Antonio
Labriola y el marxismo del siglo XXI
Por
Marcelo Yunes,
Socialismo
o Barbarie, revista Nº 16, abril 2004
Este año se cumple el centenario de la muerte del
marxista italiano Antonio Labriola. Su perfil político y filosófico
lo presenta como una rara avis en el movimiento socialista de
fines del siglo XIX, por varias razones. Labriola, uno de los
intelectuales más sólidos y profundos de la Italia de su tiempo
–profesor universitario que dialogaba de igual a igual con el filósofo
Benedetto Croce, por ejemplo–, abrazó el marxismo no de joven, como
la mayoría, sino en su madurez. Su formación filosófica, donde la
matriz hegeliana se hacía notar, le dio a su enfoque del marxismo una
impronta dialéctica absolutamente inusual en la II
Internacional socialdemócrata. Es sabido que, bajo el influjo del
desarrollo de las ciencias naturales y de la renovación de la filosofía
kantiana, la característica de la mayoría de los marxistas de la II
Internacional era su positivismo y su rechazo de Hegel y la dialéctica
como «un perro muerto». Tal era el caso no sólo del ala derecha,
reformista, de Eduard Bernstein, sino incluso de los dirigentes más
connotados de la Internacional tras la muerte de Engels (1895) como
Karl Kautsky, cabeza del ala mayoritaria de centro.
En contraste, la versión de Labriola del marxismo
resulta incomparablemente superior en todos los terrenos: metodológico,
científico, histórico y político. No fue por azar que la reacción
inmediata de Labriola ante la aparición de la teoría reformista de
Bernstein fuera de rechazo enérgico. La base de tal actitud era una
concepción del marxismo revolucionario que precisamente se negaba a
escindir, de manera antidialéctica, la lucha por los objetivos
inmediatos de la lucha por la transformación global de la sociedad.
Nos proponemos demostrar que, lejos de ser una
antigualla de valor meramente histórico, la agudeza, sensibilidad y
sutileza de este marxista conlleva una riqueza filosófica, metodológica
y política que continúa siendo un valioso aporte en el panorama del
pensamiento y los debates de nuestro tiempo. Para ello, nos apoyaremos
en los que son probablemente los principales y más conocidos ensayos
de Labriola: su correspondencia de 1897 con Georges Sorel, publicada
bajo el título de Socialismo y filosofía, y su ensayo Sobre
el materialismo histórico. Se trata de obras donde la intención
de divulgación –más allá de cierto «barroquismo» estilístico–
en ningún momento se transforma en vulgarización o adocenamiento teórico
de los problemas en discusión. También aquí se hace patente la
superioridad del método de Labriola sobre la norma estándar de la II
Internacional;
está claro que una visión más rica y matizada del marxismo le
permitió, incluso en exposiciones de tipo más pedagógico,
conservar, aplicar y desarrollar esa riqueza. Y esto cobra más valor
cuando recordamos cómo la complejidad del pensamiento y el método
marxistas fue luego pisoteada por los «manuales» que tanto amigos
como enemigos suelen tomar como el verdadero marxismo. A continuación,
entonces, ofrecemos un comentario de algunos de los elementos que
consideramos clave de la obra de este marxista italiano injustamente
poco conocido y de su pertinencia actual.
A la vez, nos permitimos utilizar esa vigencia de
textos ricos, sensibles, dialécticos, como disparadora de una reflexión
más general a la luz de los problemas teóricos y políticos del
marxismo en el presente período histórico. Entre ellos, el debate
con los posmodernos y con el utopismo-romanticismo, con predicamento
especial –pero no exclusivo– en América Latina.
En razón de su elevado número, y por razones de
comodidad para el lector, las notas al pie serán sólo conceptuales,
no de referencia. En el caso de los dos textos de Labriola
mencionados, sólo remitiremos al capítulo del libro correspondiente,
con las abreviaturas SF (Socialismo y filosofía) y MH (Sobre
el materialismo histórico). Todos los resaltados son nuestros
salvo indicación en contrario.
I. Una concepción
del marxismo de plena actualidad
Academicismo apolítico y politicismo antiteórico
En sus consideraciones preliminares al abordaje de
los problemas teóricos del marxismo, Labriola se hace eco de la queja
de Sorel respecto de la «poca difusión de la doctrina del
materialismo histórico», e incluso hace notar la «escasez de
fuerzas intelectuales» en el campo del pensamiento marxista. Si a
esto se agrega que «los que están fuera del socialismo tienen interés
en combatir, deformar o ignorar esta doctrina», el panorama de fines
del siglo XIX justificaba la preocupación y el interés de Labriola
en contribuir al mayor conocimiento del marxismo (SF, 1).
Sin duda, muchos factores han cambiado. Por dar un
ejemplo, el hueco de una «edición completa y crítica» de los
textos de Marx y Engels que señalaba Labriola se ha llenado en buena
medida, aunque no completamente. Sin embargo, «leer todos
los escritos de los fundadores del socialismo científico» sigue
siendo, hoy como en época de Labriola, «un privilegio de iniciados»
(SF, 2). Esto ha dado lugar a dos «versiones» del marxismo simétricamente
opuestas e igualmente unilaterales.
Por un lado, justamente la hipertrofia de la
difusión de Marx y el marxismo en el ámbito académico, sobre
todo, por supuesto, en el campo de las «ciencias sociales», ha dado
lugar a un fenómeno curioso, casi una paradoja: no existe
virtualmente ningún área del pensamiento sociológico, antropológico,
historiográfico, etc., que no haya sido de una manera u otra «colonizada»
por herramientas conceptuales y metodológicas tomadas del marxismo. Y
al mismo tiempo, en la inmensa mayoría de los casos, a ese
instrumental teórico se le mella decisivamente el filo crítico
cuando a) se lo integra de manera ecléctica y no orgánica a
otras vertientes de pensamiento, o bien b) se desmenuza un enfoque teórico
integral y orgánico, analizándolo en sus disjecta membra
y por ende c) se pierde de vista un criterio metodológico fundante
del marxismo: su carácter de reflexión total y totalizante
sobre el conjunto de la vida histórico-social. Precisamente, la
superioridad metodológica del marxismo –que, como doctrina, está
en cierto modo en la base misma del nacimiento de las «disciplinas
sociales»– se asienta sobre la superación de las visiones
parciales, fragmentarias, del todo social. Más adelante
volveremos sobre esto en cuanto a sus implicancias epistemológicas.
Por
otro lado, y ante este empobrecimiento, esta verdadera mutilación del
marxismo que busca reducirlo al plano intelectual, están quienes
recuerdan que el marxismo como movimiento y Marx como individuo jamás
separaron la elaboración teórica del principio de la acción que
busca transformar la realidad, esto es, la praxis social y política.
Por desgracia, aquellos que asumen el papel de herederos de uno de los
aspectos más imperecederos e insoslayables del marxismo, enunciado en
la famosa Tesis XI sobre Feuerbach, caen en muchos casos en una unilateralidad
de signo opuesto. En efecto, cuando se convierte a la actividad
política propiamente dicha en una esfera decisivamente autónoma
y superior a las demás, cuando se quiebra la conexión dialéctica
entre la intervención en la realidad y la reflexión teórica
sobre las condiciones, los problemas y las lecciones de esas
experiencias, el marxismo deja de ser una herramienta integral.
De hecho, se vuelve poco menos que una profesión de fe de «verdades
históricas» que, en la medida en que pierden el ángulo de reflexión
sobre la experiencia viva –es decir, en la medida en que pierden su
carácter histórico–, sencillamente dejan de ser verdades y pasan a
ser dogmas osificados.
Ambas
versiones rengas, el Escila del academicismo y el Caribdis del
politicismo, son sorteadas por Labriola en virtud, precisamente, de su
concepción más general sobre el carácter del marxismo, que
luego desarrollaremos.
La perversión
estalinista del marxismo
Dicho
esto, sin embargo, en la actualidad, los obstáculos más formidables
para la difusión del marxismo en el terreno ideológico son dos: la
herencia venenosa del estalinismo y ese difuso ambiente intelectual
que, a falta de mayor precisión, denominaremos ideología posmoderna.
El
daño que ha hecho el estalinismo, por supuesto, trasciende el terreno
ideológico: los crímenes directos, la política de coexistencia pacífica
con el imperialismo, la estrategia de alianza con las burguesías «nacionales»
o «progresistas» y, como consecuencia de todo ello, el inmenso descrédito
y la mancha que ha caído sobre el nombre del socialismo constituyen
un cargo muy difícil de levantar incluso hoy. Pero en el terreno teórico,
el estropicio no es de despreciar. En particular, es gracias al
estalinismo, su praxis política y sus toscos manuales ad hoc (de
filosofía, de teoría política, de historia...) que incluso en los
ámbitos académicos el marxismo pudo ser vulgarizado y reducido a
caricatura. Si bien casi todo el mundo manifiesta respeto por Marx
individualmente –de hecho, incluso Labriola señala que, en el
terreno de la «ciencia oficial», ya Marx se había convertido en un
«adversario con el que no se pueden hacer bromas» (SF, 3)– su
doctrina y en particular sus continuadores se han visto sometidos al
escarnio. Sin la labor de simplificación, rudimentarización,
degradación y a veces simplemente falsificación del marxismo
realizada por el estalinismo, los académicos y «comunicadores» no
se las verían tan fáciles en sus operaciones de desprestigio.
En
cuanto a la influencia de la ideología de la posmodernidad, que
trataremos más abajo, sólo adelantamos aquí que el discurso sobre
la «caída de los grandes relatos», la abdicación de la capacidad
del pensamiento para comprender la realidad, la metástasis de la «micropolítica»
en su versión más acomodaticia y una visión del mundo como un caos
impenetrable no pueden más que generar la mayor desconfianza en la «macropolítica»
de la transformación revolucionaria de la sociedad.
Una definición no vulgar
del marxismo
Hasta
aquí no hemos hecho más que actualizar la preocupación de Labriola
en cuanto a los problemas, obstáculos y rodeos que ha debido dar el
marxismo para sostenerse y desarrollarse. Y esto es posible en la
medida en que compartimos con el marxista italiano una visión
sobre el propio marxismo y su carácter que ya es hora de hacer
explícita.
¿Qué
es el marxismo? Esta
sencilla y básica pregunta ha admitido y admite, podría decirse,
tantas respuestas como marxistas hay, o al menos tipos de marxismo.
Ocurre que ambos problemas tienen una ligazón íntima: parafraseando
el dicho, dime qué crees que es el marxismo y te diré qué clase de
marxismo profesas.
La
respuesta de Labriola es, creemos, una de las más completas, dialécticas
y equilibradas. Desde su punto de vista, el marxismo o
materialismo histórico asume un triple carácter: Primero, «tendencia
filosófica en cuanto a la visión general de la vida y el mundo»,
es decir, una cosmovisión; segundo, «crítica de la economía
que tiene modos de procedimiento reducibles a leyes (...) porque
representa una fase histórica», esto es, una crítica científica
del orden capitalista, y finalmente, una «interpretación de la
política y, sobre todo, de la que se necesita para conducir al
movimiento obrero hacia el socialismo», con lo que Labriola deja
claro el ángulo político práctico del marxismo. E
inmediatamente después, agrega: «Estos tres aspectos, que aquí
enumero abstractamente [es decir, separadamente] (...) por comodidad
de análisis, eran una misma cosa en la mente de sus autores»
(SF, 2). Este carácter unitario, que ya mencionáramos, en el
que se imbrican una mirada general sobre el hombre y la sociedad, una
comprensión científica del mundo de hoy y una elaboración e
intervención en el plano político, es decisivo en la comprensión
del marxismo en Labriola.
Por
eso, más adelante desarrolla «tres órdenes de estudio» para el
materialismo histórico: «el primero responde a la necesidad práctica,
propia de los partidos socialistas, de ir consiguiendo un conocimiento
adecuado de la condición específica del proletariado en cada país.
El segundo (...) [es] reconducir el arte historiográfico al terreno
de la lucha de clases, dada una estructura económica [que hay que]
conocer y entender. El tercero consiste en el tratamiento de los
principios directivos, para comprender y desarrollar los cuales es
necesaria la orientación general». Y nuevamente se subraya que «aquellos
tres órdenes de estudio (...) componían una sola cosa en la mente
de Marx, y (...) fueron una sola cosa en su obra y su hacer. Su
política fue como la práctica de su materialismo histórico, y su
filosofía fue como inherente a su crítica de la economía, que era a
su vez su modo de tratar la historia» (SF, 5).
Conviene
retener este concepto, que en el fondo no es otra cosa que restituir
al marxismo una de sus marcas de origen: la unión de teoría y práctica,
la eliminación de la oposición vulgar entre una y otra que está en
la base de las versiones «academicista» e «irreflexiva» del
marxismo que mencionáramos más arriba. En palabras de Labriola, «la
filosofía de la praxis (...) es la médula del materialismo histórico
(...) De la vida al pensamiento y no del pensamiento a la vida: éste
es el proceso realista. Del trabajo, que es un conocer haciendo, al
conocer como teoría abstracta, y no de éste a aquél» (SF, 4).
La «materia» del
materialismo marxista
Aquí
nos encontramos con un concepto que ha generado, también, infinidad
de malentendidos y groserías teóricas tanto en adherentes como en
adversarios del marxismo. Se trata del materialismo y, sobre todo, de
la «materia» a la que debe su nombre. ¿De qué materia se trata?
Una vez más, la tradición filosófica estalinista, compendiada en
los clásicos manuales (como los V. Afanasiev, G. Politzer y muchos
otros), ha contaminado, tergiversado y llevado al límite del ridículo
el concepto de materialismo y de materia, que terminó adquiriendo un
cariz casi metafísico. Esto fue llevado al extremo de la simplificación
maniquea de la historia de la filosofía como una sempiterna lucha
entre los «materialistas», que sostienen la existencia independiente
de una materia concebida casi en el aspecto geológico, contra los
tozudos «idealistas», que contra toda evidencia creen que la
realidad entera es una especie de emanación mental. El propio Lenin
contribuyó en parte a la confusión con un texto francamente problemático,
Materialismo y empiriocriticismo (1908).
En
claro contraste con estas formulaciones antidialécticas, Labriola
define que «el materialismo histórico, o sea la filosofía de la
práctica, en cuanto se refiere al hombre histórico, es el
final del materialismo naturalista... igual que termina con toda
forma de idealismo (...) La revolución intelectual que ha llevado a
considerar como absolutamente objetivos los procesos de la historia
humana es coetánea... de esa otra revolución intelectual que ha
conseguido historizar la naturaleza física [alusión a la teoría de
la evolución de Darwin. MY.]» (SF, 4).
Y,
respondiendo de antemano a las elucubraciones de manual sobre el carácter
del materialismo marxista, señala en otro texto: «Construyan en el
aire tantos castillos como quieran los verbalistas sobre el valor de
la palabra materia, en cuanto es señal o recuerdo de
excogitación metafísica (...) Aquí no estamos en el campo de la
física, de la química o de la biología; buscamos solamente las condiciones
explícitas del vivir humano en cuanto éste no es ya simplemente
animal. No se trata de inducir o de deducir algo de los datos de
la biología, sino de reconocer antes que nada las peculiaridades
del vivir humano» (MH, 1).
Labriola
recupera aquí, entonces, la noción de materialismo «en cuanto se
refiere al hombre histórico», esto es, como «filosofía de
la práctica», y en ningún caso como una disquisición metafísica
sobre la preeminencia de la materia, entendida en el sentido «de la física,
de la química o de la biología» sobre las ideas: «la
naturaleza, o sea, la evolución histórica del hombre, se
encuentra en el proceso de la praxis» (SF, 3). El materialismo
marxista no tiene nada que ver con –o en todo caso, implica una
clara superación de– el «materialismo naturalista»,
es decir, no humano. En la visión de Marx, expuesta con claridad y
frescura por Labriola, y mal que les pese a todas las vertientes
estructuralistas y antihumanistas del marxismo, el hombre es la
medida de todas las cosas, y por tanto también del materialismo,
que es histórico (es decir, permeado por la acción humana) y
no geológico o biológico.
Monismo y totalidad dialéctica
Por
otra parte, nada más lejos de la concepción de Marx que una rígida
oposición mente-materia, que una vana polaridad hombre-naturaleza
donde la acción histórica se disuelve en evolución natural. Como
dice Labriola, «no estaría fuera de lugar decir que la filosofía
implícita en el materialismo histórico es la tendencia al monismo.
Uso la palabra ‘tendencia’ y la acentúo (...) Pues no se trata de
volver a la intuición teosófica o metafísica de la totalidad del
mundo (...) [sino] admitir que todo es pensable como génesis
(...) y que la génesis tiene los caracteres aproximados de la continuidad.
Lo que diferencia este sentido de la génesis del que tiene en las
vagas intuiciones trascendentales (Schelling) es el discernimiento
crítico y, en consecuencia, la necesidad de especificar la
investigación. Esto es, la aproximación al empirismo por
lo que hace al contenido de las cosas y la renuncia a la
pretensión de llevar en el bolsillo el esquema universal de las
cosas. Los evolucionistas vulgares proceden, en cambio, así: una vez
aferrada la noción abstracta de devenir (evolución), meten dentro de
ella toda cosa (...) así hacían también los repetidores de Hegel
(...) La principal razón del correctivo crítico que el
materialismo histórico aplica al monismo es ésta: que el
materialismo histórico parte de la praxis (...) y que, al
igual que es la teoría del hombre que trabaja, así también considera
la ciencia misma como un trabajo. De este modo, consuma el sentido
implícito de las ciencias empíricas, a saber, que con el experimento
nos acercamos a la producción de las cosas y conseguimos la
convicción de que las cosas mismas son un hacer, o sea, un
producirse» (SF, 6).
De
la riqueza epistemológica de esta interpretación trataremos luego.
Ahora lo que nos interesa destacar es que el marxismo es un
monismo, en el sentido de que su punto de partida es la totalidad.
Pero esta totalidad no es metafísica, no es un a priori, no es un
esquema previo, sino que es precisamente el comienzo de una
investigación en la que el conocimiento del detalle, de lo
particular (la «especificación de la investigación») es
imprescindible. La dialéctica de la relación entre la totalidad y
sus partes no excusa sino que exige el estudio pormenorizado de
las partes del todo (a esto se refiere Labriola con «aproximación al
empirismo»). En palabras de Labriola, «no estamos en el caso de
creer que el principio unitario (...) pueda, a modo de talismán,
valer (...) como medio infalible para resolver en elementos simples el
cruel aparato y el complicado engranaje de la sociedad (...) nos
incumbe la obligación de la investigación directa y minuciosa»
(MH, 6).
Lo
que no obstante da coherencia y sistematicidad a la suma de análisis
particulares, e impide que se transformen en una aglomeración de
datos sin ton ni son, es justamente que no se trata de una adición
desordenada, sino de un todo integrado del cual se parte pero
cuyas determinaciones específicas deben estudiarse en
concreto para establecer su verdadera relación con el conjunto y
entre sí. En este sentido, el marxismo como filosofía y como método
representa una superación (dialéctica, es decir, un ir más
allá conservando sus momentos) tanto del idealismo nebuloso como del
empirismo de vuelo bajo. En el aspecto metodológico: «Pensar en concreto
y, al mismo tiempo, poder reflexionar en abstracto acerca de los
datos y las condiciones de la pensabilidad» (SF, 6).
Justamente esta obligación del marxismo de
mantenerse en el terreno del análisis concreto y específico, evitando
los recetarios válidos para todo tiempo y lugar (la figura de «llevar
en el bolsillo el esquema universal» describe con pasmosa exactitud
la actitud de toda una serie de grupos y personas), el desarrollo
mismo del marxismo está supeditado a ese trabajo. En las antípodas
de la repetición ritual de fórmulas, la evolución del pensamiento
marxista, si quiere escapar de la petrificación y el dogmatismo, no
puede más que apoyarse en «un nuevo estudio cuidadoso
de otras fuentes (...) Puesto que esta doctrina es en sí misma la
crítica, no se puede continuar, aplicar y corregir sino críticamente.
Y como se trata de precisar y profundizar determinados
procesos, no hay catecismo que aguante ni generalización esquemática
que valga» (SF, 2). Esta invitación al trabajo serio, crítico,
documentado, científico en suma, es el único camino para evitar el
anquilosamiento y la pereza intelectual de quienes resuelven los
problemas teóricos y políticos recurriendo al breviario de citas de
clásicos del marxismo.
II. Un enemigo del reduccionismo y el
determinismo
El sujeto: motor y mediación
El punto de vista marxista, entonces, lejos de
transformarse en una llave maestra para la explicación de todos los
problemas (y recordemos que ésa es la caricatura de marxismo que
muchos conocen), es una invitación a abordar la realidad en toda su
complejidad y sus contradicciones. Es lo opuesto a la simplificación
y a veces la simple eliminación de los aspectos que no coinciden con
el «esquema». En particular, el marxismo es ajeno a algo que, irónicamente,
suele presentarse como sinónimo de materialismo histórico: el
reduccionismo económico.
En
efecto, demasiadas exposiciones del marxismo (¡no siempre de
enemigos!) consideran que el elemento esencial del materialismo histórico
es el hecho de reducir todos los demás factores a uno solo: el económico.
Contra la tantas veces esgrimida coartada de la «última instancia»,
Labriola aclara su sentido: «no se trata de traducir nuevamente en
categorías económicas todas las complicadas manifestaciones de la
historia, sino de explicar en última instancia (Engels)... por medio
de la estructura económica que está debajo (Marx), lo que implica análisis
y reducción, y después mediación y composición» (MH, 3). Esta
formulación en ningún caso puede confundirse con el economicismo
puro y duro: «La estructura económica (...) no es un simple
mecanismo del cual salten afuera, a manera de efectos automáticos
y maquinales, las instituciones, leyes, costumbres, pensamientos,
sentimientos e ideologías. De aquel fondo a todo lo demás, el
proceso de derivación y de mediación es bastante
complicado, a menudo sutil y tortuoso, no siempre descifrable» (MH,
6).
Una
de las palabras clave aquí es mediación, que provee un tipo
de relación entre lo «determinante» y lo «determinado» de orden
mucho más dialéctico –más cercano a la complejidad de lo real–
que la dinámica desnuda de causa-efecto.
En
el materialismo histórico así entendido, las acciones de los sujetos
pasan a jugar un papel efectivo y dejan de ser meros instrumentos de
«sobredeterminaciones» que los reducen casi a marionetas de la
historia o de las «leyes económicas». No es el menor de los méritos
de esta visión recuperar el «lado subjetivo» de la realidad
y de la explicación histórica que desaparecen en el objetivismo, y
al reponerse la subjetividad, la historia vuelve a ser tal: «No se
trata ya de sustituir la historia por la sociología (...), se
trata de comprender integralmente la historia en todas sus
manifestaciones intuitivas (...). No se trata de superar el
accidente de la sustancia (...) se trata de explicar... el
entrelazamiento y la complejidad (...) las categorías económicas...
han nacido y se han formado, como todo lo demás, porque los hombres
cambian (...) Se trata, en suma, de la historia y no de su
esqueleto. Se trata de la narración y no de la abstracción;
se trata de exponer el conjunto, y no de resolverlo y de
analizarlo solamente; se trata, en una palabra, ahora como antes y
como siempre, de un arte» (MH, 11).
Por supuesto, nada de esto significa abonar la teoría
del libre albedrío ni basar la filosofía de la historia en la pura
voluntad, pero «está privada de cualquier fundamento la opinión que
tiende a la negación de toda voluntad, por medio de una visión
teórica que quisiera sustituir el voluntarismo por el automatismo;
esta es mejor una pura y simple fatuidad» (MH, 5).
El individuo en la historia
Esta
postura que reconoce e integra lo general y lo particular en su
especificidad, pero no los absolutiza, permite a Labriola superar el
sociologismo y el individualismo y formular una impecable teoría
marxista del rol del individuo en la historia: «De una parte
están los sociólogos extremos, de otra los individualistas que, al
modo de Carlyle, nos hablan de la historia de los héroes. Según los
unos, basta probar... las razones del cesarismo, sin que nos importe
nada César. Según los otros, no hay razones subjetivas de clase y de
intereses sociales que basten para explicar nada (...) El materialismo
histórico supera las visiones antitéticas de los sociólogos
y de los individualistas, y al mismo tiempo elimina el eclecticismo
de los narradores empíricos (...) El mismo hecho de que toda la
historia se apoya sobre las antítesis, los contrastes, las luchas y
las guerras explica la influencia decisiva de determinados hombres en
determinadas ocasiones. Estos hombres no son ni un accidente desdeñable
del mecanismo social ni milagrosos creadores de lo que la sociedad,
sin ellos, no habría hecho de ningún modo. (...) Mientras los
intereses particulares de los grupos sociales están en tal estado de
tensión que todas las partes contendientes se paralizan recíprocamente,
para mover el engranaje político se necesita la conciencia
individual de una determinada persona» (MH, 11).
Esta
exposición, además de su belleza y precisión, recuerda
irresistiblemente, en lo metodológico, al conocido análisis de la
personalidad y el papel de Lenin en 1917 que efectuara León Trotsky
(cuya deuda con Labriola ya hemos mencionado) en su Historia de la
revolución rusa y en otros escritos. Este marxismo de buen cuño,
donde la dialéctica de lo general y lo particular se muestra en toda
su riqueza y plenitud, es, insistimos, la negación misma del
determinismo económico o sociológico que convierte a la historia en
un proceso mecánico inerte y a los seres humanos en sus juguetes.
Contra la pereza intelectual de las fórmulas simplificadoras, implica
una reconstrucción del conjunto, de sus partes y de las relaciones
complejas que uno y otras establecen en el curso de su constante
movimiento. «En conclusión, el partidario del materialismo histórico
que quiera exponer y relatar no debe hacerlo esquematizando. La
historia es siempre determinada, configurada, infinitamente
accidentada y multicolor. Tiene combinatoria y perspectiva (...) es
todo aquello que nosotros sabemos de nuestro ser, en cuanto seres
sociales y no ya simplemente animales» (MH, 11).
Toda la concepción de Labriola apunta no a
transmitir una doctrina, al modo de quien lleva la buena nueva de la
palabra revelada a sus ignorantes feligreses, sino a dotar a su
interlocutor de las herramientas más apropiadas para el trabajo
intelectual que él mismo debe realizar, en su realidad y en su
momento histórico: «la mayor dificultad que presentan la comprensión
y la continuación del materialismo histórico no estriba en la
intelección de los aspectos formales del marxismo, sino en la
posesión de las cosas a las que son inmanentes aquellas formas,
las cosas que Marx supo y elaboró por su cuenta y las otras muchísimas
que tengamos que conceder y elaborar nosotros directamente» (SF,
10).
La «inevitable» victoria del socialismo
Finalmente, cabe detenerse en el carácter político
de la versión determinista del marxismo. Ya hemos visto que el
determinismo borra el sujeto en tanto actor efectivo de
la historia pasada; pues bien, no es menos real que el determinismo lo
hace desaparecer también de la política (que algunos llaman historia
presente).
Este problema era particularmente acuciante para
Labriola y sus contemporáneos, en la medida en que el marxismo y la
filosofía de la historia de la II Internacional estuvieron
fuertemente teñidas de objetivismo y de la creencia en la «inevitabilidad»
del socialismo. Sin embargo, esto no debiera provocarnos una mera
sonrisa conmiserativa, porque en cierto modo parte del descrédito de
la perspectiva socialista en el siglo XXI se debe precisamente al
derrumbe calamitoso de la idea de esa «inevitabilidad» de la
victoria socialista sobre el capitalismo.
Sucede que, lejos de circunscribirse al ámbito de la
socialdemocracia de principios del siglo XX, la convicción del
socialismo como desenlace necesario de la historia fue parte del
tramado ideológico de la fuerza política que, mal que nos pese,
asumió desde la segunda posguerra el papel de «portavoz» del
socialismo: el estalinismo. Por ejemplo, la estrategia de «coexistencia
pacífica» con el imperialismo partía de la absurda pero sincera
creencia en lo ineluctable de la victoria del orden «socialista» (en
realidad, burocrático).
Uno de los secretarios generales del PCUS, Leonid Brezhnev, llegó a
«predecir» en los años 60 que hacia 1980 la productividad del
trabajo en la URSS superaría a la de los principales países
capitalistas.
En el caso de la socialdemocracia, la seguridad del
triunfo socialista tenía dos vertientes: una «catastrofista» en el
sentido económico (la «crisis final» del capitalismo convencería a
las masas de la necesidad del socialismo) y otra exactamente opuesta,
la del gradualismo reformista, esto es, el advenimiento del nuevo
sistema por la vía pacífica de un creciente control de los
mecanismos sociales mediante la legislación, el desarrollo de las
organizaciones sociales y sindicales, el crecimiento de las funciones
de la democracia y del Partido Socialista dentro de ella, etc.[10]
Todas estas versiones tienen en común dos puntos:
primero, el lugar de la acción autónoma y autodeterminada del
sujeto tanto individual como colectivo queda completamente minimizado
en favor de las «leyes de la historia» cuyos guardianes y
administradores son, de hecho, los aparatos burocráticos (el Estado,
el Partido). Segundo, como era de esperar, cuando la idílica imagen
de una victoria asegurada de antemano se hace trizas, quienes la
sostenían con tanto mayor dogmatismo pasan a ser los derrotistas más
amargos, los renegados más ruidosos, los traidores más consumados.
Es el espectáculo que nos brindan los ex «revolucionarios» que,
quebrado el banco burocrático donde tenían depositada su fe
socialista, se trasmutan, con el fanatismo de los conversos, en
defensores del orden social capitalista. Sistema que, a sus ojos
desengañados, derrotó definitivamente a sus enemigos y pasó
cumplidamente la prueba de la historia. Nunca fueron ateos marxistas:
sólo cambiaron el objeto de su idolatría. Los ejemplos son tantos y
tan patentes que ni vale la pena infamar estas páginas con sus
nombres.
Por otra parte, un efecto no menor del «gran
desencanto» con el marxismo –o, mejor dicho, con su versión más
brutal en lo político y más fosilizada en lo intelectual– fue
contribuir a que en la reflexión teórica de la izquierda se
verificara un desplazamiento hacia las temáticas «culturales»
(la identidad, la Otredad, la diferencia, el cuerpo) en detrimento
y a menudo en reemplazo de la política. Es verdad que el marxismo
«tradicional» dejaba todo un flanco en el terreno de la
subjetividad, pero también lo es que aquí operó una sobrerreacción
que de hecho borró durante años de la agenda tópicos como el
imperialismo y la explotación, para no hablar de la revolución
(términos que eran, y en parte siguen siendo, objeto de ridiculización,
desprestigio o cinismo distante).
Volviendo a la socialdemocracia europea del siglo
XIX, su optimismo semidarwiniano revelaba «en latencia», como
Labriola pone agudamente de manifiesto, «un algo de neoutopismo,
como es el caso de los que repiten constantemente el dogma de la
evolución necesaria y luego la confunden con el derecho a un estado
mejor, y así llegan a profesar que la futura sociedad del
colectivismo (...) será porque debe ser, como olvidando que
ese futuro tiene que ser producido por los hombres mismos (...)
Felices de ellos, que pueden medir el futuro de la historia (...) Ha
pasado el tiempo de los profetas» (SF, 10).
Vale la pena resaltar esta vena antiutópica
del verdadero marxismo, en momentos en que muchos, directa o
indirectamente golpeados por el derrumbe del «socialismo real»,
pretenden ocupar su lugar con un socialismo... utópico.
Sin duda, el socialismo utópico de la primera mitad
del siglo XIX (Owen, Saint-Simon, Fourier) tenía un costado
progresivo en el sentido de a) efectuar una crítica a
las miserias del advenimiento
del capitalismo industrial y b) proponer una recuperación de formas
de socialidad y cooperación humana de valor más universal. Pero el
“socialismo científico”, que es capaz de reconocer esos
aportes del utopismo, los supera en la medida en que los integra a
una teoría general de las condiciones de posibilidad de la
emancipación humana, condiciones que son tanto teóricas como prácticas.
En suma, el marxismo no es un «realismo» de vuelo gallináceo ni la
construcción de una rosada aurora autoconsolatoria, sino una crítica
implacable de las miserias del orden social capitalista y al mismo
tiempo un trabajo serio y sistemático desde el interior de sus
contradicciones para poner en pie una contestación política y
social efectiva a ese orden, que no tiene garantizada de antemano
la victoria... ni la derrota. Ya volveremos sobre esto.
III. Un defensor de la dialéctica
La filosofía en la II
Internacional
Dentro de la diversidad de concepciones sobre el
marxismo, una de las determinaciones fundamentales es la matriz
filosófica en la que éstas se inscriben. A despecho de que, en
un sentido, el marxismo es un sistema de pensamiento que busca
trascender o superar la filosofía,
la cuestión de los «linajes» filosóficos le da a cada corriente
marxista
buena parte de su impronta característica.
De hecho, es claramente discernible en el marxismo
del siglo XX una suerte de polaridad entre aquellos que asumen desde
el punto de vista filosófico y metodológico una postura de defensa
de la dialéctica y de la tradición hegeliana en general y aquellos
que, por el contrario, reniegan de la «influencia metafísica» de
Hegel y la dialéctica en el marxismo y se apoyan en la tradición
racionalista y positivista, de carácter pretendidamente más «científico».
Desde nuestro punto de vista, dejar fuera del
marxismo el método dialéctico y la herencia filosófica de Hegel
implicaría mutilarlo de manera irreparable. Al asumir esta
postura, no obstante, gozamos del beneficio del balance de debates teóricos,
políticos y filosóficos de todo un siglo. En el caso de Labriola, su
decidida defensa de la importancia de la dialéctica en el marxismo lo
transforma en una excepción casi milagrosa en el contexto de
la II Internacional.
Ya hemos adelantado que ese período estuvo signado
intelectualmente por el positivismo evolucionista (que adoptaba una
forma políticamente reaccionaria en Spencer) y por la renovación de
la filosofía kantiana, en particular de su ética. Es el período en
que nace el reformismo bernsteiniano y el socialismo «moralista» al
estilo del de la Sociedad Fabiana en Gran Bretaña, a la que pertenecía
el matrimonio de Sydney y Beatrice Webb (luego fervorosos
estalinistas) y el escritor George B. Shaw. Tras la muerte de Engels
(1895), la principal figura intelectual de la socialdemocracia alemana
–a su vez, el partido más fuerte y prestigioso de la II
Internacional– era Karl Kautsky, cuya relación con Hegel y la dialéctica
fue siempre de rechazo. En el marxismo ruso, Plejánov hacía una
defensa de la dialéctica, pero con serios problemas.
Labriola,
académico de nota y con una sólida formación filosófica previa a
su adhesión al marxismo, formaba parte de la camada de intelectuales
italianos influenciados por Hegel, cuya cabeza visible era Benedetto
Croce. Sin exagerar, puede decirse que prácticamente no había a
comienzos del siglo XX en la II Internacional figuras más calificadas
que Labriola que defendieran una versión dialéctica del marxismo.
Esto da a sus escritos ese carácter tan peculiar, fresco y disonante
en el concierto de positivismo y moral con olor a naftalina que era el
núcleo filosófico del movimiento socialista de su época.
Siguiendo a los propios Marx y Engels, Labriola
considera el cuerpo doctrinal del marxismo como una síntesis de tres
vertientes: la economía política inglesa, el socialismo francés y
la filosofía clásica alemana, en particular Hegel,
a cuya dialéctica llamaba «ese negar que no es contraposición
contenciosa... sino que, por el contrario, da verdad a lo que niega,
porque en lo que niega y supera encuentra la condición de
hecho o la premisa conceptual del proceso mismo» (SF, 4). Labriola
incluso se toma la molestia, en nota al pie, de ayudar a desentrañar
el sentido de la superación dialéctica mediante una dilucidación
del verbo alemán aufheben, que en verdad resulta casi
indispensable para una comprensión del significado del concepto.
Dialéctica y causalidad
Ya hicimos referencia a uno de los componentes del
pensamiento dialéctico, la categoría de totalidad y sus
características. Es este «monismo metodológico» lo que marca la
diferencia entre dos formas de explicación pluricausal, la ecléctica
y la dialéctica. Muchos mal instruidos o mal intencionados creen
criticar al marxismo suponiendo que éste parte del principio de la
causación simple. Sin duda, toda explicación de fenómenos complejos
es pluricausal, y no hay contraejemplo alguno en la obra de Marx. No
obstante, como apunta Labriola, «muchos... que hablan de materialismo
social, sea en favor o en contra... afirman que toda esta
doctrina consiste en último término en atribuir la superioridad o
la acción decisiva al factor económico» (MH, 6). Es acaso
lamentable, pero es un hecho que, más de un siglo después, la gran
mayoría de los que se refieren al marxismo, «sea a favor o en contra»,
siguen abonando este quid pro quo en detrimento de la letra y
el método de Marx.
La explicación dialéctica no se separa de la ecléctica
por su número de causales sino que –a diferencia del eclecticismo,
que las apila sin orden ni concierto y no atina a definir los
determinantes esenciales– el método dialéctico parte de integrar
los factores en una totalidad que los ordena y les da jerarquía
relativa.
Pero, a diferencia del marxismo vulgar, ese
ordenamiento de factores no está predeterminado de una vez y para
siempre, en una escala rígida en la que lo económico tiene siempre
garantizado el trono. Lo que Labriola resalta a cada momento es
precisamente que ese orden y jerarquía (que existe) entre las múltiples
causales no puede establecerse a priori, sino que para cada
caso exige un estudio concreto y pormenorizado. De otro modo, se
cae en el ridículo de explicar cada terceto de la Divina Comedia por
la estructura económica de la Italia prerrenacentista.
Lo relativo y lo verdadero del error
La dialéctica en la explicación histórica y en la
elaboración teórica presupone, asimismo, la capacidad de apreciar lo
verdadero dentro del error: «No basta con rechazar una opinión, con
afirmar rotundamente que es errónea (...) No basta con rechazar el
error: es necesario vencerlo y superarlo, explicándolo» (MH, 6).
Esta molestia que no suelen tomarse muchos polemistas marxistas, lejos
de constituir un recurso retórico, es un paso hacia la verdad,
que progresa por la comprensión y superación del error: «Así es
que los factores históricos que corren por la mente y por los
escritos de muchos indican alguna cosa que es mucho menos que la
verdad, pero mucho más que el simple error, en el sentido grosero
de deslumbramiento, de ilusión y de equivocación. Son el producto
necesario de un conocimiento que está en camino de desarrollarse»
(MH, 6).
Este método es un derivado directo de la Lógica
de Hegel, y en particular de su distinción entre esencia y
apariencia. Incluso los marxistas suelen olvidar que la apariencia
no es simplemente una manifestación falsa de la esencia, sino
que, justamente por constituir el reverso de la esencia, tiene una
relación con ella que debe ser explicada. La comprensión de la
apariencia no es un acto de mero descarte, sino parte constitutiva
del proceso de descubrimiento de la esencia. Labriola ilustra esto con
un ejemplo histórico: «Lutero... no supo nunca... que la impulsión
de la Reforma fue un estadio en la formación del Tercer Estado y una
rebelión económica de la nacionalidad alemana contra la explotación
de la corte papal (...) El estudio de... el afirmarse de la burguesía
de ciudad contra los señores feudales; el crecimiento del señorío
territorial de los príncipes a costa del poder... del emperador y del
Papa y la violenta represión del movimiento de los campesinos y... de
los anabaptistas nos permiten actualmente rehacer la genuina
historia de las causas económicas de la Reforma. Pero esto no
quiere decir que a nosotros nos sea dado separar el hecho acaecido
del modo en como sucedió, y desanudar su integralidad
circunstancial por medio de un análisis póstumo que resulte
subjetivo y simplista (...) Solamente el amor a la paradoja (...)
puede haber inducido a algunos a la creencia de que para escribir la
historia basta poner en evidencia tan sólo el momento económico...,
arrojando todo el resto como inútil fardo» (MH, 3).
El método dialéctico en El capital
El capital
era para Labriola el único ejemplo de realización de la integración
de la doctrina de Marx (aunque a la vez ridiculiza a los que
quieren tomar esta obra por «Biblia del socialismo»). Desde su punto
de vista, uno de los méritos principales de la obra yace en su método,
que le permite utilizar, por ejemplo, la descripción histórica sin
caer en el historicismo vulgar, y poner al descubierto la estructura
de la sociedad capitalista de manera crítica y genética: «El
hilo conductor de esta génesis es el procedimiento dialéctico. Y éste
es el punto escabroso que pone en muy triste condición a todos los
lectores de El capital, que... aportan las costumbres
intelectuales de los empiristas, de los metafísicos o de los padres
definidores de entidades concebidas in aeternum» (SF, 2) .
Precisamente la redacción de El capital es la
que le aporta a Marx el desarrollo y aplicación a un objeto de
estudio específico del método concreto-abstracto-concreto,
cuya formulación más explícita se encuentra en los Grundrisse.
Es admirable y a la vez revelador de lo profundo de la penetración de
Labriola que, sin haber tenido éste jamás acceso a aquellos textos,
publicados más de treinta años después de su muerte, haya sido
capaz de mantener su enfoque metodológico en entera concordancia con
la obra de Marx. Veamos un ejemplo: «La unidad intuitiva es
el escenario sobre el cual se desarrollan los casos, y para que el
relato tenga relieve, enlace y perspectiva, se precisan puntos de
orientación y medios de reducción. En esto consiste el primer origen
de aquellas abstracciones por las que los varios lados de una
determinada complejidad social van poco a poco separándose de su
cualidad de simples aspectos de un conjunto y, generalizados,
conducen luego a la doctrina de los presuntos factores. Estos
factores, en otros términos, se originan en la mente por medio de la abstracción
y de la generalización de los aspectos inmediatos del
movimiento aparente (...) Se mantienen en la mente hasta que quedan
reducidos y eliminados por una nueva experiencia o se encuentran reabsorbidos
por una concepción más general, sea genética, evolutiva o dialéctica
(...) En este campo del conocimiento, así como en el de las
ciencias naturales, la unidad de principio real y la unidad de
tratamiento formal no se encuentran nunca al principio, sino al final
del largo camino» (MH, 6).
La
superioridad de este planteo teórico se ve realzada por el hecho de
que resulta en todo consecuente con la crítica al determinismo. En el
fondo, todas las versiones antidialécticas del marxismo terminan
cayendo en la negación o minimización del lugar del sujeto, y el
objetivista termina siendo presa fácil del pensamiento metafísico.
Labriola se burla de los desorientados lectores de El capital
que caen en el fetichismo del capital, del dinero, del salario o de la
mercancía, en la medida en que atribuyen a estas categorías vida
propia, pero es aún más acerbo con las «vulgarizaciones de la
sociología marxista» en las que «las condiciones, las relaciones,
las correlaciones de coexistencia económica adquieren un cierto
elemento fantástico de autonomía superior a nosotros» (SF, 5).
Sólo cabe agregar aquí que esa «fantástica autonomía» de las «condiciones
y correlaciones» son las que están en la base del marxismo
estructuralista y su concepto de «proceso sin sujeto».
IV. Algunas cuestiones epistemológicas
El programa de unificación de la ciencia social
Nos adentramos ahora brevemente en el terreno de la
reflexión sobre la ciencia y su relación con el marxismo. Ya hemos
dicho que el desarrollo del materialismo histórico está en muchos
casos en el origen mismo de la creación y expansión de toda una
serie de disciplinas de lo que hoy se llaman «ciencias humanas». Por
otra parte, es coherente con la matriz dialéctica y totalizadora del
marxismo la instintiva desconfianza frente a la especialización,
fragmentación y compartimentación del conocimiento sobre el hombre y
la sociedad. Sin duda, esta situación se debe en buena medida a la
acumulación de saberes específicos que, en la medida en que se
vuelven más voluminosos y complejos, adquieren status de ciencias o
ramas de la ciencia por derecho propio. No obstante, esta espiral
ascendente de erudición encierra un peligro palpable: el de confinar
la elaboración dentro de los estrechos límites de la propia
disciplina y perder la conexión con el conjunto que la hace
inteligible.
El propio marxismo no ha permanecido ajeno a estas
tendencias. De «teoría general unitaria de la revolución social»,
como la llamaron Karl Korsch y Georg Lukács, entre otros, pasó a
hablarse, en el curso del siglo XX, de una economía, filosofía,
sociología, historiografía, antropología, etc., marxistas. Ya en la
década del 20, Korsch se quejaba de que la integralidad de la
concepción marxista «se convierte en los epígonos en algo completamente adialéctico:
una de las direcciones la convierte en una especie de principio heurístico
para la investigación científica particular; en otra de las
direcciones, (...) en una serie de principios teóricos sobre la
conexión causal de los fenómenos históricos (...). Se convierte,
por tanto, en algo que podríamos definir... como una sociología
general sistemática» (Marxismo y filosofía).
Por oposición
a esta «sociología comprehensiva», el punto de vista del marxismo
es el de un monismo de la vida social: «Las varias disciplinas analíticas –expone Labriola–
(...) han acabado por traer finalmente la necesidad de una ciencia
social común y general, que haga posible la unificación
de los procesos históricos. Y de tal unificación la doctrina
materialista señala precisamente el último término y, mejor, el ápice»
(MH, 6).
Ahora
bien, esto no significa mirar con desprecio el inmenso conjunto del
conocimiento específico desde un Olimpo de generalidad vacía.
Semejante actitud, que no ha sido ajena a algunos grupos dogmáticos y
sectarios, condenaría a la investigación marxista a la esterilidad.
Pero al mismo tiempo, el monismo dialéctico es un principio-guía
metodológico esencial. Como explica Henri Lefebvre, «La
especialización parcelaria de las ciencias de la realidad humana
(...) tiene un sentido. La totalidad no puede ser captada, como
en tiempos de Marx, de manera unitaria (...). Y sin embargo, no
podemos perpetuar la separación de las ciencias parcelarias. Esta
separación olvida la totalidad: la sociedad como un todo y el
hombre total» (Sociología de Marx, 1964).
También en
este caso, el planteo de Labriola con relación a la combinación de
la totalidad y las partes, el conjunto y el detalle, asume un carácter
admirablemente dialéctico y balanceado: «A
la metódica división del trabajo debemos la erudición precisa, es
decir, la masa de conocimientos declarados, seleccionados y
sistematizados sin los cuales toda historia social vagaría siempre
por lo puramente abstracto, formal y terminológico. El estudio específico...
ha ayudado, como ayuda cualquier otro estudio empírico (...) a
refinar los instrumentos de la observación y a encontrar en los
mismos hechos que artificialmente fueron separados del conjunto los
engranajes que los unen al complejo social» (MH, 6). En resumen:
«El resultado ha de ser así: por un lado, tendencia (formal y crítica)
al monismo; por el otro, capacidad de mantenerse
equilibradamente en un campo de investigación especializada.
Por poco que se aparte uno de esa línea recae en el empirismo
simple (la no-filosofía) o salta a la hiperfilosofía,
a la pretensión de representarse el Universo en acto como si se
poseyera intuición intelectual de él» (SF, 6).
Cabe
preguntarse en qué medida, dado el desarrollo de las disciplinas
particulares, es posible sostener el programa de unificación de la
ciencia. La respuesta es que la fragmentación de la vida social y la
especialización lo hacen aún más necesario que antes.
Incluso en el terreno de la ciencia académica, no son pocas las voces
que se alzan en el sentido de buscar estrechar y no ahondar la brecha
existente entre los distintos campos del saber. Que esta búsqueda
tenga el nombre de interdisciplinariedad u otro cualquiera no es
esencial. Ya Lefebvre, en los años 60, daba cuenta críticamente de
esta tendencia y de sus conexiones y diferencias con el enfoque
marxista: «El pensamiento marxista (...) no es tampoco la concepción
interdisciplinaria, que trata de corregir, no sin peligros de
confusión, los inconvenientes de la división parcelaria del trabajo
en las ciencias sociales. La investigación marxista se refiere a una totalidad
diferenciada, centrando la investigación y los conceptos teóricos
en torno a un tema: la relación dialéctica entre el hombre social
activo y sus obras» (Sociología de Marx).
El status epistemológico de El capital
Prácticamente
desde su aparición, la obra magna de Marx ocupa un lugar indiscutido
como crítica revolucionaria y análisis científico (separación que
ya en sí misma es objetable). En virtud de su solidez teórica, su
capacidad analítica y su fecundidad, El capital se ha
sostenido incluso en los ámbitos de la academia burguesa y es una
referencia insoslayable en toda una serie de ramas de las ciencias
sociales. Sin embargo, esta misma proteicidad teórica conlleva un
peligro: el de estar expuesto a la disección casi microscópica
de una reflexión de carácter crítico y orgánico sobre el
orden social capitalista. Fragmentación favorecida, justamente, por
la creciente especialización y el decreciente tamaño de los objetos
de estudio.
Esto ya era
cierto en tiempos de Labriola: «Todo es posible para los eruditos, para los rastreadores
de temas de tesis (...) [En vez de] la erudición que deslíe los
productos unitarios en adminículos de póstumo análisis,
prefiero dejar a El capital su integridad, producida...
por... los conocimientos que en su estado diferenciado se llaman de lógica,
o de psicología, o de sociología, de derecho, de historia en el
sentido obvio, aparte de la singular flexibilidad y ondulación del
pensamiento que es la estética de la dialéctica. Por eso aquel
libro, aunque analizable en los detalles, es y será siempre
inasible en su conjunto para los empiristas puros, para los
escolásticos de las definiciones tajantes..., para los utópicos de
todo estilo» (SF, 6).
No
obstante, la necesidad de un abordaje dialéctico, que ya hemos
tratado, no es el único obstáculo a la hora de establecer una «clasificación
epistemológica» de la obra. En realidad, la cuestión que se plantea
aquí es la relación más general entre marxismo y ciencia.
Sobre esto no nos es posible extendernos, sino sólo dejar señalado
que la clave para dilucidar esa relación está, nuevamente, en el
tipo de entrada metodológica que se haga al propio marxismo.
Si
se lo concibe como una mera corriente intelectual que se distingue de
las otras sólo por su método particular (sea éste el dialéctico o
cualquier otro), naturalmente, no podrá más que aspirarse a la
bendición del establishment científico y acatar sus dictados. Tal es
el caso de una cantidad de investigadores que se consideran marxistas
(y que lo son por formación intelectual), cuya producción es en
muchos casos valiosa.
Si,
en cambio, se parte del punto de vista que hasta aquí hemos
desarrollado, y que parece recoger la tradición más viva y genuina
del marxismo, está claro que el vínculo entre éste y la ciencia no
puede ser de sumisión sino de diálogo crítico. Así lo
resume K. Korsch: «el marxismo no ha sido jamás una ‘ciencia’
ni puede serlo mientras se mantenga fiel a sí mismo. No es economía,
ni filosofía ni historia, ni cualquier otra ‘ciencia del espíritu’
o combinación de tales ciencias, todo ello entendido en el sentido
burgués de ‘cientificismo’. La obra económica fundamental de
Marx (...) contiene más bien, desde el principio hasta el fin, una crítica
de la economía política» (Marxismo y filosofía).
Ciencia,
filosofía y conocimiento
La
relación entre estos términos, uno de los problemas sobre los que
Labriola pone especial atención, ha sido siempre objeto de polémica.
A la luz de lo expuesto hasta aquí, podría parecer que el «triple
carácter del marxismo» –como cosmovisión, como crítica de la
sociedad existente y como programa de acción– debiera mantenerlo
aparte de tales disquisiciones. De hecho, los contemporáneos de
Labriola tenían, como se ha dicho, una actitud condescendiente o
directamente desdeñosa hacia los problemas filosóficos, como
producto del ambiente intelectual positivista de esa época. En la II
Internacional, incluso en sus alas más radicales, las discusiones
sobre filosofía eran vistas casi como de índole privada o «literaria»;
eran pocos quienes se atrevían a sugerir que declararse partidario de
Kant, de Schopenhauer o de Hegel pudiera tener implicancias de orden
político práctico.
El
debate intelectual general estaba dominado por el cientificismo. Todavía
en la década del 20, Korsch podía criticar a los «marxistas que...
han imaginado la supresión de la filosofía por Marx y Engels
como una sustitución de esa filosofía por un sistema de ciencias
positivas, abstractas y adialécticas». Y sólo en contados círculos
marxistas se sostenía que «la concepción materialista de la
historia (...) en tanto que refutación y superación crítica de la
ciencia y la filosofía burguesas, siguen siendo, en un
aspecto, inevitablemente una ciencia y una filosofía. Pero en el
otro aspecto sobrepasan... el horizonte filosófico y científico
burgués» (Marxismo y filosofía).
Uno de los
pocos antecedentes de esta formulación, en el contexto de la
socialdemocracia europea, era precisamente la reflexión teórica de
Labriola, con ciertos matices propios seguramente algo menos críticos:
«la eliminación completa de la
divergencia tradicional entre la ciencia y la filosofía es una
tendencia de nuestro tiempo (...) Esa misma tendencia justifica la
frase filosofía científica (...) Mas si esa expresión puede
tener alguna vez réplica práctica y probante será precisamente en
el materialismo histórico (...). Allí la filosofía está tan en la
cosa misma (...) que el lector... nota que el filosofar no es sino
la función misma del proceder científicamente» (SF, 5).
El
«programa» teórico de Labriola, entonces, postula
la capacidad superadora e integradora del marxismo con relación a la
ciencia y la filosofía, antes que una postura más de oposición
radical como la que sostendría luego Korsch (diferencia atribuible,
en parte, a un contexto histórico fundamentalmente modificado por la
Gran Guerra y la revolución rusa). Por eso, su inclinación
intelectual es a formular las condiciones de concreción de la «tendencia
a fundir ciencia y filosofía»: «Para el que no ha llegado a ella, la filosofía es como el más allá
de la ciencia. Y para el que ha llegado a ella, la filosofía es la
ciencia llevada a perfección» (SF, 6).
Sin embargo, Labriola, enteramente refractario al
utopismo y a la especulación, se refiere en todo momento a la relación
entre ciencia y filosofía como cruzada por una tensión en
cierto modo irresoluble; de allí que se exprese en términos
de tendencia histórica, como si se tratara de una aproximación
asintótica o idea regulativa: «a) el ideal del saber debe
consistir en que cese la oposición entre ciencia y filosofía; b)
pero como la ciencia (empírica) se encuentra en continuo devenir
(...), mientras tanto se ha acumulado y se acumula bajo el nombre de
filosofía la suma de los conocimientos metódicos y formales, y c) así
también se mantiene la oposición entre ciencia y filosofía y
se mantendrá como término y momento siempre provisional».
Situación que se ilustra con el siguiente ejemplo: «Basta pensar en
Darwin para darse cuenta de cuánto importa proceder cautamente al
afirmar que la ciencia de hoy es por sí misma el final de la
filosofía. Darwin ha revolucionado sin duda el campo de las ciencias
del organismo y, con ellas, la entera concepción de la naturaleza.
Pero Darwin mismo no tuvo conciencia del alcance de sus
descubrimientos; no fue el filósofo de su ciencia» (SF, 5).
El punto de vista de cierto «optimismo epistemológico»
de Labriola se hace patente en su polémica contra el agnosticismo
y en particular contra el por entonces muy en boga Herbert Spencer: «todo
lo cognoscible puede ser conocido, y todo lo cognoscible será
realmente conocido en el infinito; más allá de lo cognoscible no hay
nada que pueda importarnos en el campo del conocimiento. (...) [De
este modo] se resuelve aquel carácter absoluto del conocimiento que
era para los idealistas un postulado de razón o una argumentación
ontológica. Aquella cierta cosa (la llamada en sí),
que... no se conocerá nunca, pero de la que se sabe que nunca será
conocida, no puede pertenecer al campo del conocimiento, porque no hay
conocimiento de lo incognoscible» (SF, 6).
Esta vigorosa afirmación de la capacidad del pensamiento
para conocer, comprender y transformar la realidad no quedó sin
descendencia en el marxismo del siglo XX. Daremos sólo dos ejemplos.
El primero, el célebre y (hoy aún más) provocador epigrama con que
Lefebvre iniciaba su Lógica formal, lógica dialéctica: «El
conocimiento es un hecho». Y el segundo, el cierre de León Trotsky
en una reunión dedicada al aniversario del químico Mendeleiev en
1925, en Moscú. Oponiéndose a la divisa Ignoramus et ignorabimus –que, digamos de paso, es el grito de guerra del nihilismo
epistemológico posmoderno–, respondía el revolucionario ruso: «el
pensamiento científico, uniendo su suerte a la de la clase que
asciende, replica ¡Mentís! ¡Lo impenetrable no existe para el
pensamiento consciente! ¡Lo alcanzaremos todo! ¡Dominaremos todo! ¡Lo
reconstruiremos todo!» («El materialismo dialéctico y la ciencia.
La continuidad de la herencia cultural», en Literatura y revolución).
Por último, digamos que ese optimismo y esa
confianza en la razón científica llevan a Labriola a afirmar, en uno
de los pocos pasajes en que su sentido crítico aparece mellado por el
espíritu de la época, que «esta ciencia, que la época burguesa...
ha fomentado y agigantado, es la única herencia de los siglos
pasados que el comunismo acepta y hace suya sin reservas» (MH,
10). Esta afirmación hace patente uno de los déficits más serios
del movimiento socialista europeo contemporáneo de Labriola,
relacionado con una visión poco crítica o directamente acrítica
de la modernidad como proyecto y de la ideología del progreso,
aunque luego veremos que Labriola es uno de los que menos merece ese
cargo.
En todo caso, la excepción que se hace con la
ciencia es equivocada: ni siquiera esa «herencia» puede ser
reapropiada por el movimiento de la clase trabajadora sin ninguna «reserva».
Corresponde argumentar brevemente esta afirmación, a
la que concurren varias razones de peso. Una de ellas es que el
desarrollo de la globalización capitalista y de las tendencias a la
colonización de cada vez más áreas de la vida social por el mercado
pone de manifiesto la creciente reconfiguración de la ciencia «normal»,
no crítica, a merced de y subordinada a las corporaciones y los
gobiernos que la financian. Y otra, no menor, es la perversión
de la investigación y la elaboración científica por las
presiones institucionales del mundillo académico, con su formalismo y
sus exigencias de publicación permanente –en detrimento de la
calidad–, so pena de perder prestigio, subsidios, etc. En tal
sentido, hace ya más de treinta años que Jerome Ravetz puso al
desnudo la influencia corruptora del capital en la comunidad científica.
Ejemplos de ella son la «shoddy science» (ciencia de baja calidad,
pero aceptada por los mecanismos de autocontrol institucional en aras
de la financiación o la falta de rigor), la «reckless science» (áreas de la ciencia
cuyos efectos quedan fuera de control, como la genética molecular y
los problemas que plantea el avance de la clonación) y la «dirty
science» (la ciencia orientada a la producción de armas nucleares,
químicas y biológicas, junto con la desentendida de los problemas
ecológicos).
Mencionaremos aquí sólo dos
de las consecuencias de esta gravísima situación, que según Mario
Bunge, insospechable de marxismo, puede adelantar una fase de
degradación de la ciencia. En primer lugar, una tremenda desigualdad
en el desarrollo científico, en el que las disciplinas no favorecidas
por el mercado enfrentan la penuria financiera y el estancamiento.
Como dice el epistemólogo australiano A. Chalmers, «es probable que
la inversión en investigación... esté influida de tal forma por los
gobiernos y monopolios industriales que no puedan aprovecharse ciertas
oportunidades objetivas» (Qué es esa cosa llamada ciencia, 1982).
Y en segundo lugar, relacionado con esto, el creciente vuelco de
recursos hacia la investigación en ciencia aplicada y tecnología, en
detrimento de la ciencia básica, amenazan transformar a ésta en «una
tecnociencia pragmática y disgregada», «un agregado de
tecnociencias o técnicas inconexas».
Por ende, una visión marxista
y crítica de la ciencia actual debe partir, según el epistemólogo
argentino Alan Rush de «rechazar tanto a la ciencia burguesa en
crisis y sus portavoces posmodernos... como a la ciencia burguesa clásica,
desde una perspectiva alternativa de la ciencia que muestre que la
decadencia y muerte de la ciencia moderna en su forma burguesa no
implican el fin de la ciencia moderna misma» (Latinoamérica y el
síntoma posmoderno, 1998, p. 150). Ya tendremos ocasión de retomar otros aspectos de
la ubicación del marxismo en el debate modernidad-posmodernidad.
V. Materialismo histórico y filosofía de la
historia
Teleología, fatalismo, marxismo
Al hablar de materialismo histórico –nombre con
que se conocía al marxismo en tiempos de Labriola, mucho antes de la
codificación del «materialismo dialéctico» por el estalinismo–
no siempre se interpretaba el mismo sentido de la expresión, como lo
señala la crítica a los «asnales lectores de impresos que tan a
menudo confunden la historia económica, la economía histórica
y el materialismo histórico» (MH, 11). Por otra parte,
incluso hoy, y como consecuencia de la vulgarización grosera del
marxismo, muchos tienen la vaga idea de que éste equivale a una
mezcla informe de economicismo e historicismo.
Más allá de estos malentendidos demasiado
difundidos, queda en pie la cuestión de la filosofía de la
historia que subyace en la doctrina marxista. Y aquí, una vez más,
nuestro autor se ve obligado a reponer el pensamiento original de Marx
frente a las bárbaras tergiversaciones de que era –y sigue
siendo– objeto. Por supuesto, la más importante, y a la que
tangencialmente nos hemos referido en la crítica al determinismo, es
aquella visión de la historia que la concibe atada a un fin o telos
(teleología). Una variante de esto es la idea de que la historia
sigue un curso «racional» o de que es pasible de algún tipo de
explicación «natural».
Todo este género de filosofías de la historia ha
sido, en algún momento y lugar, entendido como materialismo histórico.
Es irónico que los marxistas de la II Internacional, que miraban con
prevención la herencia filosófica hegeliana –aun a sabiendas de la
importancia que Marx y Engels atribuían a ésta–, hayan abrazado
justamente aquel aspecto de la filosofía de Hegel que los fundadores
juzgaban menos aprovechable: su concepción teleológica de la
historia. Por eso Labriola admite que «puede
muy bien darse el caso, y de hecho se ha dado en parte, de que (...)
hallen estímulo y ocasión hasta en el materialismo histórico para
forjar (...) una nueva filosofía de la historia (...) también la
concepción materialista puede convertirse en forma de argumentación
de tesis y servir para forjar nuevos prejuicios antiguos, como el de
una historia demostrada, demostrativa y deducida» (MH, 5).
Contra cualquier pretensión de racionalizar el curso
de la historia, Labriola pone las cosas en su lugar: «La historia
está llena de errores, lo que quiere decir que si todo fue necesario
(...), si todo tuvo su razón suficiente, no todo fue
razonable (...) La ignorancia –que a su vez también
puede ser explicada– es no pequeña causa del modo en como la
historia ha procedido» (MH, 6).
Si no hay racionalidad inmanente de la Historia con
mayúsculas y tampoco explicación «natural» (los ejemplos específicos
que da Labriola al respecto son muy ilustrativos), tampoco es válido
concebirla como una unidad que se encamina hacia un fin, esto es, «la
filosofía histórica de designio desde San Agustín a Hegel».
En realidad, la herencia de Hegel en la visión marxista de la
historia no pasa por su racionalismo teleológico, sino por el hecho
de que sienta las bases para una crítica inmanente, no externa,
del devenir histórico: «En
este paso desde la crítica del pensamiento subjetivo, que
examina desde fuera las cosas e imagina poder corregirlas, a la
inteligencia de la autocrítica que la sociedad ejerce sobre
sí misma en la inmanencia de su propio proceso, consiste
solamente la dialéctica de la historia que Marx y Engels,
solamente en cuanto eran materialistas, sacaron del idealismo de Hegel»
(MH, 7).
Por eso el marxismo «no pretende ser la visión intelectual de un
gran plan o designio, sino solamente un método de
investigación y de concepción. No habló Marx porque sí de su
descubrimiento como de un hilo conductor (...) [análogo] al
darwinismo, que es también un método, y no es ni puede ser una
modernizada repetición de la... Naturphilosophie de Schelling
y sus compañeros» (MH, 5). Labriola, así, despeja
toda posibilidad de equívoco: «No hay lugar aquí, en nuestra
doctrina, para confundirse con el darwinismo ni... la concepción
de una forma cualquiera, mítica, mística o metafórica, de fatalismo»
(MH, 4).
La historia es, por supuesto, el resultado de la acción
humana. Pero esa acción ha sido hasta ahora tanto conciente como
no conciente; el control que el hombre organizado socialmente
ejerce sobre el devenir no es siempre equivalente a cero (como creen
los fatalistas y deterministas de toda índole) ni es nunca tampoco,
naturalmente, total. Para usar la expresión de Marx, sólo en la
medida en que el hombre pueda aumentar ese control es que podrá
hablarse de verdadera historia humana y no de «prehistoria»,
en la que predominan la acción inconsciente y los factores creados
por el hombre pero independizados de su arbitrio por obra de las
relaciones sociales.
La crítica marxista al Estado
Sólo una vez planteado de esta manera el marco
conceptual del materialismo histórico es apropiado hacer referencia a
toda una serie de «estudios de caso» típicos en cualquier exposición
de la teoría marxista. Así, Labriola pasa revista al origen de las
ideologías (MH, 7), así como de la ciencia, el arte y la moral (MH,
10). En una solapada referencia a todo un sector de la
socialdemocracia internacional, dedica casi medio capítulo (MH, 8) a
la ideología de la autonomía del derecho (el «cretinismo jurídico»
del que se mofaría luego el ala revolucionaria de la II
Internacional). No podemos dejar de mencionar aquí dos análisis
específicos particularmente brillantes que muestran la solidez,
fecundidad y capacidad explicativa del materialismo histórico cuando
se utilizan sus verdaderas herramientas conceptuales (en primer lugar
el método dialéctico): la revolución francesa (MH, 7) y,
especialmente, el cristianismo (SF, 9).
Nos
detendremos ahora en la teoría del Estado, que tiene un doble interés:
histórico, en la medida en que la actitud hacia el Estado fue
posiblemente la piedra de toque que marcó la línea divisoria
entre reformistas y revolucionarios en la II Internacional al
estallar la Gran Guerra; actual, en tanto los problemas políticos y
estratégicos que se derivan de esa pugna ideológica siguen hoy
completamente vigentes.
Sobresale
en la exposición de Labriola la importancia de la comprensión de la
génesis histórica del Estado, que tiene consecuencias teóricas y
políticas. En efecto, para quienes el Estado no es otra cosa que la
configuración ineluctable que asume cualquier forma de asociación
humana estable, está claro que esa institución se ha naturalizado.
Es decir, se trata de un ente consustancial a la sociedad: no
puede haber sociedad sin Estado, a riesgo de caer en la disolución.
Esta ideología –cuya reproducción como sentido común
incuestionable no ha variado desde los tiempos de Labriola– borra
convenientemente toda traza de su carácter de clase. Esto es, de sus
funciones de defensor del dominio de las clases superiores y, como lo
define Labriola, «garante de las antítesis sociales» (a
despecho de que desde los políticos burgueses hasta los maestros de
escuela le asignen el rol exactamente opuesto, el de garante de la igualdad
social). La profundidad de esta concepción en Labriola queda
patentizada, como anticipáramos, por su inmediata reacción contra el
lanzamiento de la estrategia reformista por parte de Eduard Bernstein.
Recomendamos
al pasar el impecable análisis de la relativa autonomía del Estado y
de la casta burocrático-administrativa que genera, seguida de una
reflexión sobre el origen de la corrupción más reveladora e
instructiva sobre el tema que mil editoriales de los plumíferos de la
prensa burguesa. Pero queremos ahora desarrollar la postura simétricamente
opuesta a la que naturaliza el estado; esto es, la que hace de él un
ente totalmente externo a la vida social.
Aquí
se ingresa en el terreno de la polémica con las corrientes
anarquistas. Sin duda, lo adviertan o no los reformistas de toda
clase, el Estado tiene origen, funciones y estructura indisolublemente
relacionadas con la defensa violenta de un sistema de clases.
«Pero no por esto –advierte Labriola– el Estado es una simple
excrecencia o un puro accesorio del cuerpo social (...) Si hasta
ahora la sociedad ha ido a parar hacia el Estado es porque ha tenido necesidad
de este complemento de fuerza y autoridad tales, por ser precisamente
sociedad de desiguales por efecto de las diferenciaciones económicas»
(MH, 8).
Esta
nueva crítica inmanente, no externa, del Estado, es una
continuación de la ya mencionada inmanencia de la historia, y
constituye un principio teórico y metodológico a cuyas implicancias
más hondas pronto nos referiremos.
Pero adelantamos que lo que está en juego, no sólo con relación al
Estado sino también al capitalismo mismo, es qué forma, métodos
y estrategia va a adquirir la contestación al sistema. Y allí se
abren por lo menos tres caminos: a) la adaptación a las
instituciones económicas y políticas vigentes; b) la «ruptura
absoluta» y la construcción social y política por fuera o en los
márgenes del sistema, y c) la ruptura revolucionaria de las
instituciones que asume una superación y una necesaria transición
entre el nuevo y el viejo orden, es decir, con una
institucionalidad que surge y otra que desaparece en medio de una
combinación de formas nuevas y viejas.
En
este último caso, conviene retener la idea de superación, en
su sentido hegeliano. El punto de vista marxista sobre el Estado, como
se desprende de una visión dialéctica del problema, no es de pura
negación. Como explica Labriola, «el socialismo científico, por lo menos idealmente, ha
superado al Estado y, superándolo, lo ha comprendido a fondo
tanto en su modo de origen como en las razones de su aparición
natural. Y lo ha entendido precisamente porque no se le levanta en
contra de modo unilateral y subjetivo, como hicieron... los
sectarios religiosos, cenobitas visionarios y utopistas de conventículo,
y por último los anarquistas de toda clase y color. Mejor aún, en
lugar de levantarse contra él, el socialismo científico ha procurado
enseñar que el Estado se subleva continuamente contra sí mismo,
creando en los medios de que no puede prescindir, por ejemplo,
hacienda colosal, militarismo, sufragio universal, extensión de la
cultura, etc., las condiciones de su propia ruina» (MH, 8).
Marxismo y estatismo
La
comprensión de la génesis histórica y la necesidad del Estado y de
la política asume una importancia decisiva en el pensamiento
marxista, porque le permite abrirse paso entre dos posturas antitéticas
pero igualmente unilaterales. Por un lado, representa una crítica
al anarquismo y otras variantes utopistas hoy en boga, que
reaccionan contra las condiciones insoportables que la globalización
capitalista impone a la vasta mayoría de la población, pero que
asimismo reflejan el desencanto con un «marxismo» y un «socialismo»
vistos como fracasados e inatractivos. Y por el otro, el auténtico
marxismo es profundamente refractario a la idolatría estatal y
el reduccionismo politicista en los que suelen caer las
organizaciones políticas que se reclaman socialistas.
Este
punto merece algunas aclaraciones, en la medida en que, en parte basándose
en experiencias reales y en parte como puro prejuicio ideológico,
existe en amplios sectores sociales, sobre todo juveniles, un rechazo
a las prácticas políticas concebidas como «tradicionales» e
identificadas con el accionar de los partidos políticos, incluidos
los de izquierda. Un sentimiento tal es, ni que decir tiene,
convenientemente explotado por las organizaciones que medran políticamente
con un discurso antipolítica y antipolíticos. Pero es indiscutible
que expresa un problema real.
Durante
mucho tiempo, la teoría y la práctica de la gran mayoría de las
organizaciones políticas revolucionarias y de izquierda han hecho de
la conquista del poder estatal poco menos que un fetiche.
Y no sólo eso, sino que, incluso en los marcos del Estado
capitalista, se ha hecho muchas veces apología «marxista» de la
acción o de la propiedad estatal. La cuestión de las privatizaciones
es ilustrativa al respecto: mientras con toda justicia se rechazaba el
intento de traspasar determinadas áreas de la vida social bajo la égida
directa del mercado capitalista, muchas veces se pasaba
por alto que esas actividades ya estaban bajo la órbita y el control
del estado capitalista. Se tendía a mezclar de manera
indiferenciada los conceptos de «estatal», «nacional», «público»
y «social», confusión que sólo puede beneficiar a la ideología
interesada en ocultar que el estado es el «garante de las antítesis
sociales». La acusación de «estatismo» que suele esgrimirse contra
la izquierda y la equivalencia establecida entre socialismo y
estatismo
–por parte tanto de amigos como de enemigos– tienen, ciertamente,
lugar donde apoyarse.
Análogamente,
la actividad política entendida de manera estrecha resultaba ser un
no sólo un ámbito capaz de integrar otras prácticas en una totalidad
superior (lo cual es correcto y debe reafirmarse),
sino que se hipertrofiaba hasta el punto de colonizar todos los demás
aspectos de la vida y vaciarlos de su contenido específico, incluso
convirtiéndose casi en fuente de alineación.
En
todos estos casos, se plantea un delicado equilibrio entre teoría
y práctica, entre fines y medios, entre lo individual y lo social,
entre lo particular y lo general, que no puede resolverse con recetas
sino sólo mediante la práctica concreta y la reflexión
permanente sobre ella, con el método marxista como guía y no como
talismán.
El comunismo y el sentido de la historia
Hemos pasado revista y descartado las formulaciones
que, apoyándose formalmente en la doctrina marxista, postulan
concepciones o filosofías de la historia cuyo sentido y método son
ajenos al marxismo. Insistimos: debe ser rotundamente rechazada toda
pretensión de transformar al materialismo histórico en una teodicea
racional, en una justificación de una sucesión fija de etapas históricas,
en un rígido esquema del «curso del mundo» con un final
predeterminado. La Historia con mayúsculas no es el sucedáneo laico
de la voluntad de Dios, el Destino o la Divina Providencia. No
constituye un sujeto autónomo, independiente de la acción humana. En
palabras de Marx: «La Historia no hace nada... no es,
ciertamente, la ‘historia’ la que se sirve del hombre como medio
para realizar sus propios fines, como si fuera un individuo
particular. La historia no es sino la actividad del hombre que
persigue sus propios fines» (K. Marx y F. Engels, La sagrada
familia, 1845).
Ahora bien, es cierto que pueden traerse a colación
citas de Marx en las que pareciera afirmar un curso ineluctable (y
optimista) de la historia. Pero esto en el fondo no es más que un
malentendido, porque es necesario distinguir dos planos en el
discurso: el teórico o «científico», por un lado, en el que
la seriedad y rigurosidad de Marx y los buenos marxistas está fuera
de discusión, y el «político» (ideológico, dirían irónicamente
sus detractores), cuyo fin no es la exposición sistemática sino el
llamado a la acción. Ambos niveles del discurso no reconocen, por
supuesto, una separación nítida y explícita: ni topológicamente
ni, lo que es más importante pero da lugar a estas confusiones,
metodológicamente. No obstante, es evidente que tienen su
especificidad, y que es una operación polémica espuria suponer
–por dar un ejemplo simple– que el enunciado «los proletarios no
tienen que perder más que sus cadenas» constituye una formulación
acabada de la sociología marxista de las clases (aunque sin duda se
apoya en ella).
Esta digresión es pertinente para entender por qué Labriola, por
ejemplo, después de haber aclarado hasta el cansancio que el marxismo
rechaza el determinismo histórico y toda forma de teleología, ofrece
una formulación como éstas: «¿Puede haber una sociedad sin Estado?
(...) ¿Podrá
alguna vez existir una forma de producción comunista con tal división
de trabajo que no pueda dar lugar al desarrollo de las desigualdades
(...)? En la respuesta afirmativa a tales preguntas consiste la
totalidad del socialismo científico, en cuanto éste enuncia
el advenimiento de la producción comunista no como postulado de crítica
ni como meta de una elección voluntaria, sino como resultado del
proceso inmanente de la historia». E incluso, más explícitamente:
«En la respuesta afirmativa a tales preguntas está la suma de lo que
el comunismo crítico dice, o sea, predice, del porvenir. Y no
dice y predice como para discutir una abstracta posibilidad (...)
[sino] como quien enuncia lo que es inevitable que suceda, por
la inmanente necesidad de la historia (...)» (MH, 12).
En
este pasaje, al igual que en el célebre final del capítulo 24 del
tomo I de El capital («Tendencia histórica de la acumulación
capitalista»), es el político y agitador comunista, no el teórico,
quien toma la palabra. No casualmente, ambas «arengas» se ubican
cerca del cierre del texto, y representan menos un resumen
conceptual que una exhortación a sacar conclusiones prácticas.
Los puristas podrán, sin duda, lamentarse de la confusión que así
se genera. Pero, en rigor, no podía esperarse otra cosa: después de
todo, se trata de los mismos autores que han insistido en el comunismo
como praxis revolucionaria, como unidad de teoría y práctica.
Son comunistas integrales, no académicos de gabinete, y no
buscan ser aprobados por sus colegas, sino convencer a los
trabajadores y los jóvenes de que ingresen a la lucha por un
nuevo orden social. Orden que no será el resultado de ningún
automatismo histórico sino, justamente, de esa práctica
consciente que se pretende estimular. Como lo resume otro marxista
dialéctico, Herbert Marcuse, «La
revolución depende, en efecto, de condiciones objetivas (...). Sin
embargo, estas condiciones sólo se convierten en condiciones
revolucionarias si son captadas y dirigidas por una actividad consciente,
que tenga en cuenta el objetivo socialista. No existe ni el atisbo
de una necesidad natural o inevitabilidad automática que
garantice la travesía del capitalismo al socialismo» (Razón y
revolución, 1941).
VI. El marxismo y los problemas de la
modernidad
Labriola contra el optimismo ingenuo de la II Internacional
Una de las ideas-fuerza de la configuración
civilizatoria o régimen sociocultural que llamamos modernidad fue,
desde sus mismos inicios, la fe en el progreso.
Progreso de la ciencia, progreso de la sociedad, progreso de la razón
y de la capacidad humana para controlar la naturaleza y mejorar la
vida. Sin duda, uno de los motores y de las bases materiales de este
credo optimista fue el acelerado desarrollo de las herramientas de
producción y de las ciencias, en particular durante el siglo XIX. En
palabras de Labriola, «la sustancia intelectual de la época burguesa
[consiste en] los grandes progresos de la técnica moderna» (MH, 10).
El
pensamiento de la corriente positivista, surgida en este período,
era expresión de este estado de cosas en el terreno filosófico, y su
impronta (junto con la del evolucionismo de raíz darwinista) teñía
ostensiblemente el panorama intelectual europeo de fin de siglo. A
esta influencia no era ajena la II Internacional; de hecho, el lugar
que ocupaban en ella Kautsky y Bernstein constituía, en sus
respectivas variantes, la refracción político-ideológica en las
filas socialistas de ese ambiente de ideas y su base material.
Es
en este marco de celebración optimista de un progreso de la especie
que parecía ininterrumpido (sueño del que sólo la Gran Guerra haría
despertar a muchos) que el marxismo de Labriola se eleva en toda su
estatura dialéctica y profundamente no mecanicista. En su método
filosófico se revela la aguda percepción de las íntimas
contradicciones de un proceso social que la mayoría de sus contemporáneos
concebía como lineal: «El progreso fue y es aún parcial y unilateral. Las
minorías que salen beneficiadas sostienen que esto es el progreso
humano, y los soberbios evolucionistas llaman a esto naturaleza humana
que se desarrolla. Todo este progreso parcial, que hasta el presente
se ha desarrollado en la opresión de los hombres sobre los
hombres, tiene su fundamento en (...) todas las antítesis sociales, y
de la relativa libertad de algunos ha nacido la servidumbre de muchísimos...
Visto así el progreso y enseñado en su clara noción, nos parece
como el compendio moral e intelectual de todas las miserias humanas
y de todas las desigualdades materiales» (MH, 5).
Análogamente, frente a las utopías reformistas de entonces (y de hoy) que
esperaban el advenimiento de la transformación social mediante el
desarrollo de la educación de masas y la «ilustración del soberano»,
Labriola sostiene, con implacable lucidez y sentido crítico, que «la
cultura, en la cual precisamente los idealistas sitúan la suma del
progreso, estuvo y está por necesidad de hecho bastante desigualmente
distribuida. (...) Todos los progresos del saber sirvieron hasta
ahora para diferenciar el grupo de los adoctrinados y para distanciar
cada vez más a las masas de la cultura» (MH, 5).
Labriola
se ubica en absoluta contraposición a la mirada evolucionista sobre
la sociedad, base del optimismo ingenuo de la gran mayoría de sus
contemporáneos. Sostiene que su época no representa la marcha
progresiva y triunfal de la razón, sino la dolorosa y contradictoria
manifestación de las condiciones de desarrollo de la humanidad, que no
es todavía capaz de controlar la lógica de un proceso histórico que
se le impone como una fuerza exterior: «La historia es sin duda una
serie dolorosamente interminable de miserias; el trabajo, que es la
nota distintiva del vivir humano (...), que es la condición de todo
progreso, ha puesto los sufrimientos, las privaciones, los esfuerzos y
el aguante del mayor número de hombres al servicio de la comodidad de
los menos. La historia es, pues, un infierno, y hasta podría
representarse en un drama lúgubre como la tragedia del trabajo.
Pero esa misma historia lúgubre ha obtenido de esa condición de las
cosas –casi siempre sin que los hombres mismos lo supieran– los
medios necesarios para el perfeccionamiento relativo (...). La
gran tragedia no era evitable. No se deriva de una culpa o de un
pecado, (...) sino de una necesidad intrínseca al mecanismo
mismo del vivir social y a su ritmo procesual (...) El materialismo
histórico (...) sobrepasa la antítesis del optimismo y el
pesimismo, porque supera sus términos al mismo tiempo que los
incluye» (SF, 8).
En
un sentido similar, un autodeclarado discípulo argentino de Labriola,
Milcíades Peña, sostiene que el
marxismo "es profundamente optimista, porque cree que el
hombre es capaz de forjar un destino cada vez más humano (...) Pero
atención. El optimismo revolucionario no tiene nada que ver con el
'progresivismo' [que] cree que las contradicciones se
resuelven por sí mismas a lo largo del tiempo. Así oculta al
hombre su propio papel y anula el elemento humano activo, sin el
cual no puede haber ningún progreso» (Introducción al
pensamiento de Marx, 1958).
El sistema capitalista y la unificación contradictoria de
la vida social
Una
de las características centrales del régimen de la modernidad es el
fin del aislamiento o la separación entre las diversas formas de
organización social. El nacimiento del mercado mundial como entidad
unitaria y del capitalismo como sistema universal en perpetua expansión
sientan las condiciones para afirmar que «los
milagros de la época burguesa en la unificación del proceso social
no tienen comparación en el pasado» (MH, 12).
Pero esa configuración del proceso histórico como una totalidad
crecientemente orgánica no es homogénea y lineal, sino que nace y se
desarrolla desgarrada por contradicciones de origen. Es mérito
de Labriola identificar esta dialéctica: «la tendencia a unificar
la historia bajo una visión general (...) explica y justifica la
ideología del progreso (...) Pero esta unificación de la vida
social, por obra de la forma capitalista burguesa, se desarrolló
(...) por medio de conflictos y de luchas (...) Guerra en el
exterior, guerra en el interior. Lucha incesante entre las naciones y
lucha incesante entre los componentes de cada nación. (...) Y si la
ideología burguesa, reflejando la tendencia a la unificación
capitalista, ha proclamado el progreso del género humano, el
materialismo histórico, invirtiendo y sin proclamaciones, ha
descubierto que en las antítesis estuvo hasta ahora la causa
de todo suceso histórico» (MH, 12).
La actualidad de este enfoque es difícil de exagerar
siendo que, desde hace dos o tres décadas, tenemos ante nosotros un
renovado impulso de «unificación de la vida social», la globalización
capitalista,
que es un modelo corregido y aumentado de la tendencia homogeneizante
y a la vez profundamente no armónica de una sociedad basada en la
explotación y la división en clases. Sin duda, el coro celebratorio
de las bondades de la globalización ha mermado considerablemente de
integrantes y de alcance, a la vista de las calamidades de todo género
que acompañan el proceso como la sombra al cuerpo. De hecho, el
desarrollo de una contestación efectiva bajo el rótulo de movimiento
«antiglobalización», «altermundializador» o como se le llame
representa una de las novedades más trascendentes del panorama político
mundial. Sin embargo, el encuadre conceptual es de importancia
decisiva para definir el rumbo y la estrategia del movimiento.
Esto es, si va a orientarse hacia un radicalismo de protesta y
resistencia, como un momento puramente negativo, o si
avanzará hacia la constitución de una alternativa propositiva y
superadora. Nuevamente estamos hablando de dialéctica, porque aquí
lo decisivo es si la crítica al orden existente (y la construcción
social alternativa en consonancia con esa crítica) es meramente
«exterior» o, por el contrario, inmanente.
Marxismo
y utopismo romántico
Desde que
existe el orden capitalista, el movimiento social que, con mayor o
menor grado de consecuencia y profundidad, se le opone y lo rechaza,
ha sido siempre heteróclito y compuesto de varias alas. Por ejemplo,
durante la segunda mitad del siglo XIX, las principales fracciones que
militaban en las filas de la clase trabajadora –por entonces casi la
única fuerza social organizada de los oprimidos– eran los
socialistas reformistas, marxistas revolucionarios y anarquistas. A
comienzos del siglo XXI, el panorama de la contestación
anticapitalista es a la vez más amplio y más complejo.
Por supuesto,
se ha diversificado enormemente el espectro de corrientes que son –o
se dicen– parte de la tradición de la clase obrera y del marxismo.
Pero además, en particular en las últimas décadas, asistimos a una explosión
de subjetividades que buscan su autoafirmación –al menos en
parte, ya que en su seno también conviven diversas alas– en una
difusa «resistencia al sistema» o a sus manifestaciones más
lesivas. Se trata de movimientos como el feminismo, el ecologismo, los
de defensa y afirmación de las minorías sexuales, étnicas y
religiosas, y muchos más. A esto se suma un abigarrado conjunto de
organizaciones y movimientos de tipo más social, como los de
campesinos sin tierra, de desocupados, de inmigrantes y otros.
Naturalmente, existen también muchos tipos mixtos, porque las
identidades no son unívocas: la pertenencia de clase se solapa
con la de etnia, la de género, etc. Esto es particularmente visible
en los movimientos indigenistas de América Latina.
Justamente esta
heterogénea y multitudinaria composición de subjetividades oprimidas
por el sistema ha servido –junto con una serie de derrotas políticas
del movimiento obrero y socialista– de fundamento a diversas
corrientes teóricas, ideológicas y filosóficas que tienen en común
entonar el «adiós al proletariado» que anticipara André
Gorz a comienzos de los 80. Y en casi todos los casos, este dar la
espalda a la clase trabajadora como el núcleo (¡no el único
componente!) del sujeto social transformador tiene la lógica
consecuencia de la abjuración del marxismo como teoría y método,
y finalmente del socialismo como programa. No podía ser de otra
manera: sujeto, programa y estrategia tienen una conexión orgánica.
No nos
referiremos aquí a los movimientos o sectores de ellos que aceptan
explícitamente los marcos institucionales políticos y económicos
del orden capitalista. Lo que nos interesa ahora es dar cuenta de cómo
el abandono metodológico del «principio de inmanencia» (Korsch)
conduce necesariamente a postular un más allá del capitalismo
que, al ser de hecho un fuera y un al margen del
capitalismo, se vuelve una vaguedad irremediablemente teñida de utopía.
Es el caso de las elaboraciones de John Holloway y Tony Negri,
por ejemplo, que, más allá de sus aportes o problemas en otros
terrenos, tienen la debilidad fundamental de no dar ninguna
perspectiva práctica real al amplio movimiento social y político
anticapitalista. Las escasas referencias al terreno político
concreto, en el caso de Holloway, pasan por una celebración acrítica
de la experiencia del zapatismo mexicano y del subcomandante Marcos.
Hay visibles puntos de contacto entre la reflexión de Holloway y las
teorizaciones del líder zapatista, y no es el menor de ellos que
ambos proponen una pretenciosa «refundación crítica» que hace prácticamente
tabla rasa con la tradición del marxismo y el socialismo
revolucionario.
No se trata,
por supuesto, de negarnos a ver los déficits y las carencias de esa
tradición. Ésta, por sí sola, no puede eximirnos de un abordaje de
los nuevos problemas; sólo un «marxismo» totalmente antimarxista en
su espíritu dogmático (ejemplares del cual, por desgracia, abundan
entre las sectas políticas) puede pretender seguir interpretando toda
la realidad a partir de tales o cuales textos canónicos. Pero igual
de equivocado y antidialéctico es dar alegremente la espalda a un
profuso corpus teórico, político y metodológico que puede ser
criticado, enriquecido y actualizado, pero no negado sin más.
El resultado de
esta operación intelectual, irónicamente, no es un salto hacia
delante sino una regresión romántica –implícita y a
veces también explícita– al socialismo premarxista. Corriente cuyos méritos
y límites Labriola resume con su penetración habitual: «todo
este socialismo, por utópico, fantástico e ideológico que fuese,
era una crítica... a menudo genial de la Economía; una crítica unilateral,
en suma, a la que solamente faltaba el complemento científico de una concepción
histórica general. (...) Todas estas formas de crítica parcial,
unilateral e incompleta fueron a parar efectivamente al socialismo
científico. Éste no es ya la crítica subjetiva aplicada a
las cosas, sino el descubrimiento de la autocrítica que está
en las mismas cosas. La crítica verdadera de la sociedad es
la misma sociedad que, por las condiciones antitéticas de los
contrastes en que se basa, engendra por sí y en sí misma la
contradicción, y ésta vence después por traspaso en una nueva
forma» (MH, 7).
Este pasaje es altamente instructivo en cuanto pone
de manifiesto una vez más que la crítica del orden existente sólo
puede ser dialéctica si parte de las propias premisas de lo
que ha de superar. Esto es, si se trata de una crítica interna,
inmanente. El socialismo marxista no es una «crítica subjetiva»
y externa al capitalismo, sino que encuentra en el seno
mismo de éste la semilla antitética que permitirá su superación
(que, siguiendo a Hegel, también es conservación).
No se trata aquí, por supuesto –como hemos
insistido en todo este trabajo–, de ningún objetivismo o
automatismo de las relaciones sociales. Una diferencia radical entre
el marxismo y el «autonomismo» semiutópico, semiromántico, reside
en que la actividad consciente del sujeto (y ni siquiera concordamos
en quién es ese sujeto) no puede apostar a una construcción social
que parta casi de cero. Es decir, que ignore las inmensas conquistas
(que son a la vez, pero no únicamente, maquinarias monstruosas
de opresión) que conforman el sustrato de la sociedad capitalista: el
desarrollo de las fuerzas productivas materiales, el carácter global
de la economía y la cultura, el nivel de división del trabajo.
La «nueva sociedad» y el «cambio del mundo» no
pueden asentarse materialmente sobre comunas locales, huertas orgánicas,
talleres artesanales y arados de madera. Tales modalidades de
organización de la producción pueden sonar atractivas como reacción
a la insoportable opresión de las relaciones sociales capitalistas,
pero constituyen la definición perfecta de utopía reaccionaria.
Y lo son mucho más aún en la medida en que se pretenda construir ese
nuevo orden social por fuera o en los intersticios de la
sociedad y el Estado capitalistas.
De paso, digamos que las condiciones de
esta «convivencia» entre lógicas sociales tan distintas no
suelen ser mencionadas, o al menos problematizadas, por los defensores
de esta concepción. Algo similar sucede con el problema del Estado:
como es una maquinaria de opresión (correcto) se deduce que un
movimiento emancipador debe prescindir de toda forma de él (mil veces
incorrecto). La trágica experiencia del estalinismo no puede conducir
a borrar de un plumazo el problema de la transición de un orden
social a otro. Si la concepción del marxismo clásico –un «semi-Estado»
de defensa de la revolución que se irá «desvaneciendo y
reabsorbiendo» (Lenin) a medida que avance la transición– no
satisface, debe al menos ser reemplazada con algo. El autonomismo romántico
nos propone, en teoría, una pura negación, y en la práctica política
real, un «acuerdo de circunstancias» de coexistencia vergonzante.
En síntesis, el punto de vista marxista es que si el
capitalismo ha de encontrar superación será a través de un régimen
socialista de orden internacional, cuyas bases materiales incluirán
una profusa utilización de la mecanización, de las tecnologías
informáticas y de la gran industria. La opción alternativa no es un
imposible regreso a formas sociales idílicas, sino la pura
barbarie y la degradación social y natural del planeta.
Socialismo o barbarie: la regresión posible y
el sujeto
Ya se ha dejado suficientemente establecido que el
marxismo es ajeno y opuesto al determinismo histórico y a toda
creencia en una historia con final escrito. La per-versión
estalinista ha contribuido decisivamente a que se identifique al
materialismo histórico con una fe casi religiosa en el «progreso»
(fuere esto el triunfo inevitable del socialismo u otra cosa). Si
tanto el optimismo ingenuo como el catastrofismo milenarista son
insostenibles, la historia incluye entonces un decisivo factor de
contingencia, asociado al sujeto y al éxito o fracaso de sus acciones.
Ante el destino de la sociedad humana se abre así un horizonte que
es, en último análisis, dicotómico: avance o retroceso (bajo
las formas históricas que uno u otro adopten).
Reconocer la posibilidad de que la historia se mueva no sólo hacia
delante sino también hacia atrás es consustancial al mejor marxismo. Y es en esa tradición dialéctica y antideterminista que se inscribe
Labriola.
Notas:
[1]
Inclusive, Labriola prefería denominarse a sí mismo y al
movimiento marxista como «comunista». Solía citar
aprobatoriamente un conocido pasaje de Engels donde éste mostraba
su disgusto por el término «socialdemócrata», al que juzgaba
confuso y equívoco y que sólo aceptaba a regañadientes como
impuesto por el uso.
[2]
Cabe señalar que León Trotsky –cuyo marxismo ha sido a veces
acusado de antidialéctico, por ejemplo, por J. J. Sebreli– hizo
referencia en más de una ocasión a su deuda con Labriola, en
particular precisamente en el terreno del método dialéctico. De
hecho, en la medida en que Labriola era de lo mejor que se podía
pedir como tradición filosófica en la II Internacional, esta
matriz no dejó de ser una poderosa y beneficiosa influencia en el
marxismo de Trotsky.
[3]
Por ejemplo, si bien se han editado obras fundamentales
desconocidas en tiempos de Labriola, como los Manuscritos económico-filosóficos
y los Grundrisse sobre economía política, una parte
sustancial de los cuadernos y apuntes de Marx, especialmente los
referidos a lo que Enrique Dussel llama «las cuatro redacciones
de El capital», permanecen inéditos o sin traducir.
[4]
El agudo marxista francés Henri Lefebvre resumía de esta manera
el paradojal «éxito» académico del marxismo: «estudiado un
poco en todos los lugares, clasificado entre los autores clásicos
en muchos países, convertido en un hecho cultural, se le ha
reducido a un pequeño número de citas, pienso para estudiantes y
militantes. (...). So capa de cientificismo (...) se ha quitado la
gracia a este pensamiento; se lo ha dividido en partes separadas,
bien por la erudición (marxistología), bien por
interpretaciones, lecturas, relecturas cada vez más abstractas»
(Hegel, Marx, Nietzsche)
[5]
La pretensión de algunos de modelarse un Marx esencialmente
intelectual, investigador y «científico», ajeno a las disputas
sociales y políticas de su época, no pasa de ser una fantasía
autojustificatoria. El débil argumento a veces esgrimido de que
la actividad política de Marx se redujo ostensiblemente desde la
derrota de la Comuna (1871) hasta su muerte en 1883 pasa por alto
demasiados problemas. En primer lugar, fue toda la actividad del
movimiento obrero revolucionario la que se redujo. En segundo
lugar, varios de los escritos políticos más agudos de Marx (como
la Crítica al programa de Gotha, de 1875) son posteriores
a la Comuna. Además, en verdad el período de elaboración teórica
más fecundo de Marx precisamente no coincidió con sus años
de supuesto desdén por las cuestiones de política cotidiana. Y
por último, si la actividad de Engels ha de servirnos de ejemplo,
está claro que éste último combinó hasta su muerte la
elaboración teórica con la militancia política en la
socialdemocracia alemana e internacional, actividades que por otra
parte no están separadas.
No se trata aquí, por supuesto, de negar la especificidad de ambas
instancias, sino más bien de protestar contra el punto de vista
que establece entre ambas una muralla china en vez de un vínculo
dialéctico y de enriquecimiento recíproco. No se hace teoría
marxista sin un vínculo directo o indirecto con el movimiento
social de la clase trabajadora, y no basta sentarse unos años
en la biblioteca del Museo Británico para escribir El capital.
[6]
Para una ponderación rica y equilibrada de la evolución del
pensamiento filosófico de Lenin, véase el trabajo de John Rees, The
Algebra of Revolution, 1998, capítulo 4.
[7]
Más cerca en el tiempo y el espacio, el marxista
argentino Milcíades Peña, en su excelente Introducción al
pensamiento de Marx de 1958, cuestiona el «materialismo metafísico»
con argumentos similares, ya que Peña se declara explícitamente
tributario de Labriola. Por su parte, el filósofo
argentino-mexicano Enrique Dussel, en La producción teórica
de Marx (un comentario a los Grundrisse), pp. 35-37, también
lanza sus dardos contra lo que llama «materialismo cosmológico»
y se apoya en La ideología alemana, entre otros textos,
para afirmar el vínculo indisoluble entre el materialismo de Marx
y la práctica humana.
[8]
Por supuesto, el rechazo del reduccionismo economicista no
puede servir de excusa para eludir la necesidad del estudio de los
problemas específicamente económicos. El marxismo del
siglo XX ofrece buenos ejemplos de análisis concretos y
elaboraciones teóricas en el terreno de la economía que son, a
su vez, no reduccionistas.
[9]
La cuestión de la naturaleza social de la URSS y los estados del
Este es de demasiada envergadura como para tratarla aquí. Sólo
dejamos señalado que, en nuestra visión, esos estados no eran «socialistas»
en absoluto; tampoco «estados obreros» (posición trotskista clásica
cuya validez, al menos desde la posguerra, se hace problemática)
ni «capitalistas de estado» (postura de varios analistas y de
algunas corrientes trotskistas), sino que, como resultado de un
complejo conjunto de factores históricos, políticos y económicos,
se convirtieron en formaciones sociales burocráticas y
permanecieron como tales hasta su regreso al capitalismo después
de 1989-1991.
[10]
El reformismo actual de las corrientes socialdemócratas, «progresistas»,
de «tercera vía» y así por el estilo representa en todo caso
un aggiornamiento, pero difícilmente una modificación
sustancial, de tal estrategia.
[11]
Eduardo Grüner observa atinadamente: «Tememos que los necesarios
correctivos a los reduccionismos... en que han incurrido ciertos
marxistas... nos deslicen hacia un reduccionismo peor (...) eliminativo
de la legitimidad teórica y política de categorías como
‘lucha de clases’ (...) Una tendencia dominante en el
pensamiento posmoderno, aun ‘de izquierda’ (...) es la
acentuación –perfectamente legítima– de las identidades
particulares, a costa –lo que ya no es tan legítimo–
de la casi total expulsión de la categoría ‘lucha de
clases’ fuera del escenario histórico y sociocultural» (En su
«Introducción» a F. Jameson y S. Zizek, Estudios culturales.
Reflexiones sobre el multiculturalismo, pp. 24 y 34).
[12]
Esta idea, presente en el propio Marx desde las Tesis sobre
Feuerbach, ha sido desarrollada por toda una serie de
intelectuales marxistas. Una buena introducción al problema es el
texto de Karl Korsch Marxismo y Filosofía.
[13]
El historiador británico Perry Anderson sugiere incluso que una
parte constitutiva de lo que él llama «marxismo occidental»,
tanto como el desplazamiento a la temática filosófica stricto
sensu, es la adscripción explícita de cada pensador o
corriente a una tradición filosófica de la que Marx sería a la
vez tributario, continuador y culminación.
[14]
Sumariamente, podríamos incluir entre los marxistas prodialécticos
a Georg Lukács, Karl Korsch, la escuela de Frankfurt en sus
sucesivas generaciones (Marcuse, Adorno, Horkheimer, Habermas, más
oblicuamente Benjamin) y Henri Lefebvre, entre otros. El ala
antihegeliana y «cientificista» del marxismo tiene como
exponentes, por ejemplo, a Galvano Della Volpe, Lucio Colletti y
Louis Althusser. El «marxismo existencialista» constituye un
caso aparte, aunque muchos de sus exponentes eran decididamente
prodialécticos. Cabe aclarar, por otra parte, que dentro del «ala
dialéctica» hay una importante diferencia entre un marxismo casi
puramente intelectual (los frankfurtianos), cuya escasa vocación
o directamente rechazo por la política y los problemas de la
lucha de clases los condujo a un pesimismo casi orgánico, y
marxistas de una síntesis más equilibrada entre teoría y práctica
(Korsch y Lukács en los años 20, por ejemplo).
[15]
Lenin, en un artículo de 1913 (“Tres fuentes y tres partes
integrantes del marxismo”), daría continuidad a esa genética
que, incluso a esas alturas, estaba lejos de conseguir consenso
general.
[16]
Lo que nosotros llamamos eclecticismo, y que como principio
explicativo tiene una profusa difusión y celebración entre
cierta epistemología posmoderna y hasta «posmarxista» (sólo
que convenientemente embellecida con apelaciones a la «estructura
rizomática» y la «indecidibilidad»), recibe aquí una crítica
atinada: «el funcionalismo histórico afirma que no es cuestión
de génesis y predominio... sino únicamente de una interdependencia
inextricable entre ‘factores’ de igual jerarquía.
En esta forma se subraya el hecho innegable de la acción recíproca...
pero al precio de abandonar la esperanza de entender el mecanismo
genético real, por cuanto se supone que los ‘factores’
(...) están a un mismo nivel, como si la sociedad no fuera una
estructura de niveles múltiples» (Mario Bunge, Causalidad,
1959, p. 110). El acuerdo en este punto con un positivista «sofisticado»
o crítico, de reconocida antipatía por el marxismo, sólo es índice
de la pobreza epistemológica del eclecticismo.
[17]
O, por dar otro ejemplo: «También para las matemáticas tiene
validez la concepción materialista de la historia y de la
sociedad. Pero sería ridículo que sólo por ello un marxista
pretendiera, a partir de su profunda visión de las realidades
económico-socio-históricas que determinan también ‘en última
instancia’ la evolución anterior y futura de la ciencia matemática,
contraponer una nueva matemática ‘marxista’ a los sistemas
matemáticos elaborados por los investigadores en miles de años
de esfuerzos» (K. Korsch, Marxismo y filosofía, 1923)
[18]
Es imposible no recordar aquí el célebre epigrama de Lenin de
que era imposible entender El capital sin haber leído y
entendido la Lógica de Hegel. Cuando Lenin concluía que
“ninguno de los marxistas entendió a Marx”, estaba cometiendo
una injusticia con Labriola, algunas de cuyas obras, no obstante,
el revolucionario ruso conocía.
[19]
Cf. Elementos fundamentales para la crítica de la economía
política, México, Siglo XXI, 1973, pp. 20-30.
[20]
«Según Althusser, en contraposición excluyente con Marx, la
actividad de los hombres persiguiendo sus propios fines no
hace la historia; los verdaderos sujetos de la historia (...) son
(...) las relaciones de producción irreductibles a toda relación
intersubjetiva, interhumana, antropológica. Los hombres... no
hacen sino cumplir ciertas funciones determinadas en las
estructuras; son sólo soportes de las relaciones implicadas
en la estructura (...) Bajo un lenguaje sofisticado, se oculta la
vieja deformación positivista de los Plejanov y Kautsky, que
transformaban la dialéctica de Marx en un determinismo económico»
(J. J. Sebreli, El asedio a la modernidad, 1991, pp.
343-344). Nuestras diferencias con Sebreli son múltiples y
abismales, pero no hay nada que agregar a la descripción y al
juicio aquí vertidos.
[21]
En este sentido, Lefebvre observa que «el pensamiento marxista mantiene
la unidad de la realidad y del conocimiento, de la naturaleza
y del hombre, de las ciencias de la materia y de las ciencias
sociales. Explora (...) una totalidad que incluye niveles y
aspectos tan pronto complementarios como distintos o
contradictorios. Por consiguiente, en sí mismo no es
historia, sociología, psicología, etc., pero comprende en
sí esos puntos de vista, esos aspectos, esos niveles. Ahí reside
su originalidad, su novedad y su duradero interés» (Sociología
de Marx). Y, más taxativamente, dice Korsch: «el marxismo de
Marx y Engels sigue siendo el todo completo de una teoría de
la revolución social. (...) los diversos componentes de dicha
totalidad (...) teoría científica y práctica social,
divergen progresivamente. (...) Sin embargo... el todo no es
sustituido nunca en Marx y Engels por una multiplicidad de
elementos independientes, sino que se crea una nueva unión
de los distintos componentes del sistema, (...) [que] jamás se
diluye en una suma de ciencias particulares» (Marxismo
y filosofía).
Respondiendo a los reparos de la
epistemología posmoderna contra el método marxista, Terry
Eagleton señala irónicamente que «es difícil considerar que el
18 Brumario ‘lea’ el estado de la lucha de clases
francesa a partir de la naturaleza de la producción capitalista en
general. Para Marx... el objetivo del análisis no era lo
general sino lo concreto; sólo que reconocía, junto con
Hegel y todo otro gran pensador, que no había manera de construir
lo concreto sin categorías generales» (Las ilusiones del
posmodernismo, p. 84).
[23]
Análogamente, Lefebvre anota que «se tiende a pensar la obra de
Marx, y particularmente El capital, en función de las ciencias
fragmentarias que desde entonces se han presentado
especializadamente y cuyo hermetismo habría rechazado Marx. Se
reduce El capital, ese conjunto teórico, a un
tratado de historia, de economía política, de sociología o
incluso de filosofía» (Sociología de Marx).
[24]
Un ejemplo instructivo (y divertido) de lo relativamente fácil
que es sortear los “controles de calidad” de la publicación
de papers fue el sonado “affaire Sokal”: una prestigiosa
revista de orientación posmoderna fue engañada por un artículo
deliberadamente disparatado pero recubierto de citas seudocientíficas
que lo volvían “respetable”. Véase la historia del asunto,
junto con interesantes reflexiones sobre la epistemología
posmoderna en A. Sokal y J. Bricmont, Imposturas intelectuales,
2000.
[25]
La referencia y la explicación están tomadas de Alan Rush, Latinoamérica
y el síntoma posmoderno, 1998, p. 92.
[26]
A. Rush, op. cit., pp. 147 y 150. Obsérvese que la problemática
está planteada casi en los mismos términos en que lo había
hecho Korsch tres cuartos de siglo antes.
[27]
El hecho de que se trate aquí de una crítica a la ciencia burguesa,
a la que no se asimila toda ciencia, merece ser subrayado
en la medida en que incluso desde las filas del socialismo y el
marxismo suele deslizarse –buscando apoyo en W. Benjamin– un
rechazo a la ciencia demasiado sumario, con reminiscencias románticas
e incluso oscurantistas. Véase, por ejemplo, el en otros aspectos
recomendable trabajo del colombiano Renán Vega Cantor, El caos
planetario, 1999.
[28]
«[Para Marx] todo ha sido prehistoria, una tediosa variación
tras otra sobre el permanente motivo de la explotación. (...) El
punto para Marx no es moverse hacia el telos de la
Historia, sino liberarse de todo para poder tener un
comienzo (...) Sólo cuando tengamos los medios... para determinar
nuestras propias historias dejaremos de estar constreñidos
por la Historia» (Terry Eagleton, Las ilusiones del
posmodernismo, 1997, pp. 104-105)
[29]
En una nota al pie de la décima carta de Socialismo y filosofía,
se citaba aprobatoriamente la crítica de Bernstein a los
utopistas (ya nos extenderemos sobre esta vena antiutopista de
Labriola). En nota posterior, el marxista italiano toma explícita
y rotundamente distancia del reformismo bernsteiniano.
[30]
«En el fondo, todos los errores (...) que se han cometido hasta
hoy respecto a la verdadera esencia de la concepción materialista
de la historia y de la sociedad de Marx proceden en mi opinión de
una sola causa: una aplicación siempre insuficiente del principio
de la inmanencia» (K. Korsch, Marxismo y filosofía).
[31]
Naturalmente, estamos hablando, por un lado, de las respectivas
estrategias del reformismo socialdemócrata en todas sus
variantes; por otro, de la corriente político-social a la que,
algo abusivamente, puede englobarse en el «autonomismo» (cuyo
mayor representante político es el subcomandante Marcos del EZLN,
en tanto que los referentes teóricos son John Holloway y Toni
Negri), y finalmente, la estrategia política del marxismo
revolucionario, que defiende explícitamente el socialismo y la
dictadura del proletariado. De más está decir que cada una
de estas grandes corrientes admite diferencias a veces muy
gruesas; por ejemplo, dentro de lo que hemos denominado
autonomismo existen diversas variantes anarquistas o
semianarquistas.
[32]
Lo cual no implica, por supuesto, justificar la regresión
ideológica y política que significa abjurar de la necesidad de
que la clase trabajadora desaloje violentamente del poder político
a la clase capitalista y construya su propio poder.
[33]
Ya el viejo Engels decía que, conforme a esa identificación
superficial y errónea, el reaccionario canciller Bismarck,
forjador de la unidad alemana, pasaría a ser un gran socialista.
[34]
Esta ratificación es tanto más importante cuanto que el rechazo
a la política como ámbito de acción y reflexión globales
está muchas veces teorizado y justificado ideológicamente desde
la filosofía posmoderna de la fragmentación, que, al
proponer la micropolítica como opción única o
privilegiada, no hace más que dejar la macropolítica al
poder establecido. Se trata de una sutil forma de reformismo que,
con el discurso de «revolucionar la cotidianeidad», deja incólumes
las macroestructuras que reproducen ideal y materialmente las
mismas fuerzas que convierten la cotidianeidad en un infierno.
[35]
Sin ánimo de abundar en un tema tan transitado, pensamos aquí a
la modernidad desde la tradición marxista clásica, esto
es, asumiendo que en la base de su proyección inicial se
encuentra el surgimiento del capitalismo y la burguesía
revolucionaria. Las transformaciones más importantes que se
desprenden de ella son las que se resumen en el Manifiesto
Comunista (1848): la conformación de una sociedad que pasa a
ser predominantemente urbana e industrial, la creación de un
mercado y una economía mundiales y un irresistible dinamismo de
la vida económica, social y cultural que arrasa con las viejas
instituciones.
[36]
Por ejemplo, el marxista inglés Eagleton describe el capitalismo
actual en términos muy similares: «El capitalismo... es el
sistema social más dinámico, revolucionario y trasgresor
conocido en la historia (...) como es el verdadero y primer modo
global de producción, barre con todos los obstáculos
provincianos... y establece las condiciones para una comunidad
internacional (...) Esta dinámica y exuberante liberación de
potencial es también una indescriptible tragedia humana,
en la que las potencialidades se mutilan y malgastan, las vidas
son destrozadas y marchitadas, y la gran mayoría de los hombre y
mujeres, condenados a una labor infructuosa en beneficio de unos
pocos» (Las ilusiones del posmodernismo, p. 99). O, más
sintéticamente, con Fredric Jameson, «el capitalismo es a la
vez la mejor y la peor cosa que jamás le haya ocurrido a la
humanidad» (Posmodernismo, lógica cultural del capitalismo
tardío, 1985).
[37]
Utilizamos esa denominación por mor de brevedad y en razón de su
difusión, a sabiendas de que otros autores, como F. Chesnais,
proponen una definición categorial más precisa: se llama «mundialización»
a la nueva fase del capitalismo posterior a la crisis de los 70
(lo que incluye los planos económico, social, político y
cultural), y se reserva el término globalización
estrictamente al aspecto financiero.
[38]
Un ejemplo muy visible de este principio es que la renuncia a la
centralidad de la clase trabajadora como sujeto revolucionario
tiene la consecuencia programática del abandono del
socialismo como alternativa global (o su relegamiento al
terreno de la «utopía», lo que en términos prácticos es lo
mismo) y esto a su vez conduce a la estrategia no de
revolución, sino de «resistencia» infinita. Pero se trata,
como diría Hegel, de un «infinito malo»: la ausencia de todo
horizonte afirmativo de un régimen social nuevo y distinto
del orden capitalista (pero surgido de él) no puede más
que limitar la acción revolucionaria al plano de la pura
negatividad, para colmo celebratoria de la fragmentación. El
capitalismo se erige así como la única totalidad real.
[39]
Usamos el término en su tradicional (y peyorativo) sentido de «fantasía
irrealizable». La aclaración vale porque, justamente a caballo
de la moda del anticapitalismo que no propone nada en reemplazo,
«utopía» ha cambiado su connotación axiológica. De hecho, está
en boga entre actores distintos y hasta aparentemente
contrapuestos. Por un lado, los anarquistas y semianarquistas la
utilizan como un señuelo convenientemente difuso. Por el otro,
entre reformistas, desencantados y quebrados –conjuntos que
suelen coincidir– la «utopía» (socialista, democrática o de
sexo indefinido) cumple en política el mismo rol que Dios en la
ética kantiana: una idea regulativa sin compromisos prácticos
y en la que, en el fondo, no se cree.
[40]
Para una crítica desde el marxismo revolucionario de sus textos más
recientes y conocidos (Cambiar el mundo sin tomar el poder,
de Holloway, e Imperio, de Negri-Hardt), ver las reseñas
de I. Cruz Bernal en revista Socialismo o Barbarie, números
11 y 12 respectivamente.
[41]
Ejemplos de ello son las «comunas autónomas» de Marcos (gotas
minúsculas de imposible supervivencia en el mar del capitalismo
dependiente mexicano) o la conciente y teorizada insularidad hacia
el mercado laboral y la producción capitalista de la corriente Aníbal
Verón, que actúa en el movimiento de desocupados de Argentina.
Tales proyectos están mucho más cerca en lo político y en lo
filosófico de los falansterios de Fourier o las comunidades
autosuficientes de Owen que del socialismo de Marx, a quien jamás
se le ocurrió despreciar el desarrollo de la productividad social
del trabajo realizado por el capitalismo industrial.
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