Venezuela
y sus contradicciones
Por
Roberto Viciano Pastor (*)
Diagonal / Correspondencia de Prensa, 14/12/08
Venezuela
se aboca a un nuevo período conflictivo y de crisis del
proceso de cambio social. La ciudadanía venezolana ha
demostrado ya en dos ocasiones que no entrega un cheque en
blanco a la dirigencia de la revolución. En el referéndum
para la aprobación de la reforma constitucional de 2007,
propuesta por el presidente Chávez y la Asamblea Nacional,
el 51% de los votantes rechazaron la misma. Y el 23 de
noviembre, el PSUV acaba de perder las gobernaciones más
importantes del país por número de habitantes y peso económico,
además del gobierno del Distrito Capital.
Los motivos
de este rechazo popular deben buscarse básicamente en la
incapacidad de la revolución para resolver los pequeños
problemas de la gente. El proceso venezolano ha generado
grandes y muy interesantes programas sociales para resolver
cuestiones acuciantes de salud, educación, alimentación y
vivienda. Y la dirigencia del mismo ha mostrado su clara
voluntad de llevarlos adelante con éxito, que ya es mucho
en un contexto de tradicional fraude consciente a la población
por parte de las élites dirigentes.
Pero el
concreto funcionamiento de cada programa se enfrenta a
serios problemas de capacidad para la organización del
trabajo sistemático. ¿De que sirve que haya un estupendo
programa de atención primaria si luego, cuando llegas al médico,
éste no puede darte el medicamento que necesitas? ¿Para qué
tener un estupendo programa de mejora de la enseñanza básica
si luego faltan elementos esenciales para la docencia o hay
un elevado índice de absentismo de los profesores? La
necesidad de una profunda reforma administrativa es
palmaria, pero una reforma a fondo, preocupada por cambiar
los procedimientos de gestión y no por cambiar los
organigramas o los nombres a las cosas.
Junto a
ello, mucha gente comienza a apreciar que se multiplican los
casos de corrupción. Y si bien es cierto que, en un país
acostumbrado a esa práctica durante decenios, eso no
desgasta de manera grave al gobernante de turno que lo
permite, lo que sí se resiente es la cantidad de recursos
económicos que se emplean en atención directa a la población
o en infraestructuras. Y eso sí que lo percibe mal el
ciudadano medio. Y sobre todo destruye la legitimidad de un
proceso que se presentó como enemigo de esa desgraciada práctica
social. Si a ello añadimos un fuerte aumento de la
delincuencia común, que asola precisamente los barrios
populares donde se concentra el apoyo al proceso político–social
venezolano, tendremos un cuadro poco prometedor en el corto
plazo.
Pero si
algo resulta especialmente llamativo, por ser la clave de bóveda
de todo el sistema, es la incapacidad del Gobierno para
sustituir la dependencia de la renta del petróleo. Diez años
después de la llegada de Chávez al poder, el peso de la
producción petrolera y sus derivados sigue siendo
abrumadora en el PIB.
Las
apuestas por una economía alternativa a través del apoyo a
la mediana industria nacional y el intento de generar un
amplio tejido de cooperativas de producción y servicios ha
fracasado estrepitosamente, malgastando cientos de millones
de dólares por no haber vinculado la recepción de fondos
por las nuevas cooperativas a un plan de viabilidad de cada
una de las entidades financiadas. El resultado es que la
inmensa mayoría de las cooperativas, pasado un tiempo de su
constitución, se disuelven o no funcionan.
La
amenaza de la desilusión
Y frente a
este panorama poco alentador, se percibe una oposición que
sí que ha aprendido de sus errores y que, progresivamente,
va asumiendo un discurso menos confrontador y más centrado
en ofrecer a la ciudadanía eficacia en la gestión de las
mismas políticas sociales que ha creado su adversario.
Aunque, obviamente, se trate de una promesa imposible de
cumplir por los intereses e ideología de quienes la hacen.
Por tanto,
aunque la honestidad personal del presidente Chávez está aún
fuera de duda, cada vez más compatriotas comienzan a
responsabilizarle personalmente de la mala elección de sus
colaboradores y gestores. O la dirigencia política
venezolana hace un profundo examen de conciencia y rectifica
o los nubarrones se consolidarán en el horizonte social
venezolano.
Lo grave,
una vez más, es la frustración de la ilusión de un pueblo
que apostó fuerte por el cambio. Y esas frustraciones
conllevan la desautorización social de las ideas de cambio
por, al menos, una generación. Y no sólo en el país
afectado directamente. La globalización de la esperanza que
para muchos supuso la revolución venezolana se puede
convertir en la globalización de la desilusión.
(*)
Profesor titular de Derecho Constitucional de la Universitat
de València y experto en temas venezolanos.
|