20
de agosto de 2009, a 69 años de su asesinato
En
memoria de
León Trotsky
Hace
69 años, un sicario de la burocracia stalinista asesinaba a
León Trotsky en su exilio de México.
Lo ocurrido en el
mundo desde entonces, ha confirmado en sus grandes rasgos
mucho de
la teoría, los análisis y la política del gran
revolucionario.
Las
burocracias “obreras” –tanto la de Moscú como la que
luego se instalaría en Pekín– confirmaron históricamente
su carácter contrarrevolucionario, promoviendo finalmente
la restauración del capitalismo en todos sus dominios. Por
su parte, el sistema capitalista, después del respiro que
le dio esta capitulación, está demostrando plenamente que
sólo puede llevar a la humanidad a la catástrofe, y a una
escala que ni el mismo Trotsky llegó a imaginar. La
disyuntiva de “socialismo o barbarie” se ha ampliado
hasta el punto de que está en cuestión la supervivencia
misma de la humanidad si no logra acabar a tiempo con el
capitalismo.
Pero
también, aunque por la negativa, se ha confirmado que sólo
si la única clase productora –la clase trabajadora–
toma las riendas de la sociedad, se abre la posibilidad de
superar revolucionariamente la explotación del hombre por
el hombre. Todos los ensayos “sustituístas” –tanto
los de las burocracias stalinistas como de los reformismos y
populismos– fracasaron miserablemente en estos 69 años.
Por
eso, la reivindicación histórica del combate de León
Trotsky es también la reivindicación y confirmación del
“marxismo clásico”: la liberación de los trabajadores
sólo podrá ser obra de los trabajadores mismos.
Aquí,
en memoria de León Trotsky, publicamos uno de sus textos teóricos
más importantes, la explicación de la ley del desarrollo
desigual y combinado como “la ley más general del proceso
histórico”: una
herramienta teórica sin cual serían
incomprensibles los actuales desarrollos latinoamericanos y
mundiales.
El
desarrollo desigual y combinado, la ley más general
del
proceso histórico
Historia
de la Revolución Rusa – Capitulo I
El
rasgo fundamental y más constante de la historia de Rusia
es el carácter rezagado de su desarrollo, con el atraso
económico, el primitivismo de las formas sociales y el bajo
nivel de cultura que son su obligada consecuencia.
La
población de aquellas estepas gigantescas, abiertas a los
vientos inclementes del Oriente y a los invasores asiáticos,
nació condenada por la naturaleza misma a un gran atraso.
La lucha con los pueblos nómadas se prolonga hasta fines
del siglo XVII. La lucha con los vientos que arrastran en
invierno los hielos y en verano la sequía aún se sigue
librando hoy en día. La agricultura –base de todo el
desarrollo del país– progresaba de un modo extensivo: en
el norte eran talados y quemados los bosques, en el sur se
roturaban las estepas vírgenes; Rusia fue tomando posesión
de la naturaleza no en profundidad, sino en extensión.
Mientras
que los pueblos bárbaros de Occidente se instalaban sobre
las ruinas de la cultura romana, muchas de cuyas viejas
piedras pudieron utilizar como material de construcción,
los eslavos de Oriente se encontraron en aquellas inhóspitas
latitudes de la estepa huérfanos de toda herencia: su
antecesores vivían en un nivel todavía más bajo que el
suyo. Los pueblos de la Europa occidental, encerrados en
seguida dentro de sus fronteras naturales, crearon los núcleos
económicos y de cultura de las sociedades industriales. La
población de la llanura oriental, tan pronto vio asomar los
primeros signos de penuria, penetró en los bosques o se fue
a las estepas. En Occidente, los elementos más
emprendedores y de mayor iniciativa de la población
campesina vinieron a la ciudad, se convirtieron en
artesanos, en comerciantes. Algunos de los elementos activos
y audaces de Oriente se dedicaron también al comercio, pero
la mayoría se convirtieron en cosacos, en colonizadores.
El
proceso de diferenciación social tan intensivo en
Occidente, en Oriente se veía contenido y esfumado por el
proceso de expansión. «El zar de los moscovitas, aunque
cristiano, reina sobre gente de inteligencia perezosa»,
escribía Vico, contemporáneo de Pedro I. Aquella «inteligencia
perezosa» de los moscovitas reflejaba la lentitud del ritmo
económico, la vaguedad informe de las relaciones de clase,
la indigencia de la historia interior.
Las
antiguas civilizaciones de Egipto, India y la China tenían
características propias que se bastaban a sí mismas y
disponían de tiempo suficiente para llevar sus relaciones
sociales, a pesar del bajo nivel de sus fuerzas productivas,
casi hasta esa misma minuciosa perfección que daban a sus
productos los artesanos de dichos países. Rusia se hallaba
enclavada entre Europa y Asia, no sólo geográficamente,
sino también desde un punto de vista social e histórico.
Se diferenciaba en la Europa occidental, sin confundirse
tampoco con el Oriente asiático, aunque se acercase a uno u
otro continente en los distintos momentos de su historia, en
uno u otro respecto. El Oriente aportó el yugo tártaro,
elemento importantísimo en la formación y estructura del
Estado ruso. El Occidente era un enemigo mucho más temible;
pero al mismo tiempo un maestro. Rusia no podía asimilarse
a las formas de Oriente, compelida como se hallaba a
plegarse constantemente a la presión económica y militar
de Occidente.
La
existencia en Rusia de un régimen feudal, negada por los
historiadores tradicionales, puede considerarse hoy
indiscutiblemente demostrada por las modernas
investigaciones. Es más: los elementos fundamentales del
feudalismo ruso eran los mismos que los de Occidente. Pero
el solo hecho de que la existencia en Rusia de una época
feudal haya tenido que demostrarse mediante largas polémicas
científicas, es ya claro indicio del carácter imperfecto
del feudalismo ruso, de sus formas indefinidas, de la
pobreza de sus monumentos culturales.
Los
países atrasados se asimilan las conquistas materiales e
ideológicas de las naciones avanzadas. Pero esto no
significa que sigan a estas últimas servilmente,
reproduciendo todas las etapas de su pasado. La teoría de
la reiteración de los ciclos históricos –procedente de
Vico y sus secuaces– se apoya en la observación de los
ciclos de las viejas culturas precapitalistas y, en parte
también, en las primeras experiencias del capitalismo. El
carácter provincial y episódico de todo el proceso hacia
que, efectivamente, se repitiesen hasta cierto punto las
distintas fases de cultura en los nuevos núcleos humanos.
Sin embargo, el capitalismo implica la superación de estas
condiciones. El capitalismo prepara y, hasta cierto punto,
realiza la universalidad y permanencia en la evolución de
la humanidad. Con esto se excluye ya la posibilidad de que
se repitan las formas evolutivas en las distintas naciones.
Obligado a seguir a los países avanzados, el país atrasado
no se ajusta en su desarrollo a la concatenación de las
etapas sucesivas. El privilegio de los países históricamente
rezagados –que lo es realmente– está en poder
asimilarse las cosas o, mejor dicho, en obligarse a asimilárselas
antes del plazo previsto, saltando por alto toda una serie
de etapas intermedias. Los salvajes pasan de la flecha al
fusil de golpe, sin recorrer la senda que separa en el
pasado esas dos armas. Los colonizadores europeos de América
no tuvieron necesidad de volver a empezar la historia por el
principio. Si Alemania o los Estados Unidos pudieron dejar
atrás económicamente a Inglaterra fue, precisamente,
porque ambos países venían rezagados en la marcha del
capitalismo. Y la anarquía conservadora que hoy reina en la
industria hullera británica y en la mentalidad de MacDonald
y de sus amigos es la venganza por ese pasado en que
Inglaterra se demoró más tiempo del debido empuñando el
cetro de la hegemonía capitalista. El desarrollo de una
nación históricamente atrasada hace, forzosamente, que se
confundan en ella, de una manera característica, las
distintas fases del proceso histórico. Aquí el ciclo
presenta, enfocado en su totalidad, un carácter confuso,
embrollado, mixto.
Claro
está que la posibilidad de pasar por alto las fases
intermedias no es nunca absoluta; se halla siempre
condicionada en última instancia por la capacidad de
asimilación económica y cultural del país. Además, los
países atrasados rebajan siempre el valor de las conquistas
tomadas del extranjero al asimilarlas a su cultura más
primitiva. De este modo, el proceso de asimilación cobra un
carácter contradictorio. Así por ejemplo, la introducción
de los elementos de la técnica occidental, sobre todo la
militar y manufacturera, bajo Pedro I se tradujo en la
agravación del régimen servil como forma fundamental de la
organización del trabajo. El armamento y los empréstitos a
la europea –productos, indudablemente, de una cultura más
elevada– determinaron el robustecimiento del zarismo, que,
a su vez, se interpuso como un obstáculo ante el desarrollo
del país.
Las
leyes de la historia no tienen nada de común con el
esquematismo pedantesco. El desarrollo desigual, que es la
ley más general del proceso histórico, no se nos revela,
en parte alguna, con la evidencia y la complejidad con que
la patentiza el destino de los países atrasados. Azotados
por el látigo de las necesidades materiales, los países
atrasados se ven obligados a avanzar a saltos. De esta ley
universal del desarrollo desigual de la cultura se deriva
otra que, a falta de nombre más adecuado, calificaremos de
ley del desarrollo combinado, aludiendo a la aproximación
de las distinta etapas del camino y a la confusión de
distintas fases, a la amalgama de formas arcaicas y
modernas. Sin acudir a esta ley, enfocada, naturalmente, en
la integridad de su contenido material, sería imposible
comprender la historia de Rusia ni la de ningún otro país
de avance cultural rezagado, cualquiera que sea su grado.
Bajo
la presión de Europa, más rica, el Estado ruso absorbía
una parte proporcional mucho mayor de la riqueza nacional
que los Estados occidentales, con lo cual no sólo condenaba
a las masas del pueblo a una doble miseria, sino que
atentaba también contra las bases de las clases pudientes.
Pero, al propio tiempo, necesitado del apoyo de estas últimas,
forzaba y reglamentaba su formación. Resultado de esto era
que las clases privilegiadas, que se habían ido
burocratizando, no pudiesen llegar a desarrollarse nunca en
toda su pujanza, razón por la cual el Estado iba acercándose
cada vez más al despotismo asiático.
La
autocracia bizantina, adoptada oficialmente por los zares
moscovitas desde principios del siglo XVI, domeñó a los
boyardos feudales con ayuda de la nobleza y sometió a ésta
a su voluntad, entregándole los campesinos como siervos
para erigirse sobre estas bases en el absolutismo imperial
de San Petersburgo. Para comprender el retraso con que se
desarrolla este proceso histórico, baste decir que la
servidumbre de la gleba, que surge en el transcurso del
siglo XVI, se perfecciona en el XVII y florece en el XVIII,
para no abolirse jurídicamente hasta 1861.
El
clero desempeña, después de la nobleza, un papel bastante
importante, pero completamente mediatizado, en el proceso de
formación de la autocracia zarista. La Iglesia no se
remonta nunca en Rusia a las alturas del poder que llega a
ocupar en el Occidente católico, y se contenta con llenar
las funciones de servidora espiritual cerca de la
autocracia, apuntándose esto como un mérito de su datarios
del brazo secular. Los patriarcas cambiaban al cambiar los
zares. En el período petersburgués, la sujeción de la
Iglesia al Estado se hizo todavía más servil. Los
doscientos mil curas y frailes integraban en el fondo la
burocracia del país, eran una especie de cuerpo policiaco
de la fe: en justa reciprocidad, la policía secular
amparaba el monopolio del clero ortodoxo en materia de fe y
protegía sus tierras y sus rentas.
La
eslavofilia, este mesianismo del atraso, razonaba su filosofía
diciendo que el pueblo ruso y su Iglesia eran
fundamentalmente democráticos, en tanto que la Rusia
oficial no era otra cosa que la burocracia alemana
implantada por Pedro el Grande. Marx observaba, a este propósito:
«Exactamente lo mismo que los asnos teutónicos desplazaron
el despotismo de Federico II, etc., a los franceses, como si
los esclavos atrasados no necesitaran siempre de esclavos
civilizados para amaestrarlos». Esta breve observación
refleja perfectamente no sólo la vieja filosofía de los
eslavófilos, sino también el evangelio moderno de los «racistas».
La
incidencia del feudalismo ruso y de toda la historia rusa
antigua cobraba su más triste expresión en la ausencia de
auténticas ciudades medievales como centros de artesanía,
de comercio. En Rusia el artesanado no tuvo tiempo de
desglosarse por entero de la agricultura y conservó siempre
el carácter del trabajo a domicilio. Las viejas ciudades
rusas eran centros comerciales, administrativos, militares y
de la nobleza; centros, por consiguiente, consumidores y no
productores. La misma ciudad de Novgorod, tan cercana a la
Hansa y que no llegó a conocer el yugo tártaro, era una
ciudad comercial sin industria. Cierto es que la dispersión
de los oficios campesinos, repartidos por las distintas
comarcas, creaba la necesidad de una red comercial extensa.
Pero los mercaderes nómadas no podían ocupar, en modo
alguno, el puesto que en Occidente ocupaba la pequeña y
media burguesía de los gremios de artesanos en el comercio
y la industria, indisolublemente unida a su periferia
campesina. Además, las principales vías de comunicación
del comercio ruso conducían al extranjero, asegurando así
al capital extranjero, desde los tiempos más remotos, el
puesto directivo y dando un carácter semicolonial a todas
las operaciones, en que el comerciante ruso quedaba reducido
al papel de intermediario entre las ciudades occidentales y
la aldea rusa. Este género de relaciones económicas
experimentó un cierto avance en la época del capitalismo
ruso y tuvo su apogeo y suprema expresión en la guerra
imperialista.
La
insignificancia de las ciudades rusas, que es lo que más
contribuyó a formar en Rusia el tipo de Estado asiático,
excluía, en particular, la posibilidad de un movimiento de
Reforma encaminada a sustituir la Iglesia ortodoxa burocrático–feudal
por una variante cualquiera moderna del cristianismo
adaptada a las necesidades de la sociedad burguesa. La lucha
contra la Iglesia del Estado no trascendía de los estrechos
límites de las sectas campesinas, sin excluir la más
poderosa de todas, el cisma de los «creyentes viejos».
Quince
años antes de que estallase la gran Revolución francesa se
desencadenó en Rusia el movimiento de los cosacos,
labriegos y obreros serviles de los montes Urales,
acaudillado por Pugachev. ¿Qué le faltó a aquella furiosa
insurrección popular para convertirse en verdadera revolución?
Le faltó el tercer estado. Sin la democracia industrial de
las ciudades, era imposible que la guerra campesina se
transformase en revolución, del mismo modo que las sectas
aldeanas no podían llevar a cabo una Reforma. Lejos de
provocar una revolución, el alzamiento de Pugachev sirvió
para consolidar el absolutismo burocrático como servidor
fiel de los intereses de la nobleza, y volvió a demostrar
su eficacia en una hora difícil.
La
europeización del país, que comenzó formalmente bajo
Pedro el Grande, fue convirtiéndose cada vez más, en el
transcurso del siglo siguiente, en una necesidad de la
propia clase gobernante, es decir, de la nobleza. En 1825,
la intelectualidad aristocrática, dando expresión política
a esta necesidad, se lanzó a una conspiración militar, con
el fin de poner freno a la autocracia. Presionada por el
desarrollo de la burguesía europea, la nobleza avanzada
intentaba, de este modo, suplir la ausencia del tercer
estado. Pero no se resignaba, a pesar de todo, a renunciar a
sus privilegios de casta; aspiraba a combinarlos con el régimen
liberal por el que luchaba; por eso, lo que más temía era
que se levantaran los campesinos. No tiene nada de extraño
que aquella conspiración no pasara de ser la hazaña de
unos cuantos oficiales brillantes, pero aislados, que
sucumbieron casi sin lucha. Ese sentido tuvo la sublevación
de los «decembristas».(1)
Los
terratenientes que poseían fábricas fueron los primeros de
su estamento que se iniciaron hacia la sustitución del
trabajo servil por el trabajo libre. Otro de los factores
que impulsaban esta medida era la exportación, cada día
mayor, de cereales rusos al extranjero. En 1861, la
burocracia noble, apoyándose en los terratenientes
liberales, implanta la reforma campesina. El impotente
liberalismo burgués, reducido a su papel de comparsa, no
tuvo más remedio que contemplar el cambio pasivamente. No
hace falta decir que el zarismo resolvió el problema
fundamental de Rusia, esto es, la cuestión agraria, de un
modo todavía más mezquino y rapaz de como la monarquía
prusiana había de resolver, a la vuelta de pocos años, el
problema capital de Alemania: su unidad nacional. La solución
de los problemas que incumben a una clase por obra de otra
es una de las combinaciones a que aludíamos, propias de los
países atrasados.
Pero
donde se revela de un modo más indiscutible la ley del
desarrollo combinado es en la historia y el carácter de la
industria rusa. Nacida tarde, no repite la evolución de los
países avanzados, sino que se incorpora a éstos, adaptando
a su atraso propio las conquistas más modernas. Si la
evolución económica general de Rusia saltó sobre los períodos
del artesanado gremial y de la manufactura, algunas ramas de
su industria pasaron por alto toda una serie de etapas técnico–industriales
que en Occidente llenaron varias décadas. Gracias a esto,
la industria rusa pudo desarrollarse en algunos momentos con
una rapidez extraordinaria. Entre la revolución de 1905 y
la guerra, Rusia dobló, aproximadamente, su producción
industrial. A algunos historiadores rusos esto les parece
una razón bastante concluyente para deducir que «hay que
abandonar la leyenda del atraso y del progreso lento». En
rigor la posibilidad de un tan rápido progreso se halla
condicionada precisamente por el atraso del país, que no sólo
persiste hasta el momento de la liquidación de la vieja
Rusia, sino que aún perdura como herencia de ese pasado
hasta el día de hoy.
El
termómetro fundamental para medir el nivel económico de
una nación es el rendimiento del trabajo, que, a su vez,
depende del peso específico de la industria en la economía
general del país. En vísperas de la guerra, cuando la
Rusia zarista había alcanzado el punto culminante de su
bienestar, la parte alícuota de riqueza nacional que
correspondía a cada habitante era ocho o diez veces
inferior a la de los Estados Unidos, lo cual no tiene nada
de sorprendente si se tiene en cuenta que las cuatro quintas
partes de la población obrera de Rusia se concentraban en
la agricultura, mientras que en los Estados Unidos, por cada
persona ocupada en las labores agrícolas había 2,5 obreros
industriales. Añádase a esto que en vísperas de la guerra
Rusia tenía 0,4 kilómetros de líneas férreas por cada
100 kilómetros cuadrados, mientras que en Alemania la
proporción era de 1,7 y de 7 en Austria–Hungría, y por
el estilo, todos los demás coeficientes comparativos que
pudiéramos mencionar.
Como
ya hemos dicho, es precisamente en el campo de la economía
donde se manifiesta con su máximo relieve la ley del
desarrollo combinado. Y así, mientras que hasta el momento
mismo de estallar la revolución, la agricultura se mantenía,
con pequeñas excepciones, casi en el mismo nivel del siglo
XVII, l la industria, en lo que a su técnica y a su
estructura capitalista se refería, estaba al nivel de los
países más avanzados, y, en algunos respectos, los
sobrepasaba. En el año 1914 las pequeñas industrias con
menos de cien obreros representaban en los Estados Unidos un
35 por 100 del censo total de obreros industriales, mientras
que en Rusia este porcentaje era tan sólo de 17,8. La
mediana y la gran industria, con una nómina de 100 a 1.000
obreros, representaban un peso específico aproximadamente
igual; los centros fabriles gigantescos que daban empleo a más
de mil obreros cada uno y que en los Estados Unidos sumaban
el 17,8 por 100 del censo total de la población obrera, en
Rusia representaban el 41,4 por 100. En las regiones
industriales más importantes este porcentaje era todavía más
elevado: en la zona de Petrogrado era de 44,4 por 100; en la
de Moscú, de 57,3 por 100. A idénticos resultados llegamos
comparando la industria rusa con la inglesa o alemana. Este
hecho, que nosotros fuimos los primeros en registrar en el año
1908, se aviene mal con la idea que vulgarmente se tiene del
atraso económico de Rusia. Y, sin embargo, no excluye este
atraso, sino que lo complementa dialécticamente.
También
la fusión del capital industrial con el bancario se efectuó
en Rusia en proporciones que tal vez no haya conocido ningún
otro país. Pero la mediatización de la industria por los
Bancos equivalía a su mediatización por el mercado
financiero de la Europa occidental. La industria pesada
(metal, carbón, petróleo) se hallaba sometida casi por
entero al control del capital financiero internacional , que
se había creado una red auxiliar y mediadora de Bancos en
Rusia. La industria ligera siguió las mismas huellas. En términos
generales, cerca del 40 por 100 del capital acciones
invertido en Rusia pertenecía a extranjeros, y la proporción
era considerablemente mayor en las ramas principales de la
industria. Sin exageración, puede decirse que los paquetes
de acciones que controlaban los principales bancos, empresas
y fábricas de Rusia estaban en manos de extranjeros,
debiendo advertirse que la participación de los capitales
de Inglaterra, Francia y Bélgica representaba casi el doble
de la de Alemania.
Las
condiciones originarias de la industria rusa y de su
estructura informan el carácter social de la burguesía de
Rusia y su fisonomía política. La intensa concentración
industrial suponía, ya de suyo, que entre las altas esferas
capitalistas y las masas del pueblo no hubiese sito para una
jerarquía de capas intermedias. Añádase a esto que los
propietarios de las más importantes empresas industriales,
bancarias y de transportes eran extranjeros que cotizaban
los beneficios obtenidos en Rusia y su influencia política
en los parlamentos extranjeros, razón por la cual no sólo
no les interesaba fomentar la lucha por el parlamentarismo
ruso, sino que muchas veces le hacían frente: bate recordar
el vergonzoso papel que desempeñaba en Rusia la Francia
oficial. Tales eran las causas elementales e insuperables
del aislamiento político y del odio al pueblo de la burguesía
rusa. Y si ésta, en los albores de su historia, no había
alcanzado el grado necesario de madurez para acometer la
reforma del Estado, cuando las circunstancias le depararon
la ocasión de ponerse al frente de la revolución demostró
que llegaba ya tarde.
En
consonancia con el desarrollo general del país, la base
sobre la que se formó la clase obrera rusa no fue el
artesanado gremial, sino la agricultura; no fue la ciudad,
sino el campo. Además, el proletariado de Rusia no fue formándose
paulatinamente a lo largo de los siglos, arrastrando tras sí
el peso del pasado, como en Inglaterra, sino a saltos, por
una transformación súbita de las condiciones de vida, de
las relaciones sociales, rompiendo bruscamente con el ayer.
Esto fue, precisamente, lo que, unido al yugo concentrado el
zarismo, hizo que los obreros rusos se asimilaran las
conclusiones más avanzadas del pensamiento revolucionario,
del mismo modo que la industria rusa, llegada al mundo con
retraso, se asimiló las últimas conquistas de la
organización capitalista.
El
proletariado ruso tornaba a producir, una y otra vez, la
breve historia de sus orígenes. Al tiempo que en la
industria metalúrgica, sobre todo en Petersburgo,
cristalizaba y surgía una categoría de proletarios
depurados que habían roto completamente con la aldea, en
los Urales seguía predominando el tipo obrero de
semiproletario, semicampesino. La afluencia de nuevas
hornadas de mano de obra del campo a las regiones
industriales renovaba todos los años los lazos que unían
al proletariado con su cantera social.
La
incapacidad de acción política de la burguesía se hallaba
directamente informado por el carácter de sus relaciones
con el proletariado y la clase campesina. La burguesía no
podía arrastrar consigo a los obreros a quienes la vida de
todos los días enfrentaba con ella y que, además,
aprendieron en seguida a generalizar sus problemas. Y la
misma incapacidad demostraba para atraerse a los campesinos,
atada como estaba a los terratenientes por una red de
intereses comunes y temerosa de que el régimen de
propiedad, en cualquiera de sus formas, se viniese a tierra.
El retraso de la revolución rusa no era tan sólo, como se
ve, un problema de cronología, sino que afectaba también a
la estructura social del país.
Inglaterra
hizo su revolución puritana en una época en que su población
total no pasaba de los cinco millones y medio de habitantes,
de los cuales medio millón correspondía a Londres. En la
época de la Revolución francesa París no contaba tampoco
con más de medio millón de almas de los veinticinco que
formaban el censo total del país. A principios del siglo XX
Rusia tenía cerca de ciento cincuenta millones de
habitantes, más de tres millones de los cuales se
concentraban en Petrogrado y Moscú. Detrás de estas cifras
comparativas laten grandes diferencias sociales. La
Inglaterra del siglo XVII, como la Francia del siglo XVIII,
no conocían aún el proletariado moderno. En cambio, en
Rusia la clase obrera contaba, en 1905, incluyendo la ciudad
y el campo, no menos de diez millones de almas, que, con sus
familias, venían a representar más de veinticinco millones
de almas, cifra que superaba la de la población total de
Francia en la época de la Gran Revolución. Desde los
artesanos acomodados y los campesinos independientes que
formaban en el ejército de Cromwell hasta los proletarios
industriales de Petersburgo, pasando por los sansculottes de
París, la revolución hubo de modificar profundamente su
mecánica social, sus métodos, y con éstos también,
naturalmente, sus fines.
Los
acontecimientos de 1905 fueron el prologo de las dos
revoluciones de 1917: la de Febrero y la de Octubre. El prólogo
contenía ya todos los elementos del drama, aunque éstos no
se desarrollasen hasta el fin. La guerra ruso–japonesa
hizo tambalearse al zarismo. La burguesía liberal se valió
del movimiento de las masas para infundir un poco de miedo
desde la oposición a la monarquía. Pero los obreros se
emanciparon de la burguesía, organizándose aparte de ella
y frente a ella en los soviets, creados entonces por vez
primera. Los campesinos s levantaron, al grito de «¡tierra!»,
en toda la gigantesca extensión del país. Los elementos
revolucionarios del ejército sentíanse atraídos, tanto
como los campesinos, por los soviets, que, en el momento álgido
de la revolución, disputaron abiertamente el poder a la
monarquía. Fue entonces cuando actuaron pro primera vez en
la historia de Rusia todas las fuerzas revolucionarias:
carecían de experiencia y les faltaba la confianza en sí
mismas. Los liberales retrocedieron ostentosamente ante la
revolución en el preciso momento en que se demostraba que
no bastaba con hostilizar al zarismo, sino que era preciso
derribarlo. La brusca ruptura de la burguesía con el
pueblo, que hizo que ya entonces se desprendiese de aquélla
una parte considerable de la intelectualidad democrática,
facilitó a la monarquía la obra de selección dentro del
ejército, le permitió seleccionar las fuerzas fieles al régimen
y organizar una sangrienta represión contra los obreros y
campesinos. Y, aunque con algunas costillas rotas, el
zarismo salió vivo y relativamente fuerte de la prueba de
1905.
¿Qué
alteraciones introdujo en el panorama de las fuerzas
sociales el desarrollo histórico que llena los once años
que median entre el prólogo y el drama? Durante este período
se acentúa todavía más la contradicción entre el zarismo
y las exigencias de la historia. La burguesía se fortificó
económicamente, pero ya hemos visto que su fuerza se basaba
en la intensa concentración de la industria y en la
importancia creciente del capital extranjero. Adoctrinada
por las enseñanzas de 1905, la burguesía se hizo aún más
conservadora y suspicaz. El peso específico dentro del país
de la pequeña burguesía y de la clase media, que ya antes
era insignificante, disminuyó más aún. La intelectualidad
democrática no disponía del menor punto consistente de
apoyo social. Podía gozar de una influencia política
transitoria, pero nunca desempeñar un papel propio: se
hallaba cada vez más mediatizada por el liberalismo burgués.
En estas condiciones no había más que un partido que
pudiera brindar un programa, una bandera y una dirección a
los campesinos: el proletariado. La misión grandiosa que le
estaba reservada engendró la necesidad inaplazable de crear
una organización revolucionaria propia, capaz de reclutar a
las masas del pueblo y ponerlas al servicio de la revolución,
bajo la iniciativa de los obreros. Así fue como los soviets
de 1905 tomaron en 1917 un gigantesco desarrollo. Que los
soviets –dicho sea de paso– no son, sencillamente,
producto del atraso histórico de Rusia, sino fruto de la
ley del desarrollo social combinado, lo demuestra por sí
solo el hecho de que el proletariado del país más
industrial del mundo, Alemania, no hallase durante la
marejada revolucionaria de 1918–1919 más forma de
organización que los soviets.
La
Revolución de 1917 perseguía como fin inmediato el
derrumbamiento de la monarquía burocrática. Pero, a
diferencia de las revoluciones burguesas tradicionales, daba
entrada en la acción, en calidad de fuerza decisiva, a una
nueva clase, hija de los grandes centros industriales y
equipada con una nueva organización y nuevos métodos de
lucha. La ley del desarrollo social combinado se nos
presenta aquí en su expresión última: la revolución, que
comienza derrumbando toda la podredumbre medieval, a la
vuelta de pocos meses lleva al poder al proletariado
acaudillado por el partido comunista.
El
punto de partida de la revolución rusa fue la revolución
democrática. Pero planteó en términos nuevos el problema
de la democracia política. Mientras los obreros llenaban el
país de soviets, dando entrada en ellos a los soldados y,
en algunos sitios, a los campesinos, la burguesía seguía
entreteniéndose en discutir si debía o no convocarse la
Asamblea constituyente. Conforme vayamos exponiendo los
acontecimientos, veremos dibujarse esta cuestión de un modo
perfectamente concreto. Por ahora queremos limitarnos a señalar
el puesto que corresponde a los soviets en la concatenación
histórica de las ideas y las formas revolucionarias.
La
revolución burguesa de Inglaterra, planteada a mediados del
siglo XVIII, se desarrolló bajo el manto de la Reforma
religiosa. El súbdito inglés, luchando por su derecho a
rezar con el devocionario que mejor le pareciese, luchaba
contra el rey, contra la aristocracia, contra los príncipes
de la Iglesia y contra Roma. Los presbiterianos y los
puritanos de Inglaterra estaban profundamente convencidos de
que colocaban sus intereses terrenales bajo la suprema
protección de la providencia divina. Las aspiraciones por
que luchaban las nuevas clases se confundían
inseparablemente en sus conciencias con los textos de la
Biblia y los ritos del culto religioso. Los emigrantes del
Mayflower llevaron consigo al otro lado del océano esta
tradición mezclada con su sangre. A esto se debe la fuerza
excepcional de resistencia de la interpretación anglosajona
del cristianismo. Y todavía es hoy el día en que los
ministros «socialistas» de la Gran Bretaña encubren su
cobardía con aquellos mismos textos mágicos en que los
hombres del siglo XVII buscaban una justificación para su
bravura.
En
Francia, donde no prendió la Reforma, la Iglesia católica
perduró como Iglesia del Estado hasta la revolución, que
había de ir a buscar no a los textos de la Biblia, sino a
las abstracciones de la democracia, la expresión y
justificación para los fines de la sociedad burguesa. Y por
grande que sea el odio que los actuales directores de
Francia sientan hacia el jacobinismo, el hecho es que,
gracias a la mano dura de Robespierre, pueden permitirse
ellos hoy el lujo de seguir disfrazando su régimen
conservador bajo fórmulas por medio de las cuales se hizo
saltar en otro tiempo a la vieja sociedad.
Todas
las grandes revoluciones han marcado a la sociedad burguesa
una nueva etapa y nuevas formas de conciencia de sus clases.
Del mismo modo que en Francia no prendió la Reforma, en
Rusia no prendió tampoco la democracia formal. El partido
revolucionario ruso a quien incumbió la misión de dejar
estampado su sello en toda una época, no acudió a buscar
la expresión de los problemas de la revolución a la
Biblia, ni a esa democracia «pura» que no es más que el
cristianismo secularizado, sino a las condiciones materiales
de las clases que integran la sociedad. El sistema soviético
dio a estas condiciones su expresión más sencilla, más diáfana
y más franca. El régimen de e los trabajadores se realiza
por vez primera en la historia bajo los soviets que,
cualesquiera que sean las vicisitudes históricas que les
estén reservadas, ha echado raíces tan profundas e
indestructibles en la conciencia de las masas como, en su
tiempo, la Reforma o la democracia pura.
1.–
«Decembristas» o «dekabristas» por el mes de diciembre,
en que tuvo lugar la sublevación. [NDT]
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