|
|
Socialismo
o Barbarie
revista Nº 22 |
A
propósito de una polémica
Eduardo
Sartelli, el PTS y el objetivismo
Por
Luis
Mankio
“¿Qué
me venís a hablar de socialismo, si eso
se cayó a
pedazos y según parece dejaba bastante que desear?” La frase
pertenece a un obrero de la industria automotriz argentina y fue
pronunciada durante una asamblea en la que participaban compañeros
del gremio que se reivindicaban de izquierda. Creemos no forzar la
realidad si decimos que podría repetirse casi en forma idéntica
en cualquier otro lugar de América o Europa, y nos parece un
excelente resumen de los problemas en discusión que trataremos
aquí.
Nuestra
intención es terciar en una polémica que se planteó entre
Eduardo Sartelli –director de Razón
y Revolución–
y el PTS, desarrollada hasta la fecha en tres textos.1
Estamos
plenamente convencidos que el intercambio de pareceres y la
discusión franca es una característica fundacional del marxismo,
y que se hace más perentoria aún en la actualidad. Bajo esa
premisa, intentaremos poner sobre el tapete algunas
caracterizaciones y problemas que consideramos vitales para el
siglo XXI y que los compañeros no resuelven o directamente
formulan –creemos– en forma incorrecta.
Por
otra parte, coincidimos con lo dicho por los compañeros Castilla
y Ros, del PTS, cuando saludan la publicación de obras como la de
Trotsky y demás clásicos del socialismo revolucionario, tarea
que la organización dirigida por Sartelli viene realizando. Al
PTS también le cabe un reconocimiento por el mismo motivo –algo
que aquél pasa olímpicamente por alto–, y, a riesgo de no
parecer humildes, digamos también que nuestra corriente viene
llevando a cabo un trabajo editorial importante en ese mismo
sentido.2
LA
EFICIENCIA,
EL
SUJETO Y EL PODER
Aclaramos
que no abordaremos en este trabajo un eje importante de la polémica
mencionada, como es el de la característica y las tareas de la
revolución argentina, que como no puede ser de otra manera
requiere de un estudio acabado de la estructura económico-social
–entendida como una totalidad
jerarquizada–
de nuestro país en la actualidad.3
Tampoco
desarrollaremos –aunque, tangencialmente, forme parte del eje a
tratar– la especificidad
de la
realidad cubana actual y la posibilidad de que una “fracción de
la burocracia” encabece o propicie un cambio estructural en
sentido revolucionario, como sostiene Sartelli. Al respecto,
remitimos al serio trabajo de Roberto Ramírez que se publica en
esta misma edición.
El
problema central al que nos abocaremos, y que por cierto engloba y
subsume a los dos que mencionamos anteriormente, es el de la
designación de revoluciones
socialistas auténticas para
procesos revolucionarios acaecidos durante el pasado siglo. De ésta
se desprenden estrategias y posicionamientos respecto del mundo
actual y de las tareas planteadas a los marxistas revolucionarios.
Pedimos
disculpas por la profusión de citas, pero las creemos
imprescindibles para comprender bien qué se está discutiendo y
con qué fundamentos.
En
el prólogo de marras, Sartelli señala: “Revolucionarios
consecuentes los ha habido de a millones, afortunadamente.
No
menos millonaria es la cifra de los valientes, obviamente, en la
izquierda tanto como en la derecha. Lo
que caracteriza a los bolcheviques es la eficiencia
revolucionaria, una cualidad rara, sólo compartida por Mao y,
probablemente, los vietnamitas y Fidel Castro.
De hecho, la ‘vía rusa’ y la ‘china’ han sido, hasta
ahora, las únicas
estrategias exitosas
para la toma
del poder. Ése es el corazón del problema que todo
revolucionario tiene por delante ¿cómo es posible la victoria?
(...) Las revoluciones rusa y china nos muestran, entonces, el
resultado de un
trabajo bien hecho,
al menos en relación con la construcción del poder
revolucionario. También es cierto que la victoria no puede
adjudicarse exclusivamente a la estrategia. En más de un sentido,
Lenin, Trotsky y Mao han representado el papel de las personas
correctas, en el lugar adecuado y en el momento justo” (ES 1,
p.1. El resaltado es nuestro en todas las citas, salvo indicación
en contrario).
Que
la toma del poder constituye un plano fundamental de toda
estrategia revolucionario es casi el abecé. No está de más
recordarlo, máxime después del auge autonomista expresada por
los Negri, Holloway y Marcos, que se jactan por haberla
abandonado. Lo que falta en la visión de Sartelli es la respuesta
a la pregunta de quién
y cómo
se adueña
del poder, y para
qué. Se
deja ver que las revoluciones rusa y china habrían resuelto bien
el problema.
Y esto nos remite efectivamente al tema de la eficiencia
en la
captura del poder político.
Al
poner todo el énfasis en dicho aspecto, éste se convierte en una
cuestión técnico-militar,
aunque una revolución es en primer lugar, como todos sabemos, un
asunto siempre político-social.
Y aquí político
refiere a la
más vasta acepción del término: la totalidad
de las
relaciones sociales. Lo que remite al sujeto
social que
lo llevará a cabo.
En
verdad, podríamos ampliar la lista señalada en el prefacio –el
propio autor lo hará– con la dirección sandinista, la que
encarnó el ayatollah Komeini en el Irán de 1979, etc. Si de eficiencia
se trata
–en cuanto a destruir el Estado existente y a sus fuerzas
armadas– todos los ejemplos citados aprobaron con creces la
prueba de la historia. Incluso el propio Sartelli reconoce la
existencia de valientes
(otra vez,
un valor “en sí”) en la propia derecha, a lo que agregamos
que ésta tampoco estuvo exenta de eficiencia
para alzarse
con el gobierno, como fue el levantamiento de Franco en España,
por nombrar un caso paradigmático.
Pero
si el criterio de eficiencia,
de éxito,
fuese el rasero por el cual se debe medir a los revolucionarios
socialistas, el propio Marx –cuyos consejos no fueron tenidos en
cuenta por los comuneros de 1871–, Rosa Luxemburgo y su
corriente espartaquista en la revolución alemana de 1918, el
Gramsci consejista de comienzos de la década del 20 y, desde ya,
el Trotsky que no podía torcer la línea del POUM en Barcelona
estarían justamente invalidados por la historia.
Afirmación
que caería por su propio peso.
Por
caso, cuando Sartelli descalifica al PCR o al ERP porque éstos
ponen como sujeto de la revolución en Argentina al campesinado,
termina teniendo
razón, pero por malas razones:
invalida la premisa porque en nuestro país este sujeto social es
inexistente y, por ende, la estrategia carecería de eficiencia
alguna. No
existe un cuestionamiento a ese actor social en
tanto tal,
no hay una afirmación en el sentido de que ese estrato social no
puede por sí construir el socialismo –y China será un magnífico
ejemplo de esto, como veremos– si no es bajo la dirección política
de la clase obrera y sus organismos. Tales con- sideraciones ni se
le cruzan a Sartelli. Para él, sólo basta con que la
“persona” correcta esté en el lugar y el momento correcto.
Otra
media verdad (es decir, mentira entera): es cierto que Trotsky decía
que Octubre no se hubiera consumado sin el arribo de Lenin. Pero
Trotsky no piensa en el Lenin “eficiente” estratega
militar,
sino en el Lenin que es intérprete
y expresión de los intereses presentes e históricos del
proletariado conduciendo
tras de sí a los estratos campesinos. Su eficiencia
como
dirigente político se manifiesta en la comprensión de esa
necesidad y en su tenacidad para llevarla a buen puerto. Al líder
de la revolución rusa no le era para nada indiferente quién
y cómo
se hacía
del poder.
Además,
lo que a Sartelli no se le ocurre mencionar o plantearse siquiera
–¿qué hubiera contestado en la asamblea obrera que citábamos
al comienzo?– es el
destino final y el resultado histórico de
esas sociedades en donde fue expropiado el capitalismo. No nos
adelantemos, porque será en su segundo texto donde pareciera
asomar una respuesta más acabada.
LAS
REVOLUCIONES SOCIALISTAS “OBJETIVAS”
Los
compañeros del PTS, en su reseña, luego de plantear algunas críticas
bastante correctas en relación a este tema de la eficiencia,
deslizan
una conceptualización que también nos permitiremos cuestionar.
Afirman: “Tres aspectos constituyen el núcleo de la revolución
permanente: en primer lugar, en los países de desarrollo
rezagado, la consecución de los fines de la revolución democrático-burguesa
pasa por la transformación
de la clase obrera en clase dominante (...)
Fidel
Castro y Mao “cumplieron” la primera de estas leyes a
pesar de su propia estrategia original. (PTS, pp. 214-215).
Más
allá de las comillas que introducen los compañeros, se desprende
del resto del párrafo –y los subsiguientes– que opinan que
tanto la dirección maoísta como la castrista elevaron a la clase
obrera como clase dominante en los estados que a la postre
construyeron. Pero los hechos históricos irrefutables son que
esta condición –que, como todo trotskista sabe, conforma un eje
central de las tesis de la revolución permanente de 1928– se
halló completamente
ausente en
los procesos revolucionarios tanto chino como cubano.
Y
aquí llegamos a un nudo del debate en cuestión. Gran parte de la
explicación de por qué organizaciones que pretendieron
constituirse en un embrión de IV Internacional, como el
mandelismo en todas sus vertientes, la actual LIT y los grupos que
se dicen –con evidente “beneficio de inventario”–
morenistas, fracasaron y se desbarrancaron teórica y políticamente
tiene que ver con ese abandono de la centralidad
de la clase
obrera autodeterminada para que la vía revolucionaria se
convierta en socialista. Creyendo haber superado la lógica
formal, pero en verdad sin haber llegado a ella, sacaron la
conclusión de que, a semejanza de procesos históricos
anteriores, otro
sujeto
social podía realizar con eficiencia
tareas que
le correspondían a la clase tra- bajadora. Lamentablemente, el
PTS tampoco está exento de esta visión, como estamos viendo.
Coincidimos
en que “la experiencia del siglo XX ha dejado varias lecciones
para el siglo XXI. Una de ellas es que no puede haber ‘época de
la revolución socialista’ en virtud de la cual, en tanto
esquema histórico-filosófico general, se pueda concluir que toda
revolución en la que se expropia
a la burguesía
se transforme automáticamente
en socialista.
Otra es que una característica específica de la revolución
socialista consiste en que la
clase obrera no pueda realmente ser reemplazada por otras clases o
sectores de clase a la hora de su revolución.
La
revolución socialista es un tipo histórico de revolución donde
la intervención
consciente del
hombre en la historia adquiere su dimensión más decisiva. De allí
que las connotaciones anticapitalistas
y socialistas
no puedan
ser consideradas como sinónimos.
(Sáenz c, p. 155) La mayoría del movimiento trotskista no aceptó
esto y sostuvo que la dinámica “objetiva” o el “imperio de
las circunstancias” conduce al socialismo, o que otra clase o
sector de clase, en ausencia del proletariado, realiza lo que éste
no llevó a cabo. El “objetivismo” se había enraizado
fuertemente en el marxismo revolucionario ya en vida de Trotsky;
de hecho, será la fundamentación teórica para muchas
capitulaciones a Stalin y su colectivización forzosa dentro de la
Oposición de Izquierda. El “sustituismo social” tuvo en Isaac
Deutscher su máximo exponente en las filas del trotskismo de
posguerra, y se continuó en dirigentes como Pablo y Mandel, así
como en el último Moreno.
Por
el contrario, sostenemos –siendo sensibles a los avatares del
siglo que pasó– que en la revolución socialista no puede haber
sustituismo de clase alguno: si no está la clase obrera con sus
organismos, partidos y conciencia, el
proceso se invierte y las relaciones de producción resultantes se
convierten en relaciones de explotación no orgánicas.
Claro
está que nada esto significa que, en medio de esos procesos, no
haya que defenderlo ante el seguro ataque que el imperialismo
mundial lanzaría –y lanzó– contra ellos, pero esto no nos
exime de bregar por una política que priorice la participación
activa de ese sujeto
social ausente,
ya que esa ausencia indica las limitaciones que esos procesos
tienen y, por consecuencia, su resultado posterior.
El
problema es que Castilla y Ros hacen una gran concesión a la
posición de Sartelli y el trotskismo de posguerra. Una revolución
no obrera, acaudillada por el campesinado, “inconsciente”,
llevó a cabo, según ellos, una tarea central de la revolución
proletaria: instalar a la clase trabajadora como clase dominante
del estado que acaba de surgir. O sea, fue una revolución
socialista.
Cierto
que más adelante reconocen que la falta de democracia obrera es
una mengua que el Estado –el Estado en que la clase obrera es dominante,
según se afirma– vive y padece: “El régimen de democracia
soviética es un elemento indispensable para el desarrollo de la
clase obrera luego de la revolución: para su desarrollo cultural,
para la constante modificación de las relaciones sociales
(familia, educa- ción, etc.) y para planificar la economía en
función de las necesidades de las masas. Por ello, la lucha por
un régimen de este tipo es parte del programa de los
revolucionarios” (PTS p. 216).
Pero
esto no es suficiente. En realidad la carencia
de
democracia soviética (organismos y partidos de la clase) desde el
inicio mismo del proceso revolucionario, como en China o Cuba, o
perdiéndose luego, como en Rusia, va transformando
el propio carácter del Estado y de las relaciones sociales de
producción en que éste se asienta.
Sólo queda el aspecto jurídico,
que indica que la propiedad colectiva es de “todo el pueblo
trabajador”, pero éste no tiene arte ni parte en lo que allí
se sanciona y resuelve (por ejemplo, quién se queda y cómo
utiliza el plusvalor existente), aunque haya planificación.
Preobrajensky, agudo como era, no escapó a este “normativismo
jurídico”, y creyó que estatización y planificación –aun
en ausencia de democracia obrera– alcanzaban para la
transformación socialista. En este aspecto, el trotskismo de
posguerra fue “más preobrajenskiano que trotskista”.
En
verdad, el creador del Ejército Rojo analizó no sin tensiones
esta problemática a lo largo de su última década de vida: “No
se trata sólo de cuáles son las tareas, sino de cómo (los
medios) y quién (el sujeto) que las lleva a cabo. Ésta
fue la ubicación de Trotsky respecto de la industrialización
acelerada y la colectivización forzosa del campo, ante la invasión
de la URSS a Polonia y Finlandia (...)
porque aun considerando esas medidas eventualmente como
“progresivas”, dejaba sentado que al ser ejecutadas por la
burocracia estalinista, no por la clase trabajadora ejerciendo la
democracia obrera, la realización
de esas
tareas resultaba totalmente distorsionada
(...) La raíz
de estos problemas está en la teorización del “sustituismo”
(...) Toda la experiencia de posguerra atestigua que cumplir estas
tareas –de manera inconsecuente, por otra parte– en ningún
caso significó que automáticamente
la clase
trabajadora se transformara en la clase social y/o políticamente dominante.
Y que, por lo tanto, dar este paso de homologación
de la
connotación anticapitalista con la obrera y socialista es
profundamente equivocado y embellece
estos
procesos, donde por definición la clase obrera, sus organismos y
su conciencia estuvieron completamente ausentes (Sáenz a, p. 127)
El marxista húngaro István Meszáros, que a diferencia de
Trotsky (pero en esto, en igual condición que Sartelli y el PTS),
sí pudo presenciar cómo terminaron los estados “socialistas”
del siglo XX, supo sacar algunas conclusiones al respecto.
Reconociendo
que la expropiación del capital es un presupuesto
inevitable
de todo proyecto socialista –lo que lo aleja de todo
reformismo–, señala que si no se acompaña de la “democracia
de los productores”, no habrá socialismo alguno: “El viraje
trascendental en cuestión implica no solamente derrocar el
dominio del capital en el orden existente... En otras palabras,
significa hacer
imposible la reaparición del mandato del capital sobre el trabajo
instituyendo y consolidando la actividad autodeterminada de los
productores asociados.
Esto sólo se puede lograr mediante la devolución de las
condiciones objetivas (es decir, los materiales y medios) de
producción como propiedad
genuina y sustancial a
los productores mismos, en
contraste con la vacía definición jurídica de propiedad
colectiva experimentada
históricamente, y que permanecía en realidad bajo el control de
una autoridad estatal por separado (...) Y esto equivale a una
socialización genuina del proceso de producción mucho más allá
del problema inmediato de la propiedad en oposición a su remota
administración jerárquica a través de la “estatización” y
la “nacionalización” (...) En otras palabras, lo que está en
juego es primordialmente político-social” (citado en Sáenz c,
p.165) No habrá “socialismo del siglo XXI” alguno si el
marxismo revolucionario no saca entonces todas las conclusiones de
los procesos que terminaron con los llamados socialismos
reales, y en
el caso de Cuba – con la debida especificidad que la isla
tiene–, la hicieron ingresar en una grave crisis. La recuperación
de la vieja idea marxiana de que “estatización” no es sinónimo
de socialización
si no va
acompañada de un efectivo
y real control de
los productores de la riqueza social se vuelve entonces
perentoria.
Y
para que ello suceda, éstos tienen que contar con organismos
propios donde
exista plena y efectiva democracia para decidir y resolver los
problemas más importantes, como máxima expresión de democracia
directa (aunque no por ello subsistan en la transición
determinados mecanismos indirectos), tanto en el ámbito de la
producción fabril como en el de la representación política.
El
imprescindible desarrollo de las fuerzas productivas no se deberá
hacer a expensas de los intereses (privilegiando su consumo,
contra el trabajo stajanovista) de los propios trabajadores. Y
todo ello con la perspectiva de que el proceso se halla
subordinado y condicionado al desarrollo de la revolución mundial
y a la derrota del imperialismo a escala planetaria.
¿DE
QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE AUTENTICIDAD?
Una
virtud de Sartelli es que escribe claro. Esto se potencia cuando
confronta con un ocasional adversario político. En su respuesta,
señala: “Mao
y Fidel fueron auténticos revolucionarios, y la china y la cubana
fueron auténticas revoluciones socialistas.
Quien niega esta realidad histórica se deja llevar por un
estrecho y mezquino criterio de partido. Creer que alguien escapa
veinte años a las balas y recorre todo China arreando campesinos
para una revolución a la que quiere traicionar es una estupidez
(...) El
problema del maoísmo no radica en si el campesinado era o no el
sujeto eficiente de la revolución”
(ES 2 Negritas nuestras).
Seremos,
nomás, gente que se deja llevar por un “estrecho y mezquino
criterio de partido” y que no se deja encandilar teóricamente
por “veinte años de arrear campesinos” (¡vaya preocupación
por la determinación!). Porque seguimos pensando que no hay
“heroísmo” que justifique el craso
error de
igualar expropiación de la burguesía y revolución socialista.
Sin acción autodeterminada de la clase trabajadora mediante sus organismos
(como señalaban
Lenin y Trotsky, sin caer en un “fetichismo” soviético, éstos
pueden ser Comités de fábrica, Juntas u otras formas
organizativas) y sus partidos
no hay auténtica
revolución socialista. Insistimos:
partidos,
en plural. Ésta fue otra enseñanza de los procesos del siglo XX,
que el propio Trotsky tardó en ver; existen algunos textos en
donde se pronuncia por el partido único como “mal necesario”.
Será en el Programa
de Transición donde
no deje lugar a dudas: convivirán en los soviets todas las
expresiones políticas que el proletariado y los sectores
subalternos consideren como propios.
Sartelli
no ve ningún “problema” en cuál sea el sujeto
social de la
transformación.
Un
hallazgo que hoy conserva toda su vigencia fue la aseveración de
Trotsky, en cuanto a que la
teoría de la revolución permanente estaba parada sobre los
sujetos. En
un célebre intercambio epistolar con Preobrajensky a fines de los
años 20 –precisamente sobre la revolución china–, Trotsky
reafirma esta conceptualización en contra de aquél, que
priorizaba la importancia de las tareas
a realizar
–¿la eficiencia? –, más allá de quién
las efectara.
El propio proceso “objetivo”, decía Preobrajensky, empujaba
en esa dirección.4
La respuesta de
Sartelli sobre el tema es la siguiente: “Como he escrito ya en
otros lados, la
Revolución China no tiene una dirección campesina, sino obrera,
por su programa.
Ya Jean Chesneaux señaló que la novedad de Mao no era el
“alzamiento” campesino, de los que había habido muchos en
China y que en general no llegaban a nada, sino la unidad
del PC con la revuelta campesina.
Decir eso es lo mismo que decir que la
dirección política general correspondía al programa construido
y realizado por la clase obrera”
(ES 2).
No
hay espacio para desarrollar el proceso revolucionario chino del
siglo XX, que tiene sus momentos fundacionales en 1911, en 1927 y
obviamente en 1949. Señalemos brevemente que Chen Du-Xiu, el
verdadero fundador del PCCh y su primer secretario general, es
destituido en agosto de 1927 y expul- sado dos años después
acusado por la Komintern de Stalin, acusado de traidor y
encarcelado hasta su muerte a fines de las década siguiente. La
derrota del proletariado de las ciudades –hija de la línea
Stalin-Bujarin– marcó la oclusión de la clase obrera china.
Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que de
Chen a Mao hay un quiebre de tradiciones,
ya que ambos representaron tipos acabados de tendencias opuestas.
Como supo
decir otro dirigente del PCCh luego también excomulgado: “Luego
de la derrota de la segunda revolución, el PCCh abandonó el
movimiento obrero urbano, abandonó el proletariado y giró
enteramente hacia el campo. Volcó toda su fuerza a la lucha de
guerrillas en las aldeas y absorbió en el partido un enorme número
de campesinos. Durante este prolongado período de vida en el
campo, incluso asimiló
la cosmovisión campesina en su ideología”
(Informe de Peng al III Congreso de la IV Internacional, citado en
Sáenz b, p. 118).
Irónicamente,
Sartelli, en vez de basarse en un historiador de raigambre maoísta
como Chesneaux, podría haberse apoyado –incluso mejor–en
trotskistas como Deutscher y Mandel, que opinaban exactamente lo
mismo: “Posiblemente el principal error de apreciación de
Mandel (y de Sartelli LM) –basado en un análisis que no es
superficial pero que se resiente de ser extremadamente
“sociologista”– es la definición del carácter en última
instancia socialista de la revolución como producto del supuesto
carácter “proletario” del PCCh. Sin ir más lejos, un texto
escrito en la misma época, y no por un autor marxista, es mucho más
materialista y agudo: ‘Al separarse a sí mismo de su base
proletaria urbana y atarse al campesinado, el
PCCh dejó de ser un partido del proletariado, porque un partido
político no puede tener una vida autónoma por sí mismo’.
A
Mandel (y a Sartelli. LM) no se le podía escapar que en la década
del 30 Trotsky había afirmado un criterio
opuesto por
el vértice sobre el que es útil volver: ‘¿En qué sentido
puede el proletariado realizar la hegemonía estatal sobre el
campesinado cuando el poder estatal no está en sus manos? Es
absolutamente imposible comprender esto. El
rol dirigente de grupos comunistas aislados en la guerra campesina
no decide la cuestión del poder. Deciden las clases sociales, y
no el partido’.
Esto es, el carácter proletario de la revolución no podía ser
resuelto por la vía del carácter supuestamente ‘obrero’ del
PCCh: si no está la clase obrera, no es una revolución
proletaria. Punto. Sobre
el carácter social de una revolución, son las clases, no los
partidos, los que deciden. Ésta es una exigencia del propio método
materialista.
Otra cosa es que el partido es absolutamente imprescindible
como dirección
de una clase viviente y actuante. Pero un partido socialmente
‘en el aire’ no puede decidir nada sobre la naturaleza de una
revolución” (Sáenz b, pp. 144-5).
Esto
no nos impide señalar que la revolución china, junto a la rusa,
fueron las dos mayores revoluciones anticapitalistas del siglo XX.
La primera además fue obrera y socialista hasta su degeneración
–y todo aquél con una mínima formación marxista sabe de la
complejidad de factores que confluyeron para que ello suceda–,
mientras que la segunda no llegó jamás a dicho momento.
Veamos
más en detalle su especificidad: “Respecto de la revolución
china de 1949, sin duda el campesinado fue la principal base
social, y en ese sentido, fue una revolución campesina. Incluso más:
al llegarse a la expropiación generalizada de los capitalistas,
sin que esto fuera parte de una auténtica revolución obrera y
socialista, esta revolución expresó una acción histórica del
campesinado mayor a la prevista. No fue una ‘revolución
campesina socialista’. Pero sí es verdad que el
campesinado fue más lejos en la senda anticapitalista de lo que
estaba planteado por la experiencia histórica anterior (...)
Sin embargo, esto no niega que se tratara en China de un
campesinado encuadrado burocráticamente, dadas sus características
estructurales y sociopolíticas. Y, que por tanto, hayan brillado
por su ausencia los elementos de verdadera autodeterminación, lo
que no necesariamente ha sido un rasgo de todo movimiento
campesino contemporáneo” (Sáenz b, p. 126) Si bien el
campesinado y su dirección fueron “más allá” de lo previsto
por la teoría marxista (algo enteramente saludable: ya Lenin decía
que con la creación de los soviets por las masas rusas en 1905,
éstas habían ido “más allá” de lo que el Qué
hacer creía),
eso no significó la creación de un “auténtico” estado
obrero en donde el proletariado, hegemonizando la alianza con aquél,
se constituyera en clase dominante. Retomando un tópico ya visto,
recordemos que esto adquiere una total centralidad
a la hora
del balance de lo acaecido en el siglo XX y de las tareas y
estrategias políticas que se desprenden: “(En una sociedad
poscapitalista transicional) Estado, régimen y economía dejan de
ser –relativamente– ‘autónomos’. Se termina esa
‘externalidad’ mutua entre producción y Estado, estructura y
superestructura (...) Se acabó el ‘automatismo’ con que el
capital garantiza su reproducción y valorización.
Alguien
debe no sólo planificar y comandar el funcionamiento de la
producción y la economía en general, sino también tratar de que
las masas obreras trabajen con una eficiencia y productividad del
trabajo que logre progresivamente medirse con el capitalismo. Que
esto lo intente hacer el ‘estado de los burócratas’ (por
encima y sin control alguno ni derecho a decidir de los
productores) o lo realice el ‘estado democrático de los obreros
armados’ no
es una mera
diferencia de régimen
político ubicada
en las nubes de las superestructuras. Es decir, un régimen que
podría ser sustituido por otro (como en el capitalismo), mientras
por abajo, en la estructura de la sociedad, las relaciones de
producción seguirían más o menos igual. Por el contrario, ambas
opciones implican diferencias
radicales en el tipo de estado”
(R. Ramírez).5
Por último, una duda nos asalta al ver cómo define Sartelli la
estrategia bolchevique y la revolución
permanente:
“La estrategia bolchevique, que no se reduce simplemente a la
revolución permanente, se basó, además, en una sólida
implantación en una clase obrera con capacidad dirigente
efectiva, desde donde se organizó
la política de alianzas con los diferentes sectores de la burguesía,
en particular, con los diferentes estratos campesinos y ex
campesinos” (ES 2).
El
interrogante está, naturalmente, en la aseveración de que esa
estrategia “organizó la política de alianzas con los
diferentes sectores de la burguesía”.
Antes
de escandalizar a nadie, aclaramos que ciertos compromisos y
unidad de acción con fracciones de la burguesía no sólo que son
perfectamente admisibles, sino obligatorios, como sabe todo aquél
que haya leído atentamente a Lenin (y que haya hecho política
concreta). Pero también sabemos que el dirigente ruso llevó una
política intransigente contra toda corriente del movimiento
obrero –y de su propio partido– que pensara en una alianza
política
con cualquier
sector burgués (naturalmente
que no se refería a ciertos estratos campesinos).
Aun
cuando todavía pensaba que la revolución que se avecinaba era
solamente burguesa, no dudaba que se haría contra
la burguesía
y por ende sin alianza alguna con ésta. Dos
tácticas de la socialdemocracia en la revolución proletaria,
trabajo de 1905, por nombrar uno entre tantos, confirma plenamente
lo que decimos. Seguramente Sartelli acuerda con esto, pero tal
como está expresada la formulación en su respuesta, deja abierta
la posibilidad de la mala interpretación.
De
todas maneras –algo que el compañero también conoce– la
elaboración de la teoría de la revolución permanente en Trotsky
no está exenta de tensiones y reformulaciones, mientras sus
conceptualizaciones se iban afinando.
Aparice
en 1905, pensada sólo para Rusia en el marco de la necesidad de
la revolución mundial. A comienzos de la década del 20 se
plantea (II y IV Congreso de la Tercera Internacional) quepara los
países de Oriente –hubo prácticas concretas, como en la Turquía
de Kemal– podría estar planteada una alianza con la burguesía
dentro de una concepción etapista, de lo que resultó la política
del Frente Único Antiimperialista. Será recién con los avatares
de la revolución obrera china de 1927 (y del citado intercambio
con Preobrajensky) que esa teoría recibe en Trotsky su formulación
más acabada.
BREVE
CONCLUSIÓN
Los
que estamos convencidos que la alternativa de la humanidad pasa
hoy por la disyuntiva socialismo
o barbarie –y
no dudamos que coincidimos en esto con los compañeros con los
cuales polemizamos–, creemos que levantar la bandera de un
programa socialista en pleno siglo XXI requiere repensar y
reformular nuestra estrategia a la luz de las experiencias que en
su nombre se sucedieron a lo largo de la anterior centuria. Y sólo
se levanta un programa para que se corporice en una organización
política, con el objetivo de tender un puente
entre las
reivindicaciones inmediatas y los intereses históricos del
proletariado.
En
esto, naturalmente, también existe un acuerdo con los compañeros.
Sostenemos,
asimismo, que la creación de ese “partido de la anarquía”
como decía el Marx del 18
Brumario,
ese Estado Mayor Revolucionario de la clase trabajadora –junto a
sus propios organismos de autodeterminación–, no será producto
de un solo partido o nomenclatura de las existentes. Desde el
nuevo MAS nos vemos como una parte de este proceso y un segmento
vivo de esa construcción. En ese marco, la discusión y el debate
de ideas –que deben evitar toda diplomacia pero también
“huir” de la chicana o autoproclamación descalificadora de
otras corrientes revolucionarias– son perentorias. Este texto se
propone aportar a ese objetivo.
Nos
parece que es totalmente inseparable de la defensa de la
perspectiva socialista por la que luchamos la pelea por un perfil
de clase que
aún resulta en muchos casos poco definido. La importancia del
clasismo no obedece a fetiche dogmático alguno o a un
sociologicismo abstracto –especie de objetivismo al revés–,
sino a la necesidad de encarnar
en un sujeto social el
horizonte político de la revolución socialista. Los
hechos de la
historia reciente –que
son testarudos–
creemos que no desmienten sino que por el contrario corroboran a
cada paso que la
liberación de los trabajadores será obra de los trabajadores
mismos, y no
podrán ser sustituidos por líderes providenciales
“eficientes”.
Principales
textos citados:
Ramírez,
Roberto:
“Sobre
los problemas de la transición socialista”, mimeo inédito.
Sáenz,
Roberto a), “Crítica a la concepción de las revoluciones
‘socialistas objetivas’”, Socialismo
o Barbarie 17/18,
noviembre 2004 Sáenz, Roberto b), “China 1949: una revolución
campesina anticapitalista”,
Socialismo o Barbarie 19,
diciembre 2005 Sáenz, Roberto c), “Notas sobre Las
esquinas peligrosas de la historia,
de Valerio Arcary”, Socialismo
o Barbarie 21,
noviembre 2007.
Notas:
1
Todo
comienza con el prólogo que Sartelli escribe para la edición de
Razón y Revolución de un clásico de Trotsky: “El mejor libro
de historia jamás escrito. Trotsky, la Historia de la Revolución
Rusa y la revolución argentina”. http://www.razónyrevolución.org/texto/elaromo/secciones/
aromo39revorusa1.pdf, marzo 2008. Dos compañeros del PTS realizan
una crítica: Castilla, Eduardo y Ros, Jonatan: “Un
mal prólogo para el mejor libro de historia” en
Lucha
de Clases 8,
junio 2008. Finalmente, Sartelli sale al cruce en “Una respuesta
al PTS. Estrategia revolucionaria y religión”, en El
Aromo 43,
julio 2008. Para comodidad del lector, indicaremos ES 1 cuando
citemos el primer trabajo de Sartelli y ES 2 cuando hagamos
referencia al segundo. Utilizaremos PTS para el texto restante.
2
Reediciones
prologadas de obras de Trotsky, Rosa Luxemburgo, Marx y Reed; la
publicación –una verdadera rareza bibliográfica, pero muy
necesaria– de textos del italiano Antonio Labriola o de
Christian Rakovsky, junto a trabajos sobre la etapa que vive América
Latina , sumado a la futura aparición de una selección del Nuevo
Leviatán de
Pierre Naville, constituyen buenos ejemplos de ello.
3
Lo
que no nos impide señalar que disentimos profundamente con la
temeraria –y plena de soberbia– afirmación de Sartelli de que
Milcíades Peña escribía “tonterías”. Siendo conscientes de
que su producción fue fragmentada e incluso inacabada debido a su
prematura muerte, pensamos que hay coordenadas de su pensamiento y
análisis –y de polémica con exponentes del nacionalismo burgués–
en relación con la caracterización de la Argentina y América
Latina que, debiendo obviamente actualizarse, gozan sin embargo de
total vigencia.
4
Los
compañeros del PTS homologan en este punto –aunque, como vimos,
su postura no es esencialmente diferente– a Sartelli con Nahuel
Moreno. Éste fue totalmente honesto en que estaba “revisando”
la teoría permanentista de Trotsky, a la que haría reposar en
los “factores objetivos”.
Parte
de la explicación para el desbarranque teórico político del
viejo MAS, para no hablar del actual MST y otras corrientes
menores, tiene su fundamento en esta concepción. No obstante,
Moreno, en una de sus últimas expresiones, pareciera matizar su
propia visión cuando dice: A esta altura de mi vida, estoy
convencido de que nuestro ‘sectarismo’, en el sentido de
permanecer junto al movimiento obrero, es enteramente correcto. No
hay forma de engañar al proceso histórico y de clase. Si yo
dirijo al movimiento campesino a la conquista del poder, no puedo
construir una democracia obrera (...)
Eso
va contra las leyes descubiertas por el marxismo y confirmadas por
la historia”.
Y en un alerta que deberían tener muy presente los que se
reivindican morenistas “ortodoxos”, afirmaba: “Debemos
meternos en la cabeza que nuestra política va dirigida a
convencer a la clase obrera de que debe autodeterminarse, ser
democrática y tomar el poder a través de la revolución de las
masas trabajadoras, dirigidas por ella. Caso contrario, no
llegaremos a la sociedad que aspiramos.
Entonces, como científicos que somos, tendremos que decir que
fracasamos, porque la clase en la cual nos apoyamos se demostró
históricamente incapaz de tomar en sus manos el destino de la
humanidad, incapaz de autodeterminarse, movilizarse e imponer el
gobierno de la democracia obrera”, Conversaciones
con Nahuel Moreno,
Buenos Aires, Antídoto, 1986, p. 46.
5
De
más está decir que para el caso específico de Cuba, esta
aseveración también es enteramente pertinente. En un informe del
diario Página
12 (12-5-08),
aparece –difusamente, si se quiere– en sectores de
intelectuales y estudiantes de la isla esta constatación: “Cuba
avanza por un camino sinuoso para reactivar su economía. Superado
el crítico ‘período especial’ de los años 90, el presidente
Raúl Castro comenzó a aplicar reformas para mejorar la
productividad y las condiciones de vida de los cubanos dentro del
llamado socialismo. Sin embargo, académicos de Cuba y
Argentina
alertan que los cambios emprendidos pueden restaurar la economía
de mercado de no contar el gobierno de la isla con un plan claro y
el protagonismo político del movimiento obrero.
‘Las acciones
promovidas hasta ahora no rebasan todavía; al contrario, se corre
el riesgo de que las reformas vayan hacia el capitalismo, cuando
la solución está en el control obrero y la profundización de la
democracia obrera’”.
|