Las encrucijadas del nacionalismo
radical
Por Claudio Katz
Enviado por el autor, 19/11/07
Las sublevaciones populares que
sacudieron a Sudamérica en los últimos años condujeron al
derrocamiento de varios presidentes neoliberales, reforzaron
la presencia de los movimientos sociales y facilitaron
nuevas conquistas democráticas. También permitieron
modificar las relaciones de fuerzas en desmedro del
imperialismo y a favor de los oprimidos.
Otro efecto de las rebeliones ha sido
el establecimiento de gobiernos nacionalistas radicales,
como Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y
probablemente Correa en Ecuador. Estos presidentes favorecen
un curso económico estatista, mantienen fuertes conflictos
con Estados Unidos, han chocado con las burguesías locales
y desenvuelven políticas económicas que oscilan entre el
neo–desarrollismo y la redistribución progresiva del
ingreso.
Son gobiernos que se ubican en
las antípodas de las administraciones conservadoras de
Uribe en Colombia, Calderón en México y Alan García en
Perú. Los derechistas mantienen políticas
pro–norteamericanas, cursos
abiertamente neoliberales y reaccionan con brutalidad represiva frente a
cualquier demanda popular.
Los presidentes nacionalistas
también se distinguen de sus colegas de centroizquierda,
como Lula en Brasil, Kirchner en Argentina o Tabaré Vázquez
en Uruguay. Estos mandatarios mantienen relaciones ambiguas
con el imperialismo, apuntalan a las clases dominantes
locales y utilizan los mecanismos constitucionales para
obstaculizar el logro de mejoras sociales.
En los países gobernados por el
nacionalismo antiimperialista se han creado condiciones de
movilización por abajo y polarización socio–política,
que no se verifican en las naciones dónde el poder burgués
fue reforzado por medio de la desilusión (Brasil), el
control (Uruguay) o la contención (Argentina). ¿Qué
escenarios afrontan los gobiernos radicales? ¿Avanzarán en
la construcción de sociedades igualitarias o recrearán
otro sistema de opresión?
Una forma de esclarecer estas disyuntivas es revisar el rumbo
seguido en circunstancias semejantes de la historia
latinoamericana. Esta comparación exige analizar cinco
situaciones: la Unidad Popular Chilena, el Sandinismo
nicaragüense, el PRI de México, los ensayos de
nacionalismo militar en Perú, Bolivia o Panamá y la
revolución cubana.
Este contraste no es un ejercicio
académico para sugerir conclusiones imparciales. Apunta a
definir estrategias adecuadas para la izquierda. Revisando
el pasado se puede percibir cuáles son los caminos que
conducen a la preservación del capitalismo o al avance
hacia el socialismo.
De esas experiencias no surgen
modelos de copia para el futuro. Ningún desenlace del siglo
XX se repetirá en los próximos años. Pero resulta
imposible construir el mañana ignorando lo que sucedió
ayer. La manía por la novedad siempre oculta la reproducción
de algo ya realizado. Asumir herencias, asimilar logros y
cuestionar desaciertos es la condición de un nuevo proyecto
de la izquierda.
La tragedia de Chile
El recuerdo de la Unidad Popular
chilena golpea a cualquier analista que evalúe las opciones
de un proceso reformista en América Latina. Ahogar en
sangre estos ensayos ha sido la respuesta tradicional del
imperialismo. Pinochet simboliza un tipo de reacción, que
en algún momento del siglo XX soportaron varios países de
la región. El Departamento de Estado y sus socios oligárquicos
locales han recurrido repetidamente a la ferocidad fascista,
para doblegar a los gobiernos que afectan los intereses del
establishment. Lo único que varió fue la magnitud de los
asesinatos perpetrados en cada asonada.
Pinochet concentra el modelo clásico
de contrarrevolución que la derecha siempre tiene en
carpeta. La conspiración se puso en marcha apenas asumió Allende,
mediante el asesinato del general Schneider. Las bandas de
Patria y Libertad comenzaron los atentados, aprovecharon las
protestas de los camioneros, la irritación de los
comerciantes y los cacerolazos de alta clase media. Con
financiación de las compañías multinacionales Kissinger
diagramó las principales agresiones de la reacción.
Este mismo
esquema de provocaciones se reprodujo en Venezuela en los últimos
años, especialmente durante el ensayo golpista del 2002.
Las grandes empresas aportaron el dinero, la embajada
norteamericana coordinó las provocaciones, los
conservadores azuzaron a la clase media, los viejos partidos
reclutaron el personal civil y los medios de comunicación
inventaron las justificaciones del ataque. Cualquier medida
genuinamente democrática –como la cancelación de la
licencia manejada por monopolio mediático RCTV a principios
del 2007– reactiva estas conspiraciones de las elites.
El mismo
libreto se repite también en Bolivia. La amenaza golpista
incluye allí, un chantaje de secesión de las provincias
orientales que cuentan con grandes recursos de petróleo y
gas.
Pero el recurso pinochetista es
una opción que la derecha actualmente avizora solo como un
instrumento de presión. En este terreno existe una
diferencia sustancial con los años 70. El golpe es
concebido para desplazar a un gobierno reformista, sin la
intención de reimplantar dictaduras de mediano plazo. Dado
el carácter obsoleto de las tiranías militares se busca
una restauración conservadora en el marco constitucional.
Tampoco el imperialismo norteamericano está en condiciones
de sostener en el mediano plazo a un generalato
reaccionario. Por estar razón, sus socios derechistas
ejercen el terrorismo de estado (Uribe) o la represión
salvaje (Calderón), pero mantienen la fachada
constitucional.
La opción pinochetista es
improbable, pero refrescar el antecedente chileno es muy útil
para evaluar otro problema: los obstáculos que interpuso la
Unidad Popular a un tránsito hacia el socialismo. Es
importante recordar estos impedimentos, con independencia
del corolario fascista que tuvo esa experiencia. Solo este
balance impedirá la repetición de los errores cometidos
por Salvador Allende.
Tal como ocurrió en esa época,
las fuerzas políticas de izquierda han accedido al gobierno
por la vía electoral en Venezuela, Bolivia y Ecuador. Las
sublevaciones sociales han logrado proyectarse al voto
popular, pero nuevamente se ha verificado que llegar al
gobierno no equivale a tomar el poder. El manejo de la gestión
administrativa del estado no otorga el control de los
resortes de la economía que detentan los capitalistas.
Allende buscó superar esta
limitación desde el marco constitucional, aceptando todas
las restricciones de la legalidad burguesa. Suscribió de
entrada un Pacto de Garantías con la oposición, que
acotaba severamente el alcance de las reformas promovidas
por la izquierda. Los representantes del capital no se
ataron en cambio, a ningún compromiso legalista. Solo
utilizaron esos acuerdos para acorralar, desgastar y
neutralizar a su oponente.
Esta experiencia ilustró cómo
los derechistas socavan a un gobierno radical que acepta las
reglas de juego de los dominadores. Este mismo
condicionamiento es actualmente ensayado en las Asambleas
Constituyente que acompañan la gestión de Chávez, Evo (y
próximamente Correa). Pero a diferencia de lo ocurrido en
Chile esta presión no se agota en un corto episodio. Tiende
a prolongarse en una sucesión de batallas, que podría
incluir varias Constituyentes.
El aspecto más trágico del
legalismo de Allende fue su confianza en los militares.
Primero incluyó solo exhortaciones, pero luego implicó la
aceptación de muchas exigencias golpistas (designación de
Pinochet, facultades a la justicia militar, leyes de control
de armas, inacción frente a los ensayos de la asonada). Chávez
siempre rememora este precedente y recurre a su propia
experiencia en el ejército para afirmar que “la revolución
bolivariana es pacífica, pero no desarmada”. La estrecha
ligazón con Cuba, la adquisición de armamento fuera de la
órbita norteamericana, los preparativos de organización de
milicias expresan esta comprensión del reto militar, que
plantearía un futuro choque con la derecha.
El contexto actual de los ejércitos
latinoamericanos es por otra parte más contradictorio que
en el pasado. Por un lado las fuerzas armadas perdieron la
función gubernamental que ejercieron durante el siglo XX,
pero al mismo tiempo se encuentran más atadas a las campañas
que digita el Pentágono, con el pretexto de enfrentar el
narcotráfico o la criminalidad. En un escenario diferente,
las grandes encrucijadas políticas que enfrenta la región
no han cambiado.
Legalismo o poder popular
La conciliación de Allende con los golpistas coronó
una política de rechazo a la construcción de un poder
popular extra–parlamentario (Asamblea Popular de Concepción, Juntas de
Abastecimiento, Consejos Comunales, Cordones Industriales).
Este tipo de edificación es indispensable para
lograr un tránsito hacia el socialismo. El cuestionamiento
de la Unidad Popular a estos ensayos, impidió la formación
de los únicos organismos que podían preparar una
resistencia de las masas contra Pinochet.
La ceguera parlamentarista no solo obstruyó esta
cohesión. Bloqueó, además, la confluencia de las
movilizaciones por la reforma agraria y la mejora de los
salarios en las minas. Estos antecedentes son importantes
para un país como Bolivia, con persistente acción autónoma
de movimientos sociales de mineros, maestros y campesinos y
gran demanda de soluciones inmediatas para los viejos reclamos.
Si el
gobierno de Morales titubea como Allende, terminará
provocando el mismo desconcierto popular que imperó en
Chile en 1972–73. A este negativo resultado conduce también
la atenuación de las propuestas transformadoras, que se
observa en las negociaciones con los opositores para
viabilizar la Asamblea Constituyente.
Los crecientes reclamos de los trabajadores bajo este
tipo de gobiernos no son reacciones infantiles, ni
irritaciones alimentadas por la impaciencia. Expresan el
temor a una repetición de todas las frustraciones del
pasado. La Unidad Popular llegó al gobierno con la promesa
de superar el desengaño provocado por la gestión demócrata–cristiana
en varios terrenos (especialmente el agro y las
estatizaciones). Esta misma memoria de desengaños se
verifica actualmente en Venezuela, Bolivia o Ecuador. Aunque
el padecimiento neoliberal es un recuerdo fresco que opaca
ese pasado, nadie olvida las frustraciones industrialistas
con Carlos Andrés Pérez en Venezuela o las decepciones
reformistas con Siles Suazo en Bolivia.
El trasfondo del problema radica en la persistente
obstrucción capitalista a cualquier transformación
progresista en los países latinoamericanos. Muchos
gobiernos de raigambre popular pretenden eludir esta
barrera. Estiman posible compatibilizar las mejoras sociales
con las ganancias de los poderosos y terminan afrontando los
mismos encierros que socavaron a Salvador Allende. La
contundente enseñanza que legó el antecedente chileno se
resume en un precepto: una vez comenzadas las reformas
sociales hay afrontar en forma consecuente las resistencias
que opondrán los dominadores. También es necesario saber
que esta confrontación tiene consecuencias potencialmente
anticapitalistas.
Del balance de la Unidad Popular surgen posturas muy
distintas frente a la etapa en curso. Quiénes sitúan la
falla en el “apresuramiento”
o en las “presiones aventureras de la
ultra–izquierda”, proponen ahora atenuar la marcha y
conciliar con la derecha. Si por el contrario se ubica el
desacierto de Allende en su ingenuidad legalista, la tarea
es preparar el salto al socialismo, radicalizando los
procesos políticos y construyendo el poder popular.
La experiencia chilena se
desenvolvió en forma vertiginosa en un lapso de pocos años.
Los procesos nacionalistas–radicales actuales cuentan con
un margen temporal superior, pero no tan elástico.
Venezuela puede utilizar sus recursos petroleros para
ensayar cambios sociales en períodos más extensos. También
puede aprovechar la ventaja de procesar por primera vez un
tipo de experiencia radical, que el grueso de la región ya
conoció en décadas anteriores.
En cambio Bolivia enfrenta un
contexto más adverso. Recién ha comenzado a capturar una
renta estatal significativa, en un país históricamente
inestable y con fuerzas derechistas afianzadas, que cuentan
con más capacidad que sus pares de Venezuela o Ecuador para
ejercer el chantaje secesionista. Estos grupos le han puesto
un candado en la Asamblea Constituyente a la heterogénea
coalición del MAS y pueden paralizar al gobierno de
Morales. El “empate catastrófico” entre contendientes
que resurge desde hace varios años tiende a desgastar al
nuevo presidente. En el Altiplano persiste el trágico
recuerdo de Siles Zuazo,
que en 1982–85 comenzó adoptando medidas progresistas y
terminó instaurando el ajuste del FMI, en medio de la
hiperinflación.
Probablemente
Ecuador se encuentra en una situación intermedia. No cuenta
con el margen de acción que tiene Venezuela, pero tampoco
enfrenta la estrechez de espacio que predomina en Bolivia.
En menos de un año Rafael Correa ha ganado cuatro
elecciones y está forjando una importante base de apoyo.
Logró mayoría absoluta en la Constituyente y le propinó a
la derecha una paliza electoral. Pero la gran incógnita
gira en torno al uso de ese novedoso caudal político. Salvador
Allende también contaba con una gran popularidad, que no
supo utilizar en el momento adecuado.
Lecciones
de Nicaragua
Las
principales enseñanzas de la experiencia sandinista
provienen más de la última etapa del gobierno del FSLN,
que del triunfo guerrillero inicial o de la resistencia a la
agresión imperialista. En esa fase final de la presidencia
se abrió el camino para un retorno electoral de la derecha,
que los conservadores vislumbran como una opción de mediano
plazo para Venezuela. En Bolivia este reingreso de las
elites por medio de los comicios es una amenaza siempre
latente.
La revolución sandinista fue una
insurrección popular muy diferente a las rebeliones
recientes. Se apoyó en la acción guerrillera y en un
levantamiento armado que aplastó a la dictadura de Somoza,
en una situación de total colapso del estado. Una gran
diferencia de intensidades separa a la eclosión de
Nicaragua de las crisis latinoamericanas de la última década.
Pero lo más importante de esta
acción sandinista fue su alto grado de radicalidad. Cuando
la tiranía recurrió a sus últimas cartas –luego del
asesinato de Chamorro y del feroz bombardeo de los barrios
populares– el FSLN no aceptó la conciliación. Rechazó
la propuesta opositora de sustituir al déspota por un
cambio cosmético e impuso la disolución de Guardia
nacional y la expropiación de bienes de la dinastía.
Este debut del Sandinismo
corroboró la necesidad de medidas drásticas contra los
plutócratas para comenzar a edificar una democracia plena.
Aunque el contexto político que rodea a las rebeliones
recientes es muy diferente, estas enseñanzas nicaragüenses
no han perdido vigencia. Bajo los regímenes
constitucionales actuales la gravitación de los distintos
grupos del establishment está más distribuida, pero los
resortes del poder continúan en manos de las clases
dominantes. Estos sectores impiden la soberanía popular y
no renunciarán a sus privilegios, sin drásticas medidas
por parte de los oprimidos.
Las decisiones iniciales que
adoptó el FSLN fueron más radicales que las medidas
adoptadas por los gobiernos nacionalistas actuales. La nacionalización de bancos, el control de comercio exterior, la sustitución
de la guardia nacional por un ejército popular, la
sindicalización masiva y la organización barrial
constituyeron medidas revolucionarias, que no se han
observado en ningún país durante la última década.
Pero el impacto internacional del triunfo sandinista
presenta cierta familiaridad con el contexto generado por el
proceso bolivariano. En comparación con Nicaragua, los
cambios introducidos en Venezuela son muy moderados, pero al
desafiar la hegemonía global del neoliberalismo, estas
medidas han creado una situación comparable a la vigente a
principio de los 80. Esta equivalencia se verifica en la
recomposición de las expectativas populares en varios países
de la región.
El triunfo del Sandinismo suscitó un entusiasmo
arrollador. No solo quebró el aislamiento de Cuba, sino que
incentivó la lucha regional contra las dictaduras de la época.
Este optimismo ha comenzado a renacer con las victorias
contra la derecha en Venezuela. No por casualidad Caracas se
ha convertido en un lugar de encuentro militante de la
izquierda, semejante al papel que ocupaba Managua en el período
anterior.
El FSLN intentó gestar un régimen político
pluripartidista y representativo, con muchos ingredientes de
la democracia participativa actualmente promovida por el
proceso bolivariano. Ese sistema sustituyó en el primer
caso a una dictadura y en el segundo a una estructura de
alternancia gubernamental entre partidos corruptos. En las
dos situaciones se registraron avances significativos, pero
insuficientes para dotar a la población de poder efectivo
de decisión. Por esta razón, los sectores capitalistas no
somocistas que sobrevivieron en Nicaragua pudieron retomar
el gobierno en el momento oportuno. Sus colegas en Venezuela
preservan esta misma capacidad de intervención y mantienen
fuerzas suficientes para intentar la recaptura de la
presidencia.
El Sandinismo debió lidiar con la sistemática agresión
del imperialismo. Los costos de este atropello fueron
infinitamente mayores a los soportados por el proceso
bolivariano. Venezuela no afrontó hasta ahora las
invasiones de mercenarios entrenados por la CIA que
agobiaron a Nicaragua. Desde 1981 hasta 1987 Reagan sostuvo
una ofensiva abierta desde las bases militares de Honduras y
Panamá y cuándo se le agotaron los recursos formales
recurrió a la financiación ilegal. Nicaragua padeció una cifra de bajas equivalente a la sufrida por Estados Unidos durante
la Segunda Guerra Mundial, Corea y Vietnam. La producción
agrícola quedó destruida y la vida económica sufrió daños
monumentales.
Pero a pesar de este desangre el imperialismo fracasó.
Sus bandas debieron negociar el desarme y a un elevado costo
económico y social el Sandinismo pudo triunfar. El problema
apareció posteriormente, cuándo no supo proyectar esta
victoria al terreno político. El divorcio entre ambos
planos es la principal lección de esa dura experiencia.
La confrontación con el imperialismo fue difícil,
pero confirmó que las enormes diferencias del poder de
fuego no impiden la victoria popular en el campo de batalla.
Lo ocurrido en Vietnam se repitió en Nicaragua y se
corrobora actualmente en Irak. Pero el Sandinismo perdió en
las urnas lo que había conseguido a punta de pistola. Este
fracaso constituye una señal de alerta para el proceso
bolivariano. La arena política puede resultar más adversa
que cualquier agresión del Pentágono.
Nicaragua contó con la misma solidaridad de Cuba que
actualmente reciben Venezuela y Bolivia. Este apoyo contrastó
con la escasa ayuda que aportó la Unión
Soviética. Para no enemistarse con Estados Unidos la
burocracia del Kremlin cortó los créditos, redujo las
compras de productos y disminuyó abruptamente la provisión
de combustible a los sandinistas. El escenario geopolítico
del siglo XXI es muy diferente y la opulencia petrolera que
detenta Venezuela contrasta con el desamparo económico que
padecía Nicaragua. Pero la comparación entre los dos
procesos permite registrar quiénes apoyan o socavan desde
el exterior a un proceso antiimperialista.
Durante las duras negociaciones
que acompañaron a la agresión militar contra Nicaragua,
los gobiernos burgueses de Latinoamérica cumplieron el
mismo papel de quintacolumnistas que han jugado frente cada
golpe derechista en Venezuela. En ambos casos repudiaron
formalmente a los conspiradores, mientras canalizaban las
demandas de los conservadores en la mesa de negociaciones.
Esta duplicidad obedece a la
defensa de los intereses capitalistas regionales, que
anteriormente sostuvieron Alfonsín o Sarney y actualmente
apuntalan Kirchner o Lula. Si alguna lección puede
extraerse del acorralamiento internacional que sufrió
Nicaragua es este nefasto papel de los falsos amigos.
El giro socialdemócrata
Los desaciertos cometidos por el FSLN en la última
etapa de gobierno condujeron a su caída. Estos errores no
obedecieron a las dificultades militares (reintroducción de
la conscripción), a la ceguera frente a
ciertas demandas (autonomía de las minorías étnicas de la
costa atlántica) o al verticalismo auto–suficiente de una
conducción forjada en la lucha guerrillera. Ninguna
revolución está exenta de este tipo de problemas. El
retorno de la derecha por vía electoral no fue producto de
estas equivocaciones.
Esa restauración conservadora no era inevitable, ni
obedeció sólo a la “política orquestada por
Washington” o al “contexto internacional desfavorable
creado por el derrumbe de la URSS”. Ambos argumentos
descalifican la discusión de un balance real, al
transformar al enemigo en el único responsable de las
frustraciones populares. Esta forma de razonar, con la vista
atada al ajedrez geopolítico conduce a posturas pasivas o a
imaginar que el socialismo se construirá mediante argucias
diplomáticas. Repite el tipo de fantasías que eran tan
frecuentes en la época de la Unión Soviética.
Lo que debe evaluarse es la responsabilidad política
que tuvo la dirección sandinista en la recomposición de la
derecha. Desde 1988 rechazaron en forma explícita toda
perspectiva anticapitalista, objetaron el carácter
“anticuado” del marxismo y desplegaron crecientes
elogios al mercado. Esta visión condujo al estancamiento de
la reforma agraria, al abandono de los proyectos sociales e
incluso a la adopción de un ajuste exigido por el FMI. El
giro conservador del FSLN –en un marco de ascenso
neoliberal y colapso de la URSS– desconcertó a los
militantes, desmoralizó a la población y abonó el terreno
para el retorno de la derecha.
Esta involución aporta una gran lección para los
procesos actuales. Ilustra cómo el resurgimiento de los
conservadores se apoya en el aburguesamiento de una dirección
revolucionaria. La regresión socialdemócrata del
Sandinismo le otorgó auditorio popular al predicamento
derechista. La repetición de este escenario no está
inmediatamente a la vista en Venezuela. Pero la derecha
puede reconstituirse electoralmente con gran velocidad, ya
que cuenta con estructuras, financiación y tradiciones para
rehabilitarse en forma vertiginosa.
Hasta ahora la balanza electoral de Venezuela se ha
inclinado claramente a favor de Chávez. Triunfó en ocho
comicios consecutivos y últimamente alcanzó un récord del
60% de los sufragios, conquistando 20 de las 22 provincias y
el 80% de las alcaldías. Pero también los Sandinistas
lograban al principio éxitos contundentes, que los
indujeron a fantasear con la infalibilidad electoral. Por
eso la derrota de 1989 fue tan inesperada y fulminante. El
FSLN quedó anonadado, perdió capacidad de reacción y
acentuó su adaptación al orden capitalista. Este
amoldamiento condujo a una transformación total de esa
organización.
Antes de abandonar el gobierno muchos funcionarios se
apropiaron de casas y terrenos, a través de un nefasto
episodio de corrupción conocido como “la piñata”.
Luego participaron de un gobierno de transición que
convirtió a las milicias sandinistas en un ejército
regular, aprobaron la devaluación, medidas de privatización
y la devolución de fábricas expropiadas a sus viejos dueños.
El corolario de estas decisiones fue la transformación del
FSLN en un partido convencional, centrado en la actividad
electoral y formalmente integrado a la social–democracia
internacional.
Con este nuevo perfil Daniel Ortega ha retornado al
gobierno el año pasado. Volvió con un vicepresidente que
revistó en la contrarrevolución y con el compromiso de
respetar el ajuste el FMI, los tratados de libre comercio
con Estados Unidos y la supresión del aborto terapéutico exigido por la iglesia. Algunos analistas estiman que desde la conformación de un grupo empresarial acaudillado por Ortega, el Sandinismo
ha quedado convertido en “Danielismo”. Negoció durante
la década pasada con la derecha el reparto de los poderes
del estado y se apoya actualmente en una fuerte estructura
de prebendas. Se puede,
por lo tanto, perder ciertas elecciones frente a la derecha
y volver a ganarlas posteriormente, pero lo importante es lo
que sucede durante el intervalo. El Sandinismo involucionó y si esta regresión se consolida,
la nueva presidencia no servirá para recuperar el proyecto revolucionario.
La neutralización del FSLN no transitó por la derrota
sangrienta que impuso Pinochet, ni por la invasión
imperialista que sufrió Granada en 1983. Tampoco padeció
un golpe destructivo desde el interior del movimiento,
semejante al soportado por la izquierda de Argelia en 1965.
El Sandinismo se erosionó desde adentro, sin un desenlace
de sus conflictos interiores y terminó cerrando todos los
senderos para una transición socialista.
A diferencia de lo ocurrido en la URSS, Yugoslavia,
China o Cuba, el FSLN gestionó al país durante una etapa
de varios años, sin producir la ruptura anticapitalista.
Esta extensión temporal puede replantearse nuevamente en el
futuro, pero los signos de marcha al socialismo nunca están
sujetos a tantas ambigüedades. Actualmente se puede ir
notando, si el proceso bolivariano tiende o no a repetir la
frustración nicaragüense.
Un rumbo socialista no está necesariamente dictado por
el alcance inmediato de las expropiaciones. Las
insuficiencias del Sandinismo no se ubicaron en esta
tibieza, sino en la adopción de un camino explícitamente
pro–capitalista desde fines de los 80. Lo decisivo fue
este cambio de estrategia y no la moderación del ritmo
anterior. Es evidente que la extensión de la propiedad pública
no puede ser abrupta, en un país tan pobre y atrasado como
Nicaragua.
Tampoco aquí radica el principal obstáculo para un
proyecto socialista en un país como Venezuela, que ya tiene
estatizada la fuente petrolera de sus recursos económicos.
En ambos casos la obstrucción al avance al socialismo se
anida potencialmente en la involución desde arriba, la cooptación
socialdemócrata y el abandono de la confrontación
con las clases dominantes. El choque con estos grupos fue
eludido en Nicaragua y no se ha consumado en Venezuela. En
lugar de dirimir ese conflicto, el Sandinismo apostó a
fortalecer a los capitalistas locales. Estos mismos sectores
mantienen lo esencial de su poderío en Venezuela.
La experiencia sandinista se
desenvolvió en un marco revolucionario que involucraba a
toda Centroamérica. La prolongada guerra civil de Guatemala tuvo varios picos en los 80 y en la
habilidad de la guerrilla para combinar lucha armada con
movilización popular, mantuvo al ejército a la defensiva
en El Salvador. Pero las posibilidades de victoria quedaron
muy comprometidas por el fracaso en Nicaragua y el proceso
salvadoreño concluyó a mediados de los 90 con los acuerdos
de paz.
La secuela de pesimismo y
desmoralización que sucedió al fracaso sandinista ya quedó
atrás. El gran desafío actual es asimilar los desaciertos
de ese proceso para incentivar un curso de reconstrucción
socialista. Esta perspectiva exige un gran aprendizaje de
otra experiencia esencial.
El antecedente mexicano
La trayectoria seguida por la
revolución mexicana ilustra otro desemboque posible de los
procesos nacionalistas actuales. Este acontecimiento fue
celebrado oficialmente durante décadas como un hito de la
emancipación, pero en los hechos permitió la gestación
desde el estado de una clase capitalista. Muchos relatos han
ilustrado cómo los próceres revolucionarios se
enriquecieron con los fondos públicos a costa de la mayoría
popular.
Esta duplicidad entre el mito
liberador y la realidad opresiva dominó durante décadas la
vida política mexicana y debe ser observada con atención
en Venezuela, Bolivia y Ecuador. La creación de un segmento
de privilegiados –desde las propias entrañas de un
proceso liberador– constituye uno de los grandes peligros
que afrontan los procesos radicales de los tres países.
Esta tendencia se verifica en
varios sectores que integran el chavismo y es promovida por
el establishment regional, con más entusiasmo que la opción
pinochetista o la variante nicaragüense. Este curso cuenta,
además, con el explícito sostén de los gobiernos del
MERCOSUR y de los empresarios argentinos o brasileños que
están haciendo pingües negocios con Venezuela. Pero la
repetición del camino mexicano no es gratuita. Requiere
contener los avances populares y disipar las expectativas de
mayores transformaciones sociales.
La revolución mexicana fue
desgastada al cabo de tormentosas secuencias. La primera
irrupción campesina de 1911 convirtió un conflicto entre
fracciones moderadas en la mayor convulsión de la historia
del país. Esta fase se agotó después de una década de
enfrentamientos armados, que desembocaron en un gobierno de
arbitraje entre los grandes sectores en disputa (derrota de
los zapatistas y
neutralización de los carrancistas en 1919).
Los
oprimidos no triunfaron, pero tampoco fueron vencidos y la
revolución quedó incompleta en la realización de sus
objetivos de modernización. También fue interrumpida la
concreción de las aspiraciones populares y esta indefinición
desembocó en los años 30, en la reapertura de un proceso
inconcluso. Con el renovado sostén de las movilizaciones
obreras y campesinas, la fracción progresista de Cárdenas
desplazó a los conservadores de Calles y reinició las
reformas.
Los seis años
de gestión de ese presidente presentan varias analogías
con el actual proceso bolivariano. Se implementaron mejoras
sociales, reformas agrarias y varias expropiaciones de compañías
petroleras norteamericanas. El impacto de estas medidas fue
muy superior a la oleada de estatizaciones, que
posteriormente implementaron otros mandatarios nacionalistas
de la región, como Perón o Vargas.
Pero el
propio Cárdenas orientó estas medidas hacia un nuevo
desenvolvimiento del capitalismo mexicano. Incentivó la
acumulación privada mediante la reducción de los
impuestos, erigió un sistema bancario amoldado a las
necesidades de los grandes grupos y auxilió con fondos públicos
a los sectores empresarios en dificultades. Además, mantuvo
una aceitada relación comercial con Estados Unidos y evitó
la extensión de las nacionalizaciones al estratégico
sector minero.
El
complemento político de este esquema de capitalismo de
estado fue la cooptación paternalista de los sindicatos
obreros y campesinos. La burocracia de esas organizaciones
fue consolidada a medida que se aislaba a la izquierda. Cuándo
la etapa radical concluyó su cometido, Cárdenas abandonó
la escena y el derechista Avila Camacho puso en marcha las
medidas exigidas por los nuevos acaudalados. Allí
comenzaron las tres décadas de monopolio político del PRI,
que acentuaron la concentración de la riqueza en muy pocos
sectores capitalistas.
Junto a la
mistificación ritual de la revolución, el nuevo régimen
político apadrinó la acumulación privada. Las conquistas
populares fueron paulatinamente vaciadas y se disipó el
contenido inicial que tuvo la eclosión de 1910. Los
capitalistas utilizaron la legitimidad aportada por la
revolución para estabilizar su dominación durante un largo
período. Pudieron ahorrarse los costos e inconvenientes de
las dictaduras sostenidas por sus pares del continente.
Esta trayectoria ilustra cómo un
proceso que no se radicaliza termina borrando sus huellas
progresistas. Reemplaza la gesta popular por un sistema de
protección oficial de la clase capitalista. Si esta
involución se repite en Venezuela, Bolivia o Ecuador, un
giro conservador sucederá a la actual etapa cardenista de
Chávez, Morales y Correa.
A diferencia de lo ocurrido en
Chile o Nicaragua, esta regresión mantendría el mismo régimen
político pero transformando su contenido. Del radicalismo
inicial se pasaría a una recomposición del establishment,
sin alterar la estructura de los símbolos gestados durante
el período antiliberal. Las clases dominantes suelen
aprovechar la permanencia de un hito liberador en la memoria
de las masas para recrear su poder. Especialmente el PRI
lucró en México con ese acervo ideológico, recurriendo a
un discurso hipócrita de encubrimiento de su política de
regimentación.
Venezuela ofrece un terreno
propicio para ensayar esta repetición, ya que arrastra una
importante tradición de capitalismo de estado.
Hasta 1936 funcionaba como economía exportadora de
productos agrícolas básicos, pero con la explotación del
crudo se forjó una clase dominante local asociada con los
multinacionales. Este sector se acostumbró a vivir de la
renta petrolera junto a los gobernantes de turno. Todos los
ensayos de industrialización, sustitución de importaciones
y diversificación económica estuvieron signados por esta
asociación, que generalizó además hábitos perdurables de
consumismo parasitario e ineficiencia burocrática.
Este
despilfarro de los recursos públicos condujo a un
enriquecimiento de la burguesía, que terminó empobreciendo
al propio estado. Los desfalcos de la era neoliberal
–entre 1983 y 1988– fueron el corolario del fracasado
intento de solventar la formación de una clase capitalista
competitiva con los recursos del Tesoro. A pesar de las
cuantiosas sumas invertidas por el estado, en Venezuela no
emergió una burguesía siquiera comparable a la existente
en México, Brasil o Argentina. Una transición cardenista
representaría otro ensayo para alcanzar esa meta.
Enriquecimiento
desde el estado
En la
reiteración del sendero mexicano trabajan activamente los
promotores de la “Boli–burguesía”, es decir los
sectores que aprovechan el boom petrolero de los últimos años
para enriquecerse. Son banqueros que lucran con la
intermediación de títulos públicos, contratistas que
obtuvieron jugosas licitaciones, importadores que aprovechan
la fiebre de consumo dispendioso y empresarios que no
invierten pero remarcan precios, generando un círculo
vicioso de baja oferta y alta inflación.
La expansión de las nacionalizaciones que caracteriza al
proceso bolivariano –no solo en el área petrolera, sino
también en telefonía, electricidad o agua– así como la
anulación de la autonomía del Banco Central podrían
llegar a ser funcionales a este proceso de reorganización
capitalista. Cómo se demostró en la era del PRI mexicano,
las estatizaciones pueden ser orientadas al servicio de los
poderosos.
La misma tendencia a transformar
un gobierno surgido de la sublevación popular en un régimen
de nuevas elites existe en Bolivia. Es el proyecto de “capitalismo
andino” que propicia el vicepresidente García Linera. Se
apoya en la expectativa de utilizar la nueva renta que
aportarán los hidrocarburos para industrializar el país,
en beneficio de la clase dominante. Este programa supone que
“un gobierno de los movimientos sociales” permitirá
“redistribuir el poder”, a favor de “la economía
comunitaria, el capitalismo y el pos–capitalismo”.
Pero estos
objetivos no son conciliables. Cuándo un gobierno apoyado
por las masas apuntala a los grandes empresarios, deja de
expresar los intereses de los movimientos sociales. Puede
ejercer un arbitraje entre capitalistas, pero no favorece a
los oprimidos. Sanciona a los financistas a favor de los
industriales, beneficia a los empresarios locales frente a
sus competidores extranjeros, pero no incentiva la economía
solidaria, ni prepara una transición socialista.
Simplemente convalida una variante de capitalismo, que a la
larga es muy adversa para los intereses populares.
En este
esquema la nueva renta de los hidrocarburos tendería a
financiar la acumulación y no la reforma agraria, los
aumentos de salarios o las mejoras sociales. Los peligros de
este modelo ya se están visualizando en Bolivia, en la
postergación de las demandas salariales, la escasa
redistribución del ingreso y la opción por el modelo menos
radical de nacionalización de los hidrocarburos. Las
mejoras de la rentabilidad y de la situación fiscal continúan
sin traducirse en avances sociales.
Los
proyectos de capitalismo de estado arrastran en Bolivia una
historia de frustración muy superior a cualquier
antecedente de México o Venezuela. El experimento clásico
del MNR entre 1952 y 1956, no solo mantuvo intacto el
pavoroso atraso del país, sino que concluyó en una
involución pro–imperialista de su propio gestor. Luego de
nacionalizar las minas, Paz Estensoro lideró la apertura al
capital extranjero, el aumento de la deuda externa, el
sometimiento al FMI y la entrega del petróleo a la Gulf Oil
Company.
Actualmente existen presiones
para sustituir la catastrófica experiencia neoliberal de
1985–2003 por un nuevo ensayo de capitalismo regulado.
Pero los sectores capitalistas tienen grandes aspiraciones
de lucro inmediato y poca predisposición para aceptar la
supervisión estatal. En un país sometido a dislocantes
tensiones regionales y con gran presencia del movimiento
popular, el margen para gestar una nueva burguesía desde el
estado es muy estrecho. Este espacio es significativamente
menor al que tuvo el antecedente mexicano o mantiene el
ensayo venezolano.
Un panorama semejante se observa
en Ecuador. Históricamente el país quedó estructurado en
torno a dos sectores dominantes: los agro–exportadores de
la costa y la oligarquía de la sierra, que no avalaron los
intentos de modernización desarrollista de los años
1960–70. El legado reciente de dos décadas de ajuste
neoliberal, estancamiento productivo y colapso financiero
acentúa la falta de cohesión para un nuevo modelo
capitalista. El país carga, además, con el corset de la
dolarización y la inestabilidad financiera que recrean las
remesas de los emigrantes y la incidencia del narcotráfico.
La política exterior
independiente y en conflicto con Estados Unidos que
actualmente implementan Venezuela y Bolivia fue también
ensayada por Cárdenas. Esta autonomía constituyó incluso
la nota distintiva del PRI durante décadas. México fue el
único país Latinoamericano que mantuvo relaciones con Cuba
en los picos de la agresión norteamericana. La hidalguía
de Chávez frente a Bush y la firmeza de Morales frente a
diplomáticos que actúan como virreyes son actualmente
aplaudidas en la región y contrastan con las posturas
conciliatorias de los presidentes de centroizquierda. Pero
esas actitudes pueden pavimentar una ruptura radical con el
imperialismo o simplemente anticipar conductas más
independientes de las clases dominantes.
Especialmente Morales debe
definir el sentido de los cambios que postula. Si desactiva
el racismo, la masa de la población indígena habrá
logrado un objetivo ambicionado desde hace siglos. Pero este
entierro de un apartheid no es sinónimo de emancipación
social. El ejemplo sudafricano actual demuestra cómo se
puede consolidar la desigualdad, forjando grupos
capitalistas provenientes de la etnia marginada.
El camino mexicano hacia el capitalismo de estado presenta en
la actualidad un cariz regionalista. Es alentado por los
nuevos socios de Venezuela en el MERCOSUR y especialmente
por los empresarios argentinos o brasileños que desarrollan
negocios cautivos con el Caribe, en áreas protegidas de la
competencia norteamericana o europea. Este protagonismo de
los capitalistas latinoamericanos constituye una
significativa novedad en comparación al antecedente
mexicano.
Los proyectos de capitalismo de
estado actual nutren la tendencia neo–desarrollista, que
emergió en América Latina como resultado de la crisis
neoliberal. Este giro es propiciado por los sectores de la burguesía
que han tomado distancia de la
ortodoxia monetarista, luego de un período de fuerte
concurrencia extra–regional, desnacionalización del
aparato productivo y pérdida de la competitividad
internacional. Manteniendo aceitados vínculos con el
capital financiero, promueven cursos más industrialistas
para favorecer el desarrollo de las nuevas transnacionales
“Multilatinas” (como Slim, Odebrecht, Techint). Estas
compañías lucraron con las privatizaciones, pero ahora
priorizan los negocios industriales y jerarquizan el mercado
regional.
Algunos teóricos de izquierda
aprueban el rumbo neo–desarrollista, presentándolo como
un paso intermedio al socialismo. Pero olvidan que la
estabilización de ese curso bloqueará cualquier evolución
anticapitalista. El precedente mexicano aporta una
contundente confirmación de este ahogo y de su
incompatibilidad con una perspectiva socialista.
Muchos debates contemporáneos
sobre la crisis del neoliberalismo se limitan a describir
las opciones capitalistas alternativas, evaluando cuál
tiene más posibilidad de concreción. Esta óptica elude
valorar las opciones en juego y omite analizar sus
implicancias anti–populares. Un retrato de la coyuntura
actual, que no registre las consecuencias de los proyectos
en disputa es totalmente insuficiente para la acción política
de la izquierda. Nuestra revisión de las experiencias históricas
regionales apunta a esclarecer esta intervención.
Nacionalismo militar
El nacionalismo militar
constituye otro antecedente de los actuales gobiernos
radicales. La influencia de estos precedentes en el proceso
bolivariano es visible en la propia trayectoria de Chávez,
que irrumpió en 1992 en la escena pública a través de un
levantamiento. Este episodio lo proyectó como figura
nacional y le permitió liderar el frente político, que
seis años después ganó las elecciones.
Su visión nacionalista se inspiró en las experiencias
reformistas que encabezaron Velazco Alvarado en Perú (1974)
y en las orientaciones
antiimperialistas que en la misma época se ensayaron en
otros continentes (primer Kadaffi de Libia). Absorbió en su
juventud un pensamiento de izquierda, que se afianzó
durante la confrontación con la guerrilla venezolana en
1975–89. Sobre estos pilares forjó la red de oficiales
que ha constituido su núcleo de confianza.
La relación del gobierno de Evo Morales con los
militares es muy diferente. Sólo incluye una reivindicación
lejana del breve intento nacionalista que comandó Ovando en 1969–70. Esa acción
incluyó la nacionalización de las empresas petroleras, la
restauración de los derechos sindicales y fue seguida por
un breve episodio insurreccional. En ese choque el general
Torres autorizó en 1971 la asamblea popular y la formación
de milicias para enfrentar a la oligarquía.
Con excepción de estas dos
experiencias la memoria popular boliviana asocia a los
gendarmes con la represión al servicio de los explotadores.
La historia militar reciente del Altiplano está signada por
esa brutalidad, desde que Barrientos concertó en 1964–78
una alianza con las elites campesinas para aislar a los
obreros y perpetrar el asesinato del Che. Con el auspicio de
Banzer, las fuerzas armadas se convirtieron –en las últimas
dos décadas– en una sucursal del Pentágono. Acumularon,
además, un récord de escándalos por narcotráfico y
corrupción, en su acción conjunta con los tres partidos
que manejaron la vida política del país (MNR, ADN y MIR).
La historia militar de Ecuador es
análoga al resto de la región, con ensayos nacionalistas
de reformas a mitad de los 70 y múltiples dictaduras
represivas al servicio de la oligarquía. Pero durante la
reciente etapa de sublevaciones populares contra presidentes
neoliberales (1997–2005) apareció una tercera variante
personificada en Gutiérrez, que se diferenció del curso
radical venezolano y del clásico derechismo reciente de
Bolivia.
Este general retomó la tradición
de duplicidad militar, al desplegar gran demagogia desde el
llano y puro servilismo hacia los poderosos desde el
gobierno. Desarrolló una carrera fulgurante y lideró una
fractura del ejército, en el marco del levantamiento
popular (enero del 2000). Esta actitud lo catapultó al año
siguiente a la presidencia, con el apoyo de las
organizaciones indígenas. Pero a los seis meses retomó
descaradamente el curso neoliberal que había denunciado
anteriormente, estrechó relaciones con el Departamento de
Estado y encubrió a todos los funcionarios corruptos de las
gestiones precedentes.
Gutiérrez no duró mucho. Tuvo
que abandonar su cargo frente a la nueva oleada protestas
contra el nuevo contubernio que estalló en abril del 2004.
El general terminó aplastado por la misma ira popular que
lo llevó a la presidencia. En un clima general de hastío,
la población se decepcionó de los gendarmes que reemplazan
a los políticos en el engaño de la población.
Las tres experiencias militares
recientes de Sudamérica han sido distintas. El caso
venezolano de evolución radical difiere del distanciamiento
boliviano de la acción gubernamental y de la defraudación
observada en Ecuador. Esta diversidad es también
ilustrativa del variado comportamiento que asume la
oficialidad en la región.
La tónica predominante durante
el siglo XX fue el acatamiento de las órdenes de un alto
mando entrelazado con las clases dominantes. Este papel
generalizó la identificación de los militares con las
tiranías y la custodia de los intereses de los
terratenientes, industriales o banqueros. El ejemplo extremo
de esta función fueron los golpes fascistas del tipo
Pinochet.
Pero más frecuentes fueron las
asonadas que solo buscaron compensar la incapacidad de los
partidos burgueses para gestionar el estado. Esta modalidad
de gobiernos militares presentó características semejantes
a cualquier esquema civil. El mismo tipo de fracciones
(neoliberales, ortodoxas, desarrollistas, heterodoxas) que
predominan en la burguesía se observan en las fuerzas
armadas.
Junto a estas vertientes del
establishment también han existido diversos ensayos
nacionalistas, que chocaron con el imperialismo y las elites
locales. Estas experiencias alcanzaron un pico de
radicalidad en tres epopeyas: el levantamiento armado en
Brasil con banderas de la izquierda (Columna Prestes en
1935), la resistencia a los marines junto al pueblo en la
República Dominicana (Camaño en 1965) y la convalidación
de las milicias obreras frene al golpismo en Bolivia (Torres
en 1971).
Otros precedentes de nacionalismo
antiimperialista implicaron fuertes confrontaciones con
Estados Unidos (Torrijos en 1968 por la nacionalización del
canal de Panamá) y reformas agrarias, expropiaciones de
complejos industriales o mejoras obreras de gran alcance
(Velazco Alvarado en Perú). Estas vertientes se
distinguieron del nacionalismo que encarnó Perón en
Argentina, por la radicalidad en las medidas adoptadas y se
diferenciaron de la experiencia de Vargas en Brasil. por su
disposición movilizar a las masas.
Diferenciar los perfiles
Las intervenciones militares en
América Latina abarcan desde el fascismo hasta la
insurgencia antiimperialista, pero han incluido además
muchas opciones intermedias. El brusco cambio de bando del
general Gutiérrez es un ejemplo reciente de la ambigüedad
que se ha observado en la región. Un agente de Estados
Unidos como Batista ensayó varios coqueteos con el
progresismo en Cuba y el propio Chávez mantuvo vínculos
con el derechista argentino Seineldín, antes de adoptar definiciones a favor del socialismo.
Probablemente el caso más enigmático de este universo gris
es Humala, que se ha opuesto en Perú con un planteo
nacionalista del conservador Alan García. Nadie logra
descifrar si se orienta a reproducir a Chávez o a Gutiérrez.
En general los militares han perdido protagonismo político,
luego del colapso de las dictaduras del Cono Sur. Pero su
rol represivo en la acción anti–guerrillera (Colombia) o
en el enfrentamiento con las movilizaciones sociales no se
ha diluido (especialmente en México o Perú). Esta
participación reactiva su influencia política.
La gravitación de las fuerzas armadas ha sido
tradicionalmente explicada por la “debilidad de la
sociedad civil frente al estado”. Pero esa fragilidad
expresa, a su vez, el carácter históricamente endeble de
las burguesías nacionales ante a sus rivales extranjeros y
sus antagonistas populares. Los militares han gobernado
–en forma endémica o periódica– para contrarrestar
estas carencias y habitualmente actuaron como árbitros
sustitutos del frágil poder burgués. El giro
constitucionalista de las últimas dos décadas apunta a
superar esta insuficiencia. Pero dada la inestabilidad de
estos regímenes, nadie prescinde por completo de los
militares.
Frecuentemente se ha utilizado el término
“bonapartismo” para caracterizar esta función del ejército.
La noción también indica a veces la presencia de los
uniformados en puestos desechados por el personal civil.
Pero se ha registrado un abuso de ese concepto,
originalmente concebido para denotar situaciones muy
provisorias. El Bonaparte acude en un momento excepcional de
indefinición de las fuerzas en pugna, para garantizar la
continuidad del orden burgués. Concluida esta intervención,
también se extingue su rol. Por esta razón es incorrecto
extender el uso de esa denominación a cualquier
inestabilidad constitucional o exceso de presidencialismo.
Al utilizar en forma abusiva la noción de bonapartismo
esta palabra se convierte en un comodín, que cataloga mucho
y explica poco. La
caracterización de Chávez como bonapartista incurre por
ejemplo en este defecto, incluso cuándo es reemplazada por
el término menos peyorativo de cesarismo.
El principal problema que plantea evaluar el rol de los
militares, no radica tanto en la definición exacta de su
mutable función. Lo más importante es reconocer en cada
momento el carácter progresivo o regresivo de esa
intervención. La ceguera frente al primer caso y las
ingenuidades frente a la segunda variante han provocado
efectos igualmente nefastos.
El primer error impidió comprender en el pasado que la
pertenencia al ejército no era incompatible con el
radicalismo de Caamaño, Torres o Torrijos, ni con el choque
de Velazco Alvarado o Perón con las clases dominantes. Para
comprender este conflicto bastaba con distanciarse del
republicanismo abstracto y del antimilitarismo pueril que
propaga el constitucionalismo burgués. La falsa oposición
entre civiles y militares oculta la verdadera diferenciación
que separa a la derecha con la izquierda y a los opresores
con los oprimidos. Esta misma confusión impide actualmente
aceptar el rol progresivo de Chávez o conduce a veces al
alineamiento con la reacción. A esta degradación han
llegado, por ejemplo, los ex izquierdistas de Bandera Roja o
del MAS en Venezuela.
La
tendencia opuesta al elogio indiscriminado de cualquier
militar condujo a Salvador Allende a confiar en los
generales golpistas. Un caso más patético fue la
diferenciación que se establecía en Argentina, entre
militares “más o menos reaccionarios” durante la
criminal dictadura de Videla.
Si se reconoce que los uniformados integran una
institución sujeta a las mismas divisiones y crisis que
corroen a otros organismos del estado, su variedad de
conductas pierde misterio. Esa multiplicidad expresa los
desgarramientos recurrentes que acosan a esas instituciones,
empujando a sus miembros hacia direcciones opuestas. Este
curso antagónico han seguido recientemente Chávez y Gutiérrez.
Pero conviene también recordar que en los antecedentes
más progresistas, ningún líder militar logró consumar un
proyecto emancipador. Forjaron tradiciones antiimperialistas
invariablemente inconclusas. Por esta razón sus
experiencias se ubican –junto a lo sucedido en Nicaragua y
México– en el campo de los ensayos frustrados. Ninguna
variante de nacionalismo militar puede por sí sola avanzar
hacia la ruptura anticapitalista. El camino hacia este giro
exige otro basamento y otro curso, que fue transitado por
los artífices del principal logro socialista en la región.
La revolucion cubana
A diferencia de lo ocurrido en México, Bolivia o
Nicaragua, la revolución cubana no se limitó a desplazar a
la oligarquía del gobierno o a introducir reformas
sociales. Puso en marcha todas las transformaciones
anticapitalistas requeridas para erradicar la miseria y la
explotación. El alcance de estos logros quedó
posteriormente acotado por el aislamiento, los errores y las
adversidades geopolíticas. Pero la introducción de grandes
conquistas populares en la salud, la educación o las
condiciones de trabajo demostró cómo se puede mejorar la
vida de los oprimidos, en un país del Tercer Mundo.
La gesta cubana cambió la historia de América Latina
al romper todos los frenos que interpone el
institucionalismo burgués a la emancipación social.
Transformó una revolución democrática en una transición
socialista, trastocando por completo el pensamiento de
izquierda. Los guerrilleros del 26 de Julio refutaron las
concepciones que objetaban la posibilidad de un
desenvolvimiento socialista en Latinoamérica. Evidenciaron
que en cualquier país de la periferia es factible iniciar
esta ruptura anticapitalista e indicaron el camino de ese
rumbo.
Es importante recordar esta lección en un momento de
generalizados cuestionamientos a la adopción de medidas más
radicales en Venezuela o Bolivia. Muchos analistas advierten
contra la introducción de reformas que amenacen la
continuidad del capitalismo. Esgrimen los mismos argumentos
que desaconsejaban el curso socialista de Fidel en
1960–61.
Durante la última década de preeminencia ideológica
derechista, estos razonamientos invocaban el carácter
indeseable de un sendero anticapitalista. Pero en la
actualidad, algunos sectores de izquierda han retomado también
las viejas tesis de la imposibilidad. Ya no se pondera tanto
las virtudes del mercado, ni se resalta la inconveniencia de
la planificación. Simplemente se afirma que el socialismo
no es factible en América Latina.
Pero Cuba demostró que la revolución es posible a 90
millas de Miami. Un pequeño país –sometido al dominio
norteamericano luego de obtener su tardía independencia de España– logró doblegar a una
potencia, que tiene instalados sus marines en Guantánamo.
Los guerrilleros retomaron una lucha secular por la
independencia nacional y lograron imponerse frente al gran
coloso estadounidense.
El Departamento de Estado no pudo
sostener a su dictador Batista, ni proteger a los grupos
mafiosos que trataban a Cuba, como una sucursal de sus
negocios. Todos quedaron desconcertados frente a la
impotencia del Pentágono para detener a Fidel y bloquear la
radicalización de su gobierno.
Imaginaron que por medio de
invasiones (Bahía de los Cochinos), atentados (600 intentos
de asesinato de Castro), embargos (cuatro décadas de
comercio exterior bloqueado), terrorismo (encubrimiento
reciente del criminal Posada Carriles) e incentivo de la
inmigración ilegal (ciudadanía norteamericana para
cualquier cubano) lograrían destruir la revolución. Pero
fracasaron y este resultado aportó una prueba contundente
de la posibilidad de doblegar al imperialismo.
Si Cuba pudo lograrlo durante
casi medio siglo: ¿Por qué no alcanzarían el mismo éxito
en la actualidad otros países de la región? Esta
posibilidad cuenta hoy en día con una ventaja coyuntural:
el gendarme norteamericano está muy debilitado por sus
fracasos en Irak y Medio Oriente.
Frecuentemente se afirma que Cuba
pudo desafiar a Estados Unidos porque contaba con el auxilio
de la Unión Soviética. Pero este sostén no estaba
previsto ni predeterminado, sino que emergió de la propia
dinámica del choque con el imperialismo. Fidel recurrió a
la URSS para sostener la revolución frente a la agresión
estadounidense mediante una estrategia de alianzas externas,
que tiene innumerables antecedentes en otras coyunturas.
Suponer que este tipo de contrapesos mundiales desapareció
con la caída de la Unión Soviética, equivale a
identificar ese derrumbe con el fin de las rivalidades
internacionales. Esta creencia ha quedado recientemente
desmentida por el agotamiento del unilateralismo que ensayó
Bush.
Conviene, además, no olvidar que
la URSS negoció serías restricciones políticas a cambio
de su apoyo a Cuba luego de la crisis de los misiles (1961),
para no obstruir su estrategia de coexistencia pacífica con
Estados Unidos. Por esta razón el Che Guevara denunció la
ausencia de solidaridad internacionalista por parte de los líderes
soviéticos. Una ruptura anticapitalista carecería, en la
actualidad, del viejo sostén del “campo socialista”,
pero no cargaría con los costos de ese apoyo. Podría
recurrir al amplio espacio de choques geopolíticos, que le
ha impedido a Estados Unidos recolonizar el Medio Oriente.
Pero lo más importante es el
propio contexto regional. Cuba debió soportar el cerrojo
impuesto por el Departamento de Estado, luego de su abandono
de la OEA. Con pocas excepciones el grueso América Latina
cortó vínculos con la isla. En la actualidad el
imperialismo ha perdido esa capacidad de aislamiento. Los
fracasos diplomáticos que acumula Bush frente a Chávez
ilustran este retroceso. Estados Unidos ya no maneja los
presidentes latinoamericanos como títeres y afronta
conflictos con sus propios aliados en la región.
Existen, además, ciertas
articulaciones políticas –como el ALBA– que contrapesan
la ofensiva norteamericana, en un contexto de rivalidades
económicas de la primera potencia con las principales
burguesías de Sudamérica. No faltan, por lo tanto,
condiciones favorables para encarar un giro socialista, si
reaparece la audacia y la determinación que demostró Fidel
a principios de los 60.
A veces se presenta lo ocurrido
en Cuba como un hecho “excepcional” y se argumenta que
obedeció a la peculiar cohesión política creada en la
isla, durante la lucha contra Batista. Pero la secuencia de
enfrentamientos iniciada con Moncada, seguida por la incursión
del Granma y coronada con la resistencia en Sierra Maestra,
no difiere de otras gestas revolucionarias. Lo que distinguió
al movimiento 26 de Julio fue su consecuencia en esta lucha.
Demostró gran flexibilidad en las distintas propuestas
lanzadas desde 1957, pero nunca cedió en las exigencias
democráticas y antiimperialistas básicas.
Esta firmeza determinó un salto
socialista de la revolución, cuando fueron rechazados los
compromisos de conciliación que propiciaban los
reemplazantes iniciales del dictador (crisis de Urrutia,
emigración de Miro Cardona). El enfrentamiento con los
sectores guerrilleros opuestos al avance anticapitalista
(Huber Matos) marcó un punto de inflexión. La decisión de
seguir adelante con la revolución fue el signo distintivo
del proceso cubano, en comparación con Chile, México o
Nicaragua.
Un efecto persistente
A veces se afirma que la
“estructura económico–social” cubana favoreció la
radicalidad de la revolución, dado el papel centralizador
que tenía la industria azucarera. Pero peculiaridades
equivalentes se han verificado en otros países. Lo
distintivo de Cuba fue la contundente respuesta a las
conspiraciones de la derecha. Esta reacción llevó a la
acelerada nacionalización de los ingenios, las refinerías,
las telecomunicaciones, el sistema eléctrico y las grandes
propiedades rurales.
La ausencia de esta dinámica de
respuestas políticas radicales socavó al resto de las
revoluciones latinoamericanas y amenaza actualmente a los
procesos surgidos de las rebeliones recientes. Desde el año
2002 han aflorado en Venezuela algunos rasgos semejantes a
la coyuntura cubana del 60, especialmente en el terreno de
la polarización socio–política. Pero esta confrontación
no se ha traducido en un curso anticapitalista. Aunque los
ritmos actuales difieren del pasado, una prolongación
indefinida del status quo conducirá a perder la oportunidad
para avanzar al socialismo. El imperialismo y la derecha ya
conocen la lección y buscan evitar la repetición de la
experiencia castrista.
El impacto de Cuba sobre América
Latina ha sido perdurable. Tuvo un efecto inicial sobre la
región semejante al generado por la revolución bolchevique
en Europa o la victoria socialista de China en Asia. Pero a
diferencia de ambas situaciones esta influencia se mantiene
hasta la actualidad. En los años 60 una dirección jacobina
franqueó todas las fronteras y condujo la revolución más
allá de lo imaginable. Es imposible predecir si ese curso
volverá a repetirse, pero existen tendencias potenciales a
su reiteración en los actuales procesos nacionalistas. La
radicalización es una posibilidad latente que la izquierda
debe apuntalar.
Cuba consumó la única revolución
socialista exitosa de la región y por eso persiste como
referencia estratégica. Esta atención incluye el legado de
internacionalismo que singularizó el proyecto del Che.
También aquí la revolución cubana se distanció de sus
precedentes, al encarar una expansión hacia América Latina
simbolizada en la creación de la OLAS. Más allá de los
errores cometidos por el foquismo de la época, esta política
indicó caminos para romper el encierro nacional de una
revolución. Ratificó en la práctica que el éxito del
socialismo se juega en la arena regional y mundial. La
actualidad de este internacionalismo es mayúscula y ya
nadie concibe un proyecto de emancipación acotado al plano
nacional.
Cuba también aporta enseñanzas
de errores económicos y desaciertos en el modelo político.
Este balance tampoco debe ser soslayado a la hora de evaluar
las estrategias socialistas viables para cada país de la
región. Pero incluso al considerar estos espinosos
problemas, no hay que perder de vista que Cuba se diferenció
por el desenlace positivo de su revolución. Y este
resultado obedeció al curso socialista adoptado por ese
proceso. Para avanzar en la actualidad hacia una meta
semejante hay que debatir abiertamente otro tema soslayado:
la revolución. Abordamos este problema en nuestro próximo
texto.
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Notas:
El siguiente artículo forma parte del libro: Katz
Claudio. Las disyuntivas de la izquierda en América
Latina. Editorial Luxemburg, Buenos Aires (aparición a
principios del 2008).
Economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI
(Economistas de Izquierda). Su página web es:
www.lahaine.org/katz
Hemos desarrollado esta caracterización en: Katz
Claudio. “Gobiernos y regímenes en América
Latina”. Los 90. Fin de ciclo. El retorno de la
contradicción. Editorial Final Abierto, Buenos Aires,
2007.
Una comparación entre Chile y Venezuela subrayando
estas opciones plantea: Mazzeo Miguel. “La revolución
bolivariana y el poder popular”. Venezuela: ¿la
revolución por otros medios?, Dialecktik, Buenos Aires,
2006.
Hemos
analizado estas diferencias en: Katz Claudio. “Las
nuevas rebeliones latinoamericanas”. www.argenpress info/nota 25, 26 y 29 de octubre del 2007.
Este balance plantea: Clark
Steve. “Apogeo y caída de la revolución
sandinista”. Crítica de Nuestro Tiempo, n 9,
julio–septiembre de 1994, Buenos Aires.
Esta visión crítica postula: Baltodano Mónica. “¿La
izquierda gobernando en Nicaragua?”. Revista Archipiélago.
Reproducido por Le Monde Diplomatique octubre del 2006.
Esta
caracterización presenta: Gilly Adolfo. “La guerra de
clases en la revolución mexicana”. Interpretaciones
de la revolución mexicana. Nueva Imagen, México, 1979.
Una
descripción de estas tendencias presenta: Lacabana
Miguel. “Petróleo y hegemonía en Venezuela”.
Neoliberalismo y sectores dominantes. CLACSO, Buenos
Aires, 2006.
La derecha publicita intensamente este enriquecimiento
para desacreditar al chavismo. Un ejemplo: De Córdoba
José. “Un producto curioso de la Venezuela de Hugo Chávez:
los burgueses bolivarianos”. Wall Street Journal– La Nación, 1–12–06.
García Linera Alvaro. “Hay múltiples modelos para la
izquierda”. Página 12, 11–6–07.
Un retrato de estas dificultades presenta: Aillón Gomez
Tania. “La fisura del estado como expresión de la
crisis política de la burguesía en Bolivia”. OSAL,
n10, enero–abril 2003.
Burbano de Lara Felipe. “Estrategias para sobrevivir a
la crisis del estado”. Neoliberalismo y sectores
dominantes. CLACSO, Buenos Aires, 2006
Hemos
expuesto este problema en: Katz Claudio. "Socialism ou le néo–développementisme". Inprecor n 528/529,
juin–juillet 2007.
Estos antecedentes pueden consultarse en: Bonilla–Molina Luis, El Troudi Haiman. Historia de la revolución
bolivariana, Ministerio de Comunicación e información,
Caracas, diciembre 2004.
Un panorama de este radicalismo militar presenta: Prieto
Rozos Alberto. Ideología, economía y política en América
Latina, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2005.
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