Formación

 

Antonio Labriola y el marxismo del siglo XXI

Por Marcelo Yunes,
Socialismo o Barbarie, revista Nº 16, abril 2004

Este año se cumple el centenario de la muerte del marxista italiano Antonio Labriola. Su perfil político y filosófico lo presenta como una rara avis en el movimiento socialista de fines del siglo XIX, por varias razones. Labriola, uno de los intelectuales más sólidos y profundos de la Italia de su tiempo –profesor universitario que dialogaba de igual a igual con el filósofo Benedetto Croce, por ejemplo–, abrazó el marxismo no de joven, como la mayoría, sino en su madurez. Su formación filosófica, donde la matriz hegeliana se hacía notar, le dio a su enfoque del marxismo una impronta dialéctica absolutamente inusual en la II Internacional socialdemócrata. Es sabido que, bajo el influjo del desarrollo de las ciencias naturales y de la renovación de la filosofía kantiana, la característica de la mayoría de los marxistas de la II Internacional era su positivismo y su rechazo de Hegel y la dialéctica como «un perro muerto». Tal era el caso no sólo del ala derecha, reformista, de Eduard Bernstein, sino incluso de los dirigentes más connotados de la Internacional tras la muerte de Engels (1895) como Karl Kautsky, cabeza del ala mayoritaria de centro.

En contraste, la versión de Labriola del marxismo resulta incomparablemente superior en todos los terrenos: metodológico, científico, histórico y político. No fue por azar que la reacción inmediata de Labriola ante la aparición de la teoría reformista de Bernstein fuera de rechazo enérgico. La base de tal actitud era una concepción del marxismo revolucionario que precisamente se negaba a escindir, de manera antidialéctica, la lucha por los objetivos inmediatos de la lucha por la transformación global de la sociedad[1].

Nos proponemos demostrar que, lejos de ser una antigualla de valor meramente histórico, la agudeza, sensibilidad y sutileza de este marxista conlleva una riqueza filosófica, metodológica y política que continúa siendo un valioso aporte en el panorama del pensamiento y los debates de nuestro tiempo. Para ello, nos apoyaremos en los que son probablemente los principales y más conocidos ensayos de Labriola: su correspondencia de 1897 con Georges Sorel, publicada bajo el título de Socialismo y filosofía, y su ensayo Sobre el materialismo histórico. Se trata de obras donde la intención de divulgación –más allá de cierto «barroquismo» estilístico– en ningún momento se transforma en vulgarización o adocenamiento teórico de los problemas en discusión. También aquí se hace patente la superioridad del método de Labriola sobre la norma estándar de la II Internacional[2]; está claro que una visión más rica y matizada del marxismo le permitió, incluso en exposiciones de tipo más pedagógico, conservar, aplicar y desarrollar esa riqueza. Y esto cobra más valor cuando recordamos cómo la complejidad del pensamiento y el método marxistas fue luego pisoteada por los «manuales» que tanto amigos como enemigos suelen tomar como el verdadero marxismo. A continuación, entonces, ofrecemos un comentario de algunos de los elementos que consideramos clave de la obra de este marxista italiano injustamente poco conocido y de su pertinencia actual.

A la vez, nos permitimos utilizar esa vigencia de textos ricos, sensibles, dialécticos, como disparadora de una reflexión más general a la luz de los problemas teóricos y políticos del marxismo en el presente período histórico. Entre ellos, el debate con los posmodernos y con el utopismo-romanticismo, con predicamento especial –pero no exclusivo– en América Latina.

En razón de su elevado número, y por razones de comodidad para el lector, las notas al pie serán sólo conceptuales, no de referencia. En el caso de los dos textos de Labriola mencionados, sólo remitiremos al capítulo del libro correspondiente, con las abreviaturas SF (Socialismo y filosofía) y MH (Sobre el materialismo histórico). Todos los resaltados son nuestros salvo indicación en contrario.

I. Una concepción del marxismo de plena actualidad

Academicismo apolítico y politicismo antiteórico

En sus consideraciones preliminares al abordaje de los problemas teóricos del marxismo, Labriola se hace eco de la queja de Sorel respecto de la «poca difusión de la doctrina del materialismo histórico», e incluso hace notar la «escasez de fuerzas intelectuales» en el campo del pensamiento marxista. Si a esto se agrega que «los que están fuera del socialismo tienen interés en combatir, deformar o ignorar esta doctrina», el panorama de fines del siglo XIX justificaba la preocupación y el interés de Labriola en contribuir al mayor conocimiento del marxismo (SF, 1).

Sin duda, muchos factores han cambiado. Por dar un ejemplo, el hueco de una «edición completa y crítica» de los textos de Marx y Engels que señalaba Labriola se ha llenado en buena medida, aunque no completamente[3]. Sin embargo, «leer todos los escritos de los fundadores del socialismo científico» sigue siendo, hoy como en época de Labriola, «un privilegio de iniciados» (SF, 2). Esto ha dado lugar a dos «versiones» del marxismo simétricamente opuestas e igualmente unilaterales.

Por un lado, justamente la hipertrofia de la difusión de Marx y el marxismo en el ámbito académico, sobre todo, por supuesto, en el campo de las «ciencias sociales», ha dado lugar a un fenómeno curioso, casi una paradoja: no existe virtualmente ningún área del pensamiento sociológico, antropológico, historiográfico, etc., que no haya sido de una manera u otra «colonizada» por herramientas conceptuales y metodológicas tomadas del marxismo. Y al mismo tiempo, en la inmensa mayoría de los casos, a ese instrumental teórico se le mella decisivamente el filo crítico cuando a) se lo integra de manera ecléctica y no orgánica a otras vertientes de pensamiento, o bien b) se desmenuza un enfoque teórico integral y orgánico, analizándolo en sus disjecta membra[4] y por ende c) se pierde de vista un criterio metodológico fundante del marxismo: su carácter de reflexión total y totalizante sobre el conjunto de la vida histórico-social. Precisamente, la superioridad metodológica del marxismo –que, como doctrina, está en cierto modo en la base misma del nacimiento de las «disciplinas sociales»– se asienta sobre la superación de las visiones parciales, fragmentarias, del todo social. Más adelante volveremos sobre esto en cuanto a sus implicancias epistemológicas.

Por otro lado, y ante este empobrecimiento, esta verdadera mutilación del marxismo que busca reducirlo al plano intelectual, están quienes recuerdan que el marxismo como movimiento y Marx como individuo jamás separaron la elaboración teórica del principio de la acción que busca transformar la realidad, esto es, la praxis social y política[5]. Por desgracia, aquellos que asumen el papel de herederos de uno de los aspectos más imperecederos e insoslayables del marxismo, enunciado en la famosa Tesis XI sobre Feuerbach, caen en muchos casos en una unilateralidad de signo opuesto. En efecto, cuando se convierte a la actividad política propiamente dicha en una esfera decisivamente autónoma y superior a las demás, cuando se quiebra la conexión dialéctica entre la intervención en la realidad y la reflexión teórica sobre las condiciones, los problemas y las lecciones de esas experiencias, el marxismo deja de ser una herramienta integral. De hecho, se vuelve poco menos que una profesión de fe de «verdades históricas» que, en la medida en que pierden el ángulo de reflexión sobre la experiencia viva –es decir, en la medida en que pierden su carácter histórico–, sencillamente dejan de ser verdades y pasan a ser dogmas osificados.

Ambas versiones rengas, el Escila del academicismo y el Caribdis del politicismo, son sorteadas por Labriola en virtud, precisamente, de su concepción más general sobre el carácter del marxismo, que luego desarrollaremos.

La perversión estalinista del marxismo

Dicho esto, sin embargo, en la actualidad, los obstáculos más formidables para la difusión del marxismo en el terreno ideológico son dos: la herencia venenosa del estalinismo y ese difuso ambiente intelectual que, a falta de mayor precisión, denominaremos ideología posmoderna.

El daño que ha hecho el estalinismo, por supuesto, trasciende el terreno ideológico: los crímenes directos, la política de coexistencia pacífica con el imperialismo, la estrategia de alianza con las burguesías «nacionales» o «progresistas» y, como consecuencia de todo ello, el inmenso descrédito y la mancha que ha caído sobre el nombre del socialismo constituyen un cargo muy difícil de levantar incluso hoy. Pero en el terreno teórico, el estropicio no es de despreciar. En particular, es gracias al estalinismo, su praxis política y sus toscos manuales ad hoc (de filosofía, de teoría política, de historia...) que incluso en los ámbitos académicos el marxismo pudo ser vulgarizado y reducido a caricatura. Si bien casi todo el mundo manifiesta respeto por Marx individualmente –de hecho, incluso Labriola señala que, en el terreno de la «ciencia oficial», ya Marx se había convertido en un «adversario con el que no se pueden hacer bromas» (SF, 3)– su doctrina y en particular sus continuadores se han visto sometidos al escarnio. Sin la labor de simplificación, rudimentarización, degradación y a veces simplemente falsificación del marxismo realizada por el estalinismo, los académicos y «comunicadores» no se las verían tan fáciles en sus operaciones de desprestigio.

En cuanto a la influencia de la ideología de la posmodernidad, que trataremos más abajo, sólo adelantamos aquí que el discurso sobre la «caída de los grandes relatos», la abdicación de la capacidad del pensamiento para comprender la realidad, la metástasis de la «micropolítica» en su versión más acomodaticia y una visión del mundo como un caos impenetrable no pueden más que generar la mayor desconfianza en la «macropolítica» de la transformación revolucionaria de la sociedad.

Una definición no vulgar del marxismo

Hasta aquí no hemos hecho más que actualizar la preocupación de Labriola en cuanto a los problemas, obstáculos y rodeos que ha debido dar el marxismo para sostenerse y desarrollarse. Y esto es posible en la medida en que compartimos con el marxista italiano una visión sobre el propio marxismo y su carácter que ya es hora de hacer explícita.

¿Qué es el marxismo? Esta sencilla y básica pregunta ha admitido y admite, podría decirse, tantas respuestas como marxistas hay, o al menos tipos de marxismo. Ocurre que ambos problemas tienen una ligazón íntima: parafraseando el dicho, dime qué crees que es el marxismo y te diré qué clase de marxismo profesas.

La respuesta de Labriola es, creemos, una de las más completas, dialécticas y equilibradas. Desde su punto de vista, el marxismo o materialismo histórico asume un triple carácter: Primero, «tendencia filosófica en cuanto a la visión general de la vida y el mundo», es decir, una cosmovisión; segundo, «crítica de la economía que tiene modos de procedimiento reducibles a leyes (...) porque representa una fase histórica», esto es, una crítica científica del orden capitalista, y finalmente, una «interpretación de la política y, sobre todo, de la que se necesita para conducir al movimiento obrero hacia el socialismo», con lo que Labriola deja claro el ángulo político práctico del marxismo. E inmediatamente después, agrega: «Estos tres aspectos, que aquí enumero abstractamente [es decir, separadamente] (...) por comodidad de análisis, eran una misma cosa en la mente de sus autores» (SF, 2). Este carácter unitario, que ya mencionáramos, en el que se imbrican una mirada general sobre el hombre y la sociedad, una comprensión científica del mundo de hoy y una elaboración e intervención en el plano político, es decisivo en la comprensión del marxismo en Labriola.

Por eso, más adelante desarrolla «tres órdenes de estudio» para el materialismo histórico: «el primero responde a la necesidad práctica, propia de los partidos socialistas, de ir consiguiendo un conocimiento adecuado de la condición específica del proletariado en cada país. El segundo (...) [es] reconducir el arte historiográfico al terreno de la lucha de clases, dada una estructura económica [que hay que] conocer y entender. El tercero consiste en el tratamiento de los principios directivos, para comprender y desarrollar los cuales es necesaria la orientación general». Y nuevamente se subraya que «aquellos tres órdenes de estudio (...) componían una sola cosa en la mente de Marx, y (...) fueron una sola cosa en su obra y su hacer. Su política fue como la práctica de su materialismo histórico, y su filosofía fue como inherente a su crítica de la economía, que era a su vez su modo de tratar la historia» (SF, 5).

Conviene retener este concepto, que en el fondo no es otra cosa que restituir al marxismo una de sus marcas de origen: la unión de teoría y práctica, la eliminación de la oposición vulgar entre una y otra que está en la base de las versiones «academicista» e «irreflexiva» del marxismo que mencionáramos más arriba. En palabras de Labriola, «la filosofía de la praxis (...) es la médula del materialismo histórico (...) De la vida al pensamiento y no del pensamiento a la vida: éste es el proceso realista. Del trabajo, que es un conocer haciendo, al conocer como teoría abstracta, y no de éste a aquél» (SF, 4).

La «materia» del materialismo marxista

Aquí nos encontramos con un concepto que ha generado, también, infinidad de malentendidos y groserías teóricas tanto en adherentes como en adversarios del marxismo. Se trata del materialismo y, sobre todo, de la «materia» a la que debe su nombre. ¿De qué materia se trata? Una vez más, la tradición filosófica estalinista, compendiada en los clásicos manuales (como los V. Afanasiev, G. Politzer y muchos otros), ha contaminado, tergiversado y llevado al límite del ridículo el concepto de materialismo y de materia, que terminó adquiriendo un cariz casi metafísico. Esto fue llevado al extremo de la simplificación maniquea de la historia de la filosofía como una sempiterna lucha entre los «materialistas», que sostienen la existencia independiente de una materia concebida casi en el aspecto geológico, contra los tozudos «idealistas», que contra toda evidencia creen que la realidad entera es una especie de emanación mental. El propio Lenin contribuyó en parte a la confusión con un texto francamente problemático, Materialismo y empiriocriticismo (1908)[6].

En claro contraste con estas formulaciones antidialécticas, Labriola define que «el materialismo histórico, o sea la filosofía de la práctica, en cuanto se refiere al hombre histórico, es el final del materialismo naturalista... igual que termina con toda forma de idealismo (...) La revolución intelectual que ha llevado a considerar como absolutamente objetivos los procesos de la historia humana es coetánea... de esa otra revolución intelectual que ha conseguido historizar la naturaleza física [alusión a la teoría de la evolución de Darwin. MY.]» (SF, 4).

Y, respondiendo de antemano a las elucubraciones de manual sobre el carácter del materialismo marxista, señala en otro texto: «Construyan en el aire tantos castillos como quieran los verbalistas sobre el valor de la palabra materia, en cuanto es señal o recuerdo de excogitación metafísica (...) Aquí no estamos en el campo de la física, de la química o de la biología; buscamos solamente las condiciones explícitas del vivir humano en cuanto éste no es ya simplemente animal. No se trata de inducir o de deducir algo de los datos de la biología, sino de reconocer antes que nada las peculiaridades del vivir humano» (MH, 1).

Labriola recupera aquí, entonces, la noción de materialismo «en cuanto se refiere al hombre histórico», esto es, como «filosofía de la práctica», y en ningún caso como una disquisición metafísica sobre la preeminencia de la materia, entendida en el sentido «de la física, de la química o de la biología» sobre las ideas: «la naturaleza, o sea, la evolución histórica del hombre, se encuentra en el proceso de la praxis» (SF, 3). El materialismo marxista no tiene nada que ver con –o en todo caso, implica una clara superación de– el «materialismo naturalista», es decir, no humano. En la visión de Marx, expuesta con claridad y frescura por Labriola, y mal que les pese a todas las vertientes estructuralistas y antihumanistas del marxismo, el hombre es la medida de todas las cosas, y por tanto también del materialismo, que es histórico (es decir, permeado por la acción humana) y no geológico o biológico[7].

Monismo y totalidad dialéctica

Por otra parte, nada más lejos de la concepción de Marx que una rígida oposición mente-materia, que una vana polaridad hombre-naturaleza donde la acción histórica se disuelve en evolución natural. Como dice Labriola, «no estaría fuera de lugar decir que la filosofía implícita en el materialismo histórico es la tendencia al monismo. Uso la palabra ‘tendencia’ y la acentúo (...) Pues no se trata de volver a la intuición teosófica o metafísica de la totalidad del mundo (...) [sino] admitir que todo es pensable como génesis (...) y que la génesis tiene los caracteres aproximados de la continuidad. Lo que diferencia este sentido de la génesis del que tiene en las vagas intuiciones trascendentales (Schelling) es el discernimiento crítico y, en consecuencia, la necesidad de especificar la investigación. Esto es, la aproximación al empirismo por lo que hace al contenido de las cosas y la renuncia a la pretensión de llevar en el bolsillo el esquema universal de las cosas. Los evolucionistas vulgares proceden, en cambio, así: una vez aferrada la noción abstracta de devenir (evolución), meten dentro de ella toda cosa (...) así hacían también los repetidores de Hegel (...) La principal razón del correctivo crítico que el materialismo histórico aplica al monismo es ésta: que el materialismo histórico parte de la praxis (...) y que, al igual que es la teoría del hombre que trabaja, así también considera la ciencia misma como un trabajo. De este modo, consuma el sentido implícito de las ciencias empíricas, a saber, que con el experimento nos acercamos a la producción de las cosas y conseguimos la convicción de que las cosas mismas son un hacer, o sea, un producirse» (SF, 6).

De la riqueza epistemológica de esta interpretación trataremos luego. Ahora lo que nos interesa destacar es que el marxismo es un monismo, en el sentido de que su punto de partida es la totalidad. Pero esta totalidad no es metafísica, no es un a priori, no es un esquema previo, sino que es precisamente el comienzo de una investigación en la que el conocimiento del detalle, de lo particular (la «especificación de la investigación») es imprescindible. La dialéctica de la relación entre la totalidad y sus partes no excusa sino que exige el estudio pormenorizado de las partes del todo (a esto se refiere Labriola con «aproximación al empirismo»). En palabras de Labriola, «no estamos en el caso de creer que el principio unitario (...) pueda, a modo de talismán, valer (...) como medio infalible para resolver en elementos simples el cruel aparato y el complicado engranaje de la sociedad (...) nos incumbe la obligación de la investigación directa y minuciosa» (MH, 6).

Lo que no obstante da coherencia y sistematicidad a la suma de análisis particulares, e impide que se transformen en una aglomeración de datos sin ton ni son, es justamente que no se trata de una adición desordenada, sino de un todo integrado del cual se parte pero cuyas determinaciones específicas deben estudiarse en concreto para establecer su verdadera relación con el conjunto y entre sí. En este sentido, el marxismo como filosofía y como método representa una superación (dialéctica, es decir, un ir más allá conservando sus momentos) tanto del idealismo nebuloso como del empirismo de vuelo bajo. En el aspecto metodológico: «Pensar en concreto y, al mismo tiempo, poder reflexionar en abstracto acerca de los datos y las condiciones de la pensabilidad» (SF, 6).

Justamente esta obligación del marxismo de mantenerse en el terreno del análisis concreto y específico, evitando los recetarios válidos para todo tiempo y lugar (la figura de «llevar en el bolsillo el esquema universal» describe con pasmosa exactitud la actitud de toda una serie de grupos y personas), el desarrollo mismo del marxismo está supeditado a ese trabajo. En las antípodas de la repetición ritual de fórmulas, la evolución del pensamiento marxista, si quiere escapar de la petrificación y el dogmatismo, no puede más que apoyarse en «un nuevo estudio cuidadoso de otras fuentes (...) Puesto que esta doctrina es en sí misma la crítica, no se puede continuar, aplicar y corregir sino críticamente. Y como se trata de precisar y profundizar determinados procesos, no hay catecismo que aguante ni generalización esquemática que valga» (SF, 2). Esta invitación al trabajo serio, crítico, documentado, científico en suma, es el único camino para evitar el anquilosamiento y la pereza intelectual de quienes resuelven los problemas teóricos y políticos recurriendo al breviario de citas de clásicos del marxismo.

II. Un enemigo del reduccionismo y el determinismo

El sujeto: motor y mediación

El punto de vista marxista, entonces, lejos de transformarse en una llave maestra para la explicación de todos los problemas (y recordemos que ésa es la caricatura de marxismo que muchos conocen), es una invitación a abordar la realidad en toda su complejidad y sus contradicciones. Es lo opuesto a la simplificación y a veces la simple eliminación de los aspectos que no coinciden con el «esquema». En particular, el marxismo es ajeno a algo que, irónicamente, suele presentarse como sinónimo de materialismo histórico: el reduccionismo económico.

En efecto, demasiadas exposiciones del marxismo (¡no siempre de enemigos!) consideran que el elemento esencial del materialismo histórico es el hecho de reducir todos los demás factores a uno solo: el económico. Contra la tantas veces esgrimida coartada de la «última instancia», Labriola aclara su sentido: «no se trata de traducir nuevamente en categorías económicas todas las complicadas manifestaciones de la historia, sino de explicar en última instancia (Engels)... por medio de la estructura económica que está debajo (Marx), lo que implica análisis y reducción, y después mediación y composición» (MH, 3). Esta formulación en ningún caso puede confundirse con el economicismo puro y duro: «La estructura económica (...) no es un simple mecanismo del cual salten afuera, a manera de efectos automáticos y maquinales, las instituciones, leyes, costumbres, pensamientos, sentimientos e ideologías. De aquel fondo a todo lo demás, el proceso de derivación y de mediación es bastante complicado, a menudo sutil y tortuoso, no siempre descifrable» (MH, 6)[8].

Una de las palabras clave aquí es mediación, que provee un tipo de relación entre lo «determinante» y lo «determinado» de orden mucho más dialéctico –más cercano a la complejidad de lo real– que la dinámica desnuda de causa-efecto.

En el materialismo histórico así entendido, las acciones de los sujetos pasan a jugar un papel efectivo y dejan de ser meros instrumentos de «sobredeterminaciones» que los reducen casi a marionetas de la historia o de las «leyes económicas». No es el menor de los méritos de esta visión recuperar el «lado subjetivo» de la realidad y de la explicación histórica que desaparecen en el objetivismo, y al reponerse la subjetividad, la historia vuelve a ser tal: «No se trata ya de sustituir la historia por la sociología (...), se trata de comprender integralmente la historia en todas sus manifestaciones intuitivas (...). No se trata de superar el accidente de la sustancia (...) se trata de explicar... el entrelazamiento y la complejidad (...) las categorías económicas... han nacido y se han formado, como todo lo demás, porque los hombres cambian (...) Se trata, en suma, de la historia y no de su esqueleto. Se trata de la narración y no de la abstracción; se trata de exponer el conjunto, y no de resolverlo y de analizarlo solamente; se trata, en una palabra, ahora como antes y como siempre, de un arte» (MH, 11).

Por supuesto, nada de esto significa abonar la teoría del libre albedrío ni basar la filosofía de la historia en la pura voluntad, pero «está privada de cualquier fundamento la opinión que tiende a la negación de toda voluntad, por medio de una visión teórica que quisiera sustituir el voluntarismo por el automatismo; esta es mejor una pura y simple fatuidad» (MH, 5).

El individuo en la historia

Esta postura que reconoce e integra lo general y lo particular en su especificidad, pero no los absolutiza, permite a Labriola superar el sociologismo y el individualismo y formular una impecable teoría marxista del rol del individuo en la historia: «De una parte están los sociólogos extremos, de otra los individualistas que, al modo de Carlyle, nos hablan de la historia de los héroes. Según los unos, basta probar... las razones del cesarismo, sin que nos importe nada César. Según los otros, no hay razones subjetivas de clase y de intereses sociales que basten para explicar nada (...) El materialismo histórico supera las visiones antitéticas de los sociólogos y de los individualistas, y al mismo tiempo elimina el eclecticismo de los narradores empíricos (...) El mismo hecho de que toda la historia se apoya sobre las antítesis, los contrastes, las luchas y las guerras explica la influencia decisiva de determinados hombres en determinadas ocasiones. Estos hombres no son ni un accidente desdeñable del mecanismo social ni milagrosos creadores de lo que la sociedad, sin ellos, no habría hecho de ningún modo. (...) Mientras los intereses particulares de los grupos sociales están en tal estado de tensión que todas las partes contendientes se paralizan recíprocamente, para mover el engranaje político se necesita la conciencia individual de una determinada persona» (MH, 11).

Esta exposición, además de su belleza y precisión, recuerda irresistiblemente, en lo metodológico, al conocido análisis de la personalidad y el papel de Lenin en 1917 que efectuara León Trotsky (cuya deuda con Labriola ya hemos mencionado) en su Historia de la revolución rusa y en otros escritos. Este marxismo de buen cuño, donde la dialéctica de lo general y lo particular se muestra en toda su riqueza y plenitud, es, insistimos, la negación misma del determinismo económico o sociológico que convierte a la historia en un proceso mecánico inerte y a los seres humanos en sus juguetes. Contra la pereza intelectual de las fórmulas simplificadoras, implica una reconstrucción del conjunto, de sus partes y de las relaciones complejas que uno y otras establecen en el curso de su constante movimiento. «En conclusión, el partidario del materialismo histórico que quiera exponer y relatar no debe hacerlo esquematizando. La historia es siempre determinada, configurada, infinitamente accidentada y multicolor. Tiene combinatoria y perspectiva (...) es todo aquello que nosotros sabemos de nuestro ser, en cuanto seres sociales y no ya simplemente animales» (MH, 11).

Toda la concepción de Labriola apunta no a transmitir una doctrina, al modo de quien lleva la buena nueva de la palabra revelada a sus ignorantes feligreses, sino a dotar a su interlocutor de las herramientas más apropiadas para el trabajo intelectual que él mismo debe realizar, en su realidad y en su momento histórico: «la mayor dificultad que presentan la comprensión y la continuación del materialismo histórico no estriba en la intelección de los aspectos formales del marxismo, sino en la posesión de las cosas a las que son inmanentes aquellas formas, las cosas que Marx supo y elaboró por su cuenta y las otras muchísimas que tengamos que conceder y elaborar nosotros directamente» (SF, 10).

La «inevitable» victoria del socialismo

Finalmente, cabe detenerse en el carácter político de la versión determinista del marxismo. Ya hemos visto que el determinismo borra el sujeto en tanto actor efectivo de la historia pasada; pues bien, no es menos real que el determinismo lo hace desaparecer también de la política (que algunos llaman historia presente).

Este problema era particularmente acuciante para Labriola y sus contemporáneos, en la medida en que el marxismo y la filosofía de la historia de la II Internacional estuvieron fuertemente teñidas de objetivismo y de la creencia en la «inevitabilidad» del socialismo. Sin embargo, esto no debiera provocarnos una mera sonrisa conmiserativa, porque en cierto modo parte del descrédito de la perspectiva socialista en el siglo XXI se debe precisamente al derrumbe calamitoso de la idea de esa «inevitabilidad» de la victoria socialista sobre el capitalismo.

Sucede que, lejos de circunscribirse al ámbito de la socialdemocracia de principios del siglo XX, la convicción del socialismo como desenlace necesario de la historia fue parte del tramado ideológico de la fuerza política que, mal que nos pese, asumió desde la segunda posguerra el papel de «portavoz» del socialismo: el estalinismo. Por ejemplo, la estrategia de «coexistencia pacífica» con el imperialismo partía de la absurda pero sincera creencia en lo ineluctable de la victoria del orden «socialista» (en realidad, burocrático)[9]. Uno de los secretarios generales del PCUS, Leonid Brezhnev, llegó a «predecir» en los años 60 que hacia 1980 la productividad del trabajo en la URSS superaría a la de los principales países capitalistas.

En el caso de la socialdemocracia, la seguridad del triunfo socialista tenía dos vertientes: una «catastrofista» en el sentido económico (la «crisis final» del capitalismo convencería a las masas de la necesidad del socialismo) y otra exactamente opuesta, la del gradualismo reformista, esto es, el advenimiento del nuevo sistema por la vía pacífica de un creciente control de los mecanismos sociales mediante la legislación, el desarrollo de las organizaciones sociales y sindicales, el crecimiento de las funciones de la democracia y del Partido Socialista dentro de ella, etc.[10]

Todas estas versiones tienen en común dos puntos: primero, el lugar de la acción autónoma y autodeterminada del sujeto tanto individual como colectivo queda completamente minimizado en favor de las «leyes de la historia» cuyos guardianes y administradores son, de hecho, los aparatos burocráticos (el Estado, el Partido). Segundo, como era de esperar, cuando la idílica imagen de una victoria asegurada de antemano se hace trizas, quienes la sostenían con tanto mayor dogmatismo pasan a ser los derrotistas más amargos, los renegados más ruidosos, los traidores más consumados. Es el espectáculo que nos brindan los ex «revolucionarios» que, quebrado el banco burocrático donde tenían depositada su fe socialista, se trasmutan, con el fanatismo de los conversos, en defensores del orden social capitalista. Sistema que, a sus ojos desengañados, derrotó definitivamente a sus enemigos y pasó cumplidamente la prueba de la historia. Nunca fueron ateos marxistas: sólo cambiaron el objeto de su idolatría. Los ejemplos son tantos y tan patentes que ni vale la pena infamar estas páginas con sus nombres.

Por otra parte, un efecto no menor del «gran desencanto» con el marxismo –o, mejor dicho, con su versión más brutal en lo político y más fosilizada en lo intelectual– fue contribuir a que en la reflexión teórica de la izquierda se verificara un desplazamiento hacia las temáticas «culturales» (la identidad, la Otredad, la diferencia, el cuerpo) en detrimento y a menudo en reemplazo de la política. Es verdad que el marxismo «tradicional» dejaba todo un flanco en el terreno de la subjetividad, pero también lo es que aquí operó una sobrerreacción que de hecho borró durante años de la agenda tópicos como el imperialismo y la explotación, para no hablar de la revolución (términos que eran, y en parte siguen siendo, objeto de ridiculización, desprestigio o cinismo distante)[11].

Volviendo a la socialdemocracia europea del siglo XIX, su optimismo semidarwiniano revelaba «en latencia», como Labriola pone agudamente de manifiesto, «un algo de neoutopismo, como es el caso de los que repiten constantemente el dogma de la evolución necesaria y luego la confunden con el derecho a un estado mejor, y así llegan a profesar que la futura sociedad del colectivismo (...) será porque debe ser, como olvidando que ese futuro tiene que ser producido por los hombres mismos (...) Felices de ellos, que pueden medir el futuro de la historia (...) Ha pasado el tiempo de los profetas» (SF, 10).

Vale la pena resaltar esta vena antiutópica del verdadero marxismo, en momentos en que muchos, directa o indirectamente golpeados por el derrumbe del «socialismo real», pretenden ocupar su lugar con un socialismo... utópico.

Sin duda, el socialismo utópico de la primera mitad del siglo XIX (Owen, Saint-Simon, Fourier) tenía un costado progresivo en el sentido de a) efectuar una crítica a  las miserias del  advenimiento del capitalismo industrial y b) proponer una recuperación de formas de socialidad y cooperación humana de valor más universal. Pero el “socialismo científico”, que es capaz de reconocer esos aportes del utopismo, los supera en la medida en que los integra a una teoría general de las condiciones de posibilidad de la emancipación humana, condiciones que son tanto teóricas como prácticas. En suma, el marxismo no es un «realismo» de vuelo gallináceo ni la construcción de una rosada aurora autoconsolatoria, sino una crítica implacable de las miserias del orden social capitalista y al mismo tiempo un trabajo serio y sistemático desde el interior de sus contradicciones para poner en pie una contestación política y social efectiva a ese orden, que no tiene garantizada de antemano la victoria... ni la derrota. Ya volveremos sobre esto. 

III. Un defensor de la dialéctica 

La filosofía en la II Internacional

Dentro de la diversidad de concepciones sobre el marxismo, una de las determinaciones fundamentales es la matriz filosófica en la que éstas se inscriben. A despecho de que, en un sentido, el marxismo es un sistema de pensamiento que busca trascender o superar la filosofía[12], la cuestión de los «linajes» filosóficos le da a cada corriente marxista[13] buena parte de su impronta característica.

De hecho, es claramente discernible en el marxismo del siglo XX una suerte de polaridad entre aquellos que asumen desde el punto de vista filosófico y metodológico una postura de defensa de la dialéctica y de la tradición hegeliana en general y aquellos que, por el contrario, reniegan de la «influencia metafísica» de Hegel y la dialéctica en el marxismo y se apoyan en la tradición racionalista y positivista, de carácter pretendidamente más «científico»[14].

Desde nuestro punto de vista, dejar fuera del marxismo el método dialéctico y la herencia filosófica de Hegel implicaría mutilarlo de manera irreparable. Al asumir esta postura, no obstante, gozamos del beneficio del balance de debates teóricos, políticos y filosóficos de todo un siglo. En el caso de Labriola, su decidida defensa de la importancia de la dialéctica en el marxismo lo transforma en una excepción casi milagrosa en el contexto de la II Internacional.

Ya hemos adelantado que ese período estuvo signado intelectualmente por el positivismo evolucionista (que adoptaba una forma políticamente reaccionaria en Spencer) y por la renovación de la filosofía kantiana, en particular de su ética. Es el período en que nace el reformismo bernsteiniano y el socialismo «moralista» al estilo del de la Sociedad Fabiana en Gran Bretaña, a la que pertenecía el matrimonio de Sydney y Beatrice Webb (luego fervorosos estalinistas) y el escritor George B. Shaw. Tras la muerte de Engels (1895), la principal figura intelectual de la socialdemocracia alemana –a su vez, el partido más fuerte y prestigioso de la II Internacional– era Karl Kautsky, cuya relación con Hegel y la dialéctica fue siempre de rechazo. En el marxismo ruso, Plejánov hacía una defensa de la dialéctica, pero con serios problemas.

Labriola, académico de nota y con una sólida formación filosófica previa a su adhesión al marxismo, formaba parte de la camada de intelectuales italianos influenciados por Hegel, cuya cabeza visible era Benedetto Croce. Sin exagerar, puede decirse que prácticamente no había a comienzos del siglo XX en la II Internacional figuras más calificadas que Labriola que defendieran una versión dialéctica del marxismo. Esto da a sus escritos ese carácter tan peculiar, fresco y disonante en el concierto de positivismo y moral con olor a naftalina que era el núcleo filosófico del movimiento socialista de su época.

Siguiendo a los propios Marx y Engels, Labriola considera el cuerpo doctrinal del marxismo como una síntesis de tres vertientes: la economía política inglesa, el socialismo francés y la filosofía clásica alemana, en particular Hegel[15], a cuya dialéctica llamaba «ese negar que no es contraposición contenciosa... sino que, por el contrario, da verdad a lo que niega, porque en lo que niega y supera encuentra la condición de hecho o la premisa conceptual del proceso mismo» (SF, 4). Labriola incluso se toma la molestia, en nota al pie, de ayudar a desentrañar el sentido de la superación dialéctica mediante una dilucidación del verbo alemán aufheben, que en verdad resulta casi indispensable para una comprensión del significado del concepto.

Dialéctica y causalidad

Ya hicimos referencia a uno de los componentes del pensamiento dialéctico, la categoría de totalidad y sus características. Es este «monismo metodológico» lo que marca la diferencia entre dos formas de explicación pluricausal, la ecléctica y la dialéctica. Muchos mal instruidos o mal intencionados creen criticar al marxismo suponiendo que éste parte del principio de la causación simple. Sin duda, toda explicación de fenómenos complejos es pluricausal, y no hay contraejemplo alguno en la obra de Marx. No obstante, como apunta Labriola, «muchos... que hablan de materialismo social, sea en favor o en contra... afirman que toda esta doctrina consiste en último término en atribuir la superioridad o la acción decisiva al factor económico» (MH, 6). Es acaso lamentable, pero es un hecho que, más de un siglo después, la gran mayoría de los que se refieren al marxismo, «sea a favor o en contra», siguen abonando este quid pro quo en detrimento de la letra y el método de Marx.

La explicación dialéctica no se separa de la ecléctica por su número de causales sino que –a diferencia del eclecticismo, que las apila sin orden ni concierto y no atina a definir los determinantes esenciales– el método dialéctico parte de integrar los factores en una totalidad que los ordena y les da jerarquía relativa[16].

Pero, a diferencia del marxismo vulgar, ese ordenamiento de factores no está predeterminado de una vez y para siempre, en una escala rígida en la que lo económico tiene siempre garantizado el trono. Lo que Labriola resalta a cada momento es precisamente que ese orden y jerarquía (que existe) entre las múltiples causales no puede establecerse a priori, sino que para cada caso exige un estudio concreto y pormenorizado. De otro modo, se cae en el ridículo de explicar cada terceto de la Divina Comedia por la estructura económica de la Italia prerrenacentista[17].

Lo relativo y lo verdadero del error

La dialéctica en la explicación histórica y en la elaboración teórica presupone, asimismo, la capacidad de apreciar lo verdadero dentro del error: «No basta con rechazar una opinión, con afirmar rotundamente que es errónea (...) No basta con rechazar el error: es necesario vencerlo y superarlo, explicándolo» (MH, 6). Esta molestia que no suelen tomarse muchos polemistas marxistas, lejos de constituir un recurso retórico, es un paso hacia la verdad, que progresa por la comprensión y superación del error: «Así es que los factores históricos que corren por la mente y por los escritos de muchos indican alguna cosa que es mucho menos que la verdad, pero mucho más que el simple error, en el sentido grosero de deslumbramiento, de ilusión y de equivocación. Son el producto necesario de un conocimiento que está en camino de desarrollarse» (MH, 6).

Este método es un derivado directo de la Lógica de Hegel, y en particular de su distinción entre esencia y apariencia. Incluso los marxistas suelen olvidar que la apariencia no es simplemente una manifestación falsa de la esencia, sino que, justamente por constituir el reverso de la esencia, tiene una relación con ella que debe ser explicada. La comprensión de la apariencia no es un acto de mero descarte, sino parte constitutiva del proceso de descubrimiento de la esencia. Labriola ilustra esto con un ejemplo histórico: «Lutero... no supo nunca... que la impulsión de la Reforma fue un estadio en la formación del Tercer Estado y una rebelión económica de la nacionalidad alemana contra la explotación de la corte papal (...) El estudio de... el afirmarse de la burguesía de ciudad contra los señores feudales; el crecimiento del señorío territorial de los príncipes a costa del poder... del emperador y del Papa y la violenta represión del movimiento de los campesinos y... de los anabaptistas nos permiten actualmente rehacer la genuina historia de las causas económicas de la Reforma. Pero esto no quiere decir que a nosotros nos sea dado separar el hecho acaecido del modo en como sucedió, y desanudar su integralidad circunstancial por medio de un análisis póstumo que resulte subjetivo y simplista (...) Solamente el amor a la paradoja (...) puede haber inducido a algunos a la creencia de que para escribir la historia basta poner en evidencia tan sólo el momento económico..., arrojando todo el resto como inútil fardo» (MH, 3).

El método dialéctico en El capital

El capital era para Labriola el único ejemplo de realización de la integración de la doctrina de Marx (aunque a la vez ridiculiza a los que quieren tomar esta obra por «Biblia del socialismo»). Desde su punto de vista, uno de los méritos principales de la obra yace en su método, que le permite utilizar, por ejemplo, la descripción histórica sin caer en el historicismo vulgar, y poner al descubierto la estructura de la sociedad capitalista de manera crítica y genética: «El hilo conductor de esta génesis es el procedimiento dialéctico. Y éste es el punto escabroso que pone en muy triste condición a todos los lectores de El capital, que... aportan las costumbres intelectuales de los empiristas, de los metafísicos o de los padres definidores de entidades concebidas in aeternum» (SF, 2) [18].

Precisamente la redacción de El capital es la que le aporta a Marx el desarrollo y aplicación a un objeto de estudio específico del método concreto-abstracto-concreto, cuya formulación más explícita se encuentra en los Grundrisse[19]. Es admirable y a la vez revelador de lo profundo de la penetración de Labriola que, sin haber tenido éste jamás acceso a aquellos textos, publicados más de treinta años después de su muerte, haya sido capaz de mantener su enfoque metodológico en entera concordancia con la obra de Marx. Veamos un ejemplo: «La unidad intuitiva es el escenario sobre el cual se desarrollan los casos, y para que el relato tenga relieve, enlace y perspectiva, se precisan puntos de orientación y medios de reducción. En esto consiste el primer origen de aquellas abstracciones por las que los varios lados de una determinada complejidad social van poco a poco separándose de su cualidad de simples aspectos de un conjunto y, generalizados, conducen luego a la doctrina de los presuntos factores. Estos factores, en otros términos, se originan en la mente por medio de la abstracción y de la generalización de los aspectos inmediatos del movimiento aparente (...) Se mantienen en la mente hasta que quedan reducidos y eliminados por una nueva experiencia o se encuentran reabsorbidos por una concepción más general, sea genética, evolutiva o dialéctica (...) En este campo del conocimiento, así como en el de las ciencias naturales, la unidad de principio real y la unidad de tratamiento formal no se encuentran nunca al principio, sino al final del largo camino» (MH, 6).

La superioridad de este planteo teórico se ve realzada por el hecho de que resulta en todo consecuente con la crítica al determinismo. En el fondo, todas las versiones antidialécticas del marxismo terminan cayendo en la negación o minimización del lugar del sujeto, y el objetivista termina siendo presa fácil del pensamiento metafísico. Labriola se burla de los desorientados lectores de El capital que caen en el fetichismo del capital, del dinero, del salario o de la mercancía, en la medida en que atribuyen a estas categorías vida propia, pero es aún más acerbo con las «vulgarizaciones de la sociología marxista» en las que «las condiciones, las relaciones, las correlaciones de coexistencia económica adquieren un cierto elemento fantástico de autonomía superior a nosotros» (SF, 5). Sólo cabe agregar aquí que esa «fantástica autonomía» de las «condiciones y correlaciones» son las que están en la base del marxismo estructuralista y su concepto de «proceso sin sujeto»[20].

IV. Algunas cuestiones epistemológicas

El programa de unificación de la ciencia social

Nos adentramos ahora brevemente en el terreno de la reflexión sobre la ciencia y su relación con el marxismo. Ya hemos dicho que el desarrollo del materialismo histórico está en muchos casos en el origen mismo de la creación y expansión de toda una serie de disciplinas de lo que hoy se llaman «ciencias humanas». Por otra parte, es coherente con la matriz dialéctica y totalizadora del marxismo la instintiva desconfianza frente a la especialización, fragmentación y compartimentación del conocimiento sobre el hombre y la sociedad. Sin duda, esta situación se debe en buena medida a la acumulación de saberes específicos que, en la medida en que se vuelven más voluminosos y complejos, adquieren status de ciencias o ramas de la ciencia por derecho propio. No obstante, esta espiral ascendente de erudición encierra un peligro palpable: el de confinar la elaboración dentro de los estrechos límites de la propia disciplina y perder la conexión con el conjunto que la hace inteligible[21].

El propio marxismo no ha permanecido ajeno a estas tendencias. De «teoría general unitaria de la revolución social», como la llamaron Karl Korsch y Georg Lukács, entre otros, pasó a hablarse, en el curso del siglo XX, de una economía, filosofía, sociología, historiografía, antropología, etc., marxistas. Ya en la década del 20, Korsch se quejaba de que la integralidad de la concepción marxista «se convierte en los epígonos en algo completamente adialéctico: una de las direcciones la convierte en una especie de principio heurístico para la investigación científica particular; en otra de las direcciones, (...) en una serie de principios teóricos sobre la conexión causal de los fenómenos históricos (...). Se convierte, por tanto, en algo que podríamos definir... como una sociología general sistemática» (Marxismo y filosofía).

Por oposición a esta «sociología comprehensiva», el punto de vista del marxismo es el de un monismo de la vida social: «Las varias disciplinas analíticas –expone Labriola– (...) han acabado por traer finalmente la necesidad de una ciencia social común y general, que haga posible la unificación de los procesos históricos. Y de tal unificación la doctrina materialista señala precisamente el último término y, mejor, el ápice» (MH, 6).

Ahora bien, esto no significa mirar con desprecio el inmenso conjunto del conocimiento específico desde un Olimpo de generalidad vacía. Semejante actitud, que no ha sido ajena a algunos grupos dogmáticos y sectarios, condenaría a la investigación marxista a la esterilidad. Pero al mismo tiempo, el monismo dialéctico es un principio-guía metodológico esencial. Como explica Henri Lefebvre, «La especialización parcelaria de las ciencias de la realidad humana (...) tiene un sentido. La totalidad no puede ser captada, como en tiempos de Marx, de manera unitaria (...). Y sin embargo, no podemos perpetuar la separación de las ciencias parcelarias. Esta separación olvida la totalidad: la sociedad como un todo y el hombre total» (Sociología de Marx, 1964).

También en este caso, el planteo de Labriola con relación a la combinación de la totalidad y las partes, el conjunto y el detalle, asume un carácter admirablemente dialéctico y balanceado: «A la metódica división del trabajo debemos la erudición precisa, es decir, la masa de conocimientos declarados, seleccionados y sistematizados sin los cuales toda historia social vagaría siempre por lo puramente abstracto, formal y terminológico. El estudio específico... ha ayudado, como ayuda cualquier otro estudio empírico (...) a refinar los instrumentos de la observación y a encontrar en los mismos hechos que artificialmente fueron separados del conjunto los engranajes que los unen al complejo social» (MH, 6). En resumen: «El resultado ha de ser así: por un lado, tendencia (formal y crítica) al monismo; por el otro, capacidad de mantenerse equilibradamente en un campo de investigación especializada. Por poco que se aparte uno de esa línea recae en el empirismo simple (la no-filosofía) o salta a la hiperfilosofía, a la pretensión de representarse el Universo en acto como si se poseyera intuición intelectual de él» (SF, 6)[22].

Cabe preguntarse en qué medida, dado el desarrollo de las disciplinas particulares, es posible sostener el programa de unificación de la ciencia. La respuesta es que la fragmentación de la vida social y la especialización lo hacen aún más necesario que antes. Incluso en el terreno de la ciencia académica, no son pocas las voces que se alzan en el sentido de buscar estrechar y no ahondar la brecha existente entre los distintos campos del saber. Que esta búsqueda tenga el nombre de interdisciplinariedad u otro cualquiera no es esencial. Ya Lefebvre, en los años 60, daba cuenta críticamente de esta tendencia y de sus conexiones y diferencias con el enfoque marxista: «El pensamiento marxista (...) no es tampoco la concepción interdisciplinaria, que trata de corregir, no sin peligros de confusión, los inconvenientes de la división parcelaria del trabajo en las ciencias sociales. La investigación marxista se refiere a una totalidad diferenciada, centrando la investigación y los conceptos teóricos en torno a un tema: la relación dialéctica entre el hombre social activo y sus obras» (Sociología de Marx).

El status epistemológico de El capital

Prácticamente desde su aparición, la obra magna de Marx ocupa un lugar indiscutido como crítica revolucionaria y análisis científico (separación que ya en sí misma es objetable). En virtud de su solidez teórica, su capacidad analítica y su fecundidad, El capital se ha sostenido incluso en los ámbitos de la academia burguesa y es una referencia insoslayable en toda una serie de ramas de las ciencias sociales. Sin embargo, esta misma proteicidad teórica conlleva un peligro: el de estar expuesto a la disección casi microscópica de una reflexión de carácter crítico y orgánico sobre el orden social capitalista. Fragmentación favorecida, justamente, por la creciente especialización y el decreciente tamaño de los objetos de estudio.

Esto ya era cierto en tiempos de Labriola: «Todo es posible para los eruditos, para los rastreadores de temas de tesis (...) [En vez de] la erudición que deslíe los productos unitarios en adminículos de póstumo análisis, prefiero dejar a El capital su integridad, producida... por... los conocimientos que en su estado diferenciado se llaman de lógica, o de psicología, o de sociología, de derecho, de historia en el sentido obvio, aparte de la singular flexibilidad y ondulación del pensamiento que es la estética de la dialéctica. Por eso aquel libro, aunque analizable en los detalles, es y será siempre inasible en su conjunto para los empiristas puros, para los escolásticos de las definiciones tajantes..., para los utópicos de todo estilo» (SF, 6)[23].

No obstante, la necesidad de un abordaje dialéctico, que ya hemos tratado, no es el único obstáculo a la hora de establecer una «clasificación epistemológica» de la obra. En realidad, la cuestión que se plantea aquí es la relación más general entre marxismo y ciencia. Sobre esto no nos es posible extendernos, sino sólo dejar señalado que la clave para dilucidar esa relación está, nuevamente, en el tipo de entrada metodológica que se haga al propio marxismo.

Si se lo concibe como una mera corriente intelectual que se distingue de las otras sólo por su método particular (sea éste el dialéctico o cualquier otro), naturalmente, no podrá más que aspirarse a la bendición del establishment científico y acatar sus dictados. Tal es el caso de una cantidad de investigadores que se consideran marxistas (y que lo son por formación intelectual), cuya producción es en muchos casos valiosa.

Si, en cambio, se parte del punto de vista que hasta aquí hemos desarrollado, y que parece recoger la tradición más viva y genuina del marxismo, está claro que el vínculo entre éste y la ciencia no puede ser de sumisión sino de diálogo crítico. Así lo resume K. Korsch: «el marxismo no ha sido jamás una ‘ciencia’ ni puede serlo mientras se mantenga fiel a sí mismo. No es economía, ni filosofía ni historia, ni cualquier otra ‘ciencia del espíritu’ o combinación de tales ciencias, todo ello entendido en el sentido burgués de ‘cientificismo’. La obra económica fundamental de Marx (...) contiene más bien, desde el principio hasta el fin, una crítica de la economía política» (Marxismo y filosofía).

Ciencia, filosofía y conocimiento

La relación entre estos términos, uno de los problemas sobre los que Labriola pone especial atención, ha sido siempre objeto de polémica. A la luz de lo expuesto hasta aquí, podría parecer que el «triple carácter del marxismo» –como cosmovisión, como crítica de la sociedad existente y como programa de acción– debiera mantenerlo aparte de tales disquisiciones. De hecho, los contemporáneos de Labriola tenían, como se ha dicho, una actitud condescendiente o directamente desdeñosa hacia los problemas filosóficos, como producto del ambiente intelectual positivista de esa época. En la II Internacional, incluso en sus alas más radicales, las discusiones sobre filosofía eran vistas casi como de índole privada o «literaria»; eran pocos quienes se atrevían a sugerir que declararse partidario de Kant, de Schopenhauer o de Hegel pudiera tener implicancias de orden político práctico.

El debate intelectual general estaba dominado por el cientificismo. Todavía en la década del 20, Korsch podía criticar a los «marxistas que... han imaginado la supresión de la filosofía por Marx y Engels como una sustitución de esa filosofía por un sistema de ciencias positivas, abstractas y adialécticas». Y sólo en contados círculos marxistas se sostenía que «la concepción materialista de la historia (...) en tanto que refutación y superación crítica de la ciencia y la filosofía burguesas, siguen siendo, en un aspecto, inevitablemente una ciencia y una filosofía. Pero en el otro aspecto sobrepasan... el horizonte filosófico y científico burgués» (Marxismo y filosofía).

Uno de los pocos antecedentes de esta formulación, en el contexto de la socialdemocracia europea, era precisamente la reflexión teórica de Labriola, con ciertos matices propios seguramente algo menos críticos: «la eliminación completa de la divergencia tradicional entre la ciencia y la filosofía es una tendencia de nuestro tiempo (...) Esa misma tendencia justifica la frase filosofía científica (...) Mas si esa expresión puede tener alguna vez réplica práctica y probante será precisamente en el materialismo histórico (...). Allí la filosofía está tan en la cosa misma (...) que el lector... nota que el filosofar no es sino la función misma del proceder científicamente» (SF, 5).

El «programa» teórico de Labriola, entonces, postula la capacidad superadora e integradora del marxismo con relación a la ciencia y la filosofía, antes que una postura más de oposición radical como la que sostendría luego Korsch (diferencia atribuible, en parte, a un contexto histórico fundamentalmente modificado por la Gran Guerra y la revolución rusa). Por eso, su inclinación intelectual es a formular las condiciones de concreción de la «tendencia a fundir ciencia y filosofía»: «Para el que no ha llegado a ella, la filosofía es como el más allá de la ciencia. Y para el que ha llegado a ella, la filosofía es la ciencia llevada a perfección» (SF, 6).

Sin embargo, Labriola, enteramente refractario al utopismo y a la especulación, se refiere en todo momento a la relación entre ciencia y filosofía como cruzada por una tensión en cierto modo irresoluble; de allí que se exprese en términos de tendencia histórica, como si se tratara de una aproximación asintótica o idea regulativa: «a) el ideal del saber debe consistir en que cese la oposición entre ciencia y filosofía; b) pero como la ciencia (empírica) se encuentra en continuo devenir (...), mientras tanto se ha acumulado y se acumula bajo el nombre de filosofía la suma de los conocimientos metódicos y formales, y c) así también se mantiene la oposición entre ciencia y filosofía y se mantendrá como término y momento siempre provisional». Situación que se ilustra con el siguiente ejemplo: «Basta pensar en Darwin para darse cuenta de cuánto importa proceder cautamente al afirmar que la ciencia de hoy es por sí misma el final de la filosofía. Darwin ha revolucionado sin duda el campo de las ciencias del organismo y, con ellas, la entera concepción de la naturaleza. Pero Darwin mismo no tuvo conciencia del alcance de sus descubrimientos; no fue el filósofo de su ciencia» (SF, 5).

El punto de vista de cierto «optimismo epistemológico» de Labriola se hace patente en su polémica contra el agnosticismo y en particular contra el por entonces muy en boga Herbert Spencer: «todo lo cognoscible puede ser conocido, y todo lo cognoscible será realmente conocido en el infinito; más allá de lo cognoscible no hay nada que pueda importarnos en el campo del conocimiento. (...) [De este modo] se resuelve aquel carácter absoluto del conocimiento que era para los idealistas un postulado de razón o una argumentación ontológica. Aquella cierta cosa (la llamada en sí), que... no se conocerá nunca, pero de la que se sabe que nunca será conocida, no puede pertenecer al campo del conocimiento, porque no hay conocimiento de lo incognoscible» (SF, 6).

Esta vigorosa afirmación de la capacidad del pensamiento para conocer, comprender y transformar la realidad no quedó sin descendencia en el marxismo del siglo XX. Daremos sólo dos ejemplos. El primero, el célebre y (hoy aún más) provocador epigrama con que Lefebvre iniciaba su Lógica formal, lógica dialéctica: «El conocimiento es un hecho». Y el segundo, el cierre de León Trotsky en una reunión dedicada al aniversario del químico Mendeleiev en 1925, en Moscú. Oponiéndose a la divisa Ignoramus et ignorabimus que, digamos de paso, es el grito de guerra del nihilismo epistemológico posmoderno–, respondía el revolucionario ruso: «el pensamiento científico, uniendo su suerte a la de la clase que asciende, replica ¡Mentís! ¡Lo impenetrable no existe para el pensamiento consciente! ¡Lo alcanzaremos todo! ¡Dominaremos todo! ¡Lo reconstruiremos todo!» («El materialismo dialéctico y la ciencia. La continuidad de la herencia cultural», en Literatura y revolución).

Por último, digamos que ese optimismo y esa confianza en la razón científica llevan a Labriola a afirmar, en uno de los pocos pasajes en que su sentido crítico aparece mellado por el espíritu de la época, que «esta ciencia, que la época burguesa... ha fomentado y agigantado, es la única herencia de los siglos pasados que el comunismo acepta y hace suya sin reservas» (MH, 10). Esta afirmación hace patente uno de los déficits más serios del movimiento socialista europeo contemporáneo de Labriola, relacionado con una visión poco crítica o directamente acrítica de la modernidad como proyecto y de la ideología del progreso, aunque luego veremos que Labriola es uno de los que menos merece ese cargo.

En todo caso, la excepción que se hace con la ciencia es equivocada: ni siquiera esa «herencia» puede ser reapropiada por el movimiento de la clase trabajadora sin ninguna «reserva».

Corresponde argumentar brevemente esta afirmación, a la que concurren varias razones de peso. Una de ellas es que el desarrollo de la globalización capitalista y de las tendencias a la colonización de cada vez más áreas de la vida social por el mercado pone de manifiesto la creciente reconfiguración de la ciencia «normal», no crítica, a merced de y subordinada a las corporaciones y los gobiernos que la financian. Y otra, no menor, es la perversión de la investigación y la elaboración científica por las presiones institucionales del mundillo académico, con su formalismo y sus exigencias de publicación permanente –en detrimento de la calidad–, so pena de perder prestigio, subsidios, etc. En tal sentido, hace ya más de treinta años que Jerome Ravetz puso al desnudo la influencia corruptora del capital en la comunidad científica. Ejemplos de ella son la «shoddy science» (ciencia de baja calidad, pero aceptada por los mecanismos de autocontrol institucional en aras de la financiación o la falta de rigor[24]), la «reckless science» (áreas de la ciencia cuyos efectos quedan fuera de control, como la genética molecular y los problemas que plantea el avance de la clonación) y la «dirty science» (la ciencia orientada a la producción de armas nucleares, químicas y biológicas, junto con la desentendida de los problemas ecológicos)[25].

Mencionaremos aquí sólo dos de las consecuencias de esta gravísima situación, que según Mario Bunge, insospechable de marxismo, puede adelantar una fase de degradación de la ciencia. En primer lugar, una tremenda desigualdad en el desarrollo científico, en el que las disciplinas no favorecidas por el mercado enfrentan la penuria financiera y el estancamiento. Como dice el epistemólogo australiano A. Chalmers, «es probable que la inversión en investigación... esté influida de tal forma por los gobiernos y monopolios industriales que no puedan aprovecharse ciertas oportunidades objetivas» (Qué es esa cosa llamada ciencia, 1982). Y en segundo lugar, relacionado con esto, el creciente vuelco de recursos hacia la investigación en ciencia aplicada y tecnología, en detrimento de la ciencia básica, amenazan transformar a ésta en «una tecnociencia pragmática y disgregada», «un agregado de tecnociencias o técnicas inconexas»[26].

Por ende, una visión marxista y crítica de la ciencia actual debe partir, según el epistemólogo argentino Alan Rush de «rechazar tanto a la ciencia burguesa en crisis y sus portavoces posmodernos... como a la ciencia burguesa clásica, desde una perspectiva alternativa de la ciencia que muestre que la decadencia y muerte de la ciencia moderna en su forma burguesa no implican el fin de la ciencia moderna misma» (Latinoamérica y el síntoma posmoderno, 1998, p. 150)[27]. Ya tendremos ocasión de retomar otros aspectos de la ubicación del marxismo en el debate modernidad-posmodernidad.

V. Materialismo histórico y filosofía de la historia

Teleología, fatalismo, marxismo

Al hablar de materialismo histórico –nombre con que se conocía al marxismo en tiempos de Labriola, mucho antes de la codificación del «materialismo dialéctico» por el estalinismo– no siempre se interpretaba el mismo sentido de la expresión, como lo señala la crítica a los «asnales lectores de impresos que tan a menudo confunden la historia económica, la economía histórica y el materialismo histórico» (MH, 11). Por otra parte, incluso hoy, y como consecuencia de la vulgarización grosera del marxismo, muchos tienen la vaga idea de que éste equivale a una mezcla informe de economicismo e historicismo.

Más allá de estos malentendidos demasiado difundidos, queda en pie la cuestión de la filosofía de la historia que subyace en la doctrina marxista. Y aquí, una vez más, nuestro autor se ve obligado a reponer el pensamiento original de Marx frente a las bárbaras tergiversaciones de que era –y sigue siendo– objeto. Por supuesto, la más importante, y a la que tangencialmente nos hemos referido en la crítica al determinismo, es aquella visión de la historia que la concibe atada a un fin o telos (teleología). Una variante de esto es la idea de que la historia sigue un curso «racional» o de que es pasible de algún tipo de explicación «natural».

Todo este género de filosofías de la historia ha sido, en algún momento y lugar, entendido como materialismo histórico. Es irónico que los marxistas de la II Internacional, que miraban con prevención la herencia filosófica hegeliana –aun a sabiendas de la importancia que Marx y Engels atribuían a ésta–, hayan abrazado justamente aquel aspecto de la filosofía de Hegel que los fundadores juzgaban menos aprovechable: su concepción teleológica de la historia. Por eso Labriola admite que «puede muy bien darse el caso, y de hecho se ha dado en parte, de que (...) hallen estímulo y ocasión hasta en el materialismo histórico para forjar (...) una nueva filosofía de la historia (...) también la concepción materialista puede convertirse en forma de argumentación de tesis y servir para forjar nuevos prejuicios antiguos, como el de una historia demostrada, demostrativa y deducida» (MH, 5).

Contra cualquier pretensión de racionalizar el curso de la historia, Labriola pone las cosas en su lugar: «La historia está llena de errores, lo que quiere decir que si todo fue necesario (...), si todo tuvo su razón suficiente, no todo fue razonable (...) La ignorancia –que a su vez también puede ser explicada– es no pequeña causa del modo en como la historia ha procedido» (MH, 6).

Si no hay racionalidad inmanente de la Historia con mayúsculas y tampoco explicación «natural» (los ejemplos específicos que da Labriola al respecto son muy ilustrativos), tampoco es válido concebirla como una unidad que se encamina hacia un fin, esto es, «la filosofía histórica de designio desde San Agustín a Hegel». En realidad, la herencia de Hegel en la visión marxista de la historia no pasa por su racionalismo teleológico, sino por el hecho de que sienta las bases para una crítica inmanente, no externa, del devenir histórico: «En este paso desde la crítica del pensamiento subjetivo, que examina desde fuera las cosas e imagina poder corregirlas, a la inteligencia de la autocrítica que la sociedad ejerce sobre sí misma en la inmanencia de su propio proceso, consiste solamente la dialéctica de la historia que Marx y Engels, solamente en cuanto eran materialistas, sacaron del idealismo de Hegel» (MH, 7).

Por eso el marxismo «no pretende ser la visión intelectual de un gran plan o designio, sino solamente un método de investigación y de concepción. No habló Marx porque sí de su descubrimiento como de un hilo conductor (...) [análogo] al darwinismo, que es también un método, y no es ni puede ser una modernizada repetición de la... Naturphilosophie de Schelling y sus compañeros» (MH, 5). Labriola, así, despeja toda posibilidad de equívoco: «No hay lugar aquí, en nuestra doctrina, para confundirse con el darwinismo ni... la concepción de una forma cualquiera, mítica, mística o metafórica, de fatalismo» (MH, 4).

La historia es, por supuesto, el resultado de la acción humana. Pero esa acción ha sido hasta ahora tanto conciente como no conciente; el control que el hombre organizado socialmente ejerce sobre el devenir no es siempre equivalente a cero (como creen los fatalistas y deterministas de toda índole) ni es nunca tampoco, naturalmente, total. Para usar la expresión de Marx, sólo en la medida en que el hombre pueda aumentar ese control es que podrá hablarse de verdadera historia humana y no de «prehistoria», en la que predominan la acción inconsciente y los factores creados por el hombre pero independizados de su arbitrio por obra de las relaciones sociales[28].

La crítica marxista al Estado

Sólo una vez planteado de esta manera el marco conceptual del materialismo histórico es apropiado hacer referencia a toda una serie de «estudios de caso» típicos en cualquier exposición de la teoría marxista. Así, Labriola pasa revista al origen de las ideologías (MH, 7), así como de la ciencia, el arte y la moral (MH, 10). En una solapada referencia a todo un sector de la socialdemocracia internacional, dedica casi medio capítulo (MH, 8) a la ideología de la autonomía del derecho (el «cretinismo jurídico» del que se mofaría luego el ala revolucionaria de la II Internacional). No podemos dejar de mencionar aquí dos análisis específicos particularmente brillantes que muestran la solidez, fecundidad y capacidad explicativa del materialismo histórico cuando se utilizan sus verdaderas herramientas conceptuales (en primer lugar el método dialéctico): la revolución francesa (MH, 7) y, especialmente, el cristianismo (SF, 9).

Nos detendremos ahora en la teoría del Estado, que tiene un doble interés: histórico, en la medida en que la actitud hacia el Estado fue posiblemente la piedra de toque que marcó la línea divisoria entre reformistas y revolucionarios en la II Internacional al estallar la Gran Guerra; actual, en tanto los problemas políticos y estratégicos que se derivan de esa pugna ideológica siguen hoy completamente vigentes.

Sobresale en la exposición de Labriola la importancia de la comprensión de la génesis histórica del Estado, que tiene consecuencias teóricas y políticas. En efecto, para quienes el Estado no es otra cosa que la configuración ineluctable que asume cualquier forma de asociación humana estable, está claro que esa institución se ha naturalizado. Es decir, se trata de un ente consustancial a la sociedad: no puede haber sociedad sin Estado, a riesgo de caer en la disolución. Esta ideología –cuya reproducción como sentido común incuestionable no ha variado desde los tiempos de Labriola– borra convenientemente toda traza de su carácter de clase. Esto es, de sus funciones de defensor del dominio de las clases superiores y, como lo define Labriola, «garante de las antítesis sociales» (a despecho de que desde los políticos burgueses hasta los maestros de escuela le asignen el rol exactamente opuesto, el de garante de la igualdad social). La profundidad de esta concepción en Labriola queda patentizada, como anticipáramos, por su inmediata reacción contra el lanzamiento de la estrategia reformista por parte de Eduard Bernstein[29].

Recomendamos al pasar el impecable análisis de la relativa autonomía del Estado y de la casta burocrático-administrativa que genera, seguida de una reflexión sobre el origen de la corrupción más reveladora e instructiva sobre el tema que mil editoriales de los plumíferos de la prensa burguesa. Pero queremos ahora desarrollar la postura simétricamente opuesta a la que naturaliza el estado; esto es, la que hace de él un ente totalmente externo a la vida social.

Aquí se ingresa en el terreno de la polémica con las corrientes anarquistas. Sin duda, lo adviertan o no los reformistas de toda clase, el Estado tiene origen, funciones y estructura indisolublemente relacionadas con la defensa violenta de un sistema de clases. «Pero no por esto –advierte Labriola– el Estado es una simple excrecencia o un puro accesorio del cuerpo social (...) Si hasta ahora la sociedad ha ido a parar hacia el Estado es porque ha tenido necesidad de este complemento de fuerza y autoridad tales, por ser precisamente sociedad de desiguales por efecto de las diferenciaciones económicas» (MH, 8).

Esta nueva crítica inmanente, no externa, del Estado, es una continuación de la ya mencionada inmanencia de la historia, y constituye un principio teórico y metodológico a cuyas implicancias más hondas pronto nos referiremos[30]. Pero adelantamos que lo que está en juego, no sólo con relación al Estado sino también al capitalismo mismo, es qué forma, métodos y estrategia va a adquirir la contestación al sistema. Y allí se abren por lo menos tres caminos: a) la adaptación a las instituciones económicas y políticas vigentes; b) la «ruptura absoluta» y la construcción social y política por fuera o en los márgenes del sistema, y c) la ruptura revolucionaria de las instituciones que asume una superación y una necesaria transición entre el nuevo y el viejo orden, es decir, con una institucionalidad que surge y otra que desaparece en medio de una combinación de formas nuevas y viejas[31].

En este último caso, conviene retener la idea de superación, en su sentido hegeliano. El punto de vista marxista sobre el Estado, como se desprende de una visión dialéctica del problema, no es de pura negación. Como explica Labriola, «el socialismo científico, por lo menos idealmente, ha superado al Estado y, superándolo, lo ha comprendido a fondo tanto en su modo de origen como en las razones de su aparición natural. Y lo ha entendido precisamente porque no se le levanta en contra de modo unilateral y subjetivo, como hicieron... los sectarios religiosos, cenobitas visionarios y utopistas de conventículo, y por último los anarquistas de toda clase y color. Mejor aún, en lugar de levantarse contra él, el socialismo científico ha procurado enseñar que el Estado se subleva continuamente contra sí mismo, creando en los medios de que no puede prescindir, por ejemplo, hacienda colosal, militarismo, sufragio universal, extensión de la cultura, etc., las condiciones de su propia ruina» (MH, 8).

Marxismo y estatismo

La comprensión de la génesis histórica y la necesidad del Estado y de la política asume una importancia decisiva en el pensamiento marxista, porque le permite abrirse paso entre dos posturas antitéticas pero igualmente unilaterales. Por un lado, representa una crítica al anarquismo y otras variantes utopistas hoy en boga, que reaccionan contra las condiciones insoportables que la globalización capitalista impone a la vasta mayoría de la población, pero que asimismo reflejan el desencanto con un «marxismo» y un «socialismo» vistos como fracasados e inatractivos. Y por el otro, el auténtico marxismo es profundamente refractario a la idolatría estatal y el reduccionismo politicista en los que suelen caer las organizaciones políticas que se reclaman socialistas.

Este punto merece algunas aclaraciones, en la medida en que, en parte basándose en experiencias reales y en parte como puro prejuicio ideológico, existe en amplios sectores sociales, sobre todo juveniles, un rechazo a las prácticas políticas concebidas como «tradicionales» e identificadas con el accionar de los partidos políticos, incluidos los de izquierda. Un sentimiento tal es, ni que decir tiene, convenientemente explotado por las organizaciones que medran políticamente con un discurso antipolítica y antipolíticos. Pero es indiscutible que expresa un problema real.

Durante mucho tiempo, la teoría y la práctica de la gran mayoría de las organizaciones políticas revolucionarias y de izquierda han hecho de la conquista del poder estatal poco menos que un fetiche[32]. Y no sólo eso, sino que, incluso en los marcos del Estado capitalista, se ha hecho muchas veces apología «marxista» de la acción o de la propiedad estatal. La cuestión de las privatizaciones es ilustrativa al respecto: mientras con toda justicia se rechazaba el intento de traspasar determinadas áreas de la vida social bajo la égida directa del mercado capitalista, muchas veces se pasaba por alto que esas actividades ya estaban bajo la órbita y el control del estado capitalista. Se tendía a mezclar de manera indiferenciada los conceptos de «estatal», «nacional», «público» y «social», confusión que sólo puede beneficiar a la ideología interesada en ocultar que el estado es el «garante de las antítesis sociales». La acusación de «estatismo» que suele esgrimirse contra la izquierda y la equivalencia establecida entre socialismo y estatismo[33] –por parte tanto de amigos como de enemigos– tienen, ciertamente, lugar donde apoyarse.

Análogamente, la actividad política entendida de manera estrecha resultaba ser un no sólo un ámbito capaz de integrar otras prácticas en una totalidad superior (lo cual es correcto y debe reafirmarse[34]), sino que se hipertrofiaba hasta el punto de colonizar todos los demás aspectos de la vida y vaciarlos de su contenido específico, incluso convirtiéndose casi en fuente de alineación.

En todos estos casos, se plantea un delicado equilibrio entre teoría y práctica, entre fines y medios, entre lo individual y lo social, entre lo particular y lo general, que no puede resolverse con recetas sino sólo mediante la práctica concreta y la reflexión permanente sobre ella, con el método marxista como guía y no como talismán.

El comunismo y el sentido de la historia

Hemos pasado revista y descartado las formulaciones que, apoyándose formalmente en la doctrina marxista, postulan concepciones o filosofías de la historia cuyo sentido y método son ajenos al marxismo. Insistimos: debe ser rotundamente rechazada toda pretensión de transformar al materialismo histórico en una teodicea racional, en una justificación de una sucesión fija de etapas históricas, en un rígido esquema del «curso del mundo» con un final predeterminado. La Historia con mayúsculas no es el sucedáneo laico de la voluntad de Dios, el Destino o la Divina Providencia. No constituye un sujeto autónomo, independiente de la acción humana. En palabras de Marx: «La Historia no hace nada... no es, ciertamente, la ‘historia’ la que se sirve del hombre como medio para realizar sus propios fines, como si fuera un individuo particular. La historia no es sino la actividad del hombre que persigue sus propios fines» (K. Marx y F. Engels, La sagrada familia, 1845).

Ahora bien, es cierto que pueden traerse a colación citas de Marx en las que pareciera afirmar un curso ineluctable (y optimista) de la historia. Pero esto en el fondo no es más que un malentendido, porque es necesario distinguir dos planos en el discurso: el teórico o «científico», por un lado, en el que la seriedad y rigurosidad de Marx y los buenos marxistas está fuera de discusión, y el «político» (ideológico, dirían irónicamente sus detractores), cuyo fin no es la exposición sistemática sino el llamado a la acción. Ambos niveles del discurso no reconocen, por supuesto, una separación nítida y explícita: ni topológicamente ni, lo que es más importante pero da lugar a estas confusiones, metodológicamente. No obstante, es evidente que tienen su especificidad, y que es una operación polémica espuria suponer –por dar un ejemplo simple– que el enunciado «los proletarios no tienen que perder más que sus cadenas» constituye una formulación acabada de la sociología marxista de las clases (aunque sin duda se apoya en ella).

Esta digresión es pertinente para entender por qué Labriola, por ejemplo, después de haber aclarado hasta el cansancio que el marxismo rechaza el determinismo histórico y toda forma de teleología, ofrece una formulación como éstas: «¿Puede haber una sociedad sin Estado? (...) ¿Podrá alguna vez existir una forma de producción comunista con tal división de trabajo que no pueda dar lugar al desarrollo de las desigualdades (...)? En la respuesta afirmativa a tales preguntas consiste la totalidad del socialismo científico, en cuanto éste enuncia el advenimiento de la producción comunista no como postulado de crítica ni como meta de una elección voluntaria, sino como resultado del proceso inmanente de la historia». E incluso, más explícitamente: «En la respuesta afirmativa a tales preguntas está la suma de lo que el comunismo crítico dice, o sea, predice, del porvenir. Y no dice y predice como para discutir una abstracta posibilidad (...) [sino] como quien enuncia lo que es inevitable que suceda, por la inmanente necesidad de la historia (...)» (MH, 12).

En este pasaje, al igual que en el célebre final del capítulo 24 del tomo I de El capital («Tendencia histórica de la acumulación capitalista»), es el político y agitador comunista, no el teórico, quien toma la palabra. No casualmente, ambas «arengas» se ubican cerca del cierre del texto, y representan menos un resumen conceptual que una exhortación a sacar conclusiones prácticas. Los puristas podrán, sin duda, lamentarse de la confusión que así se genera. Pero, en rigor, no podía esperarse otra cosa: después de todo, se trata de los mismos autores que han insistido en el comunismo como praxis revolucionaria, como unidad de teoría y práctica. Son comunistas integrales, no académicos de gabinete, y no buscan ser aprobados por sus colegas, sino convencer a los trabajadores y los jóvenes de que ingresen a la lucha por un nuevo orden social. Orden que no será el resultado de ningún automatismo histórico sino, justamente, de esa práctica consciente que se pretende estimular. Como lo resume otro marxista dialéctico, Herbert Marcuse, «La revolución depende, en efecto, de condiciones objetivas (...). Sin embargo, estas condiciones sólo se convierten en condiciones revolucionarias si son captadas y dirigidas por una actividad consciente, que tenga en cuenta el objetivo socialista. No existe ni el atisbo de una necesidad natural o inevitabilidad automática que garantice la travesía del capitalismo al socialismo» (Razón y revolución, 1941).

VI. El marxismo y los problemas de la modernidad

Labriola contra el optimismo ingenuo de la II Internacional

Una de las ideas-fuerza de la configuración civilizatoria o régimen sociocultural que llamamos modernidad fue, desde sus mismos inicios[35], la fe en el progreso. Progreso de la ciencia, progreso de la sociedad, progreso de la razón y de la capacidad humana para controlar la naturaleza y mejorar la vida. Sin duda, uno de los motores y de las bases materiales de este credo optimista fue el acelerado desarrollo de las herramientas de producción y de las ciencias, en particular durante el siglo XIX. En palabras de Labriola, «la sustancia intelectual de la época burguesa [consiste en] los grandes progresos de la técnica moderna» (MH, 10).

El pensamiento de la corriente positivista, surgida en este período, era expresión de este estado de cosas en el terreno filosófico, y su impronta (junto con la del evolucionismo de raíz darwinista) teñía ostensiblemente el panorama intelectual europeo de fin de siglo. A esta influencia no era ajena la II Internacional; de hecho, el lugar que ocupaban en ella Kautsky y Bernstein constituía, en sus respectivas variantes, la refracción político-ideológica en las filas socialistas de ese ambiente de ideas y su base material.

Es en este marco de celebración optimista de un progreso de la especie que parecía ininterrumpido (sueño del que sólo la Gran Guerra haría despertar a muchos) que el marxismo de Labriola se eleva en toda su estatura dialéctica y profundamente no mecanicista. En su método filosófico se revela la aguda percepción de las íntimas contradicciones de un proceso social que la mayoría de sus contemporáneos concebía como lineal: «El progreso fue y es aún parcial y unilateral. Las minorías que salen beneficiadas sostienen que esto es el progreso humano, y los soberbios evolucionistas llaman a esto naturaleza humana que se desarrolla. Todo este progreso parcial, que hasta el presente se ha desarrollado en la opresión de los hombres sobre los hombres, tiene su fundamento en (...) todas las antítesis sociales, y de la relativa libertad de algunos ha nacido la servidumbre de muchísimos... Visto así el progreso y enseñado en su clara noción, nos parece como el compendio moral e intelectual de todas las miserias humanas y de todas las desigualdades materiales» (MH, 5).

Análogamente, frente a las utopías reformistas de entonces (y de hoy) que esperaban el advenimiento de la transformación social mediante el desarrollo de la educación de masas y la «ilustración del soberano», Labriola sostiene, con implacable lucidez y sentido crítico, que «la cultura, en la cual precisamente los idealistas sitúan la suma del progreso, estuvo y está por necesidad de hecho bastante desigualmente distribuida. (...) Todos los progresos del saber sirvieron hasta ahora para diferenciar el grupo de los adoctrinados y para distanciar cada vez más a las masas de la cultura» (MH, 5).

Labriola se ubica en absoluta contraposición a la mirada evolucionista sobre la sociedad, base del optimismo ingenuo de la gran mayoría de sus contemporáneos. Sostiene que su época no representa la marcha progresiva y triunfal de la razón, sino la dolorosa y contradictoria manifestación de las condiciones de desarrollo de la humanidad, que no es todavía capaz de controlar la lógica de un proceso histórico que se le impone como una fuerza exterior: «La historia es sin duda una serie dolorosamente interminable de miserias; el trabajo, que es la nota distintiva del vivir humano (...), que es la condición de todo progreso, ha puesto los sufrimientos, las privaciones, los esfuerzos y el aguante del mayor número de hombres al servicio de la comodidad de los menos. La historia es, pues, un infierno, y hasta podría representarse en un drama lúgubre como la tragedia del trabajo. Pero esa misma historia lúgubre ha obtenido de esa condición de las cosas –casi siempre sin que los hombres mismos lo supieran– los medios necesarios para el perfeccionamiento relativo (...). La gran tragedia no era evitable. No se deriva de una culpa o de un pecado, (...) sino de una necesidad intrínseca al mecanismo mismo del vivir social y a su ritmo procesual (...) El materialismo histórico (...) sobrepasa la antítesis del optimismo y el pesimismo, porque supera sus términos al mismo tiempo que los incluye» (SF, 8).

En un sentido similar, un autodeclarado discípulo argentino de Labriola, Milcíades Peña, sostiene que el marxismo "es profundamente optimista, porque cree que el hombre es capaz de forjar un destino cada vez más humano (...) Pero atención. El optimismo revolucionario no tiene nada que ver con el 'progresivismo' [que] cree que las contradicciones se resuelven por sí mismas a lo largo del tiempo. Así oculta al hombre su propio papel y anula el elemento humano activo, sin el cual no puede haber ningún progreso» (Introducción al pensamiento de Marx, 1958).

El sistema capitalista y la unificación contradictoria de la vida social

Una de las características centrales del régimen de la modernidad es el fin del aislamiento o la separación entre las diversas formas de organización social. El nacimiento del mercado mundial como entidad unitaria y del capitalismo como sistema universal en perpetua expansión sientan las condiciones para afirmar que «los milagros de la época burguesa en la unificación del proceso social no tienen comparación en el pasado» (MH, 12).

Pero esa configuración del proceso histórico como una totalidad crecientemente orgánica no es homogénea y lineal, sino que nace y se desarrolla desgarrada por contradicciones de origen. Es mérito de Labriola identificar esta dialéctica: «la tendencia a unificar la historia bajo una visión general (...) explica y justifica la ideología del progreso (...) Pero esta unificación de la vida social, por obra de la forma capitalista burguesa, se desarrolló (...) por medio de conflictos y de luchas (...) Guerra en el exterior, guerra en el interior. Lucha incesante entre las naciones y lucha incesante entre los componentes de cada nación. (...) Y si la ideología burguesa, reflejando la tendencia a la unificación capitalista, ha proclamado el progreso del género humano, el materialismo histórico, invirtiendo y sin proclamaciones, ha descubierto que en las antítesis estuvo hasta ahora la causa de todo suceso histórico» (MH, 12).

La actualidad de este enfoque es difícil de exagerar[36] siendo que, desde hace dos o tres décadas, tenemos ante nosotros un renovado impulso de «unificación de la vida social», la globalización capitalista[37], que es un modelo corregido y aumentado de la tendencia homogeneizante y a la vez profundamente no armónica de una sociedad basada en la explotación y la división en clases. Sin duda, el coro celebratorio de las bondades de la globalización ha mermado considerablemente de integrantes y de alcance, a la vista de las calamidades de todo género que acompañan el proceso como la sombra al cuerpo. De hecho, el desarrollo de una contestación efectiva bajo el rótulo de movimiento «antiglobalización», «altermundializador» o como se le llame representa una de las novedades más trascendentes del panorama político mundial. Sin embargo, el encuadre conceptual es de importancia decisiva para definir el rumbo y la estrategia del movimiento. Esto es, si va a orientarse hacia un radicalismo de protesta y resistencia, como un momento puramente negativo, o si avanzará hacia la constitución de una alternativa propositiva y superadora. Nuevamente estamos hablando de dialéctica, porque aquí lo decisivo es si la crítica al orden existente (y la construcción social alternativa en consonancia con esa crítica) es meramente «exterior» o, por el contrario, inmanente.

Marxismo y utopismo romántico

Desde que existe el orden capitalista, el movimiento social que, con mayor o menor grado de consecuencia y profundidad, se le opone y lo rechaza, ha sido siempre heteróclito y compuesto de varias alas. Por ejemplo, durante la segunda mitad del siglo XIX, las principales fracciones que militaban en las filas de la clase trabajadora –por entonces casi la única fuerza social organizada de los oprimidos– eran los socialistas reformistas, marxistas revolucionarios y anarquistas. A comienzos del siglo XXI, el panorama de la contestación anticapitalista es a la vez más amplio y más complejo.

Por supuesto, se ha diversificado enormemente el espectro de corrientes que son –o se dicen– parte de la tradición de la clase obrera y del marxismo. Pero además, en particular en las últimas décadas, asistimos a una explosión de subjetividades que buscan su autoafirmación –al menos en parte, ya que en su seno también conviven diversas alas– en una difusa «resistencia al sistema» o a sus manifestaciones más lesivas. Se trata de movimientos como el feminismo, el ecologismo, los de defensa y afirmación de las minorías sexuales, étnicas y religiosas, y muchos más. A esto se suma un abigarrado conjunto de organizaciones y movimientos de tipo más social, como los de campesinos sin tierra, de desocupados, de inmigrantes y otros. Naturalmente, existen también muchos tipos mixtos, porque las identidades no son unívocas: la pertenencia de clase se solapa con la de etnia, la de género, etc. Esto es particularmente visible en los movimientos indigenistas de América Latina.

Justamente esta heterogénea y multitudinaria composición de subjetividades oprimidas por el sistema ha servido –junto con una serie de derrotas políticas del movimiento obrero y socialista– de fundamento a diversas corrientes teóricas, ideológicas y filosóficas que tienen en común entonar el «adiós al proletariado» que anticipara André Gorz a comienzos de los 80. Y en casi todos los casos, este dar la espalda a la clase trabajadora como el núcleo (¡no el único componente!) del sujeto social transformador tiene la lógica consecuencia de la abjuración del marxismo como teoría y método, y finalmente del socialismo como programa. No podía ser de otra manera: sujeto, programa y estrategia tienen una conexión orgánica[38].

No nos referiremos aquí a los movimientos o sectores de ellos que aceptan explícitamente los marcos institucionales políticos y económicos del orden capitalista. Lo que nos interesa ahora es dar cuenta de cómo el abandono metodológico del «principio de inmanencia» (Korsch) conduce necesariamente a postular un más allá del capitalismo que, al ser de hecho un fuera y un al margen del capitalismo, se vuelve una vaguedad irremediablemente teñida de utopía[39]. Es el caso de las elaboraciones de John Holloway y Tony Negri[40], por ejemplo, que, más allá de sus aportes o problemas en otros terrenos, tienen la debilidad fundamental de no dar ninguna perspectiva práctica real al amplio movimiento social y político anticapitalista. Las escasas referencias al terreno político concreto, en el caso de Holloway, pasan por una celebración acrítica de la experiencia del zapatismo mexicano y del subcomandante Marcos. Hay visibles puntos de contacto entre la reflexión de Holloway y las teorizaciones del líder zapatista, y no es el menor de ellos que ambos proponen una pretenciosa «refundación crítica» que hace prácticamente tabla rasa con la tradición del marxismo y el socialismo revolucionario.

No se trata, por supuesto, de negarnos a ver los déficits y las carencias de esa tradición. Ésta, por sí sola, no puede eximirnos de un abordaje de los nuevos problemas; sólo un «marxismo» totalmente antimarxista en su espíritu dogmático (ejemplares del cual, por desgracia, abundan entre las sectas políticas) puede pretender seguir interpretando toda la realidad a partir de tales o cuales textos canónicos. Pero igual de equivocado y antidialéctico es dar alegremente la espalda a un profuso corpus teórico, político y metodológico que puede ser criticado, enriquecido y actualizado, pero no negado sin más.

El resultado de esta operación intelectual, irónicamente, no es un salto hacia delante sino una regresión romántica –implícita y a veces también explícita– al socialismo premarxista[41]. Corriente cuyos méritos y límites Labriola resume con su penetración habitual: «todo este socialismo, por utópico, fantástico e ideológico que fuese, era una crítica... a menudo genial de la Economía; una crítica unilateral, en suma, a la que solamente faltaba el complemento científico de una concepción histórica general. (...) Todas estas formas de crítica parcial, unilateral e incompleta fueron a parar efectivamente al socialismo científico. Éste no es ya la crítica subjetiva aplicada a las cosas, sino el descubrimiento de la autocrítica que está en las mismas cosas. La crítica verdadera de la sociedad es la misma sociedad que, por las condiciones antitéticas de los contrastes en que se basa, engendra por sí y en sí misma la contradicción, y ésta vence después por traspaso en una nueva forma» (MH, 7).

Este pasaje es altamente instructivo en cuanto pone de manifiesto una vez más que la crítica del orden existente sólo puede ser dialéctica si parte de las propias premisas de lo que ha de superar. Esto es, si se trata de una crítica interna, inmanente. El socialismo marxista no es una «crítica subjetiva» y externa al capitalismo, sino que encuentra en el seno mismo de éste la semilla antitética que permitirá su superación (que, siguiendo a Hegel, también es conservación).

No se trata aquí, por supuesto –como hemos insistido en todo este trabajo–, de ningún objetivismo o automatismo de las relaciones sociales. Una diferencia radical entre el marxismo y el «autonomismo» semiutópico, semiromántico, reside en que la actividad consciente del sujeto (y ni siquiera concordamos en quién es ese sujeto) no puede apostar a una construcción social que parta casi de cero. Es decir, que ignore las inmensas conquistas (que son a la vez, pero no únicamente, maquinarias monstruosas de opresión) que conforman el sustrato de la sociedad capitalista: el desarrollo de las fuerzas productivas materiales, el carácter global de la economía y la cultura, el nivel de división del trabajo.

La «nueva sociedad» y el «cambio del mundo» no pueden asentarse materialmente sobre comunas locales, huertas orgánicas, talleres artesanales y arados de madera. Tales modalidades de organización de la producción pueden sonar atractivas como reacción a la insoportable opresión de las relaciones sociales capitalistas, pero constituyen la definición perfecta de utopía reaccionaria. Y lo son mucho más aún en la medida en que se pretenda construir ese nuevo orden social por fuera o en los intersticios de la sociedad y el Estado capitalistas.

De paso, digamos que las condiciones de esta «convivencia» entre lógicas sociales tan distintas no suelen ser mencionadas, o al menos problematizadas, por los defensores de esta concepción. Algo similar sucede con el problema del Estado: como es una maquinaria de opresión (correcto) se deduce que un movimiento emancipador debe prescindir de toda forma de él (mil veces incorrecto). La trágica experiencia del estalinismo no puede conducir a borrar de un plumazo el problema de la transición de un orden social a otro. Si la concepción del marxismo clásico –un «semi-Estado» de defensa de la revolución que se irá «desvaneciendo y reabsorbiendo» (Lenin) a medida que avance la transición– no satisface, debe al menos ser reemplazada con algo. El autonomismo romántico nos propone, en teoría, una pura negación, y en la práctica política real, un «acuerdo de circunstancias» de coexistencia vergonzante.

En síntesis, el punto de vista marxista es que si el capitalismo ha de encontrar superación será a través de un régimen socialista de orden internacional, cuyas bases materiales incluirán una profusa utilización de la mecanización, de las tecnologías informáticas y de la gran industria. La opción alternativa no es un imposible regreso a formas sociales idílicas, sino la pura barbarie y la degradación social y natural del planeta.

Socialismo o barbarie: la regresión posible y el sujeto

Ya se ha dejado suficientemente establecido que el marxismo es ajeno y opuesto al determinismo histórico y a toda creencia en una historia con final escrito. La per-versión estalinista ha contribuido decisivamente a que se identifique al materialismo histórico con una fe casi religiosa en el «progreso» (fuere esto el triunfo inevitable del socialismo u otra cosa). Si tanto el optimismo ingenuo como el catastrofismo milenarista son insostenibles, la historia incluye entonces un decisivo factor de contingencia, asociado al sujeto y al éxito o fracaso de sus acciones. Ante el destino de la sociedad humana se abre así un horizonte que es, en último análisis, dicotómico: avance o retroceso (bajo las formas históricas que uno u otro adopten).

Reconocer la posibilidad de que la historia se mueva no sólo hacia delante sino también hacia atrás es consustancial al mejor marxismo. Y es en esa tradición dialéctica y antideterminista que se inscribe Labriola.

Notas:

[1] Inclusive, Labriola prefería denominarse a sí mismo y al movimiento marxista como «comunista». Solía citar aprobatoriamente un conocido pasaje de Engels donde éste mostraba su disgusto por el término «socialdemócrata», al que juzgaba confuso y equívoco y que sólo aceptaba a regañadientes como impuesto por el uso.

[2] Cabe señalar que León Trotsky –cuyo marxismo ha sido a veces acusado de antidialéctico, por ejemplo, por J. J. Sebreli– hizo referencia en más de una ocasión a su deuda con Labriola, en particular precisamente en el terreno del método dialéctico. De hecho, en la medida en que Labriola era de lo mejor que se podía pedir como tradición filosófica en la II Internacional, esta matriz no dejó de ser una poderosa y beneficiosa influencia en el marxismo de Trotsky.

[3] Por ejemplo, si bien se han editado obras fundamentales desconocidas en tiempos de Labriola, como los Manuscritos económico-filosóficos y los Grundrisse sobre economía política, una parte sustancial de los cuadernos y apuntes de Marx, especialmente los referidos a lo que Enrique Dussel llama «las cuatro redacciones de El capital», permanecen inéditos o sin traducir.

[4] El agudo marxista francés Henri Lefebvre resumía de esta manera el paradojal «éxito» académico del marxismo: «estudiado un poco en todos los lugares, clasificado entre los autores clásicos en muchos países, convertido en un hecho cultural, se le ha reducido a un pequeño número de citas, pienso para estudiantes y militantes. (...). So capa de cientificismo (...) se ha quitado la gracia a este pensamiento; se lo ha dividido en partes separadas, bien por la erudición (marxistología), bien por interpretaciones, lecturas, relecturas cada vez más abstractas» (Hegel, Marx, Nietzsche)

[5] La pretensión de algunos de modelarse un Marx esencialmente intelectual, investigador y «científico», ajeno a las disputas sociales y políticas de su época, no pasa de ser una fantasía autojustificatoria. El débil argumento a veces esgrimido de que la actividad política de Marx se redujo ostensiblemente desde la derrota de la Comuna (1871) hasta su muerte en 1883 pasa por alto demasiados problemas. En primer lugar, fue toda la actividad del movimiento obrero revolucionario la que se redujo. En segundo lugar, varios de los escritos políticos más agudos de Marx (como la Crítica al programa de Gotha, de 1875) son posteriores a la Comuna. Además, en verdad el período de elaboración teórica más fecundo de Marx precisamente no coincidió con sus años de supuesto desdén por las cuestiones de política cotidiana. Y por último, si la actividad de Engels ha de servirnos de ejemplo, está claro que éste último combinó hasta su muerte la elaboración teórica con la militancia política en la socialdemocracia alemana e internacional, actividades que por otra parte no están separadas.

No se trata aquí, por supuesto, de negar la especificidad de ambas instancias, sino más bien de protestar contra el punto de vista que establece entre ambas una muralla china en vez de un vínculo dialéctico y de enriquecimiento recíproco. No se hace teoría marxista sin un vínculo directo o indirecto con el movimiento social de la clase trabajadora, y no basta sentarse unos años en la biblioteca del Museo Británico para escribir El capital.

[6] Para una ponderación rica y equilibrada de la evolución del pensamiento filosófico de Lenin, véase el trabajo de John Rees, The Algebra of Revolution, 1998, capítulo 4.

[7] Más cerca en el tiempo y el espacio, el marxista argentino Milcíades Peña, en su excelente Introducción al pensamiento de Marx de 1958, cuestiona el «materialismo metafísico» con argumentos similares, ya que Peña se declara explícitamente tributario de Labriola. Por su parte, el filósofo argentino-mexicano Enrique Dussel, en La producción teórica de Marx (un comentario a los Grundrisse), pp. 35-37, también lanza sus dardos contra lo que llama «materialismo cosmológico» y se apoya en La ideología alemana, entre otros textos, para afirmar el vínculo indisoluble entre el materialismo de Marx y la práctica humana.

[8] Por supuesto, el rechazo del reduccionismo economicista no puede servir de excusa para eludir la necesidad del estudio de los problemas específicamente económicos. El marxismo del siglo XX ofrece buenos ejemplos de análisis concretos y elaboraciones teóricas en el terreno de la economía que son, a su vez, no reduccionistas.

[9] La cuestión de la naturaleza social de la URSS y los estados del Este es de demasiada envergadura como para tratarla aquí. Sólo dejamos señalado que, en nuestra visión, esos estados no eran «socialistas» en absoluto; tampoco «estados obreros» (posición trotskista clásica cuya validez, al menos desde la posguerra, se hace problemática) ni «capitalistas de estado» (postura de varios analistas y de algunas corrientes trotskistas), sino que, como resultado de un complejo conjunto de factores históricos, políticos y económicos, se convirtieron en formaciones sociales burocráticas y permanecieron como tales hasta su regreso al capitalismo después de 1989-1991.

[10] El reformismo actual de las corrientes socialdemócratas, «progresistas», de «tercera vía» y así por el estilo representa en todo caso un aggiornamiento, pero difícilmente una modificación sustancial, de tal estrategia.

[11] Eduardo Grüner observa atinadamente: «Tememos que los necesarios correctivos a los reduccionismos... en que han incurrido ciertos marxistas... nos deslicen hacia un reduccionismo peor (...) eliminativo de la legitimidad teórica y política de categorías como ‘lucha de clases’ (...) Una tendencia dominante en el pensamiento posmoderno, aun ‘de izquierda’ (...) es la acentuación –perfectamente legítima– de las identidades particulares, a costa –lo que ya no es tan legítimo– de la casi total expulsión de la categoría ‘lucha de clases’ fuera del escenario histórico y sociocultural» (En su «Introducción» a F. Jameson y S. Zizek, Estudios culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo, pp. 24 y 34).

[12] Esta idea, presente en el propio Marx desde las Tesis sobre Feuerbach, ha sido desarrollada por toda una serie de intelectuales marxistas. Una buena introducción al problema es el texto de Karl Korsch Marxismo y Filosofía.

[13] El historiador británico Perry Anderson sugiere incluso que una parte constitutiva de lo que él llama «marxismo occidental», tanto como el desplazamiento a la temática filosófica stricto sensu, es la adscripción explícita de cada pensador o corriente a una tradición filosófica de la que Marx sería a la vez tributario, continuador y culminación.

[14] Sumariamente, podríamos incluir entre los marxistas prodialécticos a Georg Lukács, Karl Korsch, la escuela de Frankfurt en sus sucesivas generaciones (Marcuse, Adorno, Horkheimer, Habermas, más oblicuamente Benjamin) y Henri Lefebvre, entre otros. El ala antihegeliana y «cientificista» del marxismo tiene como exponentes, por ejemplo, a Galvano Della Volpe, Lucio Colletti y Louis Althusser. El «marxismo existencialista» constituye un caso aparte, aunque muchos de sus exponentes eran decididamente prodialécticos. Cabe aclarar, por otra parte, que dentro del «ala dialéctica» hay una importante diferencia entre un marxismo casi puramente intelectual (los frankfurtianos), cuya escasa vocación o directamente rechazo por la política y los problemas de la lucha de clases los condujo a un pesimismo casi orgánico, y marxistas de una síntesis más equilibrada entre teoría y práctica (Korsch y Lukács en los años 20, por ejemplo).

[15] Lenin, en un artículo de 1913 (“Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo”), daría continuidad a esa genética que, incluso a esas alturas, estaba lejos de conseguir consenso general.

[16] Lo que nosotros llamamos eclecticismo, y que como principio explicativo tiene una profusa difusión y celebración entre cierta epistemología posmoderna y hasta «posmarxista» (sólo que convenientemente embellecida con apelaciones a la «estructura rizomática» y la «indecidibilidad»), recibe aquí una crítica atinada: «el funcionalismo histórico afirma que no es cuestión de génesis y predominio... sino únicamente de una interdependencia inextricable entre ‘factores’ de igual jerarquía. En esta forma se subraya el hecho innegable de la acción recíproca... pero al precio de abandonar la esperanza de entender el mecanismo genético real, por cuanto se supone que los ‘factores’ (...) están a un mismo nivel, como si la sociedad no fuera una estructura de niveles múltiples» (Mario Bunge, Causalidad, 1959, p. 110). El acuerdo en este punto con un positivista «sofisticado» o crítico, de reconocida antipatía por el marxismo, sólo es índice de la pobreza epistemológica del eclecticismo.

[17] O, por dar otro ejemplo: «También para las matemáticas tiene validez la concepción materialista de la historia y de la sociedad. Pero sería ridículo que sólo por ello un marxista pretendiera, a partir de su profunda visión de las realidades económico-socio-históricas que determinan también ‘en última instancia’ la evolución anterior y futura de la ciencia matemática, contraponer una nueva matemática ‘marxista’ a los sistemas matemáticos elaborados por los investigadores en miles de años de esfuerzos» (K. Korsch, Marxismo y filosofía, 1923)

 

[18] Es imposible no recordar aquí el célebre epigrama de Lenin de que era imposible entender El capital sin haber leído y entendido la Lógica de Hegel. Cuando Lenin concluía que “ninguno de los marxistas entendió a Marx”, estaba cometiendo una injusticia con Labriola, algunas de cuyas obras, no obstante, el revolucionario ruso conocía.

[19] Cf. Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, México, Siglo XXI, 1973, pp. 20-30.

[20] «Según Althusser, en contraposición excluyente con Marx, la actividad de los hombres persiguiendo sus propios fines no hace la historia; los verdaderos sujetos de la historia (...) son (...) las relaciones de producción irreductibles a toda relación intersubjetiva, interhumana, antropológica. Los hombres... no hacen sino cumplir ciertas funciones determinadas en las estructuras; son sólo soportes de las relaciones implicadas en la estructura (...) Bajo un lenguaje sofisticado, se oculta la vieja deformación positivista de los Plejanov y Kautsky, que transformaban la dialéctica de Marx en un determinismo económico» (J. J. Sebreli, El asedio a la modernidad, 1991, pp. 343-344). Nuestras diferencias con Sebreli son múltiples y abismales, pero no hay nada que agregar a la descripción y al juicio aquí vertidos.

[21] En este sentido, Lefebvre observa que «el pensamiento marxista mantiene la unidad de la realidad y del conocimiento, de la naturaleza y del hombre, de las ciencias de la materia y de las ciencias sociales. Explora (...) una totalidad que incluye niveles y aspectos tan pronto complementarios como distintos o contradictorios. Por consiguiente, en sí mismo no es historia, sociología, psicología, etc., pero comprende en sí esos puntos de vista, esos aspectos, esos niveles. Ahí reside su originalidad, su novedad y su duradero interés» (Sociología de Marx). Y, más taxativamente, dice Korsch: «el marxismo de Marx y Engels sigue siendo el todo completo de una teoría de la revolución social. (...) los diversos componentes de dicha totalidad (...) teoría científica y práctica social, divergen progresivamente. (...) Sin embargo... el todo no es sustituido nunca en Marx y Engels por una multiplicidad de elementos independientes, sino que se crea una nueva unión de los distintos componentes del sistema, (...) [que] jamás se diluye en una suma de ciencias particulares» (Marxismo y filosofía).

[22] Respondiendo a los reparos de la epistemología posmoderna contra el método marxista, Terry Eagleton señala irónicamente que «es difícil considerar que el 18 Brumario ‘lea’ el estado de la lucha de clases francesa a partir de la naturaleza de la producción capitalista en general. Para Marx... el objetivo del análisis no era lo general sino lo concreto; sólo que reconocía, junto con Hegel y todo otro gran pensador, que no había manera de construir lo concreto sin categorías generales» (Las ilusiones del posmodernismo, p. 84).

[23] Análogamente, Lefebvre anota que «se tiende a pensar la obra de Marx, y particularmente El capital, en función de las ciencias fragmentarias que desde entonces se han presentado especializadamente y cuyo hermetismo habría rechazado Marx. Se reduce El capital, ese conjunto teórico, a un tratado de historia, de economía política, de sociología o incluso de filosofía» (Sociología de Marx).

[24] Un ejemplo instructivo (y divertido) de lo relativamente fácil que es sortear los “controles de calidad” de la publicación de papers fue el sonado “affaire Sokal”: una prestigiosa revista de orientación posmoderna fue engañada por un artículo deliberadamente disparatado pero recubierto de citas seudocientíficas que lo volvían “respetable”. Véase la historia del asunto, junto con interesantes reflexiones sobre la epistemología posmoderna en A. Sokal y J. Bricmont, Imposturas intelectuales, 2000.

[25] La referencia y la explicación están tomadas de Alan Rush, Latinoamérica y el síntoma posmoderno, 1998, p. 92.

[26] A. Rush, op. cit., pp. 147 y 150. Obsérvese que la problemática está planteada casi en los mismos términos en que lo había hecho Korsch tres cuartos de siglo antes.

[27] El hecho de que se trate aquí de una crítica a la ciencia burguesa, a la que no se asimila toda ciencia, merece ser subrayado en la medida en que incluso desde las filas del socialismo y el marxismo suele deslizarse –buscando apoyo en W. Benjamin– un rechazo a la ciencia demasiado sumario, con reminiscencias románticas e incluso oscurantistas. Véase, por ejemplo, el en otros aspectos recomendable trabajo del colombiano Renán Vega Cantor, El caos planetario, 1999.

[28] «[Para Marx] todo ha sido prehistoria, una tediosa variación tras otra sobre el permanente motivo de la explotación. (...) El punto para Marx no es moverse hacia el telos de la Historia, sino liberarse de todo para poder tener un comienzo (...) Sólo cuando tengamos los medios... para determinar nuestras propias historias dejaremos de estar constreñidos por la Historia» (Terry Eagleton, Las ilusiones del posmodernismo, 1997, pp. 104-105)

[29] En una nota al pie de la décima carta de Socialismo y filosofía, se citaba aprobatoriamente la crítica de Bernstein a los utopistas (ya nos extenderemos sobre esta vena antiutopista de Labriola). En nota posterior, el marxista italiano toma explícita y rotundamente distancia del reformismo bernsteiniano.

[30] «En el fondo, todos los errores (...) que se han cometido hasta hoy respecto a la verdadera esencia de la concepción materialista de la historia y de la sociedad de Marx proceden en mi opinión de una sola causa: una aplicación siempre insuficiente del principio de la inmanencia» (K. Korsch, Marxismo y filosofía).

[31] Naturalmente, estamos hablando, por un lado, de las respectivas estrategias del reformismo socialdemócrata en todas sus variantes; por otro, de la corriente político-social a la que, algo abusivamente, puede englobarse en el «autonomismo» (cuyo mayor representante político es el subcomandante Marcos del EZLN, en tanto que los referentes teóricos son John Holloway y Toni Negri), y finalmente, la estrategia política del marxismo revolucionario, que defiende explícitamente el socialismo y la dictadura del proletariado. De más está decir que cada una de estas grandes corrientes admite diferencias a veces muy gruesas; por ejemplo, dentro de lo que hemos denominado autonomismo existen diversas variantes anarquistas o semianarquistas.

[32] Lo cual no implica, por supuesto, justificar la regresión ideológica y política que significa abjurar de la necesidad de que la clase trabajadora desaloje violentamente del poder político a la clase capitalista y construya su propio poder.

[33] Ya el viejo Engels decía que, conforme a esa identificación superficial y errónea, el reaccionario canciller Bismarck, forjador de la unidad alemana, pasaría a ser un gran socialista.

[34] Esta ratificación es tanto más importante cuanto que el rechazo a la política como ámbito de acción y reflexión globales está muchas veces teorizado y justificado ideológicamente desde la filosofía posmoderna de la fragmentación, que, al proponer la micropolítica como opción única o privilegiada, no hace más que dejar la macropolítica al poder establecido. Se trata de una sutil forma de reformismo que, con el discurso de «revolucionar la cotidianeidad», deja incólumes las macroestructuras que reproducen ideal y materialmente las mismas fuerzas que convierten la cotidianeidad en un infierno.

[35] Sin ánimo de abundar en un tema tan transitado, pensamos aquí a la modernidad desde la tradición marxista clásica, esto es, asumiendo que en la base de su proyección inicial se encuentra el surgimiento del capitalismo y la burguesía revolucionaria. Las transformaciones más importantes que se desprenden de ella son las que se resumen en el Manifiesto Comunista (1848): la conformación de una sociedad que pasa a ser predominantemente urbana e industrial, la creación de un mercado y una economía mundiales y un irresistible dinamismo de la vida económica, social y cultural que arrasa con las viejas instituciones.

[36] Por ejemplo, el marxista inglés Eagleton describe el capitalismo actual en términos muy similares: «El capitalismo... es el sistema social más dinámico, revolucionario y trasgresor conocido en la historia (...) como es el verdadero y primer modo global de producción, barre con todos los obstáculos provincianos... y establece las condiciones para una comunidad internacional (...) Esta dinámica y exuberante liberación de potencial es también una indescriptible tragedia humana, en la que las potencialidades se mutilan y malgastan, las vidas son destrozadas y marchitadas, y la gran mayoría de los hombre y mujeres, condenados a una labor infructuosa en beneficio de unos pocos» (Las ilusiones del posmodernismo, p. 99). O, más sintéticamente, con Fredric Jameson, «el capitalismo es a la vez la mejor y la peor cosa que jamás le haya ocurrido a la humanidad» (Posmodernismo, lógica cultural del capitalismo tardío, 1985).

[37] Utilizamos esa denominación por mor de brevedad y en razón de su difusión, a sabiendas de que otros autores, como F. Chesnais, proponen una definición categorial más precisa: se llama «mundialización» a la nueva fase del capitalismo posterior a la crisis de los 70 (lo que incluye los planos económico, social, político y cultural), y se reserva el término globalización estrictamente al aspecto financiero.

[38] Un ejemplo muy visible de este principio es que la renuncia a la centralidad de la clase trabajadora como sujeto revolucionario tiene la consecuencia programática del abandono del socialismo como alternativa global (o su relegamiento al terreno de la «utopía», lo que en términos prácticos es lo mismo) y esto a su vez conduce a la estrategia no de revolución, sino de «resistencia» infinita. Pero se trata, como diría Hegel, de un «infinito malo»: la ausencia de todo horizonte afirmativo de un régimen social nuevo y distinto del orden capitalista (pero surgido de él) no puede más que limitar la acción revolucionaria al plano de la pura negatividad, para colmo celebratoria de la fragmentación. El capitalismo se erige así como la única totalidad real.

[39] Usamos el término en su tradicional (y peyorativo) sentido de «fantasía irrealizable». La aclaración vale porque, justamente a caballo de la moda del anticapitalismo que no propone nada en reemplazo, «utopía» ha cambiado su connotación axiológica. De hecho, está en boga entre actores distintos y hasta aparentemente contrapuestos. Por un lado, los anarquistas y semianarquistas la utilizan como un señuelo convenientemente difuso. Por el otro, entre reformistas, desencantados y quebrados –conjuntos que suelen coincidir– la «utopía» (socialista, democrática o de sexo indefinido) cumple en política el mismo rol que Dios en la ética kantiana: una idea regulativa sin compromisos prácticos y en la que, en el fondo, no se cree.

[40] Para una crítica desde el marxismo revolucionario de sus textos más recientes y conocidos (Cambiar el mundo sin tomar el poder, de Holloway, e Imperio, de Negri-Hardt), ver las reseñas de I. Cruz Bernal en revista Socialismo o Barbarie, números 11 y 12 respectivamente.

[41] Ejemplos de ello son las «comunas autónomas» de Marcos (gotas minúsculas de imposible supervivencia en el mar del capitalismo dependiente mexicano) o la conciente y teorizada insularidad hacia el mercado laboral y la producción capitalista de la corriente Aníbal Verón, que actúa en el movimiento de desocupados de Argentina. Tales proyectos están mucho más cerca en lo político y en lo filosófico de los falansterios de Fourier o las comunidades autosuficientes de Owen que del socialismo de Marx, a quien jamás se le ocurrió despreciar el desarrollo de la productividad social del trabajo realizado por el capitalismo industrial.