De revueltas, rebeliones y
revoluciones
Por Roberto Sáenz
Anticipo de la revista
Socialismo o Barbarie N° 26, marzo
2012
El
2011 será recordado como el año de la emergencia de las
rebeldías. Rebeldes son los jóvenes indignados españoles,
ingleses y estadounidenses. Rebeldes son los trabajadores y el
pueblo griego que desde hace tres años vienen enfrenando
ajuste tras ajuste de los partidos burguesas mayoritarios y de
sus tutores de la Unión Europea. Pero, ¿se puede hablar de
rebeldía en Túnez, o en Egipto, y que nos queda para Libia o
Siria? En los tres primeros han caído terribles dictaduras y
el régimen de Bashar Asad se tambalea en tiempo real.
¿Que
une a la distintas rebeldías, si hay algo que las une? ¿Conceptualmente,
no sería más correcto hablar de revoluciones en el caso del
norte de África y el Medio Oriente? Y, más importante: ¿qué
tareas se desprenden de las distintas caracterizaciones?
El texto de
Roberto Sanz que estamos presentando es parte de uno más
extenso incluido en la nueva edición de nuestra revista
internacional, Socialismo o Barbarie N° 26, de
próxima aparición. En él se debaten estas cuestiones y
pretende ser un aporte al imprescindible intercambio sobre las
estrategias revolucionarias.
La variedad de formas de la rebeldía popular puestas en
marcha el año pasado es, como se ha visto, de una enorme riqueza: disturbios, movilizaciones de masas, ocupación de plazas públicas,
cortes de rutas, paros generales, ocupaciones de fábrica, e
incluso, en los casos más extremos como en Libia (o ahora en
Siria), armamento popular y circunstancias de guerra civil.
Un ciclo
internacional de rebelión popular
Esta variedad
de las formas
de la acción desde abajo de amplios sectores de las
masas es lo que, genéricamente, ha llevado a muchos analistas
y corrientes de la izquierda a caracterizar estos procesos
como lisas y llanas revoluciones.
“Revoluciones políticas”, “revoluciones democráticas”,
o revoluciones tout court, son categorías que, si bien
imprecisas, tienen el valor de destacar el
brusco ingreso de las más amplias masas en la vida política
y, en ese sentido, mantienen toda su validez.
Sin embargo, al darle tal contenido “polisémico” a la
categoría de “revolución”, muchas veces se tiene la
dificultad de oscurecer más que aclarar los procesos que están
en curso. Es que lo que una utilización tan genérica de esta
categoría tiende a opacar, es la extrema desigualdad de los factores objetivos y subjetivos que la están
recorriendo. Es decir, existe la complicación de llamar
“revolución” a todo proceso emergente de lucha desde
abajo que plantea determinado cuestionamiento al orden de
cosas.
Por nuestra parte, creemos que sirve más a los objetivos
de la comprensión de lo que está en juego, el establecer una
delimitación entre
las categorías de rebelión popular, y la que requiere mayor
madurez de los factores objetivos y, sobre todo, subjetivos,
de revolución social.
Es decir, nos parece que categorías como “revolución
política” o “revolución democrática” tienen el
problema de que si bien marcan un evidente giro revolucionario
en los acontecimientos de determinada región o país (y
tratan de limitar sus efectos con la connotación de “política”
o “democrática”), dan
cuenta defectuosamente de que lo que está en curso no es
todavía un proceso que haya alcanzado tal grado de madurez
para plantear la transformación social del sistema; esto
como producto, precisamente, del uso tan genérico de la
categoría “revolución”.
Porque ese es precisamente el límite que vienen teniendo los procesos de rebelión popular
extendidos mundialmente. Marcan un extraordinario despertar:
un recomienzo histórico de la experiencia de los explotados y
oprimidos. Pero, no sorprendentemente, la aguda inmadurez del
conjunto de los factores subjetivos
puestos en acción, significan que el pasaje de “umbral”
–por así llamarlo– entre un proceso de rebelión popular
a uno de revolución social anticapitalista, es
todavía una experiencia histórica a ser recorrida por los
explotados y oprimidos en el nuevo siglo.
Claro, es evidente que sería un error completo ponerle, a
priori, o, abstractamente, un techo a los procesos en curso;
hablemos de cualquiera de los procesos que hablemos. También,
que sería un despropósito perder de vista que entre los
procesos de rebelión popular y su eventual transformación en
uno de revolución social, no pueden dejar de existir vasos
comunicantes que hacen a la acumulación de experiencias
que van adquiriendo los explotados y oprimidos, y que
dependiendo del juego de una serie de factores (tanto
objetivos como, sobre todo, subjetivos), esta potencial dinámica
podría ser inhibida o no.
Sin embargo, en todo caso, nuestra definición de un
ciclo extendido internacionalmente de rebelión popular,
intenta mostrar justamente tanto los alcances como los límites del recomienzo de la experiencia
histórica que está en curso; experiencia que debido
al atraso de sus factores subjetivos, tiene por delante el dar
un complejo salto en calidad para poner a la orden del día la actualidad de la
revolución socialista en este nuevo siglo.
Hay que tener algo en claro: cuando nos referimos al atraso
de los factores subjetivos, no nos referimos evidentemente a
la muchas veces enorme magnitud de los enfrentamientos en
curso (por ejemplo, las situaciones de guerra civil en Libia o
en Siria); sino a aquellos factores que como la centralidad de
la clase obrera, la conciencia, los programas, los organismos
de poder y el peso de las organizaciones políticas
revolucionarias, marcan la emergencia de un escenario de
revolución social.
Yendo a determinaciones más concretas, hay varios
elementos en los procesos en curso que muestran lo que venimos
señalando. Hay que explicar, por ejemplo, el uso de la
democracia burguesa como antídoto
universal. Cuando se trata del mundo árabe, esto es
evidente dado que se viene de más atrás: de la experiencia
de dictaduras sanguinarias frente a las cuales la emergencia
de regímenes de democracia burguesa aparece, eventualmente,
como una “panacea”.
Pero también es un hecho que el grado no suficientemente
profundo de los procesos de radicalización en curso en los países
europeos, y más aún en los EE.UU., hacen que a pesar de todo
lo deslegitimadas que están las instituciones de la
democracia patronal (este es un hecho real llamado a tener las
mayores consecuencias estratégicas en el futuro), todavía la
salida político-electoral se siga imponiendo; es
evidente que no se logra desbordar realmente a las
instituciones de la democracia burguesa, y que, mediante el
voto, se siguen operando, a pesar de todo, recambios entre los
partidos del sistema.
Íntimamente vinculado a lo anterior, está el peso que
conservan las direcciones sindicales tradicionales. Hay todo
tipo de desigualdades, y una cosa es Europa y los EE.UU.
(dentro de Europa, no es lo mismo Grecia que Francia o España,
por no hablar de Alemania), y otra quizás distinta, es lo que
está ocurriendo en Egipto o en Túnez, donde muchos analistas
indican que está en curso el proceso de recomposición obrera
que ya hemos reseñado.
Pero aun a pesar de las desigualdades, el hecho es que en
el caso griego, francés, español, italiano o el mismo inglés,
todavía la burocracia sindical administra más o menos a su
“antojo” jornadas nacionales de lucha, movilizaciones e
incluso paros generales, dosificándolos de tal manera de
evitar que tengan la contundencia para desatar una lucha
generalizada y abiertamente revolucionaria que los desborde.
Si lo anterior es evidente, no deja de haber más elementos
en lo que hace a la dinámica de la rebelión. El momento de
apogeo de sus acciones es, en general, subproducto de una acción
más o menos espontánea de las grandes masas: estallidos de
furia, disturbios, desbordes, rebeliones e, incluso, hasta
podríamos decir, “semiinsurrecciones”; acciones que
eventualmente hacen caer gobiernos e imponen cambios en el
estado de cosas.
En su transcurso, se producen grandes enfrentamientos con
las fuerzas represivas (aunque en general, salvo en los casos
del mundo árabe, no llega a intervenir todavía el Ejército),
y en estos enfrentamientos puede haber hasta rudimentos de
organización; pero está claro que de parte de los explotados
y oprimidos no se llega con ningún plan sistemático (por lo
que no se ha estado en presencia de verdaderas
insurrecciones), y, habitualmente, los manifestantes
enfrentan la represión con piedras, palos, molotovs y no
mucho más (el caso de Libia y Siria ha sido distinto por la
maduración de elementos de guerra civil, aunque aquí, lo que
las ha tirado “para atrás”, es lo atrasado de los
factores sociales de clase y de la conciencia política de los
actores).
Pero, además, en general no se han desarrollado grandes
experiencias de puesta en pie de organismos alternativos e
independientes de lucha y poder de la clase obrera. Es decir,
no se constituyen elementos de un poder alternativo de los
explotados u oprimidos, o, cuando esto ocurre, se revelan como
demasiado efímeros todavía.
Repetimos. Es evidente que son los factores “más
subjetivos” los que vienen más atrás: el grado de
conciencia política de clase es inexistente o muy inicial;
las demandas suelen ser económicas mínimas y democráticas,
no apuntan todavía en su generalidad al cuestionamiento
directo a la clase capitalista y el sistema (aunque ha habido
valiosos casos de ocupación obrera, su puesta en producción
por los trabajadores y cooperativas); amén de que, en términos
generales, las
corrientes y partidos socialistas revolucionarios suelen tener
importante peso en la vanguardia, pero otra cosa muy distinta
es que alcancen peso de masas.
Así las cosas, el actual ciclo de rebelión popular se
mueve entre dos límites
que no se deben perder de vista al hacer una caracterización
precisa de los mismos. Por un lado, constituyen un inmenso
giro respecto de la tónica de derrota dominante las décadas
anteriores y un inmenso laboratorio
de la lucha de clases. Porque el hecho es que se está viviendo un recomienzo histórico de la experiencia de
la clase trabajadora mundial, y esta es la gran noticia de los
últimos años.
Pero, por otra parte, caracterizar estos procesos como
revoluciones “lisas y llanas” ya es demasiado. Hacer una
definición así solamente puede servir para confundir las
cosas dando la impresión de que aquellos problemas que siguen
pendientes de ser resueltos, ya lo están. Porque es todavía
el conjunto de las características observables que hemos
mencionado más arriba, lo que hace a la configuración del
actual ciclo mundial como uno de rebelión
popular. Y, en todo caso, lo que se está colocando
precisamente en la agenda, es trabajar porque estos
procesos de rebelión se transformen en procesos de revolución
socialista.
De la rebelión a la
revolución (o cuando se “desfonda” la democracia
burguesa)
Si el actual ciclo político es, en su generalidad, uno de
rebelión popular como acabamos de señalar, en todo caso nos
interesa establecer aquí algunos parámetros alrededor de cuáles
desarrollos objetivos y, sobre todo, qué
maduraciones subjetivas están planteadas para el pasaje
global del proceso en curso a uno de revolución social.
Comencemos señalando que todo proceso revolucionario
supone una determinada relación dialéctica entre las masas
populares, sus vanguardias y sus organizaciones de lucha y políticas.
Esta dialéctica, escenario de procesos de acción y reacción,
de mutua determinación, inevitablemente está pautada por una
serie de desarrollos desiguales; en todo caso, el grado
de condensación que vayan alcanzando estos elementos es
la expresión, en cada momento de su desarrollo, de la
determinada madurez de la experiencia de la lucha.
Si un ascenso realmente de masas, coincide con una maciza
intervención de la clase obrera independiente en el centro
mismo del proceso de la lucha; con el desplazamiento a
izquierda (división mediante) de partes sustanciales de las
“clases medias”; con la creación de organismos de pelea
y, eventualmente, de poder; y con la maduración de una
dirección revolucionaria reconocida. Y si, además, y como
presupuesto material, la crisis económica y política e,
incluso militar que está por detrás de esta experiencia,
tiene tal grado de madurez que provoca una dinámica de
acciones realmente revolucionarias y de divisiones en las
alturas, esto colocaría
al proceso en el umbral de una revolución social.
Sin embargo, lo anterior no es tan sencillo: todo lo
diverso de los resultados
intermedios (resultados intermedios que son los que
caracterizan las experiencias y situaciones concretamente
determinadas), proceden, precisamente, de la dificultad
para lograr tal grado de “simultaneidad” de los elementos
que componen una situación revolucionaria.
Teniendo presente lo anterior respecto de los procesos en
curso en el mundo árabe, Grecia, España y otros países, lo
que se observa, en todo caso, en términos muy generales, es
una intervención de masas más o menos espontánea, con una
todavía desigual participación de la clase obrera como tal,
un grado relativamente bajo de madurez de su conciencia política
(inicial todavía), y una casi total falta de organismos de
lucha y poder alternativos, por no hablar de la carencia de
todo peso de masas de las organizaciones políticas
revolucionarias, razón por la cual se está todavía lejos
del umbral necesario para una revolución social.
En todo caso, una de las mediaciones más generales del
momento, es la distancia
entre la experiencia que recorren las masas respecto de
los componentes de la amplia vanguardia. Es en esta
desigualdad dónde se colocan las organizaciones políticas y
burocráticas fieles al sistema, las que operan como
mediadoras para una radicalización ulterior (sea con los
ropajes ideológicos que sea que necesiten “vestirse”). De
ahí también el peso de la mediación electoral, única forma
de existencia de la política para los sectores de masas más
atrasados.
Porque, precisamente, uno de los elementos más evidentes
que están faltando todavía, es la emergencia de un proceso
de radicalización política
entre las grandes masas. Esto es lógico dado que la característica
ideológica distintiva de las últimas décadas no fue su
“radicalidad”, sino todo lo contrario: un
período “posmoderno” de despolitización, de orfandad de
alternativas políticas, de crisis de alternativas en el
sentido profundo de la palabra.
Y, ahora, cuando la experiencia de los explotados y
oprimidos está en un recomienzo histórico, el hecho es que
nadie podría ahorrarle a esas mismas masas el aprendizaje que
deben hacer a partir de su propia experiencia. Recordemos que
a comienzos del siglo XX, cuando se procesó el período más
revolucionario de la humanidad alrededor de la experiencia de
la Revolución Rusa de 1917, la clase obrera europea constituía
un movimiento socialista de masas que si bien era
mayoritariamente reformista, conformaba un punto de partida
mucho más avanzado, punto de partida a partir del cual se
procesó esa clásica experiencia de radicalización política
revolucionaria en torno al bolchevismo.
Claro que nadie puede saber a ciencia cierta cómo será la
reemergencia de la revolución socialista en el siglo XXI; está
claro que tendrá todo tipo de combinaciones y desarrollos
desiguales; aunque, quizás, deba primeramente pasar por
nuevas experiencias del tipo Comuna de Paris (dónde la clase obrera sea vista en el poder,
aunque más no sea episódicamente), experiencia
que facilite la emergencia de partidos revolucionarios de
masas.
Lo que sí es seguro, es que el actual ciclo de rebeliones
populares está seguramente creando, en todo caso, las bases
materiales para retomar la experiencia de la revolución
socialista no como una “abstracción (es decir, como un
producto de “laboratorio”), sino como fenómeno histórico. Porque
de profundizarse la crisis, estos dos procesos que aparecen
muchas veces como en “paralelo”, los de las masas y los de
la vanguardia, como “asíntotas” que nunca se van a tocar,
deberían tender a entrelazarse,
poniéndose más en “sintonía” y creando, eventualmente,
mejores condiciones para el pasaje del actual ciclo de rebelión
popular a uno marcado por la actualidad de la revolución
socialista.
Cuando hablamos más bien de “rebeliones” que de
revoluciones para caracterizar los procesos de lucha de hoy
que se extienden mundialmente, no los hacemos para quitarles ni un ápice de su importancia.
Lo único que nos impulsa es precisar lo más exactamente
posible en qué punto se está de su madurez, y de las
posibilidades de retorno de la revolución socialista en el
nuevo siglo.
Como se ha podido observar en la historia de las
revoluciones, las mismas operan mediante una mecánica de radicalizaciones crecientes, una dialéctica de acción
y reacción, que también hace al grado de maduración de la
conciencia política subjetiva de las masas participantes. ¿De
qué se trata este proceso de radicalización creciente?
Simplemente, que lo determinante son las oscilaciones
del péndulo de la lucha de clases; es decir, entre qué límites
se mueve el mismo: cuál es la “gradación” de sus
movimientos.
Es que la mecánica de la revolución funciona,
precisamente, por intermedio de bruscas
oscilaciones que van llevando de un grado de
radicalización a uno mayor en la medida que se establece un
juego de acción y reacción: a tal impulso de una fuerza
para un lado, tal grado de respuesta desde el otro. Una crisis
catastrófica, una guerra, o mismo una derrota en tal
conflagración, es obvio que mueven el péndulo político de
una manera mucho más radical que una crisis política
producida por un político corrupto, por poner un ejemplo.
Visto desde un punto de vista “sociológico”, uno de
los elementos centrales que actúan siempre motorizando esos
momentos de radicalización, es
la “muerte”. Es decir, el asesinato de determinados luchadores, el carácter
crecientemente “sangriento” de los enfrentamientos, choques que conmueven a las más amplias masas y que, simultáneamente,
muestran una determinada pérdida del control de las cosas por
parte de los que ejercen el poder (y que tienen,
evidentemente, efectos opuestos en condiciones de ascenso de
masas que de derrota).
Por otra parte, estas oscilaciones se mueven dentro de
ciertos límites dependiendo del marco más de conjunto estructural (económico, social y político) de la crisis. Y está
claro que, en la medida que la crisis económica vaya haciéndose
más “catastrófica”, incluyendo incluso enfrentamientos
abiertos en el seno de la clase dominante, o asimismo guerras
entre Estados, ya las condiciones objetivas en las cuales se
desarrolla la experiencia de la lucha se hacen más
radicalizadas, sentando
bases materiales para una mucho mayor radicalización de las
clases puestas en acción.
El grado de profundidad de la experiencia política, de los
procesos actualmente en curso, lo podemos observar a simple
vista dependiendo del grado de las alternativas que están hoy
día puestas sobre la mesa. Si en el caso del mundo árabe la
dureza de los enfrentamientos “físicos” ha desbordado lo
ocurrido en Latinoamérica en la última década, sin embargo,
su grado de radicalidad
política no ha traspasado el umbral latinoamericano.
De ahí, repetimos, que el antídoto universalmente
aplicable tanto en Latinoamérica como en el mundo árabe, e,
incluso, más obviamente aun en Europa, siga siendo el de la
democracia burguesa. Claro que existe todo un arco iris de
situaciones; pero la universalidad de ese antídoto (el voto
popular) de algo debe hablar respecto de la inicial
radicalidad todavía limitada
de los procesos en curso.
Si nos transportáramos a los años 30 del siglo pasado,
veríamos que ahí la mecánica no era ya entre la rebelión y
la reabsorción de la misma en la democracia patronal (como
ocurre todavía en el mundo de hoy): la
mecánica era entre la revolución y la contrarrevolución. ¿Cómo
operaba esa mecánica? ¿Cuál era su expresión política más
característica? Esa expresión característica era
precisamente el
hundimiento de la democracia burguesa. Una tendencia a la
polarización política donde las fuerzas “extremistas”,
de derecha y de izquierda, tendían a adquirir un
peso de masas. Una circunstancia donde la alternativa era
o hacia gobiernos bonapartistas lisos y llanos (sino
dictaduras abiertas como el fascismo), o hacia dictaduras del
proletariado.
Sin embargo, por una serie de razones objetivas (la crisis
económica actual no es tan grave como la de los años 30, ni
tampoco tan dramáticos sus desarrollos políticos) y
subjetivas (no hay centralidad todavía de la clase obrera,
ausencia de conciencia revolucionaria), actualmente las
oscilaciones del péndulo no son tan graves: se mueven entre la rebelión y la lenta reabsorción de la misma por los
mecanismos de la democracia burguesa, no todavía entre la
revolución y la contrarrevolución.
Connatural a esto hay otro hecho de enorme importancia ya
subrayado: la clase
obrera no termina de romper con “sus” organizaciones
sindicales y políticas tradicionales. Está en curso un
probablemente histórico proceso de recomposición obrera (por
ahora más “sindical” que directamente político). Pero
todavía atañe a los más amplios sectores de vanguardia y no
a la masa de los trabajadores como tales.
En todo caso, el ciclo de rebelión popular significa que
las oscilaciones no son tan graves, y los “umbrales de la
experiencia” no han llegado todavía a esos grados de
radicalización; no llegan a ser una dialéctica de revolución
y contrarrevolución; sino, más bien, una acumulación de
experiencias que puede, eventualmente, ser preparatoria para
ese momento.
En último análisis, la dinámica de la lucha de clases
mundial dependerá del desarrollo de la crisis. Hemos señalado
repetidas veces que todavía no se ha llegado un punto en el
cual se altere el equilibrio capitalista de las últimas décadas.
En el terreno político, esto es lo que explica que desde la
Revolución Cubana de los años ‘60, no se hayan vivido
revoluciones anticapitalistas (y, mucho menos, propiamente
socialistas) que hayan llegado a la expropiación de la
burguesía.
La ofensiva neoliberal de las últimas décadas, la crisis de
alternativas provocada por la caída del Muro de Berlín, las
derrotas vividas por la clase obrera mundial en las postrimerías
del siglo XX, parecieron hacer retroceder varios “siglos”
la madurez política de la clase obrera mundial (amén de haberle infringido una serie de golpes “estructurales”).
Sin embargo, el propio desarrollo de la acumulación
capitalista en el período de la mundialización (con la
aparición de nuevos centros del proceso de reproducción
ampliada del capital), ha dado lugar a la emergencia de una
nueva clase obrera, una nueva generación que comienza a hacer sus primeras armas.
En ese contexto material, el proceso de rebelión popular
latinoamericano y, posteriormente, la extensión
“universal” de un ciclo de rebelión popular, ha
significado que, desde abajo, se hayan puesto en cuestión las
condiciones económicas y políticas de existencia.
Precisamente de eso se trata una rebelión: de
un cuestionamiento que no significa una transformación
“estructural”, aunque sí profundas reformas (pero
la naturaleza social del sistema no se ve todavía afectada).
En el mundo árabe se están barriendo dictaduras, así
como en Latinoamérica se barrieron gobiernos neoliberales que
mantenían “relaciones carnales” con el imperialismo
yanqui. A nivel de amplios sectores de vanguardia, incluso se
fue más allá, poniéndose en pie experiencias que
cuestionaron la propiedad privada capitalista (ocupación de fábrica)
y el monopolio de la autoridad pública por parte del Estado.
Sin embargo, el marco o “carcaza” general en el cual se
viene procesando la experiencia, no ha dejado de ser,
repetimos, el de la democracia burguesa; no es casual que el
gran antídoto universal que se está ensayando en Egipto sea
el de la democracia y las elecciones; ni que millones que
quieren ver fuera del gobierno a los militares, hayan
participado de las mismas.
Las subsistentes instancias de mediación son, de alguna
manera, los diques de
contención para evitar un desborde que vaya más allá.
Es decir:
a) un proceso de organización independiente, b) de
radicalización política, c) de creación de sus propios
organismos de lucha, d) de masificación de las organizaciones
de la izquierda revolucionaria (todavía muy de vanguardia),
e) de puesta en pie de organismos de poder, f) y de acciones
revolucionarias no espontáneas sino organizadas: g) de
insurrecciones armadas que peleen por el poder.
Claro está que esta perspectiva ya significaría la
emergencia, en este siglo XXI, de la revolución social, de la
revolución socialista, umbral al cual ninguna de las
experiencias puestas en marcha hoy ha llegado todavía. Pero
en la medida que la crisis en curso no sea resuelta; en la
medida que estallen algunas de las “ollas a presión” que
la misma crisis configura en varios países o regiones; en la
medida en que el desarrollo de la crisis no solamente agigante
las contradicciones entre las clases, sino incluso implique la
emergencia de contradicciones, enfrentamientos e, incluso,
guerras entre Estados; en ese caso, sí, el
mundo vería deslizarse hacia la reapertura de una época de
crisis, guerras y revoluciones.
A nivel político, la experiencia de una época así, como
la que se vivió, grosso
modo, sobre todo en la primera mitad del siglo pasado en
los países centrales, implicó el desborde de la democracia
burguesa: un grado de polarización política (fortalecimiento
de los extremos) como no ha se visto en las últimas décadas.
Pero una experiencia así, repetimos, es la que lleva al
desborde de las instituciones existentes, a la puesta en pie
de nuevas, al cuestionamiento generalizado a la propiedad
privada, al armamento del pueblo en lucha, a la generalización
de organismos de doble poder en las fábricas, a la construcción
de fuertes partidos revolucionarios.
Este es el
umbral que hay
que traspasar para poner de nuevo en la agenda histórica a la
revolución socialista. Este es el umbral que hay que
traspasar desde las actuales rebeliones populares hacia las
revoluciones sociales que están en el porvenir. Ese es el
umbral que rompería todos los muros o diques de contención
de la democracia patronal y de las direcciones tradicionales;
es hacia ese “traspaso” que hay que enfocar las imprescindibles tareas de las corrientes revolucionarias hoy.
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