíble leer
semejantes definiciones en un documento “trotskista”.
Lo curioso es que en el mismo
documento del MES se plantea lo siguiente respecto de la
experiencia histórica del populismo en Brasil:
“Con todas las capitulaciones
arriba señaladas (...) se cerró el ciclo del PT y el
lulismo. El primer ciclo fue el de la fundación del PC del
Brasil, el PCB, en 1922. Junto con el PCB, emergió el
populismo nacionalista burgués, cuyo exponente principal
fue Getulio Vargas, que disputó la hegemonía del
movimiento de masas. En los años siguientes, Joao Goulart y
Brizola fueron las expresiones políticas del trabalhismo, y
en esta condición, líderes populares. Este ciclo fue
marcado por la urbanización e industrialización brasileña,
cerrándose en 1964, cuando la dictadura militar vence sin
que el PCB fuese capaz de organizar una resistencia mínimamente
digna de tal nombre. La línea de este partido, siguiendo
las orientaciones del aparato estalinista de Moscú, lo
colocaba a remolque del nacionalismo burgués populista
(...). El gobierno de Goulart vacila entre la burguesía y
las presiones por reformas sociales y no preparó la
resistencia contra el golpe de la derecha”.
Muy cierto. Pero lo paradójico
del caso es que, sobe la base de este balance, los compañeros
no tienen empacho en intentar poner a la izquierda
revolucionaria brasileña y latinoamericana... a
remolque del nacionalismo burgués chavista del siglo XXI
De Tupac Amaru a la Comuna de
Oaxaca
“Para hablar concretamente: liberación nacional absoluta,
sólo la obtendrá el proletariado, y será por medio de la
revolución obrera” (J. A. Mella, “Que es el
APRA”)
Como hemos visto, uno de los
argumentos más esgrimidos para justificar el ingreso al
nuevo partido chavista es que “no habría manera de
construir organizaciones socialistas de masas en Latinoamérica
si no se lo hace partiendo desde el seno mismo del
populismo”. Es decir, el único camino seria “subirse
a la marea” chavista continental como “vía de
acceso a las masas”.
El mayor punto de apoyo de esta
argumentación es que, más allá de los vaivenes de la
coyuntura regional, es un hecho que frente a estos gobiernos
de mediación (centroizquierdistas, nacionalistas-burgueses
o de frente popular) las corrientes socialistas
revolucionarias seguimos yendo contra la corriente. En
varios casos con un peso creciente en cuanto a nuestra
influencia en las luchas y entre sectores de la amplia
vanguardia. Pero con enormes dificultades –debido a una
serie de razones políticas e históricas– para trasladar
ese peso “social” al plano más directamente político;
es decir, para alcanzar influencia política entre las
grandes masas.
Entre las razones que explican
esta situación se encuentra la todavía pesada y negativa
herencia del populismo en la región (en la Argentina, por
ejemplo, Nahuel Moreno subrayaba el rol del peronismo sobre
la clase obrera y la barrera que éste significó para las
corrientes socialistas revolucionarias). Lo que se da en un
marco más general: la aun no superada
crisis
de la alternativa socialista.
Para dar un rodeo a dificultades
reales se pergeña la “astuta” orientación de subirse
al carro del populismo bolivariano para, desde “adentro
del proceso”, luchar “por una alternativa socialista”.
Así, se echa por tierra toda posibilidad de dar continuidad
–en nuestro continente– a una tradición socialista
independiente.
Claro que el supuestamente fuerte
argumento tiene un problema: mil veces se intentó este
camino –este atajo,
más bien– en Latinoamérica (y en el mundo colonial y
semicolonial todo) y mil veces terminó en un rotundo fracaso,
con la consiguiente desmoralización, cooptación y/o corrupción de
aquellos que lo intentaron. Es toda
la historia de la corriente del “socialismo
nacional” en el siglo XX, de la cual no ha quedado piedra
sobre piedra.
Por otro lado, cabe preguntarse
por qué los exponentes fundacionales
de la tradición socialista revolucionaria continental e
internacional del siglo XX no
recorrieron este camino. Ya hemos señalado que José
Carlos Mariategui, no casualmente, fue un enconado
adversario de Haya de la Torre y el APRA en plena emergencia
en las postrimerías de la década del 20. Al director de Amauta no se lo conoce por haberse pasado con armas y bagajes a este
partido nacionalista burgués (rompió con el APRA cuando
Haya dio el paso de transformarlo de frente único en
partido), sino por haber sido el fundador del Partido
Socialista del Perú y de la Confederación General del
Trabajo de dicho país.
En el caso mexicano, y bajo el
gobierno populista de Cárdenas, en vida del propio Trotsky,
es sabido que éste defendió la nacionalización petrolera
ante el boicot del imperialismo ingles. Pero es igualmente
sabido que el gran revolucionario ruso se opuso rotundamente al ingreso
del pequeño núcleo trotskista mexicano al partido de Cárdenas,
amparándose en las lecciones de la experiencia del ingreso
del PC Chino al Kuomintang.24
En nuestro país, Nahuel Moreno
se autocriticaba retrospectivamente no
por no haber entrado al “Partido Único de la Revolución”
de Juan Domingo Perón, sino por
no haber defendido la independencia del Partido Laborista,
encabezado por Cipriano Reyes y disuelto a todo trance por
el propio Perón.
Saliendo del nuestro continente y
yendo a otras revoluciones históricas, podemos ver los
casos de Lenin en Rusia y Chen Du Xiu en China. En el caso
ruso, la historia es suficientemente conocida: el fundador
del bolchevismo no se pasa a la tradición del populismo
ruso –corriente mucho más fuerte que el marxismo en ese
entonces– sino que dio un sentido revolucionario a la obra
de delimitación emprendida décadas antes por el grupo
“Emancipación del Trabajo” de Jorge Plejanov y Vera
Zasulich. En el caso de Chen (menos conocido, pero valiosísimo
fundador del PC Chino), todas las obras serias dan cuenta
del influjo universalizante
de éste y de su categórico rechazo a tradiciones
nacionales chinas como el budismo, el taoísmo y el
confucionismo.25 Porque Chen ingresa a la vida
cultural y política buscando en
el marxismo los elementos para quebrar el secular atraso
chino.
Porque lo que siempre ha escapado
al “socialismo nacional” es que bajo la superficie de
las “hazañas” del populismo latinoamericano hay otra
historia que ha permanecido mayormente oculta:
una inmensa tradición de lucha independiente de las masas
populares y la clase trabajadora que viene, incluso, del
periodo previo a la misma independencia y que se yergue a
contratendencia del estatismo ambiente. Se trata de una
tradición que, por supuesto, es imprescindible recoger
desde el socialismo revolucionario para relanzar la lucha
por el socialismo en nuestra región, y que ha sido
mancillada, negada, rechazada, vapuleada y vituperada, pero
no por eso menos real.
Es la tradición de los tempranos
levantamientos de Tupac Amaru y Tupac Katari en el altiplano
peruano y boliviano de fines del siglo XVIII. Rebeliones
aplastadas por la acción común
de peninsulares y criollos, los mismos que décadas después
libraron entre ellos las guerras –mucho más políticas
que sociales– de la Independencia.
Es la tradición también de los “jacobinos negros” de
comienzos del siglo XIX, que comandados por Toussaint
L’Ouverture y Dessalines lograron la independencia de Haití
y su propia emancipación social
en tanto que población esclava, dando lugar a la primera
republica independiente (y por añadidura, negra) de nuestro
continente. Dice al respecto Luis Vitale: “La historiografía
tradicional ha ocultado lo que fue una verdad tangible para
quienes participaron activamente en el proceso de la
independencia latinoamericana. No hay más que revisar los
documentos relevantes de la época para darse cuenta de que la
revolución haitiana tuvo una honda repercusión en los
hombres que fraguaron la independencia de las colonias
hispano-lusitanas. La clase dominante criolla
–sobre todo la del Brasil, Venezuela, Colombia, Cuba y
Puerto Rico–, enriquecida con la explotación del trabajo
esclavo, fue la primera en alarmarse por aquella rebelión
que conquistó no sólo la independencia, sino también la
liberación de los esclavos. La decisión de los esclavócratas
criollos fue evitar, a toda costa, que el proceso independentista
se transformara en revolución
social, impidiendo una nueva Haití aunque se retardara
la independencia, como ocurrió en Cuba y Puerto Rico” (L.
Vitale, “Haití: Primera nación independiente de Latinoamérica”,
En defensa del
marxismo 34).
Está asimismo el caso del
Paraguay de comienzos del siglo XIX, donde el dictador
Gaspar de Francia, representante de una capa de pequeños
productores agrarios, llegaba a configurar la única
experiencia de “independencia absoluta” de los imperios
coloniales de todo el proceso independentista, llegando a
conformar un “capitalismo de Estado sui generis”,
progresivo en aquel momento histórico.
En contraste con estos
antecedentes, si Simón Bolívar llega a ser, efectivamente,
el exponente más “a izquierda” de las guerras de la
independencia (desarrolladas entre 1810 y 1825), no por eso
logró realmente escapar –a diferencia de las experiencias
señaladas, aunque resultaran frustradas– a los límites
de éstas.No podía
ser de otra manera, dado que el proceso estaba controlado
las clases dominante criollas comerciales y terratenientes
que sólo aspiraban a su
propio gobierno y al disfrute
de su Estado. Así lo expresó Milcíades Peña con su
habitual claridad:
“El movimiento que independizó
a las colonias latinoamericanas no traía consigo un nuevo régimen
de producción ni modificó la estructura de clases de la
sociedad colonial. Las clases dominantes continuaron siendo
los terratenientes y comerciantes hispano-criollos, igual
que en la colonia. Sólo que la alta burocracia enviada de
España por la Corona fue expropiada de su control sobre el
Estado. La llamada «revolución» tuvo, pues, desde luego,
un carácter esencialmente político.
Lo que Mariátegui observó en Perú vale para toda América
Latina: la revolución no representó el advenimiento de una
nueva clase dirigente, no correspondió a la transformación
de la estructura económica y social, y fue, por lo tanto,
un hecho político. Lo mismo decía Alberdi: «nuestra revolución ha
sido política, ha
cambiado el gobierno, no la sociedad, que nada tenia que
cambiar para ser lo que hoy es»” (M. Peña, Antes
de Mayo, Buenos Aires, Fichas, 1973, pp. 75-76).
Dando un salto histórico hasta
el siglo XX, tenemos el caso extraordinario de la revolución
mexicana de 1910-1919, única auténtica revolución
burguesa vivida en nuestro continente. Sin embargo, al
llegar a su apogeo, el poder termina quedando en manos de
los “estadistas” del Partido Constitucional, que se
dedicaron a poner desde el Estado frenos burgueses a los
desarrollos de la propia revolución.
Dice un autor que, desnudando su
limitación político-social, el ejercito zapatista sólo
“quería tierra; una vez que la obtenía, todos los demás
problemas parecían en comparación insignificantes. Esta limitación
de objetivos (...) limitó su atracción sobre los otros
mexicanos (...) Zapata, por ejemplo, no entendía las
necesidades e intereses de los trabajadores
industriales y nunca supo atraerse su apoyo (...). De
manera similar (...) los zapatistas tenían una comprensión
limitada de la lucha de los mexicanos nacionalistas para defender
la integridad territorial del país (...). Cuando Zapata
logró esta visión, en 1917, era demasiado tarde” (Eric
R. Wolf, Las luchas
campesinas del siglo XX, México, Siglo XXI, 1999, p.
55).
En parte superpuesta con la
revolución mexicana y ya al calor de la revolución rusa de
1917, emerge como “relevo” social y con un signo ya
“moderno” y proletario la riquísima tradición
obrera de nuestro continente. Desde la Semana Trágica
de Buenos Aires en 1919, pasando por la extraordinaria
revolución boliviana de 1952 (que destruye él ejercito
burgués y crea la COB) hasta el proceso del Cordobazo y la
emergencia del clasismo en la Argentina; los “cordones
industriales” en Chile y la Asamblea Popular en Bolivia,
por nombrar sólo algunos jalones, se manifiesta otra
tradición a recoger: independiente,
obrera y socialista.
Se trata de una tradición de
lucha que se está actualizado
y enriqueciendo en nuestro continente al ritmo del ciclo
de rebeliones populares que estamos transitando. Se trata
hoy de las jornadas de octubre de 20003 y mayo-junio de 2005
en Bolivia (con la efímera Comuna Popular de la ciudad de
El Alto); la otra Comuna, la de la Asamblea Popular de los
Pueblos de Oaxaca en México; el caso del Argentinazo con la
larga estela de experiencias independientes surgidas en su
fragor –y hoy, con el surgimiento de una nueva generación
proletaria que hace sus primeras armas en fábricas
industriales de importancia (como el nuevo cuerpo de
delegados de FATE, la fábrica del neumático más grande de
la Argentina).
Hechos y procesos, en suma, que
expresan una renovación
de la riquísima tradición obrera y popular continental,
que viene desde abajo
y que hoy tiene nuevos mojones de enriquecimiento y
desarrollo, puntos de apoyo de una tradición y estrategia
auténticamente independiente,
autodeterminada y socialista.
A esa tarea nos comprometemos: a
hacer de la tradición socialista una fuerza
material entre las amplias masas populares, lo que nunca
ha sido ni es hoy fácil, pero que será imposible si se
renuncia de antemano a ella, en un gesto de desesperación
política, para pasarse al populismo.
Notas:
Guillermo Cieza: Chávez,
Perón, Kirchner..., Buenos Aires, Dialectik, 2006.
Folleto publicado por la agrupación Frente Popular Darío
Santillán, integrante del MIC (Movimiento Intersindical
Clasista) argentino. Se trata de un librito apologético que
parece pretender que la crítica a Chávez quede librada no
a los “mortales” sino a un supuesto juez supremo que
estaría –no se sabe en razón de qué– por encima de
los mismos.
2
Al respecto, ver también “La bancarrota del tacticismo”
y “Trotsky, Mariátegui y el PSUV”, en
www.socialismo-o-barbarie.org. Sin duda, se trata de la polémica
política más candente hoy en el seno de la izquierda en la
región.
3
Nos vienen a la memoria las reflexiones de Caio Prado Junior
(Brasil) respecto del desastre del 1º de abril de 1964 (día
del golpe militar que depuso sin ninguna resistencia al
gobierno populista de Joao Goulart) en su libro La
revolución brasileña.
Nótese que la definición del
gobierno de Chávez como nacionalista burgués está
encomillada, como sugiriendo que en realidad es algo
distinto (¿qué, en ese caso?). En el mismo sentido, Pedro
Fuentes, del MES, se queja de aquellos que “reducen
solamente la definición del gobierno de Venezuela sólo
como burgués, por lo que la política central es de confrontación con
el mismo”. En Alternativa
Socialista, 23-05-07.
Con ser la dominante, esta no es
la única tónica en la izquierda en la región. En el
reciente Congreso del P-SOL brasileño (y en polémica con
el MES de Brasil y otras corrientes oportunistas), fue un
hecho notable la autocrítica política de Plinio Arruda
Sampaio, histórica figura de la izquierda reformista
“nacional desarrollista” y del PT en ese país.
Volveremos sobre esto.
La historia del “apoyo a las
medidas progresivas” de gobierno burgueses o burocráticos
es una de las historias mas negativas de amplios sectores
del trotskismo en la segunda posguerra. El criterio general
de la corriente de Nahuel Moreno fue oponerse
a esta orientación. No es el caso de la corriente
mandelista, el Secretariado Unificado de la IV Internacional
(SU), que se caracterizó por la tradición contraria:
capitular a cuanta dirección populista o reformista tome
incluso tímidas medidas. Por su parte, el PO de Argentina
ha sido tradicional defensor de lo actuado por el POR
boliviano en oportunidad de la Revolución de 1952 y de la
“estrategia” del Frente Único Antiimperialista (ver
Osvaldo Coggiola, Historia del trotskismo en la Argentina y América Latina). La Revista
de América del MST y el MES se ha pasado ahora, con
armas y bagajes, a la tradición del “apoyo crítico” a
medidas de gobiernos burgueses.
7
Hugo Chávez ha afirmado que “nuestro socialismo acepta
la propiedad privada, sólo que debe estar en el marco
de una Constitución, de las leyes y del interés social.
Nuestro modelo socialista acepta en Venezuela la presencia
de empresas privadas
extranjeras, siempre que acaten las leyes venezolanas
(...) Eso mismo hablé con Fidel Castro hace unas semanas
(...) no debemos aferrarnos al dogma, no hay que estatizar
toda la economía”. Nuevo Herald, 22-07-07.
Estas declaraciones esconden una
trampa, porque lo que se está planteando, con la excusa de
que “no hay que estatizar toda la economía”, es una cerrada
negativa a expropiar a la burguesía como clase. Porque
no se trata de un problema básicamente económico,
sino de una decisión político-social
con consecuencias económicas. Es sabido que aun el
Estado soviético bajo Lenin admitió determinado tipo de
“inversiones extranjeras”, por ejemplo en materia
petrolera. Pero los bolcheviques siempre dejaron claro que
se trataba de un retroceso impuesto por las circunstancias,
y jamás intentaron transformar esta necesidad en virtud ni
mucho menos en “modelo antidogmático”.
Todo lo contrario de Chávez, que
ha declarado que su “modelo” es “tanto Estado como sea
necesario; tanto mercado como sea posible”.
En esta ubicación unilateral
ha hecho escuela el PO argentino. Dice Coggiola: “Peña
definió a los movimientos nacionales como «siendo en
esencia la explotación política del proletariado por la
burguesía nacional», lo cual es cierto pero también
unilateral si no se señala que reciben el apoyo obrero
justamente porque constituyen un progreso histórico objetivo (o sea, independiente de la vocación
capituladora de sus dirigentes) en relación al dominio
incontrolado del imperialismo (...). El atraso del país y
la opresión imperialista abren la posibilidad de que la
burguesía nacional plantee el cumplimiento de las tareas
democráticas y de liberación nacional (...). Una
nacionalización de los recursos naturales (...) decretada
por el gobierno nacionalista burgués, es progresiva
por referencia a la conducta de los gobiernos que resuelven
sus problemas recurriendo al despilfarro de las riquezas
naturales” (en Historia…,
cit.). Pero no existe
tal “progresividad histórica” del proceso considerado
de manera puramente “objetiva”. Lo decisivo
es su vinculación con un auténtico
proceso de transformación socialista. Faltando esa
condición, el “progreso histórico” más “objetivo”
se vuelve a la larga contra las masas y/o se desvanece o
desvirtúa.
Argumento muy similar con el que
en la Argentina el populismo justificó la política de
“desendeudamiento” de Kirchner. La “compra de soberanía”
se hizo en 10.000 millones de dólares contantes y sonantes
al FMI… entidad con la cual ya está acordado que se
buscará reanudar la relación a partir de 2008. Más que de
una compra, debería hablarse en todo caso de un
“alquiler” temporario de “soberanía” con fines más
políticos que económicos.
10
De paso, dejamos anotado que este
mismo criterio es el que se debe aplicar cuando se trata
del análisis de las expropiaciones de los capitalistas en
las revoluciones de la segunda posguerra del siglo pasado.
Porque la mayor parte de las tendencias trotskistas las
consideraron, y siguen haciéndolo, como per
se “socialistas”, independientemente del hecho de
que la clase obrera no haya tenido arte ni parte en ellas.
Desde Socialismo o Barbarie Internacional hemos tendido a
definirlas más bien como revoluciones “anticapitalistas
burocráticas”, sin socialismo.
11
“Bolivia tiene ahora grandes dificultades para obligar a
las compañías a abastecer el mercado interno a precios
inferiores a los internacionales. Continuará exportando
materia prima con destino a la industria argentina y brasileña,
mediante la construcción de enormes gasoductos, en tanto
las regiones del interior del país seguirán careciendo de
recursos energéticos. Tampoco podrá, con la garantía del
valor de las reservas anotadas por las empresas foráneas,
obtener los préstamos necesarios para impulsar proyectos
capaces de transformar nuestra economía”. Ver texto
completo de Solís Rada en www.socialismo-o-barbarie.org.
En este sentido, dice un
diputado chavista, seguramente exagerando la nota pero
reflejando un aspecto real del capitalismo de Estado
venezolano: “En Venezuela el tema de la propiedad tiene
características muy particulares; los principales medios de
producción aquí son estatales. La producción petrolera
(...) es estatal. Y también es estatal la producción y
comercialización del gas, así como las hidroeléctricas
(...). La reparación de barcos (...) es una actividad
estatal, la producción ferro-minera es estatal, también la
producción siderúrgica y la de aluminio, la de derivados
del petróleo, buena parte de las tierras (...). Deberíamos
avanzar en todo caso en la transformación
de nuestro capitalismo de Estado en un socialismo de Estado”.
En “PSUV: germen de poder popular”, Marcelo Colussi,
www.argenpress.org.
En este sentido crudamente
sustituista leemos: “La comparación entre China y
algunos procesos de Latinoamérica o Asia también podría
sugerir diferencias importantes con los pronósticos
definitivos de la teoría de la revolución permanente tal
como había sido formulada por Trotsky, particularmente en
torno al sujeto social y político. Es justamente debido a
esa evidencia que en la posguerra las corrientes trotskistas
más sensibles se vieron obligadas a una obvia reconsideración
de sus textos”. J. Sanmartino, cit. Esto no es otra cosa
que el retorno de la teoría de las revoluciones
“objetivamente” socialistas, a caballo del impresionismo
que genera su visión del proceso venezolano. Lo cual es más
grave aún si se considera que en este operativo oportunista
de retorno a las fuentes del “socialismo nacional”, lo
que vuelve junto a él es la consideración de dinámicas
“permanentistas” y revoluciones “socialistas”, sin clase obrera, es decir, el “sustituismo
socialista”.
14
Específicamente respecto de la “burguesía nacional”
argentina, Horacio Tarcus comenta que Peña, “lejos de
considerarla como un actor social preconstituido,
entendió que la «burguesía nacional», o bien «industrial»,
«democrática» y aun «antiimperialista», no era más que
una aspiración de
deseos del peronismo (o bien de ciertas vertientes de
izquierda de orientación nacionalista) y una
figura ideológica de su discurso. No es que, advirtámoslo,
Peña desconozca la existencia
material de empresarios industriales pequeños y
medianos que produzcan para el mercado interno. Lo que pone
en cuestión es la existencia de una burguesía industrial
argentina como clase autónoma (...) portadora de un
proyecto de industrialización (en el marco de un proyecto
histórico democrático-burgués) e impulsora, por tanto, de
un proyecto político
acorde a estos intereses y estas tareas. No se trata,
simplemente, sostendrá solitariamente Peña, de que tal
burguesía no existe
salvo en la fantasía de Puiggrós, Ramos y Codovilla,
sino que, por añadidura, de
ningún modo puede entenderse al peronismo como una expresión
de dicha clase (...). El conjunto de las entidades
empresarias del país rechazó sin excepciones el gobierno
juniano y la candidatura de Perón en 1946”. En El
marxismo olvidado de Silvio Frondizi y Milciades Peña,
Buenos Aires, El cielo por asalto, 1996, p. 294.
15
En
el mismo sentido, Laclau agrega, citando aprobatoriamenten a
Zizek: “Lo que se pasa por alto, al menos en la versión
estándar del antidescriptivismo, es que el hecho de
garantizar la identidad de un objeto en todas las
situaciones contrafactuales –a través de un cambio en
todos sus rasgos descriptivos– es el
efecto retroactivo del nombrar: es el nombre mismo, el
significante, el que sostiene la identidad del objeto”. Ídem,
pp. 133. Es decir –y traducido al análisis social–, si
Chávez dice que es “socialista” es porque… lo es. ¡Creer
o reventar!
Es sabido que ciertos pasajes
del Lukács tan rico y valioso de Historia
y conciencia de clase pueden dar lugar a esta
interpretación erróneamente cerrada, aunque precisamente
ese texto es una de las aportaciones más clásicas y
valiosas a la filosofía marxista en ruptura con el
positivismo de la II Internacional.
Esta renuncia explícita a la
apuesta por la clase obrera se está volviendo rasgo
esencial de identidad de las corrientes que están agrupadas
en la Revista de América;
un caso realmente impactante tratándose de tendencias que
se dicen “trotskistas”.
Como para identificar el terreno
que pisan nuestros autores, es reveladora la frase
inmediatamente posterior a la que acabamos de transcribir:
“Desde el punto de vista del debate del socialismo desde
abajo, esta claro que en Venezuela conviven dos tendencias
en un difícil equilibrio”. ¡Vaya novedad! El problema es
que Revista de América,
de manera vergonzante, cuestiona
la perspectiva misma de la autodeterminación de clase en
beneficio de un renovado culto al estatismo chavista, al
que se presenta con capacidad de encarar, eventualmente, un
curso anticapitalista e incluso “socialista”. Lo que no
es otra cosa que pasarse con armas y bagajes a la concepción
del socialismo desde
arriba. En verdad, a los editores de la Revista
de América –que se reclaman “morenistas”– les
cabe en todos sus términos la ya clásica crítica de
Nahuel Moreno a Pierre Lambert en La traición de la OCI (1981), texto que tiene hoy, si cabe, aún más
vigencia que cuando fue escrito.
19
Así, por ejemplo, Marea
Clasista y Socialista Nº3 caracteriza a los millones de
inscriptos de la siguiente manera: “valoramos el hecho
descomunal de que casi 6 millones de compatriotas pasaron
del acto de votar a inscribirse
para militar en una organización revolucionaria”.
Respecto del carácter del PSUV, señala que se trataría
de: “un proceso organizativo fundacional donde seguro están
en su gran mayoría los actores anónimos del Pueblo
Bolivariano (...) y que de hecho, por la
composición de clase de esa vanguardia multitudinaria, ya
le da un carácter antioligárquico, anticapitalista y
antiimperialista al PSUV que estamos construyendo
todos”. Lamentablemente, esta idílica pintura no pasa del
terreno de la fábula: ni la inscripción es tan voluntaria,
ni los inscriptos serán todos militantes, ni mucho menos el
PSUV es una “organización revolucionaria”, sino un partido
de Estado.
En cuanto a los aspectos históricos
–o, más precisamente, fácticos– de esta argumentación,
es decir, respecto de si Trotsky efectivamente alentó el
ingreso en estas organizaciones, véase R. Sáenz,
“Trotsky, Mariategui y el PSUV”, en
www.socialismo-o-barbarie.org.
21
En cuanto a esta postura, nos parecen atinadas estas
observaciones del marxista argentino Alan Rush: “Laclau y
Mouffe proponen una teoría de lo
social como constituido discursivamente (...) quienes
han leído a L-M saben que hay en ellos un discursivismo y un politicismo
que se ofrecen en reemplazo del «esencialismo economicista»
que atribuyen a Marx y sus discípulos (...). La construcción
de las identidades socio-políticas, sus antagonismos y
luchas hegemónicas, transcurre únicamente en términos de relaciones significantes, metafóricas,
metonímicas, de ejes paradigmáticos y sintagmáticos
(...) Geras acusa a Laclau-Mouffe de caer en un idealismo
discursivo que se traga el objeto real y por tanto en
relativismo y oscurantismo sofístico, que viola la
coherencia lógica del pensamiento. Creo que (...) tiene un
parte importante de razón (...) a pesar de las
declaraciones anti-idealistas de L-M, la construcción
discursiva de las identidades y ordenamientos políticos
queda casi separada
por un abismo del mundo natural y de la interrelación
humana con él (...). Al pasar del marxismo al
posmarxismo, L-M tienden a dar cada vez menos importancia a
la interpenetración
de lo político y lo económico (...). La tendencia del
politicismo discursivista a abstraerse
«idealistamente» de lo económico se advierte ya en Hegemonía
y estrategia socialista, en la presentación de la «revolución
democrática» como un torrente político discursivo desconectado
del mercado capitalista”. En “Polémica Laclau-Mouffe
versus Geras. Primeras hipótesis y especulaciones”.
Recordemos una vez más, de paso, que la formación política
de Laclau, argentino radicado hace años en el Reino Unido,
es claramente tributaria del “socialismo nacional” y de
Jorge Abelardo Ramos.
22
Respecto de los que ingresaron al PSUV, Roland Denis señala,
con mucho más sentido de la realidad que los que ponen los
ojos en blanco por esa organización, lo siguiente: “En el
mejor de los casos es posible (...) que logren cierto poder
en los cargos internos del partido; lo que es imposible
es que su estar en el partido no se convierta automáticamente
en una operación de chantaje, conservador, de silencio, de alcahuetería con todas las
arbitrariedades y formas de corrupción que seguirán
presentándose. Pongamos casos concretos: (...) ¿Si se toma
una institución y de ambos lados (pueblo e institución)
hay militantes del partido, cuál es la voluntad y la verdad
que priva? Si el colectivo obrero –como ya ha pasado–
toma una empresa y las estructuras de gobierno lo adversan,
¿quién priva, el
partido de gobierno o la iniciativa revolucionaria de las
masas?”. En “Frente al Partido. A propósito de la
decisión del PNA-M13A de no entrar al PSUV”.
Por ejemplo, en el unilateral
texto “El exilio de Trotsky”. A pesar de su muy
respetuosa pero equivocada evaluación (“hasta este
momento, los hechos no dan la razón al trotskismo”), en
lo que hace a la teoría de la revolución (como en otros
aspectos) sus puntos de vista eran ampliamente convergentes
con los del gran revolucionario ruso.
24
Nuestros autores, en diferentes textos, dan a entender que
Trotsky habría estado a favor del ingreso al Kuomintang. Es
cierto que el revolucionario ruso tuvo apreciaciones disímiles
en textos de la década del 20 alrededor del ingreso del
PCCH al partido nacionalista. Sin embargo, no lo es menos
que a partir de la formulación definitiva de la teoría de
la revolución permanente, las sistemáticas recomendaciones
de Trotsky pasan por acuerdos prácticos definidos de frente
único, pero señalando expresamente la necesidad de mantener
la más absoluta independencia política y organizativa
respecto de las formaciones populistas. Utilizar el
prestigio de Trotsky para defender una política de
“Kuomintang latinoamericano” implica ignorancia de su
evolución política o, más probablemente, mala fe y vocación
por confundir con citas de autoridad.
25
En otro trabajo –“China 1949. Una revolución campesina
anticapitalista”, en SoB 19– aclaramos que la política
de Mao significó una ruptura y un camino opuesto al que
pretendía Chen en la época fundacional y clásica del
PCCH.
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