En la década
del ‘20 del siglo pasado se procesó en la ex URSS un
debate apasionante acerca de las vías de la transición
socialista luego de la revolución. Al compás de
circunstancias económicas cambiantes y del aislamiento en
el que quedó la república bolchevique luego del fracaso de
la revolución europea, una polémica y durísima lucha política
se fue abriendo paso acerca de la orientación para impulsar
hacia adelante la transición económica en el contexto de
las constricciones que imponía el encierro económico y político
de la ex URSS.
El
oficialismo burocrático encarnado por Stalin y Bujarin,
impulsaba una orientación de enriquecimiento campesino y
lenta industrialización hasta que a finales de la década,
el frente único entre los dos se rompe, y el primero –en
un giro político brutal– impone la orientación de
colectivización agraria e industrialización a ritmos
forzosos.
Por
su parte, la oposición de izquierda encabezada por Trotsky,
alertaba que sin una rápida industrialización y
planificación económica, los campesinos terminarían
dejando las ciudades sin alimentos y presionando cada vez más
por vincularse con el mercado mundial. Esta posición se vio
verificada –a la postre– por el curso de los
acontecimientos, lo que no llevó a Trotsky a capitularle a
Stalin señalando que la “manera” y “quien” estaba
llevando adelante este giro podría terminar socavando las
bases mismas del Estado obrero. Se generó así un debate
estratégico acerca de
cuál debía ser la orientación
general para hacer avanzar la transición en un sentido
socialista.
A
comienzos del siglo XXI volver sobre esta discusión no deja
de tener importancia. Los postulados generales del debate
llevado adelante en esos años ha dejado un manantial de
enseñanzas “universales” que, sin embargo, desde hace décadas
que no se vuelve a revisar de manera sistemática.
Su
importancia estriba en que lo que se terminó colocando
sobre la mesa es
la comprensión de la “mecánica”
misma del proceso de transición socialista: sus condiciones
más “universales”.
Lo
que nos interesa aquí es subrayar los clivajes teóricos
más generales, encarándolos desde una óptica en cierto
modo original: dar cuenta no solamente de las “inercias”
teóricas de la fracción burocrática, sino, sobre todos,
de las limitaciones del enfoque del propio Eugen
Preobrajensky (eminente economista de la oposición de
izquierda), las que se vieron puestas sobre la palestra
–en tiempo real– cuando este termina capitulando ante el
giro “izquierdista” de Stalin a finales de los años
’20. Postulamos un intento de superación dialéctica
de su enfoque.
Haremos
esto tomando como punto de partida algunos de los señalamientos
dejados por el propio León Trotsky (pero no desarrollados in
extenso) a comienzos de los años 30 acerca de la
necesaria imbricación –en el proceso de la transición–
entre plan, mercado y democracia obrera
configurando una superación crítica del punto de vista
estrictamente “económico” de Prebrajensky.
Ley del valor, fuerza de trabajo, proteccionismo y acumulación
socialista
Lo
primero a señalar es que lo que está aquí esta en juego
es cuál es, cual debe ser a la luz de la experiencia práctica
del siglo XX la verdadera mecánica de la transición
socialista. Aquí se pone en juego un problema que no
pocas consecuencias ha tenido entre las filas de los
marxistas revolucionarios:
el tener una mirada esquemática
de la transición socialista cómo si fuera un proceso
regido por “puras leyes económicas de tipo newtoniano”
que podrían operar mecánicamente por encima de las clases
y las fracciones de clase llevando a uno y solo un resultado
posible: el socialismo.
Existe
un nudo teórico en este debate: tiene que ver con la relación
entre los tres elementos que necesariamente
“regulan” la economía en la transición: el mercado,
la planificación y la democracia de los trabajadores. En
primer lugar, la discusión acerca del mercado quedó
planteada correctamente en “La Nueva Economía”
de E. Preobrajensky: tenía que ver con la continuidad
–o no– de las imposiciones de la ley del valor en la
transición.
Bien,
la cuestión siempre se ha expresado bajo la forma de una
ardua polémica dentro de las filas de las corrientes
revolucionarias socialistas. Desde nuestra corriente siempre
hemos sostenido que la ley del valor inevitablemente se
mantiene en las economías de transición, y que
oscurecer este hecho flaco favor la hace al proceso mismo de
la socialización de la producción.
Esto
se debe a varias razones. La principal tiene que ver con la
subsistencia del mercado mundial y con el hecho que al
realizarse la mayoría de las revoluciones anticapitalistas
del siglo pasado en países atrasados, inevitablemente su
“racionalización económica” no podía prescindir de la
medida del valor: la medición de la riqueza por el tiempo
de trabajo medio empleado en producirla.
Por
esto mismo, no es casual que el mismo Trotsky haya insistido
una y otra vez en que como correlato de la necesaria
subsistencia de la ley del valor, la moneda estable
es una forma inevitable de racionalización económica. No
hay otra manera de medir, objetivamente, la
productividad económica del Estado obrero. Es para ello que
hace falta el señalado patrón objetivo y común:
una
moneda estable es la medida de la productividad del trabajo.
Amén
del elemento anterior, hay otro que en general no ha sido
tomando en consideración: el carácter de mercancía de
la fuerza de trabajo, incluso después de la
expropiación de los capitalistas. Porque en los países
donde fue expropiado el capitalismo, en todos los casos, sea
la Revolución Rusa del 17 o la China del ’49, la
fuerza de trabajo mantuvo, invariablemente, el carácter de
mercancía intercambiable por un salario.
Si
el principal “factor de la producción” siguió siendo
una mercancía… no hay como suponer que la ley del
valor no siguiera rigiendo –al menos hasta cierto punto–
en la economía de transición. Oscurecer esto implica negar
las imposiciones que la misma sigue implicando respecto del
carácter todavía –por así decirlo– no “emancipado
del todo” de la fuerza de trabajo y la problemática de la
generación y administración del trabajo no pagado.
Al
respecto, y como digresión, digamos que en la transición
sigue subsistiendo, inevitablemente, un principio de
explotación del trabajo: “la autoexploración” o
“explotación mutua”: este es un tributo colectivo y
conciente de la clase obrera para las generaciones
posteriores. Pero si esta autoexploración no significa que
la acumulación este al servicio del progreso general de la
clase obrera sino de una burocracia que se encarama por
encima de ella, esta auto–explotación se transforma en lo
opuesto: una nueva forma –no orgánica– de explotación
unilateral al servicio de la burocracia que es la que se
queda con la parte del león de la acumulación. Veamos
un ejemplo de la China del ‘49: “[No se puede dejar de
ver] el problemático papel del Estado, que nunca es
neutral, y menos aun cuando la burocracia del aparato
estatal no está sometida a ningún tipo de control. En
China, desde los años cincuenta, la burocracia ha
secuestrado en los hechos el Estado, y lo usa como
maquinaria para apropiarse del excedente social”.
Retornando
sobre nuestro argumento, señalemos que cuando hablamos de
ley del valor en la transición, inevitablemente debemos
hablar de los alcances pero también de los límites del
imperio de la misma. Porque si el Estado obrero dejara
regir plenamente la ley del mercado está claro que lo qué
ocurriría es el retorno al capitalismo y no la acumulación
socialista.
Por el contrario, y contra esta tendencia al enriquecimiento
pequeño–burgués, lo que debe hacerse para promover la
acumulación socialista en manos del Estado proletario es
precisamente violar este imperio de la ley del valor.
Desde
el Estado obrero debe haber –y no puede dejar de
“haberlas”–, “infracciones” necesarias e
inevitables al imperio del valor:
hay que infligirla
–claro que no al precio de la caída en la
“irracionalidad económica”– so pena de que no haya
acumulación socialista.
¿A
qué nos referimos con esto? Al hecho inevitable que la
acumulación –una vez expropiados los capitalistas, pero
en el contexto de la subsistencia del mercado capitalista
mundial– deberá hacerse en toda una serie de ramas y
dominios económicos en los que seguramente la economía del
país postrevolucionario del que se trate no debería
poner en pié si se atuviera a los criterios promedios de
productividad del mercado mundial.
Y,
sin embargo, a la “espera” de la extensión
“universal” de la revolución, el hecho es que se
debe poner en pie todo el mecanismo de la economía so pena
la “inanición” del Estado obrero: todo un sistema
de ramas de la economía. Más aun teniendo en cuenta el
seguro aislamiento a la que será sometida la revolución
(por lo menos en un primer momento).
En
esas condiciones, esta infracción de la ley del mercado es una
obligación de principios de la transición que tiene
que ver con los necesarios mecanismos de
“proteccionismo socialista” de la economía. Es que
si se permitiera el libre comercio con el mercado
internacional a “valores” los campesinos (o productores
capitalistas agrarios, o cualquier productor todavía
“privado” de mercancías subsistente), inevitablemente
preferiría exportar su producción.
Esto
por dos razones: con toda seguridad, estos productores
privados (sobre todo los agrarios) obtendrían mayores
precios en el mercado internacional que los fijados
internamente por el Estado; podrían comprar con divisas o
moneda dura mejores mercancías –de mejor calidad y menor
precio– que en el mercado interno.
Es
decir: es obvio que cuando el Estado proletario fija los
precios a la producción agraria y obliga a los productores
del campo a comprar productos de la industria más atrasada
del país que del exterior, hasta cierto punto esta
“explotando” a estos productores agrarios entregándoles
menos valor a cambio de más valor: hecho que sirve a la
acumulación socialista como correctamente –a este
respecto, también– subrayara Preobrajensky.
Es
así que la ley del valor subsiste, debe en cierto modo
subsistir para racionalizar la economía y, a la vez, desde
ser necesariamente infringida en el proceso de la
transición para lograr que la acumulación socialista vaya
para adelante.
La planificación socialista como principio de racionalidad
Establecida
la problemática de la ley del valor, está la problemática
de la planificación. Es aquí donde se observan los
costados más defectuosos del pensamiento
“preobrajenskiano” (y que los “trotskistas” de la
segunda posguerra tomaron al pie de la letra).
Es
que con la justa preocupación de impulsar la
industrialización en manos del Estado obrero hacia
adelante, Preobrajensky llegó a caracterizar
unilateralmente a la planificación como una suerte de
“ley” natural (“Ley” con mayúscula en todo el
sentido de la palabra).
En
puridad, fue bajo la dirección política de Trotsky que la
oposición de izquierda levantó la necesidad de
industrializar el país y planificar sistemáticamente su
economía. Pero el concepto de “ley del plan” o “ley
de la acumulación socialista” fue más producto del
economista señalado, cuestión que fue visualizada por el
mismo Trotsky –como ya hemos señalado arriba– al
denunciar el peligro de que esta misma “ley” pudiera
ser interpretada como un proceso casi autónomo del sujeto
social y político que está al comando de la transición.
Profundicemos
un poco en este tópico. A nuestro modo de ver, esta idea de
“ley de la planificación” se la puede asumir en dos
sentidos diferentes. Por un lado, partiendo correctamente
del hecho obvio que si la asignación de recursos ya no se
hace por la vía de la anarquía del mercado (no se hace ya
centralmente sobre la base de productores privados porque
los capitalistas han sido expropiados) una planificación de
los “factores” económicos se debe necesariamente
imponer para llevar adelante la organización económica
como un todo.
Pero
lo que nos preocupa aquí es la utilización de esta idea de
“ley” en otro sentido: si lo que se entiende por
“ley” es una que se debe imponer en el sentido
socialista del término, de una acumulación al servicio de
la clase obrera, la acepción de “ley” es cuestionable
porque parecería que la misma se pudiera imponer cual ley
de la naturaleza independientemente del sujeto que esté al
frente de la dirección de la economía.
Repetimos
por si no quedó claro: si se cree que esta “ley” se
impondría espontáneamente cual ley de la gravedad que haga
avanzar la acumulación en un sentido obrero y socialista…
la idea está toda mal, porque la experiencia histórica
ha demostrado que los procesos económicos–políticos–sociales
de la transición no avanzan en el sentido socialista si la
clase obrera no está al frente verdaderamente del Estado.
Esta
idea –que la transición socialista avanzaría “espontáneamente”–
ha dado lugar a equívocas derivas objetivistas en el
sentido de creer que se trataría de una “ley” que se
impondría por si sola, independientemente de los sujetos:
de “quien” y “como” planifique. Esto último es
completamente falso.
En
puridad, cuando se habla de la “ley del plan”, sobre
todo en las etapas iniciales de la transición, se esta
frente más a un “principio de planificación” que a
una verdadera “ley”.
Es
decir, no hay como –en la transición– la planificación
se imponga con la regularidad de una ley espontánea tal
cual se impone el valor cuando se la libera de trabas en el
capitalismo (revolución burguesa mediante).
Esto
se debe a varias razones: entre ellas, que el plan debe
ir, conscientemente, contra determinaciones que libradas al
solo imperio de lo “natural”, irían para la ruptura del
monopolio del comercio exterior y a una “racionalidad económica”
según los precios del mercado.
Pero,
además, hay otro problema: “quién” y “como”
planifique no es un problema menor. Es decir: es un
craso error creer que la planificación se podría imponer
–en toda su “racionalidad”– por si sola. La
planificación es hasta cierto punto una intervención de
la política –y de las valoraciones– en la economía.
Contra lo que muchos “trotskistas” suponen, la
planificación no tiene –no puede tener– una
racionalidad per se: “quién”, “cómo” y
“para qué” planifica es fundamental. Como decía
Pierre Naville, la racionalidad de la planificación, su
superioridad respecto de la anarquía del mercado, no se
puede afirmar mecánicamente: depende de sus fines. ¡Y
sus fines dependen de al servicio de qué clases y
fracciones de clase está la planificación misma!
También
la anarquía del mercado capitalista tiene su racionalidad: sin
algún tipo de racionalidad los sistemas sociales se vendrían
abajo. Lo que pasa es que su racionalidad es una al
servicio de la acumulación capitalista (incluso en
detrimento del desarrollo de las fuerzas productivas). Pero
el desarrollo de las fuerzas productivas en la transición
socialista, la acumulación socialista, para que sirvan
realmente a la clase obrera, no se podría imponer espontáneamente:
eso ha sido demostrado por toda la experiencia del siglo XX.
En
definitiva: creer que la planificación podría tener una
“racionalidad per se” podía ser algo comprensible en
las primeras décadas del siglo pasado. Pero viendo toda la
experiencia de conjunto, no deja de ser un comportamiento necio:
un error de craso de objetivismo que pierde de vista
el hecho que para que la acumulación económica sirva a la
clase obrera debe estar en sus propias manos y no de una
burocracia que como capa social ajena a la misma buscará,
sobre todo, resolver su propia cuestión social.
Propiedad, posesión y estado proletario
Hay
todavía un tercer problema. Se trata de que las relaciones
entre economía y política en la transición se
encuentran modificadas respecto del “tipo ideal” del
capitalismo de libre mercado. En el tipo ideal
capitalista, economía y política están separados
estrictamente. Pero esto se trastoca en la transición:
necesariamente ambas instancias se vuelven a “fusionar”:
con la economía “estatizada” el estado se transforma en
el organizador económico.
Aquí
llegamos al problema de la democracia obrera: necesariamente
se debe pasar al nivel del carácter del Estado, del carácter
real del poder: la dictadura del proletariado.
Porque
si la planificación no tiene una racionalidad per se, si
todo depende de quien y como planifica, es evidente que esto
no podría quedar en el mero nivel “económico”: depende
de definiciones políticas y de política económica más
estratégicas. Y esto se desprende, inevitablemente, del
carácter del poder; más aun cuando nos encontramos
en una situación donde la economía, los medios de producción,
han sido estatizados:
en ese caso, de quien “es”
realmente el Estado, es fundamental.
Esto
rompe, necesariamente, con la igualación mecánica habitual
–en las filas del “trotskismo”– entre propiedad
estatal y propiedad de la clase obrera (o socialización).
Por varias razones.
Una:
que la propiedad solamente es tan absoluta en el caso
de la propiedad privada capitalista. Pero cuando se proclama
la “propiedad del pueblo entero” y cuando dentro de tal
“pueblo entero” hay, necesariamente, tan diversas clases
y fracciones de clase, hay que especificar de qué
“pueblo” se está hablando…
Porque,
además, en los demás regímenes sociales que en la
historia ha habido, la propiedad siempre enmascaró
distintas posiciones reales: distintos grados de
apropiación real de las cosas.
Es decir, además del concepto de propiedad, está el de posesión
efectiva. Si se declara que la clase obrera es
propietaria de un bien pero ese bien nunca está en sus
manos realmente –léase los medios de producción–,
evidentemente la clase obrera muy propietaria de los medios
de producción no se va a sentir. Un viejo dicho en los países
del Este europeo era muy ilustrativo al respecto: “la
propiedad que se declara de todos… no es de nadie… y se
la apropia el más vivo”.
Al
respecto, es interesante un reciente señalamiento respecto
del caso de China del ’49: “[Muchas veces se pierde de
vista que en las sociedades no capitalistas] las leyes y
regulaciones escritas no son necesariamente vinculantes
en la práctica. Desde los años cincuenta, la
burocracia china gobierna usando un conjunto de reglas
ocultas y no escritas (…). El objetivo de las reglas
ocultas es obvio: están al servicio de [los intereses]
ocultos de la burocracia, esto es, del enriquecimiento de
esta”.
Pero,
además, en la definición de la propiedad como “social”
hay una evidente contradicción ya marcada por Pierre
Naville: el hecho que siempre qué se declara una
propiedad es en relación a no propietarios.
Efectivamente, la propiedad estatizada al principio se
afirma contra los capitalistas expropiados. Pero con el
devenir de la transición, la propiedad misma se debe
reabsorber en la socialización efectiva de la producción
–esto es, la gestión colectiva de los medios de producción
por parte de la clase obrera autoorganizada– so pena de
que la propiedad se termine afirmando –como ocurrió en
los hechos– contra la masa de los trabajadores.
Así
las cosas, la propiedad estatizada debe remitir, más
concretamente, a la posesión efectiva de los medios de
producción por parte de los trabajadores –superación
de la división entre trabajo vivo y trabajo muerto de
manera efectiva– y la disolución de toda la
propiedad por la vía de la socialización del trabajo.
Porque,
a la vez, son estas mismas relaciones las únicas que pueden
permitir una planificación económica al servicio de la
clase obrera y un carácter efectivamente obrero del Estado en
la medida que la expropiación de los medios de producción
sea puesta realmente al servicio, gestión y control
efectivo por parte de la propia clase obrera.
Es
decir, la democracia obrera, una auténtica dictadura del
proletariado, el ejercicio del poder de manera efectiva por
parte del proletariado, es el tercer factor para poner la
acumulación al servicio de las necesidades de la masa de
los explotados y oprimidos.
El poder en manos de la clase obrera
En
síntesis: ¿qué tenemos luego de la valoración de estos
tres aspectos señalados? Lo que tenemos es que, en la
transición, la interrelación de los factores económicos
y políticos, objetivos y subjetivos, está necesariamente
imbricada, profundamente interrelacionada.
Nuestra
posición es una crítica a los abordajes puramente
“economicistas” de la transición que creen que la
economía de la transición socialista se puede definir por
el solo factor de la estatización de la propiedad privada.
Toda
la experiencia del siglo pasado ha demostrado que esto no es
así: no alcanza con que la propiedad capitalista haya
sido expropiada –condición absolutamente necesaria pero
no suficiente– para que estemos en una sociedad y economía
realmente de transición: hace falta que el poder político
pase efectivamente a manos de los trabajadores: que se ponga
en pie una verdadera dictadura del proletariado.
Porque
si como hemos tratado de demostrar más arriba, la transición
esta pautada por la inextricable relación de los tres
elementos señalados, para dónde vaya esa transición
realmente depende no solamente del contexto económico de
la misma, sino de la naturaleza del poder político del
Estado.
En
síntesis: no alcanza para definir una economía de transición
socialista con que la propiedad sea de “la clase
obrera”… “aunque esté –pequeño “detalle”– en
manos de la burocracia” tal cual dijo el “trotskismo”
en la 2° posguerra: la propiedad y la posición de los
medios de producción, el poder político y la capacidad
efectiva de planificación, deben estar en manos de
los trabajadores para que la transición camine en
sentido socialista:
ésta es una de las principales lecciones que la
experiencia del siglo XX ha legado para las revoluciones
socialistas del XXI.
[1]
A nuestro modo de ver, este giro del estalinismo, amen
de destruir las fuerzas productivas en el campo por
varias décadas, comienza a sentar los pilares para
la transformación del “Estado obrero con
deformaciones burocráticas” en “Estado burocrático
con restos proletarios y comunistas” como lo definiera
–en tiempo real– Christian Rakovsky.
[2]
A este respecto, repetimos aquí nuestra crítica al
compañero Claudio Katz que en un trabajo sobre esta
materia llega a plantear, equívocamente, que los
enfoques de Bujarin, Preobrajensky y Trotsky serían
simplemente complementarios…
[4]
La anterior era la consecuencia inevitable de la
orientación oportunista de Nicolai Bujarin acerca del
enriquecimiento ilimitado de los campesinos
propietarios.
[5]
Violarla hasta cierto punto en el sentido de impulsar la
producción en ramas económicas que inevitablemente
tendrán menos productividad que las del mercado mundial
capitalista, esto como condición para poner en pié el
mecanismo de la economía de transición. Hasta cierto
punto decimos, porque esto no quiere decir el quedarse
sin medida objetiva de la riqueza o pretender,
voluntaristamente, que la medida de la producción sobre
la base de las horas de trabajo podría ser desechada
administrativamente…
[6]
Este análisis es seguido por los compañeros del PSTU
de Brasil, el PO (burdamente economicista) o el PTS de
la Argentina que llega a hablar de una “racionalidad
per se” de la planificación. A decir verdad, veinte años
atrás Nahuel Moreno estaba por delante de estos análisis
cuando en una escuela de cuadros del viejo MAS demostraba
palmariamente la irracionalidad completa de la
planificación en manos de la burocracia.
[7]
En el transcurso del debate de los años ’20 Nicolai
Bujarin llegó a hablar de este “principio de la
planificación” pero en su caso era para un objetivo
contrario al que estamos criticando acá: para quitarle
toda entidad real, toda “necesidad”, lo que también
es falso porque justamente uno de los contenidos
centrales de la planificación es justamente romper la
racionalización económica sobre la base de los
valores.
[8]
Este era el caso, por ejemplo, del colonato en el
feudalismo: se trataba de una forma de propiedad que
significaba muy diferentes formas de acceso a la misma
por parte de los campesinos propietarios de la tierra.
[10]
Esto no parece entenderlo del todo –aunque lo intenta,
en parte– Roberio Paulino, ex militante del PSTU de
Brasil y actual integrante de Socialismo Revolucionario
(grupo brasileño del CWI) que en un libro de reciente
edición, “El socialismo del siglo XX: ¿qué falló?”,
no logra superar realmente un enfoque de tipo
deutscheriano del estalinismo: a pesar de todos los
pesares… la burocracia habría sido agente de la
transición socialista.