Notas críticas a Las
esquinas peligrosas de la historia, de Valerio Arcary
El
recurso al sustituismo social
Por
Roberto Sáenz
“La historia no es sino la sucesión de las
diferentes generaciones, cada una de las cuales explota los
materiales, capitales y fuerzas productivas trasmitidas por
cuantas la han precedido; es decir, que prosigue en
condiciones completamente distintas la actividad precedente,
mientras que, por otra, modifica las circunstancias
anteriores mediante una actividad totalmente diversa;
lo que podría tergiversarse especulativamente,
diciendo que la historia posterior
es la finalidad de
la que la precede” (Karl Marx-Friedrich Engels, La
ideología alemana).
En
los últimos años, Valerio Arcary (profesor de historia y
miembro del PSTU del Brasil) ha venido haciendo un esfuerzo
de elaboración acerca del balance de las revoluciones del
siglo XX. Esto se ha expresado en dos libros de reciente
aparición en dicho país: Las
esquinas peligrosas de la historia y Encuentro
de la revolución con la historia. Estos trabajos –de
los cuales aquí nos concentraremos en el primero–, si
bien reflejan un intento
de elaboración real sobre las experiencias del siglo
pasado, no logran evitar, sin embargo, una recaída en los
graves límites deterministas, sustituistas y objetivistas
que caracterizaron a parte muy importante del movimiento
trotskista en la segunda posguerra. En otros textos hemos señalado
que estas características significaron una “desviación”
frente a los rasgos que caracterizaron a la tradición del
marxismo clásico y revolucionario.
Lamentablemente, Arcary no hace más que presentar,
de manera “aggiornada”, las
mismas conclusiones
acerca de las revoluciones de la segunda posguerra que
fueron propias de la unilateral síntesis de la corriente
morenista, de la cual Arcary se reivindica.
El problema es más serio dado que su recepción poco
crítica de los análisis de las corrientes trotskistas de
la posguerra en general y del morenismo en particular lo
llevan a hacer generalizaciones totalmente equivocadas no sólo
respecto del propio proceso de la posguerra –lo que en
todo caso sería un debate histórico– sino que podrían
hacer estragos hacia adelante, al reabrir como hipótesis
casi central de sus elaboraciones la posibilidad de que
se vuelvan a vivir revoluciones
“socialistas” sin clase obrera.
Esto se hace sobre la base de una operación teórica
que implica basarse sobre las tesis del sustitucionismo social en
la revolución socialista.
Una perspectiva equivocada
El problema comienza ya en la periodización: al
parecer, Arcary y la corriente a la que pertenece, el PSTU,
consideran que seguimos en la
misma etapa
histórica abierta en la segunda
posguerra. En nuestra opinión, esta valoración no
resiste el menor análisis: todas las condiciones políticas,
económicas y sociales internacionales han
cambiado decisivamente. Ni estamos a la salida de una
conflagración mundial, ni el mundo está dividido en campos
supuestamente “antagónicos”, ni menos que menos existe
un aparato mundial supuestamente “socialista” de las
características del estalinismo. Nos parece un hecho
incontrastable que la caída del Muro de Berlín marcó el final
del mundo tal como se lo conoció en la segunda posguerra.
Esta ubicación histórica completamente equivocada
trae graves consecuencias cuando se desprende de ella una
pregunta estratégica errada: en qué medida se podrían
repetir en el siglo XXI nuevas revoluciones
“socialistas” sin clase obrera, y si la excepción habían
sido las revoluciones “socialistas” sin clase obrera o
lo contrario. Textualmente: “¿Podríamos asistir
nuevamente a una onda de revoluciones agrarias y populares
de esta naturaleza, que traspasen los límites de la
propiedad privada y el mercado? ¿Fue
excepcional su triunfo durante la tercera onda de la
revolución mundial, o
su ausencia en los últimos 30 años? ¿En qué medida
la presión de los factores objetivos podrá abrir el camino?” (V.
Arcary, “¿Nuevas revoluciones anticapitalistas podrán
ocurrir sin una dirección revolucionaria?”, en
www.pstu.org.br).
En
puridad, esta última es la tesis fundamental
de Arcary, articulada con la del “sustitucionismo
social”: en última instancia, los factores o presiones
objetivas volverían a “abrir el camino”
en un sentido socialista. Cabe preguntarse, si esto
fuera así, para qué harían falta la clase obrera, el
partido y los programas, o, en el limite, la lucha de clases misma.
Pero esta perspectiva concentra una serie de
problemas. Por empezar, como ya señalamos, las condiciones político-estratégicas a comienzos del siglo XXI no
tienen nada que
ver con las de la
segunda posguerra. La mundialización del capitalismo y la
caída del estalinismo, por nombrar de los procesos más
importantes, no
parecen abrir mayores resquicios para ensayos
no capitalistas de parte de sectores de clase no obreros y /
o direcciones reformistas o nacionalistas. Esto nos
parece palmario más allá de las crecientes ilusiones en
amplios sectores de la izquierda –incluso
“trotskista”– latinoamericana y mundial en que repita
la historia de la mano de gobiernos nacionalistas burgueses
como el de Hugo Chávez (ver en esta edición “Tras las
huellas del socialismo nacional”).
A estas condiciones se agrega: a) el avance de las
condiciones de asalarización
mundial y crecimiento numérico absoluto y relativo de la
clase trabajadora, a pesar del hecho real de una mayor
fragmentación y diferenciación, y b) la persistencia de
una grave crisis de alternativa socialista en la conciencia
de las amplias masas.
Desde nuestro punto de vista, la pregunta estratégico-política
que debe presidir todo el actual ciclo político es muy
distinta: ¿cómo trabajar por reabrir la perspectiva auténtica
de la revolución socialista?
Esto es, de una revolución realmente encarnada por la
clase trabajadora.
Arcary
insiste a lo largo de todo su trabajo en un viejo argumento
de tipo determinista: “Impulsadas por la necesidad de una «segunda» independencia nacional, que se
materializa en la necesidad
de resolver la cuestión de las deudas externas, muchas de
las principales naciones de la periferia del sistema podrían
volver a vivir procesos revolucionarios anticapitalistas,
con un fuerte contenido de sustituismo social” (V. Arcary, cit.).
Esta perspectiva es, en primer lugar, políticamente
falsa. ¿Cuáles son hoy esas “principales naciones de la
periferia que podrían volver a vivir procesos
revolucionarios anticapitalista con un fuerte contenido de
sustituismo social”? Y en segundo lugar, es estratégicamente
muy peligrosa, porque no
hay mayores indicios reales
(no ilusiones) en ese sentido, siquiera en el caso de Chávez,
y por lo tanto una “apuesta” política de este tipo
dejaría desarmada a cualquier corriente socialista.
Sin duda, existen dramáticos problemas en la
estructura capitalista semicolonial de nuestra región, que
han fogoneado, por ejemplo, el actual ciclo de rebeliones
populares en el continente. Pero siquiera en el caso del
reformismo de Chávez y su prédica del “socialismo del
siglo XXI” se observan avances sustanciales
por una senda anticapitalista;
a lo más que se llega es a un capitalismo
de Estado del siglo XXI, aún más limitado que el del XX.
Lo que subyace a estas posiciones es, como luego
desarrollaremos, el error teórico-estratégico de adoptar
casi al pie de la letra las tesis deutscherianas del
sustituismo social.
La apelación a
una filosofía de la historia
La tesis sustituista se ponen en juego en el análisis
de Arcary sobre la revolución china de 1949, la más grande
revolución social del siglo XX luego de la rusa. Aquí,
partimos de al menos una coincidencia con nuestro autor: se
trató de una revolución campesina
anticapitalista, no “obrera”, como superficialmente
muchas veces se ha definido.
Sin embargo,
los acuerdos terminan allí. Porque, inmediatamente, Arcary
señala que se habría tratado de una revolución
campesina no sólo anticapitalista, sino también...
“socialista”, connotación que les es atribuida mediante
el recurso habitual de la mayoría de las corrientes del
trotskismo de posguerra: la total homologación
de las características
anticapitalistas
y las socialistas.
En
general, esta igualación se efectúa sobre la base de la
consideración del carácter de la época abierta por la revolución rusa de 1917, como
época de la actualidad histórica de la revolución socialista. Pero aun siendo
correcta esta evaluación general
del período histórico
que estamos transitando, eso no autoriza a sostener, mecánica
y automáticamente, que todas las revoluciones de esta época
estén llamadas a ser revoluciones “socialistas”.
Semejante operación implicaría apelar a una “filosofía
de la historia” y no a un análisis implacablemente concreto
de las experiencias revolucionarias del siglo XX tal
como fueron.
Respecto
de este tipo de problemas, señalaba el propio Marx en su
tiempo: “Mi crítico quiere metamorfosear mi esbozo histórico
de la génesis del capitalismo en Occidente europeo en una teoría
histórico-filosófica (...). Pero le pido a mi crítico
que me dispense (...) sucesos notablemente análogos
pero que tienen lugar en medios
históricos diferentes conducen a resultados
totalmente distintos. Estudiando por
separado cada una de estas formas de evolución y comparándolas
luego, se puede encontrar fácilmente la clave de este fenómeno,
pero nunca se llegará a ello mediante el
pasaporte
universal de una teoría histórico-filosófico general
cuya suprema virtud consiste en ser suprahistórica” (citado por Daniel Bensaid en Marx
intempestivo, Buenos Aires, Herramienta, 2003, pp.
60-61). Precisamente, la homologación de las revoluciones
anticapitalistas como “socialistas” no fue otra cosa que
recurrir a una “teoría histórico-filosófica suprahistórica”,
a un “pasaporte universal” que pasaba por
encima de los hechos.
Arcary señala
correctamente la “atipicidad” de estas revoluciones de
posguerra como la china o la cubana, campesinas y populares
anticapitalistas, pero sólo para atribuirles igualmente
luego carácter “socialista”: “Consideramos la «atipicidad»
histórica de las revoluciones anticapitalistas no
proletarias; o sea, campesinas y populares que, sin embargo,
avanzaron sobre la propiedad privada, como en China o en
Cuba. Fueron revoluciones
socialistas agrarias, con un fuerte contenido
antiimperialista, que expropiaron los medios de producción,
aun cuando sus direcciones no abrazaran una estrategia
anticapitalista e internacionalista” (V. Arcary, cit.).
Nuestra
definición es distinta: consideramos
a China en 1949 una revolución campesina anticapitalista.
Pero no fue una revolución
obrera ni, mucho menos, socialista1, en ausencia
de verdaderos elementos de democracia plebeya-popular, de
una íntima vinculación entre la revolución agraria y la
obrera en las ciudades y de la perspectiva de la revolución
socialista internacional, connotaciones clásicas
para la eventualidad de una revolución socialista agraria.
Por
el contrario, desde el punto de vista de clase y urbano,
China 1949 fue una revolución “fría” –como
la definiera agudamente un observador directo, Li Fu Yen–, que vino del campo a la ciudad, y donde el proletariado se
limitó a esperar pasivamente el ingreso de las tropas
campesinas del Ejército rojo maoísta. A la vez, en
ausencia total de una acción autodeterminada de los
trabajadores urbanos, la progresiva expropiación de los
capitalistas tuvo muchos más elementos de expropiación
anticapitalista burocrática que de medida
revolucionaria socialista.
El
análisis de Arcary sobre la revolución china, a pesar de
contar con la ventaja de la distancia histórica, presenta
una argumentación más
equivocada –no por eso exenta de una búsqueda teórica
honesta– que la expresada por Nahuel Moreno en su texto Las
revoluciones china e indochina, que mostraba matices más
ricos a pesar de sus errores. Arcary señala que en China se
habría dado un caso típico de sustituismo
social, con el campesinado cumpliendo las tareas de la
clase obrera: “El
tema del protagonismo revolucionario de otras clases
subalternas, no propietarias y no proletarias, está entre
los más sugerentes. El fenómeno del sustitucionismo social fue entrevisto por Marx, inspirado en la fase
pequeño-burguesa del radicalismo jacobino.2 Se manifestó, sin embargo, en escala y proporciones asombrosas (...). El siglo XX superó todo lo
que se pudiera imaginar en términos de sustituismo social.
En determinadas circunstancias históricas de crisis, en los
países de la periferia, la
presión de las
necesidades fue
de tal intensidad, que arrastró al frente de la arena
revolucionaria a otras clases, cuando los trabajadores
urbanos, por razones objetivas y subjetivas, no se
movilizaron” (V. Arcary, Las
esquinas peligrosas de la historia, p. 143).
Esta
línea de argumentación es muy peligrosa y abreva no sólo
en el sustituismo sino en el determinismo:
la lucha de clases obrera termina reemplazada por la
“presión de las necesidades”, que es la que “abriría
el camino” en el sentido “socialista”. Lo que
Deutscher, hablando justamente de la revolución china de
1949, llamaba “sustituismo a escala gigantesca”.
En
la revolución china, un sujeto social
inesperado, en combinación
con el encuadramiento
burocrático del
PCCH, terminó llevando a cabo una gran revolución
anticapitalista. Pero precisamente la ausencia
de la clase trabajadora marcó desde el comienzo los límites
del proceso como no auténticamente socialista, y, a la
postre, la reversión de esta experiencia en tanto que no
capitalista.
Prosigue
el razonamiento de Arcary: “En Asia, pero no solamente
(...), los campesinos pobres se proyectaron como actores
revolucionarios anticapitalistas. Las revoluciones en China
y Vietnam están a la cabeza de cualquier panteón de las
grandes revoluciones campesinas de la historia” (Las
esquinas..., p. 143).
Lo
que es incuestionable, pero Arcary no se detiene a
reflexionar sobre las graves consecuencias de la ausencia de
la clase trabajadora en la revolución de 1949 en su
entusiasmo por el supuesto “sustituismo social”, tanto más
peligroso en cuanto se intenta generalizarlo
teóricamente.
Por
otra parte, cabe rescatar el esfuerzo de Arcary por plantear
el problema de los distintos
tipos de revoluciones antiburguesas en la historia del siglo pasado, y
también es atinado dejar a salvo la especificidad
de la revolución rusa de 1917: “No pensamos que se pueda
usar la categoría de «octubres» para las revoluciones
rurales, aun cuando, en circunstancias excepcionales, hayan
avanzado hasta una ruptura anticapitalista. Yugoslavia o
Albania, China, Corea, Cuba o Vietnam conocieron
revoluciones socialistas
por los resultados, pero no deberían ser simplemente
confundidas con nuevos «octubres». Así como la
perspectiva de la historia nos permite diferenciar distintos
tipos de revoluciones antifeudales, debemos dar un análisis
sobrio y riguroso sobre las distintas tipologías de
revoluciones antiburguesas” (ídem, p. 144).
Es apropiado establecer distinciones, pero el error
es aquí asimilar todas las revoluciones del siglo XX,
“octubres” o no, como revoluciones “socialistas por
los resultados”. En realidad, lo que ocurrió, es que
entre las revoluciones antiburguesas, las hubo socialistas
(triunfantes o derrotadas) o meramente anticapitalistas
pero sin socialismo, como las que Arcary identifica en el pasaje citado.
Sostenemos
que ese “anticapitalismo” es el
límite de lo que el “proceso objetivo” alcanza a
dar. Nuestro argumento es que si el “anticapitalismo” es
una connotación inevitablemente “objetiva”
que viene de la realización de la tarea de expropiar a
los capitalistas en las condiciones históricas dadas, la revolución
propiamente socialista requiere de la intervención de
un imprescindible
factor “subjetivo”: la
clase obrera autodeterminada. Es decir –y
parafraseando a E. P. Thompson– el auténtico socialismo
requiere de la co-determinación
de los factores objetivos y subjetivos.3
Todo
lo que legítimamente puede sostenerse es que “por sus
resultados” esas revoluciones fueron efectivamente
anticapitalistas en tanto se verificara la expropiación
generalizada de la clase capitalista), pero no
propiamente socialistas, ya que el proceso de la
transición socialista fue bloqueado
desde el comienzo mismo del proceso, en ausencia de la clase
obrera y de verdaderas dictaduras del proletariado basadas
en un Estado (o,
mejor dicho, semi-estado)
que expresara a la clase trabajadora organizada como
clase dominante.
En
un intento en sí legítimo de escapar al esquematismo,
Arcary busca una definición más detallada: “El recurso a
la fórmula de revoluciones antiimperialistas
por las tareas, campesinas-populares
por el sujeto social, anticapitalistas
por los resultados y nacional-burocráticas
por el sujeto político será, tal vez, menos sonora y más
compleja que nuevos «octubres». La prudencia teórica
recomienda, sin embargo, más rigor, evitando una
clasificación que agruparía en una misma conceptualización
fenómenos sociales muy distintos” (ídem, p. 144).
A este sano criterio metodológico se suma otra
observación de importancia: “La
«dinámica endógena»
de la acción de masas urbana (...) fue sustituida por
una dinámica
exógena, de guerra civil prolongada y conquista de áreas
liberadas. Esta estrategia diferenciada del proceso
revolucionario estuvo sustentada en bases
sociales distintas –países de mayoría rural– y
formas políticas alternativas, como el ejército de
guerrillas” (ídem).
En
efecto, la lucha de
clases directa fue
sustituida por la guerra de
guerrillas como manifestación indirecta
de ella. Pero lo que debe señalarse, y Arcary no lo
hace, es que esta situación no pudo dejar de tener
consecuencias dramáticas, bloqueando el proceso de la
transición socialista.
Por
otra parte, es sorprendente que Arcary no hace referencia en
ningún momento en todo su libro al destino
final y el resultado histórico de las sociedades donde
fue expropiado el capitalismo. Se trata de un verdadero tabú
en toda su elaboración, ya que inexplicablemente el
retroceso al capitalismo y el fracaso de las experiencias de
“sustituismo socialista” no se integran al análisis ni
a la conceptualización.
Para
nosotros, lejos de ser “socialista”, la revolución
china fue un proceso anticapitalista pero sin socialismo, en la medida en que hay que considerar “el carácter anticapitalista
burocrático de las estatizaciones en manos de la
burocracia maoísta, lo que no significa la habitual
concepción de que la burocracia servía «a su manera» a
la clase trabajadora. Las medidas anticapitalistas no se
tomaron para servir a la clase trabajadora en «manera»
alguna sino bajo circunstancias históricas que las hacían
–hasta cierto punto– inevitables, pero que
inmediatamente fueron distorsionadas
y puestas al servicio
de la burocracia y no de los obreros (...). La
expropiación por sí
sola, como acto jurídico o político, de ningún modo
resuelve el problema, porque es necesario (...) reemplazar
en forma efectiva la administración de las fábricas y las
haciendas por una administración diferente, una
administración obrera” (R. Sáenz, “China 1949: una
revolución campesina anticapitalista”, en SoB 19).
La experiencia del siglo XX
ha dejado varias lecciones para el siglo XXI. Una de ellas
es que no puede haber
“época de la revolución socialista” en virtud de la
cual, en tanto “esquema histórico-filosófico general”,
se pueda concluir que toda
revolución en la que se expropia
a la burguesía se transforme automáticamente en
socialista. Otra es que una característica específica
de la revolución socialista
consiste en que la clase obrera no pueda realmente ser reemplazada
por otras clases o sectores de clase a la hora de su
revolución. La revolución socialista es un tipo histórico
de revolución donde la intervención consciente del hombre en la historia adquiere su dimensión más
decisiva. De allí que las connotaciones anticapitalistas y
socialistas no puedan ser consideradas como sinónimos.
Arcary
se acerca en verdad a la comprensión de este problema al señalar:
“La conclusión fundamental del “Prefacio a la Crítica
a la Economía Política” ya indicaba una reflexión crítica
sobre la transición post capitalista. La perspectiva
socialista era contextualizada en los marcos de una larga época
histórica, en la que la necesidad de desarrollo económico-social
planteaba la posibilidad de la revolución anticapitalista. Necesidad
y posibilidad se definían, por lo tanto, en una unidad
dialéctica que no se confundía con el fatalismo.
La transición al socialismo era condicionada,
mucho más compleja y
conciente respecto de cualquiera de las transiciones
precapitalistas” (“¿Nuevas...”, cit.). Pero esta
aguda observación, lamentablemente, no se desarrolla ni
llega a cambiar su enfoque general.
Necesidad y libertad
Dime
con quién andas y te diré quién eres, reza un dicho
popular. En lo que hace a las fuentes de inspiración
teóricas de Arcary, la “compañía” que elige es
altamente sintomática:
-
El Plejanov de El
lugar del hombre en la historia.
-
El Preobrajensky del famoso intercambio de cartas con
Trotsky acerca de la cuestión china a finales de la década
del 20.
-
Isaac Deutscher y su teoría del sustituismo social en las
revoluciones “socialistas” de la posguerra.
Aunque
el abordaje de Arcary presenta ciertos matices propios, lo
cierto es que termina aceptando lo central de las premisas teóricas de estos autores. Su
diálogo con el texto de Plejanov –que, dicho sea de paso,
es todo un canto a una interpretación
crudamente determinista del marxismo– alrededor de la
dialéctica entre tareas, sujeto y método no logra llegar a
buen puerto. En cuanto a E. Preobrajensky, Arcary le da la
razón contra Trotsky. Y, finalmente, inspirarse en Isaac
Deutscher es sacar pasaje a una de las versiones más
crasamente objetivistas
sobre la teoría de la revolución en el siglo pasado.
Arcary
cita un conocido pasaje de Plejanov que plantea que dada la
mecánica de los acontecimientos históricos en oportunidad
de la revolución francesa, si un ladrillo hubiera caído en
la cabeza de Robespierre y lo hubiera matado, habría
implicado sólo un problema de
“retraso” o “adelanto” en los tiempos de los
acontecimientos, pero nada más. Plejanov insiste en que la personalidad más “descollante” tapa
a toda otra serie de personalidades que bien podrían haber
llevado a cabo las mismas tareas revolucionarias. Y que, por
tanto, prescindiendo de los “Robespierres”, igualmente
la historia hubiera seguido su marcha: “Las tempestades
que poco tiempo antes habían sacudido a Francia demostraban
claramente que la
marcha de los acontecimientos históricos no era determinada
exclusivamente, ni muchos menos, por la actividad consciente
de los hombres; esta sola circunstancia debía ya sugerir la
idea de que los
acontecimientos se producen bajo la influencia de cierta
necesidad latente que actúa de manera ciega
como los elementos de la naturaleza, pero conforme a
determinadas leyes inexorables”
(Jorge Plejanov, El
lugar del hombre en la historia, México, Grijalbo,
1969, p. 46).
Apresurémonos
a señalar que el análisis de Plejanov pretendía contrapesar
una tendencia idealista de la historiografía burguesa que hacía de los
“superhombres” el factor central y excluyente de la
historia. Asimismo, la revolución francesa es el
“prototipo” de revolución burguesa, un tipo histórico
de revolución donde la conjugación de los factores
“objetivos” y “subjetivos” no es evidentemente igual
a la de la revolución propiamente socialista.
Lo que ya no es lícito es “proyectar” la mecánica más
“objetiva” actuante en la revolución burguesa –“mecánica”
que Plejanov concebía de manera similar no sólo en la
historia, sino también en la naturaleza– al terreno de la
revolución proletaria. Este esquematismo influyó
decisivamente de manera conservadora,
por ejemplo, en la ubicación de Plejanov frente a un futuro
proceso revolucionario en Rusia. Y Arcary no logra señalar
con claridad los límites de esta concepción.
Porque
en el caso de la revolución socialista operan las leyes
dialécticas de “inversión de causalidad”, esto es,
adquieren una centralidad
fuerte los factores “subjetivos”
a la hora de la resolución,
en un sentido u otro,
de una crisis revolucionaria. Es conocida la insistencia
de Trotsky acerca del lugar insustituible de Lenin a la hora
de la revolución de octubre de 1917, y su opinión de que,
sin Lenin, ésta casi seguramente se habría frustrado y el
curso histórico posterior hubiera sido muy distinto. Arcary
menciona esta cuestión, pero no termina de entender su
importancia a la hora del estudio de las revoluciones auténticamente
socialistas.
En términos generales, es evidente que todo proceso revolucionario, y más
aún una gran revolución histórica, opera en el marco de condiciones económico-sociales históricamente determinadas que
son objetivas y
la hacen posible. Pero a la vez, no se puede dejar de señalar
que, una vez planteada la confrontación, los aspectos
“subjetivos” adquieren un peso
creciente y, en el caso de la revolución auténticamente
socialista, decisivo
a la hora del desenlace.
¡Si así no fuese, sólo
nos restaría sentarnos a ver pasar la historia!
Arcary
reproduce a este respecto reflexiones sugerentes de Perry
Anderson (tomadas, sin embargo, de su lamentable defensa de
Althusser en polémica con E.P.Thompson4): “Es esencial recordar la gran distancia
existente entre los choques relativamente ciegos
del pasado inmemorial y la conversión –desigual e
imperfecta– de estos choques en contiendas
conscientes (...) El área
de autodeterminación (...) se ha venido ampliando en los últimos
150 años (...). El verdadero propósito del materialismo
histórico ha sido, después de todo, dar a los hombres y
mujeres los medios para ejercer una auténtica
autodeterminación popular por primera vez en la
historia. Éste es
exactamente el objetivo
de la revolución socialista, cuya aspiración es
inaugurar la transición de lo que Marx llamó la esfera de
la necesidad a la de la libertad” (P. Anderson, Teoría, política
e historia. Un debate con E.P. Thompson, Madrid, Siglo
XXI, 1980, p. 23).
Volviendo
a Plejanov, El lugar
del hombre en la historia era totalmente tributario del determinismo
ambiente de la II Internacional. Es verdad que Plejanov
discutía contra los subjetivistas y populistas rusos, que
negaban todo papel al proceso de desarrollo histórico
contemporáneo y al advenimiento del capitalismo en la Rusia
de fines del siglo XIX, en beneficio de un voluntarismo
ahistórico. Sin embargo, esto no exime su defensa del análisis
materialista de los procesos históricos y del lugar del
hombre en ellos de ser extremadamente mecánico
y unilateral, muy lejos del equilibrio dialéctico que
se halla en Marx o de la evaluación magistral de León
Trotsky sobre el rol de la personalidad en la historia.
Dice el
fundador del marxismo ruso: “Todo depende de si mi propia
actividad constituye un eslabón
indispensable en la cadena
de los acontecimientos necesarios (...). Por esto mismo,
Hamlet jamás hubiera admitido una filosofía según la cual
la libertad no es más que la necesidad hecha conciencia (...). Los «discípulos»
se han elevado hasta el monismo. Según ellos, el
capitalismo, en su propio desarrollo, conducirá a su propia
negación, y a la realización de sus ideales (...). Es una necesidad
histórica. El «discípulo» (...) sirve de instrumento
a la necesidad y no sólo no
puede no servirle, sino que apasionadamente quiere
y no puede no querer servirle. Éste es un aspecto de la
libertad, de una libertad surgida de la necesidad, o más
exactamente, de una libertad que se ha identificado con la
necesidad; es la necesidad hecha libertad” (Plejanov, cit.,
pp. 9-22). Y
luego agregaba: “En realidad, casi todo acontecimiento
histórico es, al mismo tiempo, algo que «garantiza» a
alguien los frutos ya maduros del desarrollo anterior y uno de los eslabones de la cadena de acontecimientos que preparan
los frutos del porvenir” (ídem, p. 38).
Ésta última
afirmación no es otra cosa que la “tergiversación
especulativa” de la que se quejaba Marx en La
ideología alemana –citada como acápite de este
texto– y que presentaba a los hechos posteriores de la
historia como “la finalidad de la que la precede”. Es decir, un burdo mecanicismo en el cual la lucha de clases no
decide ni podría decidir nada.
Lo que se
corresponde con la idea de Plejanov de la libertad como mero
instrumento de la “necesidad histórica”. Pero la
comprensión de Marx, Lenin o Trotsky era mucho más dialéctica
que este determinismo. Y, a la hora de la revolución
socialista, a todos los efectos prácticos, opuesta a
Plejanov y el tipo de marxismo de la II Internacional.
Para Marx, son
los hombres y sus
luchas los que “hacen la historia” –claro que no
en el aire, sino “en condiciones históricas
determinadas”– en vez de ser un mero instrumento
pasivo de
ella: “La historia
no hace nada, no posee ninguna inmensa riqueza, no
libra ninguna lucha; el que hace todo esto, el que posee
y lucha, es más bien
el hombre, el
hombre real y viviente (...) no es, digamos, «la
Historia» la que utiliza al hombre como medio para labrar
sus fines –como si ella se tratara de una
persona aparente– pues la
historia no es sino la actividad del hombre que persigue sus
objetivos” (Marx
y Engels, La Sagrada
Familia).
Como se ve, para el marxismo clásico,
el “motor” de la historia son las clases en lucha
(clases que pelean en el marco de condiciones materiales
determinadas por la forma en que los hombres producen y
reproducen sus condiciones de vida), y no una supuesta
“necesidad histórica” que, cual deus ex machina, hace la historia por los hombres mismos. A decir verdad, semejante concepción (“la
necesidad siempre se abre camino”), aunque suele
presentarse por los enemigos del marxismo como propia del
materialismo histórico –para mejor ridiculizarlo–, es
completamente ajena a Marx. Lejos de ser “materialista”,
resulta más bien una apelación idealista
a una Historia con
mayúscula cuya “racionalidad intrínseca” o, para
decirlo en términos hegelianos, “astucia”, le permitiría
en última instancia imponerse
por sobre los hombres, las clases y las circunstancias.
Esta peligrosa “antropomorfización de la Historia” (que lleva a cabo
Plejanov y Arcary reproduce) es, entonces, lo opuesto a la visión de Marx, que no se cansó de burlarse de la filosofía
de la historia de Hegel en la medida en que, en ésta, el
Espíritu siempre se las ingeniaba para progresar en su
curso hacia la autorrealización. No es accidental que
precisamente este aspecto de la filosofía de Hegel sea el único
que rescata el marxismo estructuralista, por lo demás
rabiosamente antidialéctico. Para uno de sus mayores
exponentes, Louis Althusser, la idea de “proceso sin
sujeto” resultaba un verdadero hallazgo. Es perfectamente
lógico que estructuralismo, objetivismo y sustituismo
social se den la mano en este punto: en los tres casos, se
trata de buscar una mecánica social que haga avanzar el proceso
socialista… sin el sujeto
socialista por definición, la clase trabajadora. Aquí,
todo el peso de la mecánica social se carga sobre el lado
“objetivo” de la balanza, que queda así totalmente
desequilibrada.
En el mismo sentido, Hal Draper observa: “Lo que
era típico del punto de vista de Plejanov era su tosca
contraposición de lo «subjetivo» y lo «objetivo»,
simplemente rechazando
el primer plano; sin duda, consideraba esto como una
aplicación de la concepción materialista de la historia.
Pero es una falsa dicotomía: lo «subjetivo» (es decir, el
elemento político-psicológico) (...) o cualquier otro fenómeno
socio-político está
íntimamente relacionado a y es una parte de la situación
social total, aquello
que Plejanov llamaba el “lado objetivo” de la cosa (...)
Plejanov, entre otras cosas, fue pionero de ese «marxismo»
que pretendía convencer a la gente de que el materialismo
histórico es una fórmula «unilateral» [one-side
formula], que
no tiene en cuenta la interacción entre los factores políticos
y los demás factores sociales” (Hal Draper, The dictatorship of the
proletariat. From
Marx to Lenin, New York, Monthly Review Press, 1987, pp.
66-67).
Desde otro ángulo, es esta “tosca contraposición”,
mecánica y no dialéctica, la que nos presenta Plejanov
respecto del par dialéctico de “necesidad” y
“libertad”: la “libertad” no es simple y mecánicamente
la “necesidad hecha conciencia”, sino la actuación abierta
(a varias posibilidades) de los hombres, los partidos y las clases en
las condiciones históricas dadas5; algo muy distinto a afirmar que las clases sociales son meros
instrumentos de una racionalidad histórica predeterminada.
El intelectual marxista checo Karel Kosik señala que “en la tradición
materialista, comenzando por Hobbes, la libertad es
determinada por el espacio en que se mueve el cuerpo. Partiendo
de una concepción mecánica
del espacio, que es indiferente al movimiento y al carácter
del cuerpo y que determina apenas la forma exterior del
movimiento, y pasando por la teoría del ambiente social del
iluminismo francés, la concepción materialista culmina
con la intuición de
que la libertad es el espacio histórico que se desdobla y se realiza
gracias a la actividad
de un cuerpo histórico, esto es, la
clase. La libertad no
es un estado, es una actividad histórica que crea
formas correspondientes de convivencia humana, esto es, de
espacio social” (K.Kosik, Dialéctica de lo
concreto, México, Grijalbo, 1967, p. 240).
En el mismo sentido, dice Trotsky
en oportunidad de un momento particularmente dramático
de la Guerra Civil: “Acampando aquí, en las cercanías
de Kazan, podía uno estudiar, en una superficie
relativamente pequeña, los diversos factores que componen
la sociedad humana y sacar argumentos contra ese cobarde fatalismo histórico que
(...) se atrinchera
pasivamente tras el imperio de las leyes que rigen las cosas,
pero olvidando que el
resorte más importante de estas leyes es el hombre viviente
y activo” (Mi vida, Buenos Aires, Antídoto, 2006, p. 304).
Arcary,
aunque en su reflexión oscila y sugiere matices, no parece
resolver este decisivo problema de manera acabada. Su
resumen es que “la exposición de Plejanov, conocida como
una explicación notable
de la concepción marxista de la historia entre los
revolucionarios rusos, parece sólida e irrefutable. Sin
embargo, es necesario reconocer que la cuestión de los
sujetos políticos, tanto colectivos como individuales, no
se reveló tan simple. Reconocemos que la argumentación de
Plejanov es cuidadosa. Protege su argumentación anticipándose
a la crítica: si la presión de la necesidad puede ser neutralizada por hechos
innumerables e imprevistos (...) es porque los factores
objetivos no estaban lo suficientemente maduros (...). La
fuerza de la argumentación de Plejanov es que la ausencia
de Robespierre podría haber alterado las formas cuantitativas del proceso, pero no el contenido cualitativo de la dictadura jacobina (...) el rumbo de los acontecimientos habría sido esencialmente el mismo”
(Las esquinas...,
pp. 172-173).
La
reserva metodológica que Arcary no tiene la precaución de hacer en
su comentario de Plejanov es que esta evaluación podía ser
atinada respecto de la revolución burguesa y su mecánica más
objetiva, pero ya no respecto de un tipo histórico de revolución, la socialista,
en el que la “ecuación algebraica” de los factores
objetivos y subjetivos se ve sustancialmente modificada.
Aunque
Arcary se esfuerza por matizar las argumentaciones más
crudamente deterministas de Plejanov, le termina dando a los
factores subjetivos sólo la posibilidad de “adelantar”
o “retrasar” el desarrollo de los acontecimientos: “El
argumento fundamental de que la
necesidad finalmente siempre se abre camino y que nadie
es, por lo tanto, insustituible, puede y merece ser
problematizado. Tout
court, ese procedimiento seria un «fatalismo falso».
La «necesidad siempre se abre camino» es una conclusión
teóricamente legítima, pero no debe ser interpretada,
simplistamente, como un camino que «conduce inexorablemente».
La necesidad histórica es un concepto que el marxismo
reivindica, pero con cuidados y solamente cuando hace análisis
de altísimo nivel de abstracción teórica (...) Aun así,
parece indispensable reconocer que la necesidad opera siendo
neutralizada, por lo menos en parte, por innumerables
contratendencias que establecen variadas mediaciones.
La ausencia de los factores subjetivos x,
y o z, no plantea sólo posibilidades «cuantitativas» diferentes: la
tendencia de los acontecimientos podría ser retardada,
por ejemplo, por meses o años” (Arcary, cit., pp.
176-177).
¿Se
trata de que los factores “subjetivos” podrían
meramente “retardar” el proceso histórico de la
revolución socialista? ¿O, por el contrario, de que dentro
de determinadas condiciones históricamente
circunstanciadas, el proceso podría ir para
otra parte? O, lo que es lo mismo: a comienzos del siglo
XXI, ¿la revolución socialista sólo ha sido
“postergada”, pero “inexorablemente” vendrá por
“la presión de la necesidad histórica”? ¿O la
alternativa sigue siendo el socialismo o la barbarie?
En
nuestra visión, el devenir concreto de la dialéctica histórica y de la lucha de clases han actualizado de una manera notable el pronóstico alternativo
de Engels y Luxemburgo de dos vías para el curso de la sociedad humana: el socialismo o la barbarie. Lógicamente, al quedar en última
instancia preso del esquema de la “inevitabilidad histórica”
–sólo que con eventuales y molestos “retrasos”–
Arcary pierde de vista esta formulación dialéctica.
Es
evidente que Arcary se toma de una falsa analogía
de Nahuel Moreno que comparaba el curso histórico de la
revolución socialista con las vías de un ferrocarril. Según
Moreno, el proceso objetivo mismo era tan fuerte que
impulsaba al “tren” de la revolución por las vías del
“socialismo”, sólo que sin clase obrera y/o sin dirección
revolucionaria, el “tren” se detendría en alguna estación
antes del “destino final”. Al respecto, polemiza Roberto
Ramírez: “Las cosas han sido más
complicadas. Casi nunca los ferrocarriles tienen una
sola vía: hay
bifurcaciones, desvíos y también «vías muertas»; es
decir, que no llevan a
ninguna parte. Podemos decir que frente al tren de la
revolución se abren dos vías. Si lo conduce una
burocracia, tomará por una vía muerta. Si se impone el
programa de la democracia socialista y el conductor es
realmente la clase obrera autodeterminada, el tren tomará
la vía transicional al socialismo. Es que las burocracias,
organizadas en estados “todopoderosos”, no pararon el
tren después de la expropiación, sino que siguieron
marchando por otras
vías” (Roberto Ramírez, texto inédito).
Arcary,
en algunos pasajes, parece acercarse a esta línea de
pensamiento: “La disparidad entre la madurez de los
factores objetivos y los subjetivos se desenvuelve en un
proceso desigual y combinado, en las más diversas
proporciones, y de tal manera, que la amalgama resultante es
una sorpresa histórica.
En una palabra, la
subjetividad puede ser cualitativa” (Arcary, cit.). En
efecto, el proceso histórico-concreto vivo puede dar lugar
a “sorpresas históricas”
como ocurrió con la contrarrevolución estalinista y el
carácter anticapitalista pero no socialista de las
revoluciones de posguerra.
Pero Arcary, como asustado por haber llegado tan lejos,
inmediatamente retrocede
hacia un terreno más conocido: “Parece, por lo tanto, más
plausible considerar que las escalas de tiempo operan
contradictoriamente sobre los sujetos sociales en lucha: si,
a largo plazo, maduran cualitativamente los factores objetivos de la transición
post capitalista que fortalecen la clase trabajadora, en el corto
plazo, el atraso y la inmadurez de los factores subjetivos (...) dificultan
las condiciones para la victoria” (ídem). Aquí,
nuevamente, el lugar de los “factores subjetivos” se ha
vuelto meramente “cuantitativo”, no “cualitativo”: sólo
puede “dificultar” el progreso del proceso histórico.
En
definitiva, esta dialéctica de los factores objetivos y
subjetivos en la actual época histórica fue mucho mejor
resuelta por Rosa Luxemburgo: como está dicho, es el
socialismo o la barbarie. No
hay ni puede haber “necesidad histórica” que venga a
eximir a la clase obrera y a los socialistas revolucionarios
de las tareas epocales que tenemos por delante.
Tareas, sujetos y métodos en la revolución socialista
En su libro, Arcary vuelve sobre una discusión clásica:
¿cómo definir el carácter de una revolución? ¿Cuál sería
el elemento determinante? Arcary parte de recordar que en la
II Internacional predominaba el criterio de las “tareas”
a la hora de la definición del carácter social de una
revolución. Es sabido que, por lo tanto y mecánicamente,
en el caso del debate en Rusia, los mencheviques
consideraban que la revolución sería “burguesa” sin más.
Y, en esas condiciones, debía “dirigirla” la burguesía,
posición enfrentada desde ángulos distintos tanto por
Lenin como por Trotsky.
Luego
Arcary hace referencia a la ley de desarrollo histórico
que, en el caso del pasaje del feudalismo al capitalismo,
había permitido la realización de las tareas de una clase
por otra: la ley de desarrollo desigual y combinado. Y
agrega que si debe haber una combinación de los elementos
objetivos (tareas) y subjetivos (sujetos sociales y políticos),
en última instancia, lo decisivo para precisar el carácter
de una revolución sería “el contenido histórico-social
de los resultados”.
Pero si esto es a
priori plausible, en todo caso ameritaría una profunda
discusión sobre el carácter mismo de los “resultados”, que Arcary ni siquiera esboza, como
ya señalamos. De haberlo hecho, quizá se hubiese visto
obligado a considerar si los mismos “resultados” –es
decir, las tareas históricas cumplidas– no terminan
cambiando según la clase o fracción de clase que los lleve
adelante. Pero Arcary, sorprendentemente, a lo largo de toda
una elaboración dedicada a las revoluciones de la segunda
posguerra, no indaga en ningún momento el carácter
de las sociedades a los que estas revoluciones dieron lugar.
Sencillamente, el balance de las experiencias no
capitalistas del siglo XX, llámense Estados obreros
burocratizados, Estados burocráticos, socialismos de Estado
o como se quiera, parece totalmente fuera de su objeto de
estudio.
Arcary intenta hacer el planteo de que a la hora de
definir el carácter de una revolución opera un “conjunto
de los factores”. Pero finalmente no puede con su genio
–es decir, con su matriz teórica– y
termina haciendo pesar la usual concepción
determinista al afirmar que “el determinismo económico
es una manifestación de la presión –en última
instancia– de la necesidad
histórica” y que “la necesidad finalmente abre el
camino” y “exige que surja en la lucha una dirección
política” acorde a los objetivos de esa lucha.
A contramano, reiteramos, del marxismo clásico de
Marx y Engels, Arcary apela no a las condiciones
materiales en que los hombres llevan a cabo la producción
y reproducción de sus condiciones de vida, sino a una
supuesta e intangible “necesidad histórica” que opera
desde fuera de ellas para hacer la historia por los hombres
mismos. Este punto de vista, lejos de ser materialista, es más
bien un recurso al idealismo. En efecto, sostener que “la historia sabe abrirse camino” revela una matriz
mucho menos emparentada con el materialismo histórico clásico
(no el vulgar) que con los costados más idealistas y
conservadores del sistema hegeliano.
En estas condiciones, la ausencia de dirección política
revolucionaria (que para el Trotsky del Programa de Transición era la razón última de la crisis de la
humanidad) ha demostrado ser un hueso duro de roer. De hecho, una resolución tan mecánica y “automática” del
problema de la dirección tira por la borda la necesaria combinación dialéctica de factores (tareas, sujetos y métodos), efectivamente determinados por las circunstancias objetivas, pero a la vez determinantes
sobre el curso mismo de los procesos.
Continúa
Arcary: “Volvamos a los cuatro criterios que permiten
realizar la caracterización de una revolución. Siendo todos
necesarios para comprender la naturaleza de clase de la
revolución e indispensables para definirlas políticamente,
más aún siendo, muchas veces, contradictorias unas con
otras, como expresión de amalgamas históricas más
complejas –viejas tareas postergadas por demasiado tiempo,
nuevos sujetos sociales inmaduros, direcciones políticamente
precoces, resultados mucho menores a las expectativas–, ¿cuál
sería, entre ellos,
el criterio ordenador?” (ídem, p. 162).
Las esquinas peligrosas de la historia
resuelve mal este
aspecto tan crucial para cualquier teorización acerca de la
revolución socialista, porque Arcary –siguiendo en esto a
Moreno– le termina dando la razón a E. Preobrajensky en
su famoso intercambio de cartas con Trotsky de finales de la
década del 20.6
En
un trabajo anterior, advertíamos: “Como señalara el
propio Trotsky, existe
una dialéctica entre las tareas y el sujeto que las lleva a
cabo, donde no todo viene determinado por el contenido
objetivo de esas tareas, sino también por quién
y cómo las lleva adelante. En relación con este
problema, la Oposición rusa se dividió en dos alas: la de
dirigentes como E. Preobrajensky que al ver que la
burocracia supuestamente aplicaba el programa de la Oposición
de Izquierda, capitularon a Stalin y otra que tendía a
plantear que la manera de llevar adelante estas medidas, más
que una «revolución complementaria», significaban el
comienzo de la consumación de una contrarrevolución social
que llevaría a la perdida del carácter obrero del Estado.
Es el caso de Christian Rakovsky” (R. Sáenz, “Crítica
a la concepción de las revoluciones «socialistas objetivas»”,
SoB 17/18).
La versión de Arcary de la polémica epistolar entre
Trotsky y Preobrajenski fue que trató “la cuestión clave
de la articulación entre las fuerzas motrices de la
revoluciones, la presión de la necesidad histórica, la
forma de la urgencia de las tareas, y el lugar de la lucha
de clases en la forma del «sustitucionismo social»” (Las esquinas..., p. 163).
Y agrega: “Preobrajenski desacuerda con Trotsky
porque el autor de la teoría de la revolución permanente
insiste en la defensa de que, antes de las tareas históricas,
el criterio ordenador
de la naturaleza de clase de un proceso revolucionario, sería
el sujeto social”
(ídem). Es evidente que Arcary, como Moreno, simpatiza con
esta crítica de Preobrajensky a Trotsky, razón por la cual
la reflexión de este ultimo le parece “particularmente
sugerente”.
Pero
aquí se empiezan a mezclar dos problemáticas que atañen a
planos diferentes de abstracción, aunque están íntimamente
relacionados. Se trata, por un lado, de los criterios
metodológicos para definir el carácter de una revolución;
por el otro, el de la problemática histórico-política-estratégica
acerca de las posibilidades de sustituir a la clase obrera
en la revolución socialista.
Sin duda, el protagonismo social campesino en la
China de 1949 tuvo elementos de mayor “independencia” a
todo lo que indicaba la trayectoria histórica anterior.
Pero, a nuestro modo de ver, no se trató
de un ejemplo de “sustituismo social” de los
trabajadores que pudiera caminar en un sentido
“socialista”. Por el contrario, a la postre, se
demostraron como revoluciones anticapitalistas que, en
ausencia del proletariado, no pudieron encaminarse en una
perspectiva auténticamente socialista. Es esto, insistimos,
lo que la experiencia histórica del siglo XX ha puesto de
manifiesto: para definir el carácter de clase una revolución
no importan sólo las “tareas” a realizar; el sujeto y
la manera en que se llevan a cabo hacen también
a su naturaleza.
La
expropiación, aun en ausencia de la clase obrera, es
obviamente una tarea anticapitalista. Pero sin ella no puede
devenir en auténticamente
socialista. Dicho de otro modo: se la podría considerar
“socialista”, pero sólo formalmente,
porque ante la ausencia de la clase obrera y de los
mecanismos de la democracia socialista, no
se abre el proceso real de la transición hacia la
socialización de los medios de producción. Por el
contrario, éstos quedan –como quedaron– bajo el control
monopólico de una burocracia de Estado que, más allá de
concesiones determinadas a los trabajadores, puso la
acumulación al servicio de
su propio
fortalecimiento, no de la clase obrera misma y sus futuras
generaciones.
Al
respecto, es muy ilustrativo lo que dice István Meszáros:
“El viraje trascendental en cuestión implica no solamente
derrocar el dominio del capital en el orden existente (...).
En otras palabras, significa hacer
imposible la reaparición del mandato del capital sobre el
trabajo (...)
instituyendo y consolidando la actividad autodeterminada de
los productores asociados. Esto sólo se puede lograr
mediante la devolución de las condiciones objetivas (es
decir, los materiales y los medios) de producción como
propiedad genuina y sustancial a los productores mismos, en contraste con la vacía
definición jurídica de propiedad colectiva
experimentada históricamente, y que permanecía en realidad
bajo el control de una autoridad estatal por separado (...).
Porque lo que realmente decide el punto es la exitosa
transferencia –del capital a los productores– del control
efectivo de las varias unidades de producción (...). Y
esto equivale a una socialización genuina del proceso de producción (...) mucho más
allá del problema inmediato de la propiedad en
oposición a su remota administración jerárquica a través
de la «estatalización» y la «nacionalización»
(...). En otras palabras, lo que está en juego es
primordialmente político-social”
(István Meszáros, Más
allá del capital, pp. 920, 922 y 1063).
En
efecto, es un rasgo específico y propio de la revolución
socialista la íntima conexión entre la revolución y las
tareas que se desprenden de ella. Y si los medios de
producción expropiados a los capitalistas no pasan de
manera efectiva a
manos de la “clase obrera organizada como clase
dominante” (Marx) o del “Estado de los obreros
armados” (Lenin), la inevitable continuidad del trabajo
asalariado y de las formas de “autoexplotación” de los
trabajadores conducirán a una acumulación no al servicio
de los trabajadores, sino
de la burocracia.
No
otra cosa es lo que ocurrió en la experiencia histórica
real del siglo XX, que sirve de advertencia de que en la
transición socialista la combinación de factores
“objetivos” y “subjetivos” es mucho más fluida e
interpenetrada que la relativa autonomía de que gozan en el
capitalismo las esferas de la economía y la política.
Al
respecto, señala agudamente Roberto Ramírez: “No es
posible generalizar a todas las formaciones económico-sociales
(y menos aún a las «transitorias» entre el capitalismo y
el socialismo) una característica que sí es casi
exclusiva del capitalismo, a saber, la separación
extrema entre
estructura y superestructura, entre las relaciones de
producción y las de dominación política, entre
la economía y el estado (...). Esto da al capitalismo,
en esa esfera política, un carácter extremadamente «plástico»,
que no tienen ni podrían tener otras formaciones económico-sociales,
tanto precapitalistas como poscapitalistas (...) nada de eso
puede suceder cuando se expropia a los capitalistas: estado,
régimen y economía dejan de ser (relativamente) «autónomos».
Se termina esa «externalidad» mutua entre producción y
estado (...) Así, la política
y la democracia
socialista (superestructura) es parte
integrante e inseparable de las relaciones de producción
(estructura) de la transición. Y esto también puede
decirse de la otra alternativa de la producción, la del
plan burocrático: también está sobredeterminada
por la política e intereses de la burocracia, que no
puede tolerar la democracia socialista, porque le haría
imposible apoderarse de una parte importante del
excedente” (mimeo
ya citado).
Ya
el propio Trotsky había sostenido que “a diferencia del
capitalismo, el socialismo no se construye mecánicamente,
sino más bien de
manera consciente”. Esta es una de las diferencias
específicas más grandes con la revolución burguesa, que
podía basarse en el automatismo
del desarrollo económico y en una separación históricamente
particular entre economía y política, que no había
sido característica de ninguna
formación social histórica anterior y que tampoco
lo es de la transición socialista. Trotsky agregaba
ilustrativamente que “una vez liberadas de sus frenos
feudales, las relaciones burguesas se desarrollan automáticamente.
Muy distinto es el desarrollo de las relaciones socialistas,
porque el Estado obrero asume un rol directo de economista y
organizador” (citado por R. Sáenz, en “Crítica...”).7
En
contraposición con este criterio, Arcary defiende la
argumentación central de Preobrajensky contra Trotsky:
“Su error fundamental recae en el hecho de que usted
determina el carácter de una revolución sobre la base de
quien la hace, que clase, o sea, por el sujeto efectivo,
al paso que atribuye una importancia secundaria al contenido
social objetivo
del proceso” (citado en Las
esquinas..., p. 163).
Es
esta conclusión teórico-estratégica corroborada por la
experiencia histórica la que deja en evidencia el anacronismo
de la tesis principal de nuestro autor: la del
sustitucionismo social de la clase obrera en la revolución
propiamente socialista. Sobre la base de las condiciones
determinadas por la superación de la división entre países
“maduros” e “inmaduros” para la revolución
socialista, lo que decide su carácter es quién
la hace, es decir, el sujeto
efectivo que la lleva a cabo.
El
curso histórico ha dejado un balance, entendemos, palmario
y en un sentido opuesto
a la reflexión de Arcary: la
revolución socialista auténtica es encabezada por la clase
obrera con sus organismos y partidos o no es revolución
socialista. Y, en ese caso, la transición queda
bloqueada, como ocurrió en la ex URSS de Stalin o en la
China de Mao.
El debate en la Oposición de izquierda
Veamos
más de cerca el debate entre Preobrajensky y Trotsky acerca
de China, en el que Arcary –insistimos, inspirado en
Nahuel Moreno en este punto– concede la razón al primero.
Al respecto, cabe recordar que cuando Preobrajensky termina
capitulando al estalinismo, se escuda en una argumentación
que violenta el
equilibrio entre los factores objetivos y subjetivos que
supone la dialéctica marxista.
La
capitulación de “los tres” (Preobrajensky, Radek y
Smilga) en junio de 1929 abrió una de las crisis más dramáticas
en la Oposición de izquierda rusa y se procesó alrededor
de qué posición asumir frente de las medidas de
colectivización forzosa e industrialización acelerada que
estaba tomando Stalin.
Que
el propio Trotsky ya estaba precavido contra el peligro de
las concepciones objetivistas y economicistas en la transición
lo podemos ver en la siguiente argumentación de 1926: “El
análisis de nuestra economía desde el punto de vista de la
interacción (tanto en sus conflictos como en sus armonías)
entre la ley del valor y la ley de la acumulación
socialista es, en principio, un enfoque extremadamente
provechoso: más precisamente, el único correcto (...) Pero
ahora hay un peligro creciente de que este enfoque metodológico
sea convertido en una perspectiva
económica acabada que prevea el «desarrollo del
socialismo en un solo país». Hay motivos para esperar, y
temer, que los seguidores de esta filosofía, que se han
basado hasta ahora en una cita mal entendida de Lenin, van a
tratar de adaptar el análisis de Preobrajensky convirtiendo
un enfoque metodológico en una generalización para un
proceso casi autónomo” (citado por R. Sáenz, “Crítica...”).
La
paradoja fue que el propio Preobrajensky, que había hecho
un valioso aporte al problema con su libro La
nueva economía, fue quien terminó cayendo en esta
“generalización para un proceso casi autónomo”, en razón
de la cual –en una compresión mecanicista y economicista
de la transición– capitula frente a Stalin luego del giro
“izquierdista” de éste.8
Esta
misma cuestión es planteada por el principal dirigente de
la Oposición de izquierda rusa después de Trotsky,
Cristian Rakovsky, que señalaba que era imposible
considerar las medidas del “giro” de Stalin independientemente
de quién y cómo las estaba tomando:
“Preobrajensky me ha respondido con una larga carta en
la cual afirma que tengo razón, que «la situación en
nuestro aparato de Estado y en nuestro aparato de partido
exige una reflexión relativa a todas estas cuestiones,
basadas en las enseñanzas del marxismo-leninismo sobre el
Estado». Esta por trabajar una minuta acerca de «los éxitos
y fracasos en la edificación del socialismo en la URSS»
durante los años de la dictadura, que tendrá un capítulo
sobre la «burocracia socialista». Él considera, sin
embargo, que mi punto de vista es «subjetivista», y
destaca que el conflicto con el kulak
es un hecho «objetivo», que continuará desarrollándose e
influenciando el partido mismo”. Pero, agrega Rakovsky, de
ninguna manera se podría perder de vista que “el
desarrollo de este conflicto, en un sentido u otro,
depende de la relación con el partido (...) Es
imposible evitar el «subjetivismo»” (“Cartas de Astrakán”).
Así,
la lucha contra el kulak
emprendida por la fracción estalinista de ninguna manera
podía concebirse como un proceso que pudiera desarrollarse
en un sentido socialista de manera independiente
de la propia acción del partido: el quién y cómo
llevara adelante las tareas de la industrialización y
colectivización agraria hacían a su carácter mismo. A
nuestro modo de ver, la
experiencia histórica
le dio enteramente la razón a Rakovsky contra Preobrajensky.
En
cambio, Arcary vuelve a la carga en su defensa del punto de
vista “preobrajenskiano”:
“Preobrajensky desacuerda con Trotsky porque el autor
de la teoría de la revolución permanente insiste en la
defensa de que, antes de las tareas históricas, el criterio
ordenador de la naturaleza de clase de un proceso
revolucionario será el sujeto
social (…) [son] los términos de dos problemas
inseparables: la cuestión de la naturaleza social de la
revolución y la posibilidad de un protagonismo
revolucionario campesino independiente como expresión de un
sustituismo social
elevado a la enésima potencia (…) Veamos ahora en que
medida la historia confirmó o no el vaticinio de
Preobrajensky. El previó que, después de la devastadora
derrota en Canton, sería necesario todo un intervalo histórico
para la recuperación del proletariado (...) Sugirió en
forma pionera que la primera línea del protagonismo
revolucionario podría ser asumida por los campesinos. Una
de las más impresionantes paradojas históricas
imaginables: la revolución socialista triunfó como
revolución agraria antiburguesa en algunos de los países más
pobres y atrasados de la economía mundial sin que la clase
obrera hubiese cumplido un papel más relevante” (Las esquinas..., p. 163 ss.)
Y
Arcary remata el razonamiento con su consabido argumento de
la historia como deus
ex machina que hace el socialismo
por la clase obrera:
“Bajo la presión
terrible de la descomposición de las condiciones
objetivas –las crisis económicas, sociales y políticas
de regímenes tiránicos, «la
historia abrió el camino», y otras
clases, no el proletariado urbano, asumieron un papel
revolucionario y avanzaron más allá del capitalismo. Más
importante aún: como la totalidad es mayor que la suma de
las partes, no alcanza considerar unilateralmente uno de los
factores para concluir una caracterización social de una
revolución (...) Ningún factor es suficiente para prever o definir la naturaleza
social de la revolución. A todos esos factores hay que
incorporar el estudio de la dinámica político-histórica,
o sea, el signo de la
etapa mundial” (ídem, p. 167).
Esta
argumentación tiene un claro sesgo determinista, porque,
como ya señalamos, la etapa marca la actualidad
histórica de la revolución socialista, pero eso no
puede significar que, como consecuencia, todas
las revoluciones de esta época fueran socialistas.
En
pleno furor chavista, muchas corrientes “trotskistas”
harían bien en reexaminar por qué Trotsky paró su teoría
de la revolución “sobre los sujetos”, esto es, sobre la
base de condiciones determinadas, alrededor
del sujeto social
efectivo que la encabezara. Porque en el complejo total
de factores, y en las condiciones de una determinada
estructura social, lo que decide en última instancia el carácter propiamente socialista de la
revolución son las clases que la componen y su acción.
Sólo las clases en lucha pueden “abrir el
camino”
Si
se argumenta, en cambio, como la hace Arcary, que la
“historia siempre se abre camino”, queda entonces el
recurso al “sustituismo social”, a nuestro juicio
condenado por la historia del siglo XX.
Recordemos
que la teoría del sustituismo proviene de la interpretación
de Isaac Deutscher sobre el derrotero de la ex URSS a partir
de la década del 30 y de las revoluciones de la posguerra.
Clásicamente, esta teoría presentaba al Partido Comunista
estalinizado como, a pesar de todo, “encarnación de los
intereses históricos” de la clase obrera en ausencia
total de ésta o en condiciones de sometimiento opresivo (e
incluso explotador) del proletariado.
A
nuestro modo de ver, esta “teoría” no es más que el
recurso idealista
a un factor externo
que vendría a realizar las tareas de la transformación
social por la clase trabajadora. En estas condiciones, Stalin era visto
como “realizador”, a pesar de todo, de “tareas históricamente
progresivas”.
Para
el caso de la revolución china de 1949, Deutscher señalaba
que “la hegemonía revolucionaria de la Unión Soviética realizó (a
pesar de la obstrucción inicial de Stalin) lo
que de otro modo solamente los obreros chinos podrían haber
conseguido: empujar a la revolución china en una
dirección antiburguesa y socialista. Con el proletariado
chino casi disperso o ausente del plano político, la
fuerza de gravedad de la Unión Soviética convirtió a
los ejércitos campesinos de Mao en agentes del
colectivismo” (citado por R. Sáenz en “China
1949...”).
Es
indiscutible el peso de la ex URSS en las décadas
posteriores a la Segunda Guerra Mundial, pero suponer que
haya podido sustituir a la clase obrera en un sentido
socialista es francamente ir demasiado lejos. En el ámbito
de la lucha de clases no hay
“ley de gravedad” o de la física newtoniana que
pueda determinar el carácter socialista de la revolución
sin clase obrera ni vínculo alguno con ella.9 La
“física política” de la revolución socialista no
funciona según el determinismo del “horror al vacío”;
esto es, “si la clase obrera no ocupa la escena para
cumplir las tareas históricas, la historia se abrirá paso a
través de otras clases”. Si el proceso político está
socialmente vaciado de clase obrera,
también lo estará de contenido auténticamente socialista.
En
un orden análogo de problemas, pero en referencia a la
planificación en la transición y al cuestionamiento a una
supuesta racionalidad “per se”, “objetiva”, de ésta,
Meszáros observa que “el
ataque del orden poscapitalista al fetichismo de la mercancía
–con el fin de hacer transparentes y razonablemente
modificables las funciones productivas y distributivas
sociales– está condenado
al fracaso a
menos que se vea complementado
con medidas adoptadas conscientemente con el fin de prevenir la aparición de un nuevo tipo de personificación del capital, a cargo de la extracción
de plustrabajo regulada políticamente. Porque la continuación
del mando separado
sobre el trabajo, incluso si éste asume una forma muy
diferente de la de su variedad capitalista, reproduce la
determinación antagonística adversarial de la manera en que son llevadas las funciones metabólicas sociales” (I. Meszáros,
cit., p. 920).
Y
agregaba: “La desdichada combinación de la toma de
decisiones ejecutiva y jerárquica en el lugar de trabajo y
el bien fundado resentimiento de la gente que sufre las
consecuencias de esta forma
«socialista» de alineación de su propio poder de toma
de decisiones tan sólo puede producir la anarquía del
taller de trabajo (en forma de «encabalgamiento de horarios»,
desperdicio de material y de tiempo, escasa motivación para
el aprendizaje de nuevas y mayores habilidades y negligente
ejercicio de la destreza productiva incluso en el nivel
inferior, etc.), por una parte, y por la otra, como su
remedio consecuencial e ilusorio, la intensificación
definitivamente contraproducente del control burocrático
centralizado” (ídem, p. 856).
Lejos
de todo criterio de racionalidad
abstracta de la planificación, Meszáros habla de la real y existente anarquía en los lugares de trabajo producto de la desafectación de los
productores, sometidos a la mano de hierro de la
burocracia. Anarquía
de la producción que no
es análoga a la del capitalismo, pero que, sin embargo, se
pone en marcha ante la ausencia de un verdadero metabolismo
democrático en la producción, dado el desarrollo de “un
nuevo antagonismo entre producción y control social de la
misma”. En suma, la lógica
objetivista tampoco funciona en la transición socialista.
Volviendo
a Deutscher, la metodología que subyace a sus tesis
implicaba una lógica determinista histórica abstracta, más emparentada con la tradición de la II Internacional que con
el marxismo revolucionario. Y las tesis deterministas van
aquí de la mano con las sustituistas, ya la clase
trabajadora aparece reemplazada por una burocracia estalinista que, siguiendo una “mecánica
objetiva” similar
a la de la revolución burguesa,
viene a “conservar” (“con sus propios métodos”) las
adquisiciones de la revolución. Stalin deviene Napoleón
Bonaparte.
Pero
esta elaboración, anclada en un momento histórico muy
distinto al actual, no puede sostenerse hoy, cuando,
contando con el beneficio de la mirada retrospectiva,
sabemos que la supuesta “resolución de las tareas” en
nombre de la clase trabajadora y no por
la clase como tal, se revirtió en la puesta en pie de inéditas
relaciones de opresión
y explotación en
las sociedades donde fue expropiado el capitalismo. Claro
que ni Arcary ni muchas corrientes que se reivindican
“trotskistas”, en su evaluación histórica de estas
revoluciones, se molestan en remitirse a sus resultados
históricos efectivos.
Efectivamente,
en la historia anterior ha existido una desigualdad de
tareas y sujetos, y actores sociales determinados tomaron en
sus manos tareas de otros. Sobre esto se apoya Arcary: “El
sustitucionismo social, el «núcleo duro» de la teoría,
se apoya en una comprensión de que la
fuerza de la necesidad de las tareas a escala mundial ejerce un grado tan elevado de presión que el programa que históricamente correspondía a una
clase, pero que, por las más diferentes razones, faltó
a su encuentro con la historia, pasaría
a ser cumplido por otra. Era, tal vez, en ese sentido
que Marx acuñaba su famoso «la historia no se plantea
problemas que no se puedan resolver»” (V. Arcary, “La
concepción marxista de la historia y la definición de época
revolucionaria”, en www.pstu.org.br).
Pero
de lo que se trata aquí es de si las tareas de la revolución
proletaria podían resolverse en un sentido auténticamente
proletario y socialista aun en ausencia de la propia clase
trabajadora. Y toda la respuesta del siglo XX es negativa. Porque es cierto que el
“proceso objetivo” condujo a la realización de genuinas
e inmensas revoluciones democrático-nacionales,
antiimperialistas y anticapitalistas como la china y otras
en la segunda posguerra. Pero lo que no puede dejar de
reconocerse –menos aún a la vista de los resultados,
ventaja que los trotskistas de posguerra no tuvieron– es
que estas revoluciones han sido sin socialismo.
Decíamos
en un trabajo anterior: “La reforma agraria, la
independencia del país del imperialismo y la expropiación
fueron tareas que en las revoluciones de posguerra asumieron
un carácter anticapitalista. Pero el error estuvo en que se
las asimiló, mediante un esquema mecánico y economicista,
a revoluciones obreras y socialistas. Porque en sentido histórico
los dos polos son las clases fundamentales: la clase
capitalista y la clase obrera. Pero en tiempo real
–incluso destacado por Moreno– se estaba viviendo el fenómeno
del fortalecimiento colosal del aparato estalinista, que,
por una circunstancia histórica completamente imprevista,
original y específica, se había encaramado en un
Estado (y estados) como producto de la degeneración de una
auténtica revolución socialista y de un Estado obrero
real. Por lo tanto, en términos circunstanciados,
había aparecido en la escena histórica un
tercer actor, condenado a perecer, no
orgánico, pero que nosotros no consideramos en modo
alguno parte de la clase trabajadora ni sujeto de la
realización de tareas de la clase obrera (sustituyéndola),
que requería una comprensión particular: la burocracia
estalinista. En sus manos, la expropiación y la planificación
estatal constituyeron medidas anticapitalistas, pero de
ninguna manera obreras y socialistas” (R. Sáenz, “Las revoluciones de posguerra y
el movimiento trotskista”, SoB 17/18, pp. 109-110).
Lamentablemente,
el esfuerzo de elaboración de Arcary y de la corriente del
PSTU, en vez de recoger un saldo de décadas de experiencia
histórica y de acontecimientos histórico-universales que
echan nueva luz –“paradójicamente”,
confirmando muchos puntos clásicos
del marxismo– sobre las condiciones de un proyecto
socialista en el nuevo siglo, se aferra a un esquema teórico
y a un marco histórico no sólo erróneos, sino
correspondientes a otro período. En ese sentido, más que
contribuir a la renovación y la reafirmación de la
vigencia del marxismo revolucionario como herramienta teórica,
política y estratégica, esta elaboración deja traslucir
cierto anacronismo y conservadurismo que flaco favor le
hacen a la causa de la lucha emancipadora de la clase
trabajadora.
Notas:
1 Ver “China 1949, una revolución campesina
anticapitalista” en SoB 19. Más allá de las definiciones
de Arcary, que consideramos erróneas, es cuestionable que
no haya prácticamente ninguna
investigación empírica acerca de los procesos históricos
concretos.
2 En otro trabajo hemos señalado –siguiendo en
este punto al marxista norteamericano Hal Draper– una
valoración opuesta a la que presenta Arcary. Ni Marx
respecto de los jacobinos, ni Lenin, al reivindicar la
tradición militante y combativa de corrientes pequeño
burguesas como los populistas rusos perdieron jamás de
vista que esta tradición remitía a sectores de clase no
obreros sino de voluntad sustituista, mesiánicos, a
diferencia de lo que caracteriza a la revolución proletaria
como “revolución de la inmensa mayoría en interés de la
inmensa mayoría”.
En ese contexto, Draper señala que, contra lo que se podría
suponer, en su reivindicación de las corrientes de la
revolución francesa Marx dejaba afuera todo el espectro de
los jacobinos en favor de dos tendencias poco conocidas: los
social-girondinos, alrededor del “circulo social” y Abbé
Fauchet, y el ala revolucionaria
del ascenso, los enragés,
que rechazaban al jacobinismo y su dictadura desde la
izquierda y desde el punto de vista de las clases
trabajadoras (ver Leclerc y Jacques Roux).
3
En el mismo sentido metodológico señalan los biólogos
dialécticos Lewontin, Rose y Kamin: “Las explicaciones
dialécticas (...) no separan las propiedades de las partes
aisladas de las asociaciones que tienen cuando forman
conjuntos, sino que consideran que las propiedades de las
partes surgen de estas asociaciones. Es decir, de acuerdo
con la visión dialéctica, las propiedades de las partes y
de los conjuntos se co-determinan mutuamente”. En
No está en los genes. Racismo, genética e ideología,
Barcelona, Crítica, 2003, p. 23.
4
Perry Anderson es otra de las problemáticas “fuentes de
inspiración teóricas” de Arcary. Muchas veces se olvida
que éste ha sido un aplicado discípulo de Isaac Deutscher
y de Althusser. Precisamente, el conocido libro de Anderson
contra E. P. Thompson es esencialmente una defensa del
objetivismo muerto del autor francés.
5
El citado Thompson acuñó esta bella sentencia: “Los
hombres y las mujeres son los agentes siempre frustrados y
siempre resurgentes de una historia no dominada”.
Véase también su notable texto de ruptura con el
estalinismo (“Una carta a los filisteos”), en el que, a
pesar de sus falsas apreciaciones acerca de la batalla histórica
de León Trotsky, se esbozaba un soplo refrescante respecto
de las versiones más anquilosadas del marxismo.
6 Recordemos que la crítica de Moreno a las tesis de La
revolución permanente era que “estaban paradas sobre
los sujetos y no sobre el proceso objetivo”. Y que, por lo
tanto, había que “dar vuelta la formulación, parando la
teoría sobre el proceso objetivo” y no los sujetos.
7 De manera más general y poética, decía también
Trotsky: “El modo de vida comunista no
crecerá ciegamente, a la manera de los arrecifes de
coral en el mar. Será edificado conscientemente.
Será controlado por el pensamiento crítico. Será dirigido
y rectificado (...). El hombre se esforzará por gobernar
sus propios sentimientos, por elevar sus instintos a la
altura de lo consciente y por hacerlos transparentes, por
dirigir su voluntad en las tinieblas del inconsciente”
(citado en Jacquy Chemouni, Trotsky
y el psicoanálisis, Buenos Aires, Nueva Visión, 2007,
p. 45).
8
La base de apoyo “metodológica” para este punto de
vista se puede rastrear en los aspectos unilaterales
de su por otra parte importante obra La
nueva economía.
9 “Cabe tomar nota que el término de «ley» es
empleado de maneras muy diferentes en esos dos casos. Cuando
es impuesta gracias a un mecanismo que se hace valer ciegamente,
Marx lo analiza como
análogo a la ley natural
mediante la cual quiere caracterizar al sistema
capitalista. Pero existe otro sentido de “ley”, que
representa un marco o
procedimiento de regulación ideado por una agencia humana
en fomento de sus objetivos elegidos. Es este último sentido –«la
ley que nos damos»– el que resulta pertinente en el
contexto del empleo económico del tiempo bajo las
condiciones del sistema comunal. De acuerdo con ello, Marx
insiste en que esa clase de regulación del tiempo
disponible de la sociedad es «esencialmente diferente de una medición de valores de
cambio (trabajo o productos) mediante el tiempo de trabajo»”
(István Meszáros, cit., p. 879).
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