El concepto de “dictadura del
proletariado”,
la LCR francesa y las críticas del PO argentino
Revolución
socialista, democracia y dictadura
Por Isidoro Cruz
Bernal
Socialismo o
Barbarie, revista, abril de
2004
En
su último congreso, la Liga Comunista Revolucionaria (LCR) francesa,
sección del Secretariado Unificado de la Cuarta Internacional, decidió
abandonar la definición estratégica de la lucha por la dictadura del
proletariado, eliminándola de su programa. En estas latitudes, el
Partido Obrero de Argentina salió a hacer una dura crítica de ese
abandono. Ambas posiciones presentan fuertes limitaciones y hacen a un
debate estratégico. Es el objeto de esta nota hacer una reapropiación
crítica del concepto de dictadura del proletariado, evitando caer en
unilateralidades.
Los
debates en torno al concepto de dictadura del proletariado han marcado
recurrentemente la historia del marxismo. En los inicios del siglo XX
la defensa de este concepto –o su condena– delimitó los campos
del reformismo y la revolución. La revolución de octubre reforzó
esa polarización.
Los diversos vaivenes
del socialismo revolucionario y, especialmente, el impacto de la
victoria de la contrarrevolución burocrática estalinista agregaron
otras determinaciones nuevas al problema de la dictadura del
proletariado. En nombre de ella y del marxismo, de los que no
renegaron pero sí pervirtieron al máximo, los estalinistas
bloquearon el impulso emancipador de octubre, erigieron un estado
burocrático asentado sobre formas de explotación heredadas del
capitalismo e impusieron un enorme retroceso a los movimientos
revolucionarios.
Después
de la segunda guerra mundial volvieron a aparecer discusiones acerca
de la dictadura del proletariado. Cuando la burocracia china intentó
disputarle a los soviéticos la conducción del aparato estalinista
internacional, uno de los ejes de su polémica fue la defensa de la
dictadura del proletariado en contra de Jruschov. Este afirmaba que la
URSS había superado esa fase y se había convertido en un “estado
de todo el pueblo”. Esta polémica, en la que los chinos tomaron el
papel de “halcones” y los rusos aceptaron, resignadamente, el de
“palomas”, no mostró ninguna diferencia cualitativa entre ambos,
en lo que a política internacional se refiere. Pese a su maquillaje
“izquierdista”, los chinos mostraron que su proyecto tenía las
mismas bases burocráticas y nacionalistas que el de la URSS (además
de compartir la estrategia de la “revolución por etapas”). Es
decir, la política a seguir ante cualquiera de los problemas
cruciales del movimiento obrero y revolucionario iba a estar
subordinado a su crudo interés estatal.
Otra
discusión sobre la dictadura del proletariado se dio en los años 70
en Europa, cuando los partidos comunistas de Italia, Francia y España
tomaron distancia de la política soviética. Uno de los ejes polémicos
con los que se implementó esto fue el abandono de la noción de
dictadura del proletariado. Los comunistas de Italia, Francia y España
se comprometían a instaurar el socialismo sin pasar por la dictadura
del proletariado. Postularon una “vía democrática” al
socialismo, lo que implicaba la renuncia abierta de la necesidad de
ruptura revolucionaria (que los estalinistas de los demás países
mantenían formalmente, aunque su verdadera política tuviera, de
hecho, un carácter opuesto). En contrapartida, surgieron, dentro de
estos partidos comunistas, alas neoestalinistas opositoras a ese giro
y defensoras a ultranza de la URSS de Breznev ¡en nombre del
“leninismo” y la “dictadura del proletariado”!
Los
dos ejemplos traídos a consideración tenían como objetivo mostrar
lo unilateral que es la idea de que cualquier corriente que defienda
la dictadura del proletariado es siempre más progresiva. Puede
aducirse que estos ejemplos son inválidos al estar tomados del campo
estalinista (que por definición es contrarrevolucionario). Esta
objeción, en el fondo, reforzaría nuestro argumento: a pesar de que
esa discusión dividió aguas entre revolucionarios y reformistas,
tomar el tema de la dictadura del proletariado como parámetro es
insuficiente. Lo era en los años 30, lo era en los 60 y lo es hoy.
También
en el movimiento trotskista la discusión sobre la dictadura del
proletariado fue habitual. Incluso muchas veces fue invocada, en medio
de numerosas crisis del movimiento, como uno de esos principios cuya
sola mención garantizaría un marco con el cual empezar a superar los
problemas. Muchas veces este tipo de polémica se desarrolla en medio
de una gran pirotecnia verbal que suele tener como consecuencia que
las discusiones políticas profundas queden de lado o se desarrollen
de modo formal. Ha sido una práctica habitual en el trotskismo que
sectores que tienen diferencias en casi todo pero que coinciden en la
defensa a ultranza de algún principio como este realicen frágiles
alianzas que estallan rápidamente ante la menor conmoción. Este tipo
de mecánica política obedece a una interpretación dogmática y
ritualista del marxismo que, en el mejor de los casos, ha conducido a
la esterilidad política. En otros ha sido peor, como lo prueba la
trayectoria del POR boliviano, en el que la dictadura del proletariado
no es solamente un concepto sino que devino consigna para la lucha política
cotidiana. Esto no impidió que, al mismo tiempo, hiciera la apología
del nacionalismo burgués boliviano (incluídas sus expresiones
militares y policiales).[[1]]
En
los años 70, el Secretariado Unificado de la Cuarta Internacional
intentó repensar estos problemas en un documento llamado
“Democracia socialista y dictadura del proletariado”. Si bien este
texto buscaba hacer planteos sobre la necesidad de extender las
libertades democráticas en la revolución socialista, terminó
cayendo en un democratismo unilateral en el que la contrarrevolución
parecía no existir. Además, el documento tenía rasgos claramente
conservadores, como el mantener la equivocada caracterización de
“estados obreros” para los países del este. De ahí que su centro
de interés se dirigía más a formular garantías democráticas para
la oposición en esas sociedades (por ejemplo, a través de un código
penal), ya que el problema de esos países era reducido exclusivamente
a la ausencia de democracia obrera. Elaborar ideas en función de que
la clase trabajadora se apropiara de la riqueza producida y dirigiera
verdaderamente la sociedad no era tomado como problema. O en todo
caso, se resolvería automáticamente a partir de la democratización
del estado obrero.
La
corriente histórica de la que provenimos criticó el documento del
SU,[[2]]
alarmada correctamente por las concesiones que este le hacía al
democratismo, reflejando las presiones eurocomunistas, pero cayó en
una unilateralidad de signo inverso. En nombre de la necesidad de
vencer a la contrarrevolución, se hacían a un lado los problemas de
la democracia en la revolución. Si bien ese era un momento anterior a
la caída del socialismo real ya existía suficiente experiencia histórica
para que el problema fuera registrado.[[3]]
La
novedad actual es que una significativa organización de la tradición
marxista revolucionaria abandonó el concepto de dictadura del
proletariado. Esto pasó en el último congreso de la Liga Comunista
Revolucionaria (LCR) francesa. La resolución de la LCR ha sido
acremente criticada por algunas organizaciones. El Partido Obrero
argentino ha planteado una polémica en torno a ello. Aunque, en
verdad, no sabríamos decir hasta qué punto es una polémica, ya que
el punto de partida de la discusión del PO es que el abandono de la
dictadura del proletariado por parte de la LCR implica automáticamente
la defensa de la dictadura de la burguesía.
Nosotros
creemos que una consideración tal es abusiva. Estimamos que el
desarrollo más probable que tendrá la resolución de la LCR es
avanzar hacia una gran desorientación política que probablemente se
traduzca en sucesivos zigzags a derecha e izquierda. Es una falsa polémica
decir que esto implica un pasaje directo al campo burgués porque,
además de las formulaciones doctrinarias (que no minimizamos)
intervienen otros factores en esto: la tradición política de la que
se viene, la actuación concreta en la lucha de clases (la pasada y la
presente), si se es una corriente independiente o se pertenece y/o
depende de algún aparato burocrático internacional, etc.
Pero
también tenemos que decir, con toda franqueza que, como veremos más
adelante, el abandono de la dictadura del proletariado de la LCR no
parece tener bases críticas muy sólidas. Más bien parece responder,
de un modo muy empírico, a problemas derivados de la reciente ubicación
que ha ganado la LCR en los últimos tiempos. Porque no cabe duda de
que es la organización trotskista francesa más dinámica, tanto en
su militancia cotidiana como en su apertura para las discusiones políticas
y teóricas. El problema del que adolece la LCR es una tendencia orgánica
al centrismo.
Reconocer
esta realidad no debería ser obstáculo para dejar de ver que, después
de la realidad internacional que dejó la caída del “socialismo
real”, la LCR ha dado vaivenes bastante erráticos que han ido desde
el seguidismo al PCF en crisis, aliándose con sus alas supuestamente
renovadoras, hasta la propuesta de formar un partido amplio de
izquierda sin delimitación estratégica (el “partido de Jaurés y
Lenin” fue una de sus formulaciones).
A
pesar de esto, en los últimos años, su inserción en las nuevas
experiencias de organización de los trabajadores franceses (por
ejemplo los SUD), la participación activa en los movimientos
anticapitalistas y sus movilizaciones llevó a que se abriera un curso
a la izquierda en la LCR. Esto tuvo un importante traspié cuando
llamaron a votar por Chirac en la segunda vuelta (sin duda impactados
por la presión evidente de las manifestaciones contra Le Pen de una
parte importante de la juventud francesa y la izquierda). El abandono,
con razones que no convencen, de la dictadura del proletariado tiene
un alcance mucho más abarcador. Excede la cuestión del voto a Chirac,
que es un problema político grave pero que tiene consecuencias más
acotadas. Examinar este problema es el objetivo de este artículo.
Marxismo
y totalidad
La
breve enumeración histórica que hicimos del problema de la dictadura
del proletariado en los debates de las corrientes de izquierda,
revolucionarias o no, muestra que las cosas no son simples. Ningún
planteo del marxismo puede ser analizado en base a una defensa del
tipo “todo o nada”, levantándolo como un principio incuestionable
a defender a capa y espada, cuyo abandono equivaldría a “caer” (nótese
el tufillo religioso que siempre ha tenido este vocablo tan común en
el lenguaje de la izquierda) en alguna clase de infierno reservado a
los revisionistas por el Tribunal de la Historia (así, con mayúsculas).
Si
el marxismo, en tanto teoría, se articula como una totalidad, tenemos
que entender que ninguno de sus elementos, como partes aisladas, se
puede trasmutar en toda la teoría. Ninguno de los conceptos que
componen el marxismo es todo el marxismo.
A
nuestro razonamiento puede objetarse que, si bien es cierto que
ninguno de los componentes de la teoría es válido por sí mismo, la
sustracción o la eliminación de uno de ellos supone dejar incompleto
al conjunto. Como un rompecabezas al que le falta la última pieza o,
más dramáticamente, como un hombre con una sola pierna.
Esta
objeción es parcialmente cierta. Claro está que, llevada al extremo,
se puede volver un completo error. La razón de ello es que la
totalidad marxista no es una totalidad estática; cada una de sus
nociones se encuentra históricamente determinada y cada una por
separado admite un cuestionamiento. Lo que hay que preservar es la
articulación de los problemas que contienen. La articulación como
tal puede ser redefinida. Es más, muchas veces el devenir histórico
nos obliga a ello (por ejemplo, la teorización del imperialismo por
Lenin y Bujarin no estaba contenida “en germen” en El capital).
Pero para no andar a la deriva como un bote en el océano, cada una de
estas redefiniciones tiene que ser argumentada minuciosamente (como lo
fue en el ejemplo que invocamos), ya que de lo contrario cualquier
presión pasajera en la lucha de clases podría ser un pretexto para
cambiar zonas enteras de la teoría sin que esté verdaderamente
justificado.
Nuestra
posición ante el problema de la dictadura del proletariado es la de
una defensa crítica de ese concepto. Creemos que abandonarlo
trae más problemas de los que soluciona. El principal problema que
trae es que introduce una peligrosa carga de ambigüedad en cuanto al
problema de la ruptura revolucionaria, que no es pasible de ser
solucionada con invocaciones genéricas al socialismo. Si se elimina
programáticamente la dictadura del proletariado, se diluye también,
en gran parte, el carácter obrero de la revolución, que tampoco se
soluciona con menciones al “gobierno obrero”, “gobierno de los
trabajadores”, etc. Estas formulaciones pierden de esta forma su
función, que es la de aproximar, en el plano de la política
cotidiana, un gobierno de un carácter de clase distinto con la
necesidad de que éste represente un corte revolucionario con el orden
existente. Y, lo más importante de todo, la dictadura del
proletariado implica un despliegue articulado de problemáticas que se
pierden si el concepto se abandona. En ese sentido, nuestra posición
es cautamente “conservadora”. No nos parece que valga la pena
abandonar un terreno conquistado en aras de nada.
Decimos
esto aun sabiendo que el concepto de dictadura del proletariado,
combinado con la deriva estalinista que atravesó el movimiento obrero
revolucionario, tienen efectos concretos negativos en el trabajo político
cotidiano. Por ejemplo, con las masas de los países imperialistas. Éstas
han atravesado una experiencia histórica con la democracia burguesa,
posterior a la segunda guerra mundial, que se ha traducido en derechos
democráticos y mejoras en su nivel de vida. En relación a esto no
hay que perder de vista varias cosas: a) este cuadro ha estado
determinado en última instancia por el dominio imperialista del
mundo; b) las masas tienen derechos legítimos a los que no piensan
renunciar; c) esas conquistas han sido fruto a veces de la lucha,
otras obtenidas como concesión de la burguesía con el fin de
desorganizarlas y, más en general, por una combinación de ambas
situaciones; d) aunque se trate de conquistas populares y democráticas
que los revolucionarios defendemos, no podemos dejar de advertir que
tienen como efecto fortalecer una serie de prejuicios entre las masas
trabajadoras de los países centrales (creencia en la democracia por
encima de las clases, tendencia a desconocer el imperialismo de su
propio país, etc).
Pensamos
que este cuadro objetivo ha pesado bastante en la decisión de la LCR.
Decisión que, sin embargo, consideramos incorrecta, porque aunque
quizás a corto plazo pueda abrirles un canal de diálogo con sectores
de masas, éste se basará en compartir, en hacer propios esos
prejuicios de las masas. Y pagando además, a mediano y largo plazo,
con la desubicación política de los revolucionarios. Aunque, como ya
hemos dicho, nuestra crítica a la decisión de la LCR no se basa en
“fidelidades” doctrinarias a las que habría que acatar como si se
tratase de mandatos religiosos.
Otra
cosa muy distinta a esto es abstenerse de utilizar ciertos términos
debido a la carga histórica que puedan tener (dictadura remite, para
ciertos pueblos, a fascismo o estalinismo), pero siendo concientes de
que el concepto de dictadura del proletariado es un instrumento que,
usado críticamente, es muy útil para nuestra lucha. El contenido
social del estado que buscamos instaurar es el de la dictadura del
proletariado (o caso contrario, es discutible que queramos cambiar la
sociedad; la otra posibilidad es que no tengamos mucha idea de lo que
queremos). También el concepto de dictadura del proletariado es útil
para poder entender las tareas que una transición al socialismo
requiere, ya que la experiencia histórica de los países del Este ha
mostrado que solamente es posible avanzar al socialismo cuando los
trabajadores controlan las instancias del poder social y político. El
que esta teoría no resuelva todos los problemas es otra cuestión.
Ningún concepto marxista tomado aisladamente puede hacerlo.
Examinaremos
a continuación el texto en el que la LCR fundamenta el abandono de la
noción de dictadura del proletariado.
I-
La LCR y la dictadura del proletariado
Dice
Ollivier que él no es Georges Marchais
En
la edición 2040 de Rouge, Francois Ollivier escribe: “El XV
Congreso de la LCR acaba de adoptar nuevos estatutos que, entre otras
modificaciones, no hacen referencia al concepto de «dictadura del
proletariado». En realidad, hace ya muchos años que los documentos
adoptados por la LCR no utilizan esta fórmula...Algunos medios se han
creído autorizados a establecer un paralelo entre nuestra decisión y
la más antigua, del Partido Comunista francés, de abandonar esta
referencia”. Ollivier protesta por esto último afirmando que el
paralelo es abusivo, por razones formales y de contenido.
La
razón formal es que “Georges Marchais (secretario general del PCF
en ese momento. ICB) hizo el anuncio en 1976, en la televisión, en
directo, sin ningún debate entre los militantes comunistas”.
“Nuestros nuevos estatutos –dice Ollivier– fueron adoptados por
el 85% de los delegados a nuestro Congreso, como consecuencia de un
debate de muchos meses que recorrió a toda la Liga”.
Después
de informarnos sobre esta cuestión de tipo metodológico, uno está
esperando ver caer todo el peso de la argumentación hacia la
diferencia política y teórica existente que hay entre el abandono de
la dictadura del proletariado que hizo el PCF en los 70 y el que hace
la LCR hoy. Ollivier escribe: “...la decisión del secretario
general del Partido Comunista expresaba la renuncia de esa organización
a todo objetivo de cambio radical y a todo proyecto de derribar el
sistema capitalista y sus instituciones, así como su voluntad de
insertarse en el juego político tradicional. A la inversa, nuestro
objetivo es tomar en cuenta las lecciones de la experiencia
revolucionaria del siglo pasado con el fin de actualizar la manera en
que nosotros formulamos hoy nuestro proyecto socialista y nuestra
estrategia revolucionaria para terminar con el capitalismo”.
La
respuesta de Ollivier nos parece demasiado “política” en el
sentido tradicional de esta palabra. Se limita a proclamar una
diferencia con el PCF que hasta ahora es en el plano de la declaración
de intenciones. Afirma algo así como “nosotros queremos acabar con
el capitalismo y el PCF no”. Acá hay dos cuestiones. Primero, si
una organización marxista revolucionaria afirma abandonar un concepto
de tanto peso para la perspectiva histórica del poder obrero y el
socialismo, como es el de dictadura del proletariado, tiene que
argumentar un poco más de lo que lo hace Ollivier para poder sostener
de un modo verosímil que pelea por un cambio revolucionario, que
tiene voluntad de disputar el poder a las clases dominantes (que es
uno de los aspectos que trasmite el concepto de dictadura del
proletariado, entre otras cosas). En pocas palabras, tiene que
informarnos con qué concepto de poder reemplazó la formula
abandonada. Y en segundo lugar, hay que tener en cuenta que el PCF en
los años 70 abandonó la dictadura del proletariado pero siguió
afirmando que peleaba contra el capitalismo y por el socialismo
(aunque hoy ya sabemos que su realidad no responde ni siquiera a eso,
puesto que se ha transformado en la sucursal pobre de la llamada
“izquierda plural”). Otra cosa es que el contenido esencial de su
política fuera por carriles opuestos. Aquí cabe hacer la diferencia
entre un contenido manifiesto y un contenido latente. Esto no hay que
aplicárselo sólo al estalinismo sino que le cabe a cualquier
organización. Por eso nos parece demasiado “político” y ambiguo
este planteo de Ollivier. Si una organización introduce cambios
doctrinarios tan importantes no alcanza con decir “todo sigue igual,
seguimos luchando por lo mismo de siempre”. Hay que explicar más.
No alcanzan dos renglones que invoquen “el socialismo
autogestionario” y la “democracia sin límites”, que por otra
parte lucen tan rituales como las invocaciones a la dictadura del
proletariado que suelen hacer los grupos de tipo sectario.
Desde
ya que no pasa ni cerca de nuestro ánimo establecer una falsa simetría
entre el PCF y la LCR. Tenemos sobre el primero todas las
consideraciones negativas que los marxistas revolucionarios podemos
hacer sobre un partido que fue un bastión del aparato estalinista en
Occidente. Reconocemos en la LCR a una organización que forma parte
de la tradición del trotskismo y, más en general, del marxismo
revolucionario. Recordar esto es necesario, sin que perdamos de vista
el centrismo que parece no abandonar casi nunca los pasos políticos
de esta organización.
¿Qué
dictadura?
Ollivier
plantea, correctamente a nuestro entender, que en el pensamiento
marxista el concepto de dictadura del proletariado presenta dos
acepciones. La primera de éstas parte de “la constatación de que
en una sociedad en la que subsisten las clases sociales, todo estado
puede ser caracterizado como una dictadura de clase, es decir, como la
dominación de una clase social sobre la otra. Evoca la ineluctable
concentración del poder en las manos de una de las dos clases
fundamentales de la sociedad y plantea la alternativa: dictadura de la
burguesía o dictadura del proletariado”. La segunda acepción
descripta por Ollivier, “más circunstancial, califica a un régimen
político ligado a una situación de excepción...se pone en pie una
dictadura revolucionaria, un régimen que concentra todos los poderes
y que, frente al enemigo, utiliza medidas de excepción (incluso las
medidas que restringen las libertades democráticas), el tiempo
(necesario) para estabilizar las nuevas instituciones revolucionarias.
Este es el sentido que se le ha dado a la «dictadura jacobina»,
tanto Robespierre como Lenin...”.
Esta
doble acepción ha recorrido toda la historia del marxismo. Si bien
Marx habló de la dictadura del proletariado dándole un sentido más
general, como marca Ollivier citando la Crítica del Programa de
Gotha, en sus reflexiones (y en las de Engels) nunca estuvo
ausente la tensión entre los dos aspectos de la dictadura del
proletariado. Esto puede verse en las críticas que hace Marx a los
revolucionarios de la Comuna de París por no haber atacado Versalles,
que era el núcleo de la reacción, permitiéndole ganar tiempo para
empezar a reorganizarse. También este problema de la dictadura
revolucionaria aparece en la polémica de Marx y Engels contra los
bakuninistas. Engels presenta la necesidad de la dictadura
revolucionaria de modo descarnado:
“el partido victorioso (de una revolución. ICB), si no
quiere haber luchado en vano, tiene que mantener este dominio por el
terror que sus armas inspiran a los reaccionarios”.
Sin
embargo, puede decirse que en Marx y Engels los dos aspectos de la
dictadura del proletariado aparecían todavía relativamente
disociados, que en sus escritos todavía no forman una reflexión orgánica.
Es en el marxismo ruso donde aparecen coexistiendo contradictoriamente
las dos acepciones
definidas por Ollivier. Víctor Fay escribe al respecto: “El primer
texto histórico que expresa la voluntad colectiva de instaurar la
dictadura del proletariado figura en el programa redactado por Plejánov,
con la colaboración de Lenin, y adoptado por el Segundo Congreso del
Partido Obrero Social Demócrata ruso (la dictadura del proletariado
no figura en el Programa de Erfurt. ICB), llevado a cabo en 1903 en
Londres. Aquí se trata de una dictadura jacobina. No es totalmente la
dictadura del proletariado tal como aparece en los escritos de Marx y
Engels. Es la dictadura de una minoría que tiene por tarea destruir
la contrarrevolución, aplastar al enemigo de clase. En su comentario,
Plejánov se refiere explícitamente a los jacobinos, y cuando Mártov
le observa que esa no es exactamente la forma en que Marx concibe la
dictadura del proletariado, Plejánov responde: Para nosotros, la
dictadura del proletariado es un instrumento de lucha contra la
contrarrevolución; un punto, eso es todo”.[[4]]
La
enumeración de referencias que hemos agregado a las que ya había
hecho Ollivier muestra que la coexistencia contradictoria de las dos
acepciones de dictadura del proletariado atraviesa al marxismo. Esto
tiene dos consecuencias.
La
primera de ellas es que, en un sentido, tenemos que coincidir con los
marxistas revolucionarios que, seguramente, piensan que el texto de
Ollivier elude el problema fundamental, o por lo menos un aspecto
fundamental del problema del poder en la revolución socialista, que
implica el hecho evidente de la represión-disuasión que la clase
trabajadora debe aplicar sobre la clase enemiga. Es decir, lo que
Engels refería cuando afirmaba lo que se debía hacer para “no
haber luchado en vano”. En esto, evidentemente, se juega una parte
importante del ser o no ser de una revolución.
La
segunda consecuencia va en un sentido opuesto pero, al mismo tiempo,
forma parte inescindible del problema. La segunda acepción de la
dictadura del proletariado, la versión jacobina, puede convertirse en
un elemento que, a fuerza de “normalizarse”, de volverse
cotidiano, empiece a restar base social al emergente poder
revolucionario. De suceder esto, los revolucionarios quedarían presos
de una lógica que, a largo plazo, los manejaría a ellos (por más
que en el corto plazo pueda afirmarlos en el poder). Este verdadero
“peligro profesional del poder” redundaría en aislarlos de la
base social que representan, dejándolos en una peligrosa autonomía,
elevándolos por encima de todas las clases de una formación social.
En ese sentido, el calificativo de “jacobino” se adapta
perfectamente a este tipo de deriva. Los jacobinos reprimieron a la
contrarrevolución, pero también a las tendencias que expresaban a
las clases más oprimidas en la revolución francesa, como los
hebertistas o los “sans-culottes”. La discusión acerca de si esas
tendencias representaban fenómenos que eran históricamente
“prematuros” se la dejamos a los historiadores. A nosotros no nos
cabe duda de que la represión de esas tendencias contribuyó a dejar
a Robespierre y sus partidarios “en el aire” y a merced de los
termidorianos. A este respecto es evidente que los problemas que, implícitamente,
presenta el texto de Ollivier, son nuestros problemas, aunque no nos
parezca que la manera en que los resuelve sea acertada. En ese
sentido, está varios pasos adelante de las cuestiones que el
trotskismo ”ortodoxo” puede considerar admisibles de ser
planteadas.
Lo
que sí queremos dejar claro es que ambos aspectos del problema pueden
separarse en función de conseguir mayor profundidad analítica pero,
de hecho, son un solo problema. En medio del vértigo constante que
supone una revolución, estos dos aspectos son difíciles de separar.
Sin embargo, sería profundamente equivocado concluir que el problema
no existe. Se ha hecho bien presente en las experiencias
revolucionarias del siglo XX.
Nuestra respuesta
provisional a este dilema es la siguiente: considerado en toda su
verdad, no se trata de un problema teórico sino de un problema práctico
(en el sentido de la II tesis sobre Feuerbach).[]
La verdad de este problema sólo puede ser alcanzada en las
experiencias revolucionarias futuras. Sin embargo, aunque el problema
no tenga solución por fuera de la práctica revolucionaria, hay que
tener presente que existe, para incorporarlo como elemento teórico a
ser volcado posteriormente en la acción. No es lo mismo actuar
ignorando la existencia del problema que actuar sabiendo de antemano
que nos encontraremos con disyuntivas de este tipo. La existencia de
elementos azarosos y poco predecibles en una revolución no significa
que no podamos ir construyendo el plano (necesariamente provisorio) de
la batalla, ir reflexionando acerca de qué podemos esperar, teniendo
en cuenta las experiencias fracasadas (hasta ahora) de transición al
socialismo. Hacer esta reflexión hoy día es un paso necesariamente
previo a la acción. Es sabido que, una vez iniciada ésta, introduce
una serie de distorsiones. Revolucionarios que tenían una visión
compleja y rica del proceso histórico como fueron los bolcheviques,
inmersos en los crudos hechos, muchas veces convirtieron en virtud a
las soluciones que tuvieron que implementar por necesidad.
La
posición antiteórica que tienen algunos compañeros en contra de
este estilo de reflexión, que generalmente es acompañada por
argumentos del estilo “la vida dirá qué formas tendrán los
procesos revolucionarios futuros ...”, muestra una gran falta de
reflexión sobre las experiencias del siglo pasado y de los desafíos
que nos esperan en el porvenir.
¿Qué
democracia?
Volvamos
al texto de Ollivier. Después de distinguir entre las dos acepciones
de dictadura del proletariado, Ollivier menciona la importancia que
tuvo la experiencia de la Comuna de París de 1871 en la génesis de
esta noción. Ollivier escribe a continuación: “Marx, después
Lenin, en El estado y la revolución, subrayaron las
principales características: el pueblo en armas, la Comuna (forma política
de la democracia directa), la destrucción de la vieja maquinaria del
estado, la propiedad pública y social y la cooperación de los
productores. Ellos olvidaron, en cambio, señalar que la Comuna
constituía una tentativa de combinar democracia directa y sufragio
universal”.
Hasta
aquí llega Ollivier en su descripción. Respecto al olvido que
menciona Ollivier, creemos que hay que relacionarlo con la crítica
que Marx hizo a los comuneros. Él planteó que más importante que
organizar las elecciones por distrito hubiera sido atacar a los
versalleses. Esta crítica de Marx apuntaba al hecho cierto de que una
revolución que no tiene consolidada su base de sustentación tiene
que luchar por sobrevivir. Esto fue descuidado por la inexperiencia de
los comuneros y les resultó, al poco tiempo, fatal.
No
obstante, debemos tener en cuenta que la crítica de Marx no apunta a
ninguna cuestión normativa referente al “deber ser” del proyecto
político y social que se desprende de la Comuna. Interpretaciones que
convertían esta crítica, que es concreta y apunta al devenir
concreto del proceso revolucionario de la Comuna, en un principio
absoluto, han hecho mucho daño al marxismo revolucionario.
La
idea de combinar democracia directa y sufragio universal, que aparece
mucho más claramente en el texto de Rosa Luxemburgo sobre la revolución
rusa que en cualquier otra teorización del marxismo clásico, hoy día
tiene que ser incorporada a los planteos que son necesarios de hacer
para reorientar un programa marxista revolucionario. En función de
ello creemos necesario hacer una serie de consideraciones.
Primero.
El sufragio universal es una conquista política obtenida mediante una
combinación histórica que se dio entre las luchas de los explotados
y oprimidos y la utilización de mecanismos de concesiones por parte
de las clases dominantes. Pero más allá de eso, como práctica política
forma parte de los elementos de progreso histórico que ha traído la
civilización capitalista. Reconocer esto no significa ignorar los
elementos de deformación y manipulación que el contexto capitalista
en el que se desarrolla le imprime. En ese sentido no podemos dejar de
sopesar que, en la dinámica de las revoluciones del pasado siglo, la
burguesía ha sabido maniobrar para abortar los procesos o legitimar
políticamente ataques contra las masas (lo que se llama “reacción
democrática”). El sufragio universal tal como existe hoy, los
revolucionarios lo defendemos (en tanto que su ausencia implica más
reacción y no menos) pero no lo apoyamos políticamente, porque esto
implicaría convalidar políticas reaccionarias. Pero, siendo todo
esto verdad, no se puede ser tan unilateral de no tomar en cuenta que
una parte de las necesidades de las masas tiene que ver con sus
derechos democráticos (entendidos de forma viva y dinámica, no
formal).
Segundo.
Liberado del contexto capitalista, el sufragio universal es una práctica
política que es perfectamente legítimo plantear que debe ser
preservado como elemento de una democracia socialista. Es decir, desde
el punto de vista del proyecto político. Decimos esto porque ha sido
frecuente en nuestra tradición política, a partir de la sacralización
de textos de Trotsky profundamente equivocados como Terrorismo y
comunismo, que todas las tensiones propias de las revoluciones se
han resuelto a través de teorizaciones burocráticas que llevaban
siempre a subvaluar (convirtiendo en virtudes a las necesidades) los
elementos de autodeterminación de la clase trabajadora en sus
diversos aspectos, sociales pero también políticos. Teniendo en
cuenta esto, creemos que la discusión acerca del papel que pueden
tener los mecanismos de democracia representativa en la revolución
tienen una legitimidad que el devenir histórico nos ha impuesto. Es más, el sufragio universal es una práctica que es deseable como
parte del conjunto de formas en que se asiente la democracia
socialista.
Tercero.
Una utilización socialista del sufragio universal supone que no se
elegirán solamente representantes para un cuerpo político, sino que
esto deberá combinarse con elecciones de representantes territoriales
y por lugares de trabajo. Esto sería lo que encarna la combinación
entre democracia directa y democracia representativa. La revolución
socialista, aunque combinaría las dos, privilegia las formas de poder
directo de los trabajadores. La democracia representativa es una parte
de la democracia socialista, pero subordinada a la otra, y su papel
es, principalmente, una forma de ganar a las masas desmovilizadas y
sin partido. También es atendible el planteo de Rosa Luxemburgo, que
lo pensaba como un correctivo en momentos de reflujo en la movilización
social. En ambos tipos de democracia, deberá observarse la regla de
la revocabilidad de cualquiera de los representantes.
Cuarto.
Por más rodeos y medidas de excepción que pueda imponer una
coyuntura inicial de la revolución, el sufragio universal es un
instrumento a utilizar para conocer tensiones y antagonismos que
atraviesen a la sociedad en transición al socialismo, a los que,
simultáneamente, les da un canal de expresión. El sufragio universal
así entendido debe formar parte de la pauta programática de los
marxistas revolucionarios. Pero formando parte de un proceso de
revolución socialista, no como programa para gestionar el estado
burgués.
Volviendo
al texto de Ollivier, éste admite que la descripción del programa
socialista revolucionario, formulado por Marx y Lenin a partir de la
Comuna, sigue siendo válido: “Estas grandes líneas constituyen,
todavía hoy, el núcleo duro de un programa democrático
revolucionario”. Y a continuación da el salto al vacío: “Pero
ellas ya no pueden ser asociadas al concepto de la dictadura del
proletariado”. Nos encontramos aquí ante un razonamiento que
reivindica la vigencia de los elementos que forman el armazón del
concepto de dictadura del proletariado y al mismo tiempo rechaza este
último concepto. Es una clara inconsistencia lógica y conceptual.
Pero
pensando a favor de Ollivier ¿no indica otra cosa? Por ejemplo una
situación histórica concreta en la que “el núcleo duro de un
programa democrático revolucionario” y el concepto de dictadura del
proletariado se hayan escindido inexorablemente. ¿No admitimos más
arriba que los conceptos marxistas deben ser sometidos a revisión, ya
que están históricamente determinados?
Hacia
el final de su texto, Ollivier plantea: “La dictadura del
proletariado está cargada hoy de tal significación histórica,
marcada por el rechazo de las formas de la democracia política, que
es imposible presentar nuestras concepciones de poder de los
trabajadores o de la democracia socialista como el régimen de la
dictadura del proletariado”. Aquí está planteada, finalmente, la
escisión que mencionábamos más arriba.
Sin
embargo, aunque los compañeros de la LCR digan lo contrario, esta
lectura historicista del problema (es decir, falsamente histórica)
mezcla problemas de distinto orden. Por un lado, si atendemos a
expresiones como que la dictadura del proletariado no puede ser
“asociada” a un programa democrático revolucionario o que nos es
imposible “presentar” la concepción marxista revolucionaria de la
democracia socialista como el régimen de la dictadura del
proletariado, no podemos dejar de advertir que, por más esfuerzos que
haga Ollivier por teorizarlo, el problema presentado no es teórico-conceptual
sino que se inscribe en la manera concreta en que los revolucionarios
presentamos nuestra política ante las masas. Está determinado por
motivaciones cortoplacistas. Por otro lado, conviene registrar que por
más que en la política práctica sea un problema de la máxima
importancia, no pone necesariamente en cuestión los fundamentos del
marxismo. Aunque prestar una gran atención a estos problemas sea uno
de los andariveles por los cuales la teoría progrese (una parte
decisiva del legado leninista tiene que ver con atender a este tipo de
cuestiones).
El
texto de Ollivier quiere presentar la decisión de la LCR de abandonar
la dictadura del proletariado como la expresión de un balance histórico
que tendría consecuencias políticas inevitables. Pero en nuestra
opinión mezcla dos planos, que están conectados pero que tienen una
necesaria autonomía relativa, presentándolos como un solo argumento.
El concepto de dictadura del proletariado es declarado caduco en lo
doctrinario al mismo tiempo que se afirma su carácter de
“impresentable” políticamente ante las masas, especialmente las
que viven en sociedades que han pasado experiencias como las del
fascismo y el estalinismo y que hoy están en democracias burguesas de
variado grado de estabilidad (esto último no está dicho de modo explícito
pero se colige fácilmente del contexto). En resumen, es lo que se
dice “hacer ideología”, una incorrecta aproximación teórica y
metodológica a los problemas políticos mediante una argumentación ad
hoc, ni teórica ni histórica. Más bien un reacomodamiento que
obedece a presiones y problemas reales (esa es su única verdad, hay
que reconocerlo) pero que se limita a deshacerse del problema sin
comprometerse a llevarlo hasta el fin.
Balance
del estalinismo y proyecto socialista
Conectado
de un modo muy profundo con lo anterior está el balance que la LCR
hace del estalinismo y su influencia presente y futura. Ollivier
escribe: “El balance que nosotros sacamos hoy, de la contrarrevolución
estalinista pero también de los errores de los bolcheviques, nos ha
llevado a descartar este concepto de nuestras referencias programáticas.
Por supuesto, importa distinguir la revolución rusa (y los errores
cometidos por los bolcheviques en el curso del proceso revolucionario)
de la contrarrevolución estalinista, verdadera negación de esta
revolución en beneficio de otros intereses sociales, los de la
burocracia. Luego, los estalinistas utilizaron la noción de dictadura
del proletariado para justificar la destrucción de todo rastro de
vida democrática en la clase obrera y en la sociedad rusa”. Un poco
más adelante Ollivier hace centro en los errores de los bolcheviques:
“En nombre de la dictadura revolucionaria del proletariado,
concebida como un régimen de excepción en circunstancias
excepcionales, Lenin, Trotsky y muchos otros dirigentes bolcheviques
han tomado medidas que han asfixiado progresivamente la democracia en
el seno de las nuevas organizaciones revolucionarias. Se asiste a la
sustitución de la democracia de los soviets por el poder del partido,
a la pérdida de sustancia de los consejos y comités, al rechazo a
convocar una nueva asamblea constituyente, después a la prohibición
de tendencias en el propio seno del partido bolchevique. El ejercicio
de la dictadura del proletariado en Rusia, incluso entre 1918 y 1924,
se tradujo en la fusión del estado y del partido, así como en la
supresión progresiva de todas las libertades democráticas”.
Ninguna
de estas críticas es muy novedosa. Los compañeros del SU de la
Cuarta Internacional ya las habían planteado en vida de Mandel,
desatando las furias de las corrientes trotskistas para las cuales la
revolución rusa es un evento situado por fuera de cualquier crítica.
Estos
planteos nos parecen razonables, en términos generales. Es probable
que algunos de ellos tuvieran que ser tratados de modo más exhaustivo
que mediante una simple enumeración, pero entendemos que un artículo
periodístico tiene sus límites.
Ollivier
toma la crítica que Rosa Luxemburgo hizo a los bolcheviques sobre la
asamblea constituyente. Aunque no la cita, da por supuesto que sabemos
de qué habla. En su texto visionario, aunque fragmentario y poco
sistemático (por las condiciones en que fue escrito), Rosa acordaba
con Trotsky en que la asamblea constituyente disuelta por los
bolcheviques había sido superada por la dinámica de la revolución,
pero de ahí deducía la necesidad de convocar una nueva
constituyente. Rosa creía que el remedio de Lenin y Trotsky de
suprimir temporalmente la democracia política iba a ser
contraproducente. La posición de Rosa Luxemburgo combinaba la
dictadura del proletariado (entendida como democracia socialista, más
allá de la necesidad de defenderse de la contrarrevolución) con el
mantenimiento de formas democrático-representativas.
Pero
justamente, acordemos o no con la posición de Rosa Luxemburgo en su
polémica sobre la constituyente rusa, la defensa de formas democráticas
no la lleva a caer en la unilateralidad de descartar el concepto de
dictadura del proletariado como tal. Por ejemplo, en la parte de su
texto que critica, por utópico, el derecho electoral de los
bolcheviques, afirma: “Cuando después de la revolución de octubre
toda la clase media, la intelligentsia burguesa y pequeñoburguesa
boicotearon durante meses al gobierno soviético paralizando las
comunicaciones ferroviarias, postales y telegráficas, el sistema
escolar, el aparato administrativo, oponiéndose así al gobierno
obrero, estaban justificadas todas las medidas de presión que se
adoptaban contra ellos: la privación de los derechos políticos, de
los medios de subsistencia económicos, etc. En tal caso se
manifestaba la verdadera dictadura socialista, que no puede retroceder
ante ninguna medida de autoridad para forzar o para impedir
determinados comportamientos en interés de la colectividad”.[[6]]
Pocas veces se recuerda que una defensa tan enfática de la democracia
socialista (y también del uso por parte de los explotados de las
libertades de reunión, asociación, etc., heredadas del capitalismo
pero cuyo ejercicio siempre tiene restricciones si se trata de las
clases explotadas) como la de este texto de Rosa Luxemburgo contiene
también una defensa de la dictadura obrera sobre la contrarrevolución.
Este equilibrio se rompe por completo en el texto de Ollivier, que
toma el costado democrático revolucionario del texto de Rosa pero
deja de lado la noción de dictadura del proletariado que, lejos de
reducirse a la represión-disuasión de la contrarrevolución, sirve
como guía política y conceptual para establecer una real democracia
socialista.
Otro
aspecto insuficiente del balance de Ollivier, que hacemos extensivo
aquí al conjunto del SU de la Cuarta Internacional (por lo menos en
cuanto a los textos que conocemos), es que sus críticas al
“socialismo real” se quedan en la esfera política, como cuando
Ollivier dice que la dictadura del proletariado tiene hoy una
significación histórica negativa “marcada por el rechazo de las
formas de la democracia política”.[[7]]
Aquí pesa cierto conservadurismo teórico, centrado en mantener la
caracterización de “estados obreros burocratizados” para el
desaparecido bloque soviético y para otros que todavía se mantienen
en pie como Cuba. El límite metodológico principal que tiene esa
caracterización es que no penetra en las relaciones de producción
existentes en esas sociedades, para lo cual una conceptualización crítica
(y no formal o rutinaria) de la noción de dictadura del proletariado
podría ser de gran ayuda.
Muy
relacionado con este conservadurismo teórico está el hecho de que el
SU de la Cuarta Internacional ha hecho un balance de la caída del
muro de Berlín en el que tienen más peso los elementos de
fortalecimiento del imperialismo que la liberación de las pesadas
herencias ideológicas y políticas que trajo consigo el derrumbe
estalinista. Creemos que este segundo aspecto, a medida que pase el
tiempo, se va a volver el elemento principal.
Puede
objetarse a nuestro punto de vista que existe un gran retroceso a
nivel mundial en la conciencia socialista de los trabajadores. Pero
ese elemento ya existía desde décadas antes de la caída del muro y
la misma existencia de un “mundo estalinista” era un factor de
reforzaba la destrucción de la conciencia socialista. Solamente la
implosión de esos países (o un triunfo revolucionario en los países
centrales) podía cambiar las cosas. Se dio la primera alternativa, más
lenta y trabajosa, pero también la más posible. En parte empezamos a
ver ahora los efectos liberadores de la caída del estalinismo, con el
relativo fortalecimiento de la extrema izquierda a nivel
internacional. Pero para aprovechar las coyunturas históricas más
favorables, en las que se produce una apertura que permite a los
revolucionarios adquirir más peso político, hay que ir a fondo en la
consideración de los problemas pasados, superar el atraso teórico
que todavía está presente en nuestras organizaciones y evitar el
obstáculo, que nos ponemos a nosotros mismos, de los balances
superficiales.
Por
último, creemos que el abandono de la noción de dictadura del
proletariado tiene una clara consecuencia en la intencionadamente
escueta presentación del proyecto de la LCR por Ollivier y en su ángulo
populista democrático radical que va en desmedro de una perspectiva
de clase. Ollivier enumera así los ejes del proyecto de la LCR: “el
socialismo autogestionario, la democracia sin límites, el poder de
los trabajadores y las trabajadoras, es decir, la inmensa mayoría de
la población, contra la dictadura de los accionistas”.
Para
no hacer falsas discusiones, aclaramos que no le pedimos a la LCR que
batalle cotidianamente agitando “dictadura del proletariado”. Este
es un elemento conceptual que sirve a los revolucionarios para
entender mejor la lógica de aquello por lo cual luchan. No es una
consigna. También aceptamos que el tercer elemento enumerado por
Ollivier marca la presencia de un posicionamiento de clase, que, sin
embargo, se diluye al ser acompañado de los siguientes elementos
(puestos al mismo nivel, además).
“Socialismo
autogestionario” no quiere decir mucho ni implica desmarcarse de las
experiencias burocráticas del este, aunque suponemos que es esa la
intención. La experiencia yugoslava muestra que es posible la
coexistencia de las prácticas autogestionarias con un estado burocrático.
“Democracia
sin límites” tiene otros problemas. Nos coloca en el siguiente
dilema: o recubre por completo de utopismo este objetivo, ya que
cualquier persona normal deduce que los cambios que la LCR haría en
la sociedad francesa implicarían un fuerte choque con intereses
poderosísimos, o, por el contrario, mella el filo del proyecto
revolucionario socialista al encuadrarlo en el orden existente. Muy
distinto sería decir que los revolucionarios buscamos conservar los
elementos democráticos actualmente existentes (obviamente los que son
progresivos), pero, sobre todo, superar los límites que la existencia
del capitalismo le impone a la democracia. Se podría decir
“democracia sin límites capitalistas” para subrayar que es
necesaria la destrucción del capitalismo para que se produzca un auténtico
progreso en la democratización de la sociedad. Sin esta aclaración
se pierde de vista el enemigo. Pareciera que no se lucha contra nadie,
lo cual tiene como consecuencia que no se educa a la población
trabajadora en que solamente podrá conseguir sus objetivos con la
derrota política y social de la burguesía y su estado.
Esta
es la razón por la cual aparece una inflexión tan marcadamente
populista como “la inmensa mayoría de la población, contra la
dictadura de los accionistas”. Para nada estamos en contra de que se
apele a las mayorías como tales sin determinaciones clasistas. El
problema es que cuando lo hacemos, los revolucionarios tratamos de
apelar a esa mayoría para llevarla a nuestro terreno (es decir, el
terreno de clase). Si unimos inmensa mayoría con dictadura de los
accionistas estamos planteando que enfrentamos a una reducida minoría,
a una fracción de los explotadores. No decimos que enfrentamos a toda
una clase social enemiga de los intereses de las mayorías (aunque esa
mayoría contenga en sí misma una serie de contradicciones, que no
viene al caso detallar). Es posible que la mención a la “dictadura
de los accionistas” juegue con la propaganda “contra la dictadura
de los mercados” del movimiento antiglobalización. Pero esa
consigna, que es progresiva al salir de un movimiento de masas, cambia
de carácter al ser planteada como tal por un partido marxista
revolucionario. Nuevamente falta lo que antes decíamos que es
necesario hacer: tomar ciertas consignas o apelaciones que no son
clasistas pero que por su carácter contradictorio pueden ser
aprovechadas y llevarlas a ese terreno. Justamente es el costado
ambiguo que tiene hablar “contra la dictadura de los mercados” el
que permite a los reformistas limitarlo a una acción contra las
fracciones financieras y postular la “humanización del
capitalismo”. Los revolucionarios aprovechamos esa ambigüedad, o
deberíamos aprovecharla, para atacar al capitalismo como tal. Eso es
lo que se pierde al hacerla propia en el terreno programático.
Algunas
implicancias
Hasta
ahora tomamos un problema teórico y político de orden general. Aquí
vamos a entrar en un terreno contextual. Como se sabe, la LCR es parte
del Secretariado Unificado de la Cuarta Internacional. Es una de las
secciones más poderosas de este agrupamiento. La otra sección de la
Cuarta Internacional que puede comparársele es la sección brasileña,
Democracia Socialista, una de las corrientes del PT de Lula. No vamos
a hacer hincapié en que esta tendencia no solamente forma parte del
PT sino que uno de sus dirigentes es el ministro de no-reforma
agraria. Aun siendo un verdadero escándalo, no queremos centrarnos en
ello. Una dinámica de escisión atraviesa a Democracia Socialista
después de la expulsión de Heloísa Helena y esto se ha extendido a
diversos sectores de la Cuarta Internacional.
Lo
que sí nos interesa mencionar son las teorizaciones con las que
Democracia Socialista llegó a su política actual, que es su lógica
coronación. No queremos decir que las de la LCR son iguales. Pero sí
que hay peligrosas vecindades.
Democracia
Socialista, en nombre de las derrotas que sufrieron los trabajadores a
nivel internacional durante los años 80 y 90, teorizó la necesidad
de estructurar “una esfera pública popular”, planteada en un artículo
de Luis Pilla Vares titulado “Democracia directa en el sur de
Brasil”. Allí se postulaba que dentro del estado burgués, a pesar
de sus modos de organización y su división del trabajo, se podía
colonizar un área y hacerla trabajar en favor de las clases
populares. Para que la cosa no quede en algo abstracto, la tan famosa
“esfera pública popular” se redujo al Presupuesto Participativo.
En él, los sectores populares de Porto Alegre se disputaban a brazo
partido las migajas del 10% del presupuesto para ver si les tocaba
alguna escuela, cancha de fútbol o centro recreativo, mientras con el
90% restante se pagaba la deuda externa y los restantes gastos
“normales” del estado burgués. Como desde las páginas de SoB ya
hemos hecho la crítica de esa experiencia, nos centraremos en su
concepción.
Democracia
Socialista planteaba en sus tesis presentadas al 2° Congreso del PT
que “No defendemos como perspectiva inmediata ni la desaparición
inmediata del estado ni su reducción (sin aclarar el carácter de
clase del estado al que se refiere o, en todo caso, para evitar decir
con franqueza que es el estado burgués. ICB) Lo que defendemos es su
transformación, que debe ser controlada cada vez más por la población
organizada y conciente, que se constituye cada vez más en verdadera
cosa pública” (ver Inprecor N° 443-444). Si además prestamos
atención al título del artículo de Luis Pilla Vares, “Democracia
directa al sur de Brasil”, podemos comprobar que para esta
corriente, y para un sector de la Cuarta Internacional, la experiencia
del Presupuesto Participativo significó una articulación entre
democracia representativa (sufragio universal) y democracia directa.
En el copete del artículo de Pilla Vares, alguien que firma J.M. y a
quien suponemos miembro de la redacción de Inprecor se refiere a las
idas y venidas del movimiento trotskista, remarcando que éste siempre
ha luchado contra la burocratización de las experiencias
revolucionarias. Cosa totalmente cierta pero que, desgraciadamente,
remata en la idea de que sus herederos actuales se encuentran
“fecundando nuevas experiencias” ¿Es necesario aclarar que esa
nueva experiencia continuadora de la Comuna de París, la revolución
rusa y la lucha contra el estalinismo es el Presupuesto Participativo?
Todo
esto, siendo muy grave, ni siquiera pensamos que sea muy en serio. Es
una maniobra sin principios para ocultar su completa falta de
delimitación respecto al reformismo de la ”democracia
participativa”. La maniobra consiste en contrabandear los planteos
de la “democracia participativa” haciéndolos pasar como
“democracia directa”, concepto que forma parte del corpus marxista
revolucionario. Este tipo de cosas introduce un elemento de
“corrupción” en el debate político que hace, en cierta medida,
que la discusión con DS sea casi una pérdida de tiempo, porque
hechos como éste muestran una dinámica en la que prima la
justificación de su práctica cotidiana de integración al estado
burgués por encima de cualquier orientación política concreta (aun
equivocada).
Esta
escaramuza que hicimos respecto al texto de Ollivier no es gratuita ni
una chicana o una amalgama. No nos interesa hacer previsiones sobre el
futuro de las relaciones entre la LCR y Democracia Socialista. Damos
por descontado que para un sector de militantes de la LCR la política
de sus camaradas brasileños (especialmente a partir de la asunción
del ministro Rossetto) debe generar rechazo. Lamentablemente, si nos
guiamos por pronunciamientos oficiales de la LCR de los últimos años,
podemos ver un posicionamiento a favor respecto a la política de
Democracia Socialista. Por ejemplo, en el libro de la campaña de
Besancenot en el 2002 la experiencia del Presupuesto Participativo es
presentada como “La democracia directa, como en los libros”(p.
95). En este punto cabe deslizar un matiz: esta posición de la LCR
respecto a sus amigos brasileños es profundamente negativa, pero se
trata de una equivocación de una organización que, en términos
generales, es independiente del estado burgués. Democracia Socialista
es un grupo integrado políticamente al estado burgués brasileño
desde antes del affaire Rossetto, ha vivido a la sombra del
presupuesto nada participativo de una administración enteramente
burguesa (Porto Alegre).
El
hecho de que hagamos esta diferencia entre ambas organizaciones no
implica que dejemos de ver con preocupación las recientes
innovaciones doctrinarias respecto al concepto de dictadura del
proletariado (por otra parte profundamente ambiguas
y poco claras) del último congreso de la LCR. Sin dictadura
del proletariado, su postulación de combinar democracia directa y
sufragio universal (sumado a su pasado de cubrir “por izquierda” a
DS) deja sin explicar cómo se da la ruptura revolucionaria. O peor aún,
se desliza que ésta no es necesaria para la transición al
socialismo.
II-
La discusión planteada por el PO
A
partir de que la LCR hizo pública la decisión de su XV Congreso de
abandonar la dictadura del proletariado, el Partido Obrero argentino
planteó un debate en las páginas de su periódico. En él
aparecieron distintos textos.
El
contenido general del debate es casi monocromo. Es más, en un sentido
podríamos postular que casi no es un debate ya que una parte no
despreciable de los textos parten del “carácter irrecuperable de
las organizaciones del SU” u otras fórmulas parecidas (ver textos
de M. Diamonte, P. Rieznik, Bachi, J. Mora). Esto le da al debate un
carácter bastante restringido, por decir lo menos. Es un debate entre
los que piensan que el SU es una porquería. La publicación del texto
de Ollivier (que comentamos arriba) es reducido a una mera ilustración
o una concesión de forma.
Por
fuera de esto, que es secundario en relación con lo que queremos
decir (aunque no insignificante), lo que se desprende de la mayoría
del conjunto de textos publicados en Prensa Obrera es,
desgraciadamente, el carácter osificado y conservador del marxismo
del PO. Pareciera que, de hecho, todo lo significativo que se podía
decir en el terreno de la teoría marxista ya fue dicho entre 1917 y
1938 (fecha de publicación del Programa de Transición). Después de
eso, lo único que queda es aplicar fiel y prolijamente el cuerpo de
doctrina leninista-trotskista. A partir de este limitado formato, el
valor político de las posiciones de un grupo marxista va a ser
juzgado por su grado de ortodoxia. Es decir, de cercanía a este
corpus doctrinario, entendido así, en forma congelada (aunque esté
mediado por la comprensión que tiene de éste la dirección del PO y,
naturalmente, por los distintos vaivenes que su política cotidiana le
lleva a desarrollar).
La
consecuencia más general que esto tiene es que todo su punto de vista
le provee de justificaciones para ignorar voluntariamente los
problemas nuevos que el devenir histórico le presenta sobre la mesa a
los socialistas revolucionarios. Es el caso contrario al de la LCR
que, justamente, se caracteriza por tener sensibilidad ante los
cambios, pero desarrollando tendencias a la adaptación.
Democracia
y dictadura del proletariado
Uno
de los problemas centrales que se le presentan al marxismo
revolucionario de hoy, como es la democracia en el proceso
revolucionario (que es un tema completamente ligado a una reflexión
crítica sobre la dictadura del proletariado) es abiertamente ignorado
por el PO. Un ejemplo de esto puede verse en el título del primer artículo
de Pablo Rieznik “La dictadura del proletariado y la prehistoria bárbara
de la humanidad”. Aquí, mediante el recurso a una filosofía de la
historia que lo único que hace es remarcar “lo bárbaro” de las
circunstancias que engendran una revolución, se dedica a machacar que
“la dictadura del proletariado es la conclusión inevitable de las
necesidades de la propia revolución, o sea del choque a muerte entre
dos poderes erguidos el uno frente al otro”(Prensa Obrera
830). En todo el resto del artículo del compañero Rieznik se toma
este aspecto de la dictadura del proletariado, la necesidad de vencer
a la contrarrevolución, como si fuera el principal.
Muy
distinta era la posición de Lenin. Aunque reconoce la importancia de
derrotar a la contrarrevolución, lo cual supone “el empleo
implacablemente severo, rápido y resuelto de la violencia”, Lenin
destaca bastante enfáticamente que “la esencia de la dictadura del
proletariado no consiste sólo en la violencia ni fundamentalmente en
la violencia. Su rasgo principal es la organización y la disciplina
del destacamento de avanzada de los trabajadores, de su vanguardia, de
su único dirigente, el proletariado, cuyo objetivo es construir el
socialismo, abolir la división de la sociedad en clases, transformar
en trabajadores a todos los miembros de la sociedad y destruir la base
de toda explotación...Este objetivo no puede lograrse de golpe.
Requiere un período bastante largo de transición del capitalismo al
socialismo, porque reorganizar la producción no es cosa fácil,
porque los cambios radicales en todos los órdenes de la vida
necesitan tiempo y porque la poderosa fuerza de la costumbre de
manejar las cosas de un modo pequeño burgués y burgués sólo será
vencida mediante una lucha larga y tenaz”.[[8]]
A
pesar que no están explícitamente mencionados problemas como el de
la democracia en la revolución, es evidente que, leído contemporáneamente,
el punto de vista de Lenin alude claramente a ellos. La disciplina
entre los trabajadores está íntimamente relacionada con la
democracia, ya que sólo es posible actuar con convicción si se llega
a un acuerdo mediante una discusión libre y democrática. En caso
contrario, esa disciplina solo se puede conservar bajo coacción.
Puede darse el caso que el elemento de coacción se vuelva dominante y
que se mantenga el contenido obrero del régimen. Pero si esa situación
se prolonga indefinidamente, lo que se pone en peligro es la misma
dictadura del proletariado. Eso fue lo que pasó en la URSS, donde se
confirmó por la negativa que la esencia de la dictadura del
proletariado no es la violencia, y que si la clase obrera es
expropiada del poder político pierde todas sus conquistas. También
los elementos que en el planteo de Lenin hablan de una lucha larga y
tenaz y de la necesidad de organizar la producción muestran a las
claras que el complemento a esa disciplina, que forma parte del
aspecto central de la dictadura del proletariado según Lenin, es la
democracia obrera.
Creemos
que, en estos tiempos, no hacerse cargo de problemas como éstos es
dar la espalda a los problemas de vida o muerte para el marxismo hoy.
Esto no deja de tener reflejos en la práctica política cotidiana. La
experiencia que tuvo el PO con su intento de controlar “por
arriba” la reapertura de la fábrica Sasetru debería hacerlo
reflexionar en relación a la nula atención que este partido le da a
la autoactividad de las masas.
Democracia,
dominación y universalidad
No
es solamente con la democracia obrera que el PO tiene problemas
programáticos. Eso se extiende a los contenidos de la democracia en
general. Si bien los marxistas revolucionarios no fetichizamos la
democracia ni cedemos en cuanto a la apología de la democracia “en
abstracto”, como la llama Hal Draper (esto es, sin tomar en cuenta
sus determinaciones de clase ni las limitaciones que se derivan de su
carácter burgués), el PO cae en un error inverso, que es la reducción
de los contenidos democráticos a un contexto capitalista (que en última
instancia la determina, pero que no la agota). Lo falso de esta
postura puede verse, históricamente,
en el hecho que muchas de las libertades y derechos que tienen las
masas fueron obtenidos por la lucha, no por la buena voluntad de la
burguesía. Esto es así a pesar de que el sistema capitalista haya
podido reabsorber esas conquistas, evitando que las masas trabajadoras
las utilizaran en favor de sus intereses históricos. El caso más
evidente es el sufragio universal, resistido por la mayoría de las
burguesías de los países centrales durante todo el siglo XIX y gran
parte del siglo XX. Que hoy sea una experiencia que, quizás,
percibamos como algo alejada, no disculpa que un partido político no
la tenga en cuenta. Más, tratándose de partidos revolucionarios, en
los que adquiere un gran peso el conjunto de las ideas que éstos
desarrollan.
Esto
cobra gran importancia ante circunstancias muy destacadas de la vida
política mundial. Varios compañeros de PO destacan el hecho de que
el imperialismo levanta la bandera de la democracia para usarla como
coartada en sus agresiones a los pueblos. Lo dice Pablo Rieznik (PO
830) al señalar que a partir de los planteos de democracia “el
imperialismo y los explotadores no han dejado de acumular cadáveres
en el devenir histórico”. Lo reafirma Mario Diamonte (PO 829) al
plantear que “bajo las banderas de la «democracia», el
imperialismo...viene desarrollando una brutal agresión contra la
inmensa mayoría de los pueblos del mundo”. La pregunta central a la
que habría que responder, y que a los compañeros del PO no se les
pasa por la cabeza considerar, es por qué el imperialismo utiliza
esas banderas y no otras para apoyar ideológicamente sus actos de
pillaje contra los países pobres y dependientes. El imperialismo es
el mayor poder que ha conocido la historia humana ¿por qué no poner
sobre la mesa, simplemente, el hecho claro de su fuerza sin apelar a
subterfugios?
La
respuesta es relativamente simple para el que la quiera ver: el
imperialismo apela a los valores democráticos porque en ellos puede
inscribir sus propios intereses bajo la bandera de un interés humano
universal. Esto lo hace manipulando y pervirtiendo el sentido de esos
valores democráticos. Aún cuando ataque a los peores dictadores
tercermundistas, el resultado global de la acción imperialista es la
negación de la democracia, y los revolucionarios debemos combatirla
sin concesiones.
Varios
aspectos de este proceso histórico son agudamente descriptos de esta
forma por Lenin: “El capitalismo, en general, y el imperialismo, en
particular, transforman la democracia en una ilusión; pero al mismo
tiempo, el capitalismo engendra las tendencias democráticas en las
masas, crea las instituciones democráticas, exacerba el antagonismo
entre el imperialismo, que niega la democracia, y las masas, que
tienden a ella. No se puede derrocar el capitalismo y el imperialismo
con ninguna transformación democrática, por más «ideal» que sea,
sino solamente con una revolución económica; pero el proletariado,
si no se educa en la lucha por la democracia, es incapaz de realizar
una revolución económica”.[[9]]
En este texto puede verse como Lenin muestra lo que decíamos en el párrafo
anterior: la realidad brutal del dominio imperialista transforma a la
democracia en su contrario, sea por la vía de su manipulación y
vaciamiento o de mecanismos de desvío y concesión. Al mismo tiempo,
el proceso histórico de formación del capitalismo mundial tiene una
relación contradictoria pero profundamente ligada a la democracia; a
fin de cuentas, la única nobleza que cuenta para el capital es la del
dinero, y para que éste se multiplique solamente se necesita la
compra y venta de la fuerza de trabajo, para la que no cuenta ninguna
cuestión de sangre o linaje.
Más
adelante, Lenin plantea que “...el socialismo no es realizable sino a
través de la dictadura del proletariado, la cual une la violencia
contra la burguesía, es decir, contra la minoría de la población,
el desarrollo integral de la democracia, es decir, la
participación realmente general y en igualdad de derechos, de toda
la masa de la población en todos los asuntos estatales y
en todos los complejos problemas que implica la liquidación del
capitalismo”.[[10]
Difícilmente se pueda encontrar una definición más clara del íntimo
vínculo que debe unir la democracia a la dictadura del proletariado
(para que ésta sea realmente tal) y que levante de forma tan evidente
el contenido universalista (en contra de los intereses absolutamente
particularistas del dominio imperial y burgués) que debe plantearse
en relación a los contenidos democráticos.
Por
otra parte, todo grupo social que aspira al poder tiene que investir
su causa con ropajes universales. Mucho más la clase trabajadora que,
por su lugar en la producción de la vida social, podría aspirar, en
la medida en que se haga socialista revolucionaria, a desatar el nudo
gordiano de las dominaciones (y no a regentear otra nueva revolución
particularista, como la burguesía, que únicamente se liberó a sí
misma de toda atadura). Esa relación profunda del marxismo, en tanto
que teoría que busca representar a una clase con cadenas radicales,
con la universalidad de la democracia revolucionaria, es la que
permite sostener que a pesar del fracaso histórico de la URSS y las
sociedades del Este, el socialismo está lejos de haber dicho su última
palabra en este momento histórico. Este contenido universalista de la
emancipación es lo que convierte al socialismo en el verdadero
enemigo del dominio imperial, y que enemigos materialmente más
poderosos, como los jeques multimillonarios que financian al
terrorismo fundamentalista islámico, sean una oposición realmente
funcional al imperialismo (justamente a partir de que su
particularismo brutal y sus métodos de extrema reacción los colocan
como una alternativa que carece de toda progresividad).
Volviendo
a los textos publicados en Prensa Obrera, en la nota firmada
por Norberto Calducci, después de denunciar a la LCR como expresión
de la pequeña burguesía que se postula a gestionar el capitalismo,
aparece la siguiente frase: “El sufragio universal podía jugar y de
hecho lo hizo, un papel revolucionario; pero eso fue en el pasado”.
Al
leer semejante planteo, cualquiera de nosotros estaría tentado a
pedirle que diera algún ejemplo histórico concreto del momento en
que, para Calducci, el sufragio universal jugó un papel progresista.
Podríamos apostar con bastante seguridad a que la primera parte de la
frase tiene un seguro carácter formal y de saludo a la bandera. En
cuanto al momento histórico preciso en que Calducci diagnostica que
el sufragio universal dejó de jugar un “papel revolucionario”
también estaríamos tentados de preguntar: ¿cuándo y a qué se debió
el cambio? Después de todo, la extensión de esta práctica política
es históricamente reciente (posterior, por ejemplo, a la configuración
del sistema imperialista mundial).
Por
último, el colocar al sufragio universal en el pasado de la humanidad
¿qué es lo que implica? ¿que en la dictadura del proletariado tal
como la piensa PO deberemos despedirnos de la costumbre de elegir
representantes, aunque esto se dé en un contexto en el que la burguesía
ha sido expropiada? Este planteo sin matices de Calducci de convertir
al sufragio universal en una práctica que de conjunto es reaccionaria
es completamente distinto y opuesto a, en una eventual revolución,
manejarse con prudencia en relación a la conveniencia de convocar a
elecciones. Es una cuestión táctica a resolver en la arena de la
lucha de clases. Pero en la cuestión programática general no nos
parece que haya mucha discusión: aunque sea en forma subordinada a
las formas directas de democracia, los socialistas revolucionarios
podemos incluirla como una práctica a utilizar en el
proceso de la apropiación del conjunto de la vida política y
social por parte de las masas.
¿Debate
o amalgama?
Otro
aspecto francamente molesto de los textos de Prensa Obrera son
las constantes amalgamas en que cae al describir la posición de la
LCR. Pablo Rieznik afirma que los planteos de Ollivier sobre la
democracia política implican que es partidario de “las garantías
políticas y sociales para la burguesía”. También Luis Oviedo (PO
826) recurre a una amalgama de tipo objetivista al afirmar que: “al
renunciar a la dictadura del proletariado, la LCR se declara
partidaria de la dictadura de la burguesía”. Lo mismo Luis Antón (PO
828): “El SU, dicho por Ollivier, no plantea la dictadura del
proletariado, pero sostiene la dictadura de la burguesía”. Es
decir, tomando un elemento cierto, deducen una afirmación
completamente desmedida. No vamos a abundar en por qué creemos que el
abandono de la dictadura del proletariado no implica ser partidario de
la dictadura de la burguesía, porque ya hemos dado nuestra posición
al comenzar este artículo. El significado que tiene este tipo de
afirmaciones es el de una retorcida negativa a discutir una posición
política. Es completamente legítimo pensar lo que plantean los compañeros
del PO. El problema es que no se molestan en argumentarlo, y reducen
todo a una mera repetición de gestos y proclamas. Ya se ha visto que
no nos convence la posición de la LCR (por lo menos a través de lo
que han hecho público de sus documentos), pero el problema requiere
una discusión real, no una colección de textos en los que una
organización se dedica a hacer su autoelogio implícito con el
pretexto de comentar o combatir las posiciones de otra.
Las
amalgamas llegan a su cenit, o ya ni se sabe si en verdad se trata de
la mínima capacidad de leer lo que dice el ocasional oponente, cuando
se refieren al análisis histórico de la revolución rusa que aparece
en el texto de Ollivier. Cuando éste dice: “El balance que nosotros
sacamos hoy, de la contrarrevolución estalinista pero también de los
errores de los bolcheviques...” o “...importa distinguir la
revolución rusa (y los errores cometidos por los bolcheviques en el
curso del proceso revolucionario) de la contrarrevolución
eestalinista...”, cualquier persona normal entiende que Ollivier
plantea una distinción objetiva y subjetiva entre bolchevismo y
stalinismo.
Los
compañeros de PO sacan una conclusión completamente opuesta y, muy
poco razonable, por decir lo menos. Por ejemplo, Norberto Calducci (PO
828) afirma: “La dictadura totalitaria de la burocracia estaliniana
es, para la Liga, un pretexto para atacar la revolución
bolchevique”, Pablo Rieznik (PO 830) escribe: “El análisis de
Ollivier retoma toda la tradición liberal-anarquista que trazó un
hilo de continuidad entre los revolucionarios rusos y el régimen de
Stalin” o Claudio Vallori (PO 831) dice que la LCR “no hace
diferencia entre la política de los bolcheviques y la del stalinismo”.
Es
un tema que todavía genera debate en el marxismo revolucionario la
apreciación política referida a cuál fue el impacto que ciertos
errores cometidos por los bolcheviques en la revolución pudieron
contribuir en la emergencia histórica del estalinismo. Evidentemente,
para PO la revolución rusa fue un dechado de virtudes a la que sólo
los centristas y/o revisionistas podrían objetarle algo. Otros
sectores, entre ellos nuestro partido, tenemos una valoración más crítica
del período heroico de la revolución, sin que eso signifique que
creamos que el estalinismo es la continuidad auténtica del
bolchevismo. O algo deformada, como pensaba Isaac Deutscher. Creemos
que los fines estratégicos y tácticos de los bolcheviques son tan
distintos a los del estalinismo que, como se sabe, opinamos que la
consolidación del segundo determinó el fin del estado obrero
deformado burocráticamente en la URSS. PO, como también es público,
sostiene que este subsistió, con variantes, de Lenin a Yeltsin
(aunque este sayo no sea suyo en exclusividad y también le incumba al
PTS y demás “trotskistas ortodoxos’’). Y sin embargo, ni se
sonroja al decirle a la LCR, contra todas las evidencias semánticas
del texto de Ollivier, que no distinguen entre bolchevismo y
stalinismo.
En
resumen, podemos decir que la posición del PO deja a las claras el
carácter conservador de su marxismo.
III-
Una modesta proposición: por una reapropiación crítica del concepto
de dictadura del proletariado
Dictadura
del proletariado es un concepto francamente raro. Se compone de dos
palabras extraídas de distintos lenguajes. Dictadura es una palabra
sacada del lenguaje de la política (en tanto que institución romana
o a través de la llamada “dictadura de la convención” en la
revolución francesa). Y proletariado era una expresión propia del
movimiento socialista. Marx las hizo coexistir violentamente y, al
mismo tiempo, se sirvió de su sentido para indicar un significado
nuevo: una clase dominante tiene un poder social que va más allá de
cualquier ley escrita. Indica claramente que una sociedad determinada
configura sus relaciones de fuerza a partir de una estructuración
fundamental que nunca puede ser puesta en entredicho.
El
par conceptual que hace juego con la dictadura del proletariado es la
dictadura de la burguesía. Esta indica que, más allá de las
distintas formas de gobierno, el poder real se estructura a partir de
la no-propiedad de los productores y de la compra-venta de la fuerza
de trabajo. Esta, en la sociedad burguesa, no implica el libre juego
de las fuerzas del mercado sino la compulsión a vender su fuerza de
trabajo para la mayoría los hombres. Pese a las apariencias, esta
relación se basa en un alto grado de violencia, abierta o latente, y
no en un “contrato” entre “iguales”. Marx siempre criticó a
fondo esta aparente igualdad jurídica del capitalismo, mostrando que
tenía como base de sustentación una desigualdad en el punto de
partida.
Entonces,
como ya dijimos, el concepto de dictadura del proletariado se entiende
en relación al de dictadura de la burguesía. Pero esta simetría es
más que relativa. La dictadura del proletariado está pensada en
función de acabar con la dictadura de la burguesía. Y, por lo tanto,
al ser pensada para otro tipo de sujeto social, va a tener una base
estructural por completo distinta.
Una
consideración contemporánea del concepto de dictadura del
proletariado no puede pasar por alto que éste se compone de problemáticas
articuladas, que no pueden ser captadas aisladamente.
En
lo que sigue, propondremos brevemente los ejes temáticos que
consideramos fundamentales para una reflexión actual sobre este
concepto.
1.
Es evidente que, aun partiendo de esa dinámica contradictoria que
describe Lenin entre el capitalismo-imperialismo
y la democracia, el concepto de dictadura del proletariado nos sirve
para advertir que la relación de fuerzas básica entre las clases no
puede ser modificada en favor de las clases populares sin desbordar el
aparato de estado que se encarga de custodiarlas. Aun tratándose de
la forma más benigna de dominación política burguesa, la
democracia, esta tarea presenta límites imposibles de sobrepasar.
Cualquier forma de “democracia participativa” de las que ahora se
hallan en boga es desmentida por estas realidades.
2.
De aquí se deduce la necesidad de destruir la maquinaria burocrática
del aparato de estado burgués. Tarea que, al decir de Marx, enfrenta
toda revolución verdaderamente popular. Respecto a ciertas áreas, es
fácilmente representable la manera de hacer esto. Por ejemplo, es
claro que la dictadura del proletariado va a proceder al desarme del
aparato represivo del enemigo. En otros terrenos es más difícil de
ver. Las desventuras de los bolcheviques con el aparato de estado
heredado del zarismo son bastante convincentes acerca de lo complicado
que puede llegar a ser esto. En un sentido general, podemos decir que
enfrentar esta problemática supone subvertir aspectos de base del
funcionamiento del aparato de estado inmediatamente posterior a la
revolución (denominado por Lenin como “estado burgués sin burguesía”)
y que se deberán dirigir hacia su modo de organización y división
del trabajo.
3.
El concepto de dictadura del proletariado tiene otro de sus
fundamentos en la necesidad de conducción de una determinada clase
social en el proceso de transición al socialismo. Si bien la clase
trabajadora no es la única clase oprimida en la sociedad capitalista,
su lugar en la producción y su carencia de propiedad de fuerzas de
producción la convierten en la clase que, de darse un proceso
revolucionario de signo socialista, puede convertirse en la conducción
social de la lucha de clases (más allá de que tenga su vanguardia
política). La dictadura del proletariado en tanto que concepto parte
de la constatación de la existencia de clases y fracciones de clases
que difícilmente acompañen el impulso inicial de una revolución
socialista. En general porque a causa de sus lazos con la vieja
sociedad no sienten que podrían ganar algo con una revolución. El
concepto de dictadura del proletariado es necesario aquí para pensar
la forma concreta en que estos sectores vayan a ser neutralizados o,
posteriormente ganados (como Lenin ganó al campesinado a partir de
imponer el programa agrario de los narodniki) a partir de la
obtención de beneficios concretos. La mención que hacemos de Lenin
está basada en que creemos que sus análisis concretos sobre las
alianzas de clases o los diferentes tipos de relaciones sociales
existentes en la Rusia posrevolucionaria nos resultan, en lo metodológico,
un modelo a tener bien presente al plantear estas cuestiones.
4.
Sin dejar de considerar lo anterior, un aspecto importante de la
conceptualización de la dictadura del proletariado ha cambiado desde
la época de Lenin, Trotsky o Rosa Luxemburgo. El descenso de la
composición del proletariado industrial en el total de la clase
obrera, combinada con la asalarización masiva de sectores medios, ha
extendido a la clase trabajadora al mismo tiempo que la ha vuelto más
heterogénea (a pesar de que cada vez grupos capitalistas concentrados
centralicen a más trabajadores). Aunque la pequeña burguesía y
otros sectores medios estén lejos de desaparecer, quizás hoy la
cuestión de la dictadura del proletariado pase menos por la relación
de éste con su afuera que, por el contrario, con sus actuales y
difusos límites. Es decir que repensar hoy el concepto de dictadura
del proletariado tiene como una de sus tareas el articular social y
políticamente las distintas figuras de la clase obrera.
5.
El rasgo que vuelve incomparables la dictadura del proletariado y la
dictadura de la burguesía es que la primera de estas clases, aun
dominando la vida social, sigue siendo una clase no-propietaria. De ahí
que para afirmar su dominación y evitar volver a ser explotada (es
decir, trabajar para otro) necesite como el oxígeno de la libertad de
organización política y social propia. Incluso en contra de su
propio estado que, como ya dijimos, es un “estado burgués sin
burguesía”. Si falta esa condición, la clase obrera pierde, tarde
o temprano, las bases materiales con las que ejercer su predominio
como clase. Esta cuestión, que hace a las relaciones de producción
vigentes en la sociedad de transición, ha sido soslayada por el
“trotskismo ortodoxo’’ (del estalinismo ni hablemos) que siempre
se ha detenido, al considerar a la URSS y los países similares, en
las condiciones políticas o en el modo de distribución, sin dignarse
a entrar en lo determinante: las condiciones de producción y las
formas de apropiación del sobreproducto social. Todo esto redunda en
que la sociedad de transición, a pesar de haber sufrido una gran
transformación, contiene elementos importantes de las relaciones de
producción capitalistas que no constituyen un residuo del pasado sino
una forma intrínseca de su presente: la desigualdad entre los hombres
se sigue dando a partir de a) la posesión (no jurídica sino de
control) de los medios de producción y b) la continuidad de la venta
de fuerza de trabajo como única posibilidad de supervivencia. De este
hecho, que es una de las lecciones que se pueden sacar del balance del
Este, se deriva que la dictadura del proletariado, para poder
consolidarse en lo social, debe corresponderse con la democracia
socialista en lo político.
6.
Los aspectos de organización obrera y popular a los que se refería
Lenin en el texto que citamos encuentran su materialización en los
problemas concretos de cómo volver a estructurar la producción. La
dictadura del proletariado adquiere también aquí una significación
precisa: es el pasaje del comando compulsivo y automático de la
organización capitalista de la producción a un proceso en el cual
los problemas del trabajo se vuelven un asunto político. Esto quiere
decir que las decisiones sobre qué producir, para quién, con qué
propósito, se vuelven un asunto en el que se involucra y resuelve el
colectivo de trabajadores. Un aspecto seguramente menos agradable de
esto, en tanto que relacionado con el concepto de dictadura del
proletariado, es que en tanto esta dominación social se afirma y
consolida, los trabajadores pesarán más como clase y menos en tanto
que conjunto de individuos con necesidades diferenciadas. Aunque, a la
vez que empiezan a pensarse colectiva y libremente las metas de
producción, esto implica el comienzo de un proceso en que los
individuos tratan de retomar el control sobre sus vidas.
7.
Otro aspecto a desarrollar remite a un problema político-cultural hoy
existente. Es el argumentar de modo consistente las razones por las
cuales los marxistas revolucionarios pensamos que la resolución
positiva y progresiva de la llamada “cuestión social” en el
capitalismo, o sea, la abolición de las diferencias de clase, se
convierte en la llave con la cual superar otro tipo de opresiones (étnicas,
sexuales, nacionales, etc.), y no como plantean los diversos
pos-marxismos, que consideran a todos estos fenómenos con el mismo
grado de importancia en cuanto a universalidad y carácter
emancipatorio. Este problema es importante en los países centrales y
en los periféricos. En los primeros ligado a problemas de corte
democrático, y en los segundos en razón de su alto grado de
heterogeneidad social.
8.
La dictadura del proletariado debe ser abordada en lo conceptual a
partir de relacionarla con lo que en el marxismo clásico se ha
llamado “extinción del estado”. Al ser el socialismo la lucha por
devenir de trabajadores asalariados explotados en una asociación de
productores libres, el correlato necesario de ello es la reabsorción
de la autonomía de la esfera política en el autogobierno de la
sociedad.
Notas:
.- Pasados
los sucesos que llevaron a la instauración de la dictadura de
Banzer (que incluyen el desarrollo de la Asamblea Popular, un
organismo semi-soviético), la izquierda boliviana derrotada llegó
a un efímero acuerdo político con dos figuras del nacionalismo
militar: el general Torres, ex-presidente depuesto, y su
lugarteniente el mayor Rubén Sánchez Valdivia. El acuerdo tuvo
un nombre: Frente Revolucionario Antimperialista. Lo firmaron
todos los partidos de izquierda de Bolivia, incluido el POR
de Lora. Éste insistió durante años en la naturaleza
revolucionaria del programa del FRA, al que pomposamente
caracterizó como continuidad de la Asamblea Popular, demostrando
que no sabía diferenciar entre un organismo de frente único de
masas y un acuerdo de tendencias en el exilio. Sin embargo, el
mismo Lora se cuidó de dejar a la vista toda su política ya que,
al publicar el acuerdo del FRA en su periódico Masas omitió
la firma de Torres y Sánchez. El PC, por el contrario, exhibía
orgulloso las firmas de los dos militares progresistas.
.- Ver
Darioush Karim, La dictadura revolucionaria del proletariado.
.- Otras
corrientes se desentendieron elegantemente del problema, al
afirmar tal cual la letra de los textos clásicos del marxismo,
limitándose a repetir que la dictadura del proletariado implica
desde el comienzo la “extinción del estado”, cosa que nadie
discutía (ver nota de Pablo Rieznik en Internacionalismo N°2).
El problema era otro: ante la consolidación del obstáculo
estalinista, un sector del trotskismo (Mandel) se volvió
democratista y otro (Moreno y la FB) dio una respuesta unilateral
que simplemente reducía el problema de la dictadura del
proletariado a la represión de la contrarrevolución.
.- Ver
Víctor Fay, “Del partido como instrumento de lucha por el poder
al partido como prefiguración de una sociedad socialista”, en Teoría
marxista del partido político / 3, Cuadernos de Pasado y
Presente N° 38.
.- “El
problema de si puede atribuirse al pensamiento humano una verdad
objetiva no es un problema teórico, sino un problema práctico.
Es en la práctica donde el hombre debe demostrar la verdad, es
decir la realidad y el poder, la terrenalidad de su
pensamiento”, Karl Marx, “Tesis sobre Feuerbach”, en La
ideología alemana, Ediciones Pueblos Unidos, p. 666 (traducción
de W. Roces).
.- Rosa
Luxemburgo, Crítica de la revolución rusa, Buenos Aires,
Ediciones La Rosa Blindada, 1969 , p. 117.
.- Trotsky,
en general más adelante que sus herederos, llegaba a situar el
problema en la esfera de la distribución (consultar La
revolución traicionada), pero su posición última que
adjudicaba carácter obrero per se a la propiedad estatal
de los medios de producción impidió que hiciera una consideración
desde las relaciones de producción imperantes en la URSS de
Stalin.
.- Lenin,
“Saludo a los obreros húngaros” en Obras escogidas,
tomo 5, Ed. Cartago, p. 463.
.- Lenin,
“Respuesta a P. Kievski” en Acerca de la naciente tendencia
del “economismo imperialista”,
Ed. Progreso, p. 15.
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